Los ojos de Albert revolotearon mientras trataba de despertar.
-¡Liovana! ¡Necesito más poción!, - murmuró CandyFann a su compañera entre dientes. -Está despertando demasiado pronto.
-¿Cómo fue que descubriste esta poción mágica? – preguntó Liovana, entregándole a su amiga un pequeño frasco azul.
-Albert la escondió en la cocina cuando pensó que nadie lo estaba viendo. Pero yo vertí la poción en este frasco y llené el otro con tequila,- le explicó a su amiga guiñando un ojo. Llevando el frasco a los labios de su amado, la chica logró que un par de gotas tocaran sus labios entreabiertos.
Liovana observó a su amiga con reparo. -Creo que ya es suficiente, CandyFann. Queremos demorarlo, no dejarlo en coma.
-Se lo merece por querer pasarse de listo,- dijo CandyFann, acunando la cabeza dorada en su regazo. -Ahora si puedo comenzar nuestro relato….
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Los personajes de Candy Candy le perteneces a Mizuki e Irigashi
Esta historia está escrita sin fin de lucro.
Legión Andrew – GF 2017
Los personajes de Candy Candy le perteneces a Mizuki e Irigashi
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Legión Andrew – GF 2017
El Gigolo – Por Liovana Y CandyFann
Capítulo 2
En una espléndida habitación de un famoso hotel local, Candice Jean White, la hija del gobernador y una mujer conocida en la alta sociedad de Chicago por su belleza, se paseaba nerviosamente como la virgen inocente que realmente era.
La chica se vertió una bebida del bien abastecido mini-bar, whisky, tomándose el contenido de su vaso de un solo un trago. Aunque tuviera el conocimiento necesario en cuanto a la mecánica de lo que estaba a punto de suceder en esa habitación, Candy no podía evitar sentirse nerviosa así como disgustada por las circunstancias que la habían llevado a tomar esa decisión.
Terry, el hombre que debería haber sido su primer amante, la había engañado en lo que ella solo podría describir como un remolino de mentiras y verdades escandalosas. Su noviazgo idílico había durado por casi dos años, y cuando Candy creyó estar lista para tomar el siguiente paso en su relación, las noticias de la depravación de Terry se difundieron por todos los noticieros locales. Habían muchas muchachas, tal vez cientos, que fueron secretamente grabadas en vídeo por Terry compartiendo su lecho con la ayuda de cámaras escondidas en su habitación. Todas habían sido vírgenes … y ahora la mayor parte de ellas probablemente querrían presentar cargos contra el joven actor.
Candy sofocó una ola de náuseas con otro trago de whisky, preguntándose por enésima vez cómo pudo haber sido tan estúpida e ingenua. Cuando se enamoró de Terry después de un par de meses de noviazgo, le confesó su secreto: ella era virgen, porque había estado esperando al 'hombre adecuado' a quien entregarse y él pareció feliz de observar sus valores.
¡Qué equivocada había estado!
En ese entonces Terry pareció respetar su decisión, y hasta ahora se daba cuenta de que su novio simplemente estaba preparando su acecho, esperando la hora en que ella estaría más dispuesta a entregarle su tesoro más preciado.
Por supuesto, lo que ella desconocía era el hecho de que su ‘novio’ había seguido llevando a jóvenes ingenuas a su guarida mientras se suponía que estaban manteniendo una relación ‘seria’. Hace sólo tres semanas atrás, Terry finalmente le había dicho ‘te quiero’… esas preciosas palabras que Candy tanto había anhelado escuchar y que ahora ya no significaban nada.
El whisky empezó a hacer su magia y pronto sintió una calidez agradable en su estómago, una sensación maravillosa esparciéndose rápidamente por todo su cuerpo.
Cuando se vertió una tercera copa, ya estaba lo suficientemente relajada como para pensar en el hombre del que pocas mujeres se atrevían a hablar abiertamente, y siempre en un susurro: William Ardley.
Había oído rumores de anécdotas legendarias exaltando su considerable destreza sexual, pero los rumores eran difíciles de verificar ya que también era famoso por su discreción absoluta. Un hombre como William Ardley no frecuentaba los mismos círculos sociales que su madre y la mayoría de los conocidos de Candy no podía pagar sus exorbitantes honorarios.
Tres mil dólares por una sola noche... y ella, desesperada, había accedido a pagar el doble.
Por supuesto, la cantidad de dinero era irrelevante. Si él podía lograr lo que ella quería, lo consideraría dinero bien gastado.
Candy miró su Iphone, buscando su nombre, pero incluso su página web ofrecía muy poca información personal, aparte de una fotografía y estadísticas físicas básicas: rubio, de ojos azules, noventa kilos de peso, ciento noventa y cinco centímetros de altura… y un miembro de veintiún centímetros, erecto.
La chica se bebió el whisky de un solo trago, sintiendo una fina capa de sudor cubriendo sus manos temblorosas.
¡Veintiún centímetros!
En su línea de trabajo había visto penes de todos tamaño y formas, pero nunca uno midiendo veintiún centímetros estando totalmente erecto.
Su boca estaba extrañamente seca cuando oyó un par de golpes discretos en la puerta de su habitación. Candy puso el vaso sobre el mueble del mini bar de golpe, apresurándose a abrir la puerta y trastrabillando en el proceso hasta casi caer de bruces sobre la alfombra. Recuperando el balance antes golpear el suelo, se detuvo para respirar un par de veces y acomodar un rizo suelto detrás de su oreja. Dando un último vistazo a su rostro reflejado en un elegante espejo al lado de la puerta principal, la chica gimió. Rápidamente frotó con su dedo un poco de barra labial que se había quedado pegado en sus dientes y, recomponiendo sus rasgos delicados en su habitual máscara profesional, finalmente abrió la puerta.
Tragando en seco, Candy se dijo a si misma que no había nada que pudiera haberla preparado para la visión que le esperaba al otro lado de la puerta.
Alto, rubio y delirantemente guapo, William Ardley en persona era mucho más de lo que podría haber esperado de la foto en la página web. Su oscuro traje Armani de tres piezas era obviamente hecho a la medida, amoldándose a un cuerpo firme y musculoso. William sostenía un ramo de flores en sus manos grandes y varoniles, rosas blancas, tal vez un símbolo de la inocencia a punto de ser perdida.
La chica tuvo que recordarse a sí misma de respirar. La presencia de ese hombre era tan poderosa como accesible, robándole el aliento a cualquier hembra que tuviera la dicha de verse reflejada en el nítido azul de sus ojos.
En ese instante Candy tuvo que admitir que ese perfecto espécimen de masculinidad frente a ella en verdad era un ángel dorado hecho para el pecado en una noche de lujuria.
Y esa noche él sería todo suyo…
“Buenas noches, señorita White,” dijo el ángel de cabellos dorados en una voz que hizo que las piernas de Candy comenzaran a temblar. “Soy William Ardley, y esta noche tendré el inmenso honor de ser su acompañante. ¿Puedo entrar?”
La sonrisa indolente dejó entrever sus dientes blancos y perfectos… causando una pequeña explosión en las neuronas que hasta ese momento aún había mantenido más o menos intactas. “S-sí, p-por supuesto,” tartamudeó, odiándose a sí misma por su falta de sofisticación al comportarse como una chiquilla estúpida.
Arqueando una ceja rubia, Albert entró en la lujosa habitación, dedicándole a su anfitriona una mirada apreciativa. “Espero que le gusten las rosas blancas, señorita White. Pensé que son un símbolo que refleja la realidad de nuestro encuentro, y deseaba hacerle saber que puedo apreciar su posición y el tesoro que está dispuesta entregar esta noche.”
“¿Q-que?”
Albert puso el ramo de rosas sobre una mesa, quitándose la chaqueta a la vez con un gesto elegante y posando su mirada en los ojos asustados de la chica. “No se preocupe, señorita White. No muerdo,” dijo con una sonrisa lobuna, tomando asiento en el sofá más cercano. “No muerdo… todavía.”
Candy jadeó y pudo haber jurado que sus piernas se convirtieron en dos torres de gelatina. “C-Candy,” dijo, carraspeando un par de veces y respirando profundamente para recuperar la calma. “Puedes llamarme solo Candy.”
Los ojos de Albert brillaron divertidos. “Y bien, solo Candy, ¿Prefieres quedarte de pie al lado de la puerta o te gustaría sentarte para charlar un rato?” Albert dio un par de palmaditas al espacio vacante a su lado en el sofá, y la chica tuvo que hacer acopio de todo su control para no tropezarse al caminar hacia él.
Sentándose a la orilla del sofá, Candy optó por enfocar su atención en sus manos descansando sobre su regazo, retorciéndolas de una manera involuntaria. Con elegancia inusitada, Albert, consciente de la incomodidad de la chica, puso un brazo sobre el respaldo del sofá y suavizó su mirada. Esa muchacha no como las jóvenes zorras de sociedad que buscaban sus servicios porque no deseaban perder su virginidad en un rápido e incómodo revolcón con sus novios novatos. Muchas de ellas lo habían usado simplemente como un ‘consolador’ de carne y hueso… un instrumento de alto precio para satisfacer la lujuria del que se olvidarían salvo en las pocas ocasiones que su nombre sería recordado en murmullos apagados.
No.
Esa rubia de cabello dorado y ojos tan verdes como los bosques de Lakewood había decidido acudir a él porque su novio le había roto el corazón y ahora estaba decepcionada de haber resguardado su tesoro por tanto tiempo.
“Ese hombre es un idiota,” se dijo a sí mismo, alargando una mano para acariciar un bucle de oro.
Lejos de estremecerse como un cervatillo asustado, Candy cerró los ojos, aceptando el tierno gesto con una sonrisa agradecida. “Ahora háblame de ti, bella Candy, ¿Qué te gusta hacer cuando no estas ganándote la vida? ¿Tienes algún pasatiempo frívolo?”
Ya fuera por el whisky o esa caricia que le pareció tan deliciosamente íntima, Candy se sorprendió a si misma respondiendo sin primero analizar la pregunta como era su costumbre. “Me gusta pasear por los bosques en las afuera de Chicago,” dijo con los ojos aun cerrados y sonriendo de oreja a oreja como boba. “También disfruto mucho visitando a los refugios de animales. Me gustaría poder rescatar a todos, pero por el momento tengo que conformarme con Clint hasta que pueda comprarme una casa más grande con un jardín o una pequeña granja.”
“¿Clint?”
“Clint Eastwood, mi bello gato tuerto,” respondió abriendo los ojos perezosamente. “Si no hubiera sido por Clint aun estuviera viviendo en el mausoleo que es la casa de mis padres. El refugio donde encontré a Clint estaba a punto de ponerlo a ‘dormir’ porque nadie quería adoptarlo por ser tuerto, así que me lo llevé a casa. Mi madre hizo un escándalo, por supuesto, diciendo que no podía llevar a SU casa a cualquier animal desfigurado y asqueroso que encontrara en la calle. Así que hice mis maletas y encontré un pequeño apartamento cerca del hospital donde trabajo. Algún día podré comprar una granja y tener a todos los animalitos que yo quiera.”
Albert le acarició la mejilla con un dedo. “Clint Eastwood. Tu gato se llama Clint Eastwood,” bufó divertido.
“¡Tiene la misma mirada!” explicó ella con una sonrisa sincera, olvidándose por un momento de su aprensión. “Te observa detenidamente entrecerrando el ojo y, si por desgracia resulta que te odia, puede ser tan frío como un témpano de hielo.”
A pesar de querer mantener un nivel estrictamente profesional, Albert no pudo reprimir su curiosidad. “¿Y odia a muchas personas?”
La sonrisa de Candy se le congeló en los labios al recordar al hombre que tanto deseaba olvidar por completo. “No, solo a Terry, mi ex novio. Cada vez que Terry me visitaba, Clint siseaba y arqueaba la espalda como un gato endemoniado; después salía corriendo hacia mi habitación donde se escondía bajo mi cama por horas… enfadado.”
“Me parece el nombre perfecto para el tipo de gato que describes,” dijo Albert, notando el cambio repentino en el semblante de la chica y tomando las pequeñas manos con su mano libre. “Poupée es el nombre de mi gata. La encontré abandonada en un callejón cuando tenía apenas semanas de vida. Aparte de Kanda, mi ama de llaves, y George, mi secretario, ella ha sido mi amiga más fiel por casi una década. Es delicada y elegante, tal como una muñeca.”
Candy abrió los ojos de par en par, observando boquiabierta al joven a su lado. “¿En serio? ¿Adoptaste una gata callejera?”
Albert soltó las manos de la chica para buscar algo en el bolsillo de su chaleco. Sacando su Iphone, el joven presionó los botones un par de veces hasta encontrar la galería de sus fotos personales. Abriendo un álbum, le ofreció el móvil a Candy. La rubia sonrió con perspicacia, y tomando el teléfono, comenzó a repasar decenas de fotografías de una linda gatita completamente negra salvo por un parche blanco adornando su frente.
“Poupée es mi debilidad,” confesó Albert, sorprendido por el súbito calor escociendo sus propias mejillas. “Por lo general duerme a mis pies, pero de vez en cuando se escabulle a la habitación de huéspedes. Sin ella creo que mi apartamento me parecería demasiado solitario.”
La rubia le devolvió el teléfono con una sonrisa tímida. “Es…es preciosa, William.” Al notar lo que había hecho, Candy se llevó una mano a la boca, tratando de sofocar un gemido. “¡Oh! Disculpa, ¿puedo llamarte William o prefieres otro nombre? Señor Ardley me parece demasiado formal.”
El corazón de Albert se detuvo por un par de segundos que le parecieron una eternidad.
¡La chica le había preguntado su nombre!
No podía recordar la última vez que alguien le había hecho una pregunta tan personal. Por lo general sus clientes lo llamaban Polla Mágica, Corcel dorado… o, más despectivamente, ‘puto’. Cientos de veces se había dicho a si mismo que al cruzar el portal de una nueva habitación en un hotel, los que pagaban por el placer de su cuerpo podían llamarle como se les diera la gana… él solo pensaría en el dinero que serviría para sacar adelante a sus tres sobrinos.
Y esa chica… ella era la única que no lo había visto como un trozo de carne.
Haciendo caso omiso a la repentina resequedad en su boca, Albert se obligó a responder como si la pregunta no tuviera demasiada importancia. “Puedes llamarme Will, o William. Pero preferiría que me llames Albert.”
“Albert…”
En los labios de esa rubia, su nombre sonaba como una melodía y Albert tuvo que reprimir un estremecimiento de emoción.
Había pasado mucho tiempo, una década talvez, desde la última vez que se había sentido cohibido frente a una mujer, así que, evitando la mirada inquisitiva de un par de esmeraldas, su boca se curvó en una lenta sonrisa. “Sólo mis amigos más cercanos me llaman Albert. Mi nombre completo es William Albert Ardley. Uso el nombre ‘William’ profesionalmente, pero en privado, delante de mis amigos y mi familia, soy solo Albert.”
Los ojos de Candy brillaron con más intensidad. “Y bien, solo Albert,” dijo, repitiendo las mismas palabras que él le había dicho. “¿Qué te gusta hacer a ti cuando no estas ganándote la vida?”
“Cocinar. Me encanta la comida tailandesa,” reveló a la vez que jugaba distraídamente con otro mechón de oro. “También me gusta pasear por los bosques cuando tengo tiempo. A menudo juego póker con George, mi secretario, y el perdedor tiene que hacer una donación al refugio de animales local. Creo que este año mi querido amigo ha donado ya cerca de siete mil dólares.”
“¿Y cuánto has donado tú?”
“Casi veinte.”
De repente ambos estallaron carcajadas, y el ambiente en la habitación cambió por completo. Dejando caer el bucle dorado de sus manos, Albert se rió hasta que le dolieron los costados. Candy por su parte continuó hipeando mientras lágrimas de risa rodaron por sus mejillas sonrosadas.
Albert suspiró. Nunca se había sentido tan cómodo con una mujer… y esa chica, con su inocencia y sencillez, rápidamente estaba derrumbando todas sus defensas.
Cuando la risa se extinguió, los rubios se miraron el uno al otro sin un ápice de aprehensión. En esa habitación, podían olvidarse de las numerosas etiquetas que ambos habían llevado como tarjetas de identificación a lo largo de sus vidas.
Hija perfecta. Señorita de sociedad. Doctora abnegada. Novia pura y casta.
Huérfano solitario. Granjero muerto de hambre. Prodigio académico. Tío responsable. Puto en venta.
A la luz de la luna brillando a través de una cortina abierta, ambos no eran nada más que un hombre y una muchacha conociéndose poco a poco.
La luna no los juzgaría.
En el refugio de esas cuatro paredes podían sonreír y relajarse… tal vez hasta coquetear un poco. La noche aun no había comenzado, pero de alguna manera ellos ya habían hecho una conexión significativa.
Notando eso, Albert tuvo que forzarse a recordar, una vez más, que tenía que seguir comportándose como un profesional consumado. Así que, aflojando su corbata, se puso de pie y caminó hacia el mini-bar, tratando de crear cierta distancia tras esa demostración tan íntima de una parte de su ser. “¿Quieres otra copa, Candy?" preguntó tomando una botella de agua mineral. “Podría hacerte un cóctel si te apetece.”
“Whisky… nítido,” fue su respuesta, y Albert sonrió en sus adentros al servir dos bebidas idénticas.
“Whisky nítido. Eres una chica increíble,” le dijo, ofreciéndole un vaso de cristal tallado. “Da la casualidad que esa es mi bebida favorita.”
“Mi madre dice que es una bebida demasiado vulgar para una dama,” explicó encogiéndose de hombros. “Pero su opinión ya no me importa. Si ella pudiera salirse con la suya, yo estaría casándome con Terry Grandchester la próxima semana y embarazada al mes siguiente. Por supuesto, tendría que renunciar a mi carrera, porque la esposa de una estrella de Hollywood no trabaja en un hospital de mala muerte.”
Tomando un sorbo de su bebida, Albert se paró detrás del sofá y comenzó a masajear suavemente el cuello y los hombros de Candy. “Santo cielo. ¡Tus hombros se sienten como barras de acero! Supongo que no estas completamente de acuerdo con los planes de tu madre.”
“Para nada. Su sueño es mi peor pesadilla,” dijo resoplando enfadada y tomándose su bebida de un solo trago. “Eleonor Baker, la madre de Terry, fue compañera de piso de mi madre durante sus días en la universidad en Londres. Eleonor, en un acto de rebeldía contra sus tendencias feministas, contrajo matrimonio con un estirado duque inglés y mi madre regresó a Estados Unidos donde conoció a mi padre en una fiesta de sociedad. Olvidándose de todos sus sueños, mi madre se convirtió en la clase de esposa que resulta beneficiosa para un político: bella, joven, insípida y discreta. Mi madre ha soportado las muchas ‘distracciones’ de mi padre, siempre comportándose como la sociedad lo espera – discretamente haciendo la vista gorda. Eleonor, por su parte, recuperó la cordura cuando su único hijo cumplió cinco años de edad. Se divorció del aburrido duque para regresar a Nueva York con su hijo, estableciéndose como la gran dama de Broadway después de muchos años de trabajo arduo. Para mi madre, Eleonor representa la vida que ella deseó vivir… y un matrimonio con el hijo de su mejor amiga, el heredero de un ducado y uno de los artistas más famosos del momento, es lo más cercano que Nancy White podrá llegar a cumplir con su ‘destino’. Claro, el hecho de que Terry sea un cerdo y un depravado sexual es lo de menos,” añadió con acritud, recordando la conversación con su madre después que se destara el escándalo. “Mi madre cree que dentro de un par de meses todo quedará olvidado por la prensa y que, después de pagar una cuantiosa compensación a las víctimas, Terry podrá retomar su carrera y no habrán más obstáculos para nuestra relación.”
En ese momento Albert se percató de un sentimiento casi olvidado revoleteando en el fondo de su pecho.
Compasión, un sentimiento superfluo en su profesión, inundó su corazón. “¿Y qué piensas tú al respecto?” preguntó suavemente, deslizando sus dedos sobre el manojo de músculos tensos que eran los hombros de Candy.
“Pienso que mi madre está más loca que una cabra… y que prefiero morir de Ébola que casarme con Terruce Grandchester,” rió divertida, relajando sus hombros por primera vez en meses.
La risa de Albert pronto se unió a la suya. “¡Ébola! Una enfermedad terrible…” dijo Albert riéndose suavemente.
“No más terrible que ser la esposa de un cretino,” ella respondió, dándose la vuelta para encarar a Albert. “Ahora es tu turno.”
Albert la miró perplejo por un par de segundos, sin lograr entender a lo que la chica se refería. “Discúlpame, pero no te entiendo,” atinó a decir, ya que nuevamente se había olvidado de que se suponía que estaba ‘trabajando’.
“Ahora yo voy a darte un masaje,” explicó Candy tomándole de la mano y haciendo que ocupara su lugar en el sofá. Albert se sentó a regañadientes ya que, en su opinión, las manos de una profesional como Kanda eran incomparables. Además, ella era su cliente y su propio placer era lo de menos.
Sin embargo, después de cinco minutos de gloria, tuvo que tragarse sus palabras. Las pequeñas manos de Candy eran sublimes. Cerrando los ojos, Albert ansió que el tiempo se detuviera para siempre, dejándolos prisioneros en esa habitación.
Cada movimiento deliberado de la chica era una caricia y una tortura a la vez. Con su conocimiento de anatomía, Candy sabía exactamente que músculo masajear y la presión adecuada. Poco a poco, Albert sintió como sus hombros se relajaban, a tal punto que hasta pensó que podría quedarse dormido en cualquier momento.
“Candy. Tienes unas manos maravillosas, cariño. Pero si no te detienes estaré dormido en menos de cinco minutos,” declaró el joven, deseando abofetearse mentalmente cuando se percató de que había llamado ‘cariño’ a una cliente.
“Podríamos acostarnos en la cama si tú quieres,” ella ofreció de manera inocente, sonrosándose sólo cuando se dio cuenta de lo que había dicho.
Tomándola de la mano, Albert la hizo rodear el sofá hasta que Candy estuvo parada frente a él para posar sus manos, grandes y masculinas, alrededor de la estrecha cintura. “No te avergüences por favor,” le pidió, tirando de ella suavemente hasta lograr que Candy se sentara en su regazo. “Tenemos toda la noche para conocernos… y cuando estés lista, puedes tomar mi cuerpo de la manera que mejor te plazca.”
“P-pero yo no sé qué hacer…” ella balbuceó otra vez, súbitamente consciente de su inexperiencia.
“Yo te guiaré,” le aseguró Albert mirándola a los ojos con intensidad. “Y tú tomarás lo que desees cuando llegue el momento.”
Candy tragó en seco. Ella no quería tomar a Albert… un hombre tan tierno y solitario como ella.
No.
Prefería perder su virginidad sin promesas ni mentiras con alguien que conocía el significado y valor de esa entrega, pero ella no lo usaría como a un objeto. “A-Albert. Yo… yo prefiero… prefiero que seas tú quien tome lo que libremente te ofrezco.”
Al escuchar la declaración de Candy, Albert comenzó a acariciar los brazos desnudos de la joven con inusitada ternura. Llevaba puesto un sencillo vestido amarillo sin mangas que la hacía lucir como la epitome de inocencia virginal. Albert notó los primeros ecos de su deseo comenzando a despertar en su entrepierna, y pronto tuvo que acomodar el trasero respingón de ella lejos de su creciente erección.
A pesar de la evidente lujuria que sentía por la atractiva rubia, Albert tuvo que admitir que fueron las palabras de Candy lo que completó su hechizo y, como por arte de magia, el sarcasmo con el que normalmente enmascarada sus sentimientos antes de completar su trabajo, se esfumó.
“Quiero decirte que eres la primera que me ofrece este tesoro, Candy,” dijo Albert acercando su frente hasta tocar la de ella. Cerrando los ojos, se permitió inhalar esa inocencia con aroma a rosas que emanaba de su cuerpo por un momento efímero. “A lo largo de mi vida, muchos han tomado una parte de mí y nadie me ha ofrecido lo que tú estás dispuesta a darme. Yo… yo quiero que esta noche sea inolvidable para ti.”
“Albert… yo…”
Posando un dedo suavemente sobre los labios color rosa, Albert acalló sus dudas. “Sin etiquetas o espejismos. Seré solo Albert, y tú solo Candy… dos extraños que tienen mucho en común. Ambos se sienten solos. Ambos desean una granja donde criar animales descartados que rescatan de las garras de la muerte. Esta noche seremos solo tú y yo, conociendo nuestros cuerpos.”
Separándose de ella un poco, Albert buscó la curva de su cuello. “Si estuviera en un campo lleno de rosas, el aroma nunca sería tan agradable como el tuyo.” Candy se estremeció de pie a cabeza, sintiendo la caricia detrás esas palabras en lo más profundo de su ser.
Lenta, muy lentamente, eso labios masculinos comenzaron a recorrer cada centímetro del níveo cuello, saboreando la tersa suavidad bajo su boca. “Eres tan suave como la seda,” dijo Albert, su cálido aliento enviando una corriente de placer que atravesó el vientre de la chica como un rayo.
El gemido gutural que se escapó de los labios de Candy fue música para los oídos del joven y, alentado por tal respuesta, su boca se dirigió hacia los pequeños hombros desnudos. “A la luz de la luna, tu piel desnuda brillaría como alabastro, de pie a cabeza. Podría recorrer la sedosidad de tu piel con mis manos por horas sin llegar a cansarme. En verdad Candy, eres tan hermosa y dulce como tu nombre.”
Incapaz de articular una palabra, Candy se limitó a mover su cabeza de un lado a otro con los ojos cerrados, embriagada completamente por el cosquilleo que la boca de Albert causó en todo su cuerpo.
Poniendo un brazo debajo de las piernas y otro en la espalda de rubia, Albert se levantó del sofá sin esfuerzo, llevándola en brazos hacia el dormitorio principal mientras que con sus labios buscaba la pequeña boca con sabor a miel.
Al colocarla en la cama como si fuera un tesoro, Albert se tumbó al lado de ella, acariciando suavemente una mejilla sonrosada. Sin decir una palabra, poco a poco comenzó a abrir los botones del vestido, ahogando un gemido al ver la lencería que llevaba puesta – un conjunto de bragas de encaje y sujetador a juego color marfil.
Candy en verdad era sirena una virginal que ni siquiera se percataba del poder que su sensualidad ejercía en un hombre como Albert.
“Eres realmente preciosa,” declaró acariciando la curva de un pecho con su dedo. “¿Estas segura de que quieres continuar?”
“Si,” ella susurró a través de labios trémulos, sintiéndose acarreada en una nube de placer. “Quiero darte mi virginidad.”
Albert deslizó la punta de su dedo hasta que su mano llegó justo al borde de las preciosas bragas de seda. “Y yo estoy dispuesto a recibir ese tesoro.” Entonces comenzó a desabrocharse los botones del chaleco bajo la mirada arrebolada de la rubia.
Candy fue incapaz de apartar los ojos mientras los dedos largos y masculinos se movían rápidamente hasta que el chaleco terminó al pie de la cama. Minutos después la preciosa corbata de seda y la camisa terminaron al lado del chaleco, y Candy se tuvo que recordar a si misma de respirar.
En su línea de trabajo había visto cientos de cuerpos masculinos desnudos o semi-desnudos, pero esa fue la primera vez que sintió la súbita resequedad en su boca acompañando un hormiguero eléctrico recorriendo su cuerpo.
Los músculos de ese torso desprovisto de vello y el abdomen plano parecían esculpidos en mármol dorado, duros y perfectos. Candy se permitió el pequeño placer de recorrer ese abdomen con su mirada, notando con un gemido ahogado como la V perfecta que los músculos formaban desaparecía bajo la trabilla de los pantalones hechos a la medida.
“Dios Santo,” gimió casi sin aliento cuando sus ojos se posaron sobre la sombra de la prominente erección marcada bajo la tela de los pantalones – amenazadoramente gruesa y larga.
El estómago de Candy le dio un vuelco. ¿Cómo podría su cuerpo abarcar un miembro como ese?
Como si pudiera leer sus pensamientos, Albert le obligó a encontrar su mirada levantando el delicado mentón con su mano. “No te preocupes,” le dijo posando sus labios suavemente sobre la boca semiabierta de la chica. “Vamos a encajar a la perfección.”
Sonriendo, Albert se puso de pie, quitándose los zapatos y luego los pantalones, observando tras cada movimiento la expresión dibujada en el rostro de Candy. Dejándose puesto su bóxer de licra negro, se sentó a la orilla de la cama para quitarse los calcetines, momento que la joven aprovechó para recorrer con la mirada la espalda ancha y musculosa del hombre a su lado. Poniéndose de pie nuevamente, Albert le permitió que lo contemplara de pie a cabeza.
Candy fue incapaz de apartar sus ojos de la visión de ese cuerpo. Si vestido de Armani era un peligro para las neuronas de cualquier mujer, Albert desnudo era simplemente devastador.
La tela del bóxer escasamente contenía ese miembro luchando por hacerse ver, y la chica tragó con dificultad. Albert parecía la reencarnación del mismísimo Thor y ella estaba a punto de ofrecerle su cuerpo como oblación.
Acercándose a ella, Albert le ofreció su mano. “Ven aquí,” le pidió en una voz ronca y seductora. Candy obedeció, poniéndose de pie frente al dios semi desnudo. “Quiero mostrarte cómo es que un hombre puede adorar el cuerpo de una mujer. El sexo no es solo una entrega por parte de una mujer, es un momento de comunión entre una pareja, donde ambos reciben y dan placer. Podrás acostarte con muchos hombres a lo largo de tu vida, pero pocos te darán tanto como reciben de ti. No te conformes con eso, ¿de acuerdo? porque eres digna de recibir mucho más.”
“¿Y qué me darás tú?” preguntó ella, jadeando con la boca reseca y mareada por las olas de placer recorriendo su cuerpo.
Albert le dio un beso en el hombro, y le susurró al oído. “Esta noche yo te lo daré todo.”
Estrechándola contra su pecho, Albert desabrochó el precioso sujetador con un movimiento ágil de sus dedos, dejándolos expuestos al aire caldeado de la habitación. Libres de su cárcel de seda, los pezones de Candy se endurecieron y Albert no pudo evitar agachar su cabeza para atrapar uno de ellos con sus labios.
El grito de Candy no le sorprendió. “¡Albert!” gimió a la vez que sus piernas estuvieron a punto de fallarle y hacerle caer desmadejada en la alfombra.
“Shhh… te tengo pequeña,” él le dijo con el calor de su aliento acariciando un pezón desnudo y erguido, saboreando y trazando pequeños círculos sobre la areola hasta que la respiración de ambos se volvió entrecortada.
Con un gruñido, la boca de Albert soltó el pezón, y tomándola en sus brazos, la depósito cuidadosamente en la cama. Tumbándose a su lado, le rodeó la cintura con un brazo, atrayéndola hacia él hasta que el pequeño cuerpo encajó contra el suyo. Con una mano firme acarició la delicada curva de su cadera por un momento, ascendiendo poco a poco hasta que le cubrió un pecho desnudo.
“A-Albert,” ella jadeó, tensándose levemente ante la caricia desconocida.
“Tus pechos son preciosos,” le dijo al oído y su cálido aliento desató otra oleada de nuevas sensaciones en el cuerpo de la chica. “Dignos de ser acariciados y besados una y otra vez.” El pezón se endureció contra su mano, y Albert tuvo que sofocar el deseo de apretarlo un poco más.
Abandonando el pecho desnudo por un momento, Albert le tomó la mano, guiándola lentamente hacia su erección. “Tócame sin temor. Tu cuerpo responde a mis caricias y el mío responde a tu deseo. No tengas miedo, Candy. Yo cuidaré de ti para que esta experiencia sea inolvidable.”
En los ojos de la chica Albert vislumbró las primeras chispas de deseo… así como el miedo que naturalmente acompaña la primera vez de una mujer. “Confía en mí, Candy. No te haré daño.”
Albert soltó la pequeña mano, agachando su cabeza nuevamente para rodearle el pezón con sus labios. Ahogando un gemido de placer, Candy arqueó la espalda, enterrando las uñas en el edredón al sentir la boca de Albert succionando suavemente mientras con su mano libre pellizcaba el otro pezón rosado.
Esbozando una sonrisa depredadora, Albert continuó su dulce tortura, succionando y pellizcando hasta que las caderas de Candy comenzaron a mecerse inquietas, buscando una caricia más íntima… más intensa en el centro de su ser.
La mano que había estado pellizcando el pezón se deslizó por el torso desnudo hasta alcanzar el valle entre las piernas de la joven, donde las bragas de encaje y una leve capa de rizos dorados escondían su tesoro más preciado.
El cuerpo de Candy se congeló al sentir esa mano fuerte y masculina acariciando una parte de su anatomía que nadie antes había explorado. Nunca se había sentido tan… tan… expuesta… tan deseada. Tan deseada y excitada a la vez por las manos de un hombre explorando su cuerpo desnudo.
“Ábrete para mí,” le ordenó él con esa voz ronca y seductora, deslizando las bragas a lo largo de sus piernas y descartándolas al lado de la cama. “Muéstrame cada rincón de tu cuerpo.”
Si todavía existía un deje de duda en la mente de la rubia, los labios de Albert se encargaron de hacerle olvidar todos sus temores. La besó con pasión, su lengua acariciando los labios color rosa antes de profundizar el beso, invadiendo la boca inocente con pericia hasta que escuchó el dulce sonido de un gemido lujurioso proviniendo de la rubia.
Entonces ella separó los muslos, y Albert la penetró con sus dedos al mismo tiempo que su boca capturó el grito de sorpresa que se escapó de la garganta de Candy. Los cálidos pétalos resbaladizos le dieron la bienvenida, el deseo naciendo en ella empapando los dedos expertos acariciando la trémula carne.
“¡Dios mío!” gimió ella, jadeando con la boca seca ante la miríada de sensaciones inundando su cuerpo y mente. “Albert no lo podré soportar. Albert… A-Albert…n-no puedo respirar…”
Como en una bruma de placer y con todos sus sentidos despiertos, Candy sintió los hábiles dedos entrando y saliendo de su interior, acariciando las fibras más sensibles de su sexo. Al sentir cómo introducía otro dedo, ella comenzó a retorcerse, buscando… ansiando el momento de posesión total. Albert continuó penetrando, acariciando cada punto que sabía la llevaría hacia el precipicio del placer, bebiendo en cada jadeo el dulce néctar manando de esa boca inocente.
De repente, un calambre atravesó el vientre de Candy, y estremeciéndose con violencia, su cuerpo se sacudió con la fuerza de su primer orgasmo.
“¡Albert!” ella gritó echando la cabeza hacia atrás y arqueando su cuerpo.
En el momento álgido del clímax, Albert se deshizo de su bóxer rápidamente, posicionándose entre las piernas abiertas de la chica para penetrarla con una firme estocada. Perdida en el placer de ese momento, Candy apenas notó la punzada de dolor cuando el miembro de veintiún centímetros rompió la tenue membrana de su virginidad.
Sofocando un gruñido primordial, Albert se detuvo para evitar derramarse dentro de ella. Ella era tan estrecha…tan suave; la cálida humedad rodeó las partes más sensibles de su pene como un rayo de placer que le llegó hasta los testículos.
Albert abrió los ojos de golpe. “Demonios… la he penetrado sin un condón,” se dijo a sí mismo, jadeando furioso por tal pérdida de cordura. William Ardley, el gigolo profesional, jamás se había dejado llevar por su propio deseo.
Estaba a punto de separarse de ella cuando sintió las piernas de Candy rodeando sus caderas.
“No te detengas, por favor,” ella murmuró, aferrándose a su pecho. “Quiero más… mucho más.”
Con su rostro perlado de sudor, Albert acarició la mejilla de la chica con la punta de su nariz. “Candy...lo siento. Me he olvidado de ponerme un condón. Aunque me hago una prueba cada mes y jamás he tenido relaciones sin protección, no quisiera que tú te sintieras desprotegida por mi descuido. Suéltame un momento y me pondré uno.”
“Siento el calor de tu miembro traspasando mi interior,” dijo ella, cerrando los ojos y buscando sus labios. “Por favor, no te detengas. Confío en ti.”
“¿Estas tomando píldoras anticonceptivas?” preguntó Albert jadeando.
La risita de Candy le sorprendió de una forma placentera. “Desde que tengo quince años. Mis periodos eran horribles y mi médico me recomendó tomarlas.”
“Bendito sea tu médico,” respondió Albert, cerrando los ojos al hundirse nuevamente en el cálido oasis que con su miembro había conquistado.
Candy emitió un gemido al sentir el grueso miembro separando los pliegues sensibles de su carne, desliándose dentro y fuera de ella lentamente. Levantado sus caderas, gritó al sentirse plenamente llena… ardiendo con un fuego que seguramente estaba a punto de consumirla cada vez que Albert, con cada poderosa estocada, rozaba un lugar secreto dentro de ella.
“Dios… Dios… Dios…” Candy echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole a Albert la imagen perfecta de su entrega virginal. Sus pezones, sonrosados y erectos, apuntaban hacia el cielo como dos capullos de acero. Sus labios lucían rojos después de ser devorados una y otra vez… su estómago, tenso como las cuerdas de una guitarra. Su cuerpo entero estaba a punto de explotar nuevamente en un éxtasis que quedaría grabado en su mente para siempre.
Hundiéndose en la carne ardiente que lo acogía, Albert sintió sus músculos tirando de las partes más sensibles de su virilidad, esperando… preparándose para el clímax que los llevaría a ambos a limites desconocidos.
La habitación se llenó con el eco del sonido de dos cuerpos sudorosos chocando en la danza más íntima que existe entre un hombre y una mujer, y el indiscutible aroma a rosas y pasión flotó en el ambiente, creando una burbuja donde nada importaba ya salvo los dos amantes enredados en la cama.
Albert continuó moviendo sus caderas lánguidamente, dentro y fuera, lado a lado, explorando y disfrutando de un acto que nunca había asociado con su propio placer. Hundiendo su rostro en el pecho Candy, el rubio atrapó un pezón con sus labios y ella, al sentir el leve mordisco, perdió la cordura. Candy tensó sus músculos internos alrededor del miembro moviéndose dentro y fuera de su cuerpo, explotando en un orgasmo que asaltó todos sus sentidos. “¡A-Albert! ¡Albert! ¡A-Albert!”
Al escuchar a Candy decir su nombre como una letanía desesperada, Albert fue incapaz de detenerse y el placer atravesó su cuerpo con la velocidad de un rayo, inundando sus entrañas. Entonces él, olvidándose de su profesión, gruñó como un salvaje, derramándose completamente por primera vez en el interior de una mujer… dándole a esa chica lo que nunca le había ofrecido a alguien – un pedazo de su ser. Meciendo sus caderas con cada chorro saliendo de su cuerpo, Albert se sintió extrañamente feliz.
Había tenido un orgasmo como un hombre normal y no como un puto. Había hecho el amor como un hombre enamorado poseyendo el cuerpo de su amada.
Un hombre sin barreras de látex ni recuerdos dolorosos.
Por una noche se había convertido en solo Albert… y ella era solo Candy.
Candy.
Jamás olvidaría su nombre.
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Albert despertó antes del amanecer, vistiéndose en la oscuridad que pronto daría paso a la luz de un nuevo día.
Candy todavía estaba durmiendo, agotada después de hacer el amor cinco veces más a lo largo de la velada. Ella había deseado aprender los secretos de su cuerpo... y él, amablemente, le había dado más de lo que nunca se hubiera imaginado que podría dar.
Aunque sabía que probablemente nunca se volverían a ver, su corazón le dolía de una forma desconocida. Por lo general, era él quien estaría durmiendo en la cama de una habitación de hotel cuando sus clientes decidían desaparecer silenciosamente en la madrugada, dejándolo solo… despertando siempre solo. Desesperadamente solo y completamente vacío.
Acercándose a la chica, acarició una tersa mejilla por última vez con mucho cuidado para no despertarla.
“Eres increíble, Candice Jean White. No te conformes con dar todo de ti sin esperar nada. Tienes derecho a recibir. Adiós.” Candy suspiró en sus sueños, esbozando una sonrisa y el corazón de Albert dio un vuelco.
No.
No podía quedarse.
No sería nada más que un sueño imposible cuando la realidad del mundo fuera los golpeara al salir de la habitación.
Suspirando, Albert se agachó para darle un casto beso en la frente antes de marcharse. “Me diste tu virginidad y, a cambio, yo te di una parte de mi ser que creí muerta. Gracias Candy, jamás te olvidare.”
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¿Fin?
¿Fin?