Terry salió de la habitación principal de la suite bien dispuesto a ir a “tomar prestada” la laptop de la Letellier una vez más y lanzar personalmente el ataque de hoy, con el pretexto de que la vez pasada la mujer había estado ausente y así aprovechaba para leer los capítulos que le faltaban
Sus pasos se detuvieron en seco cuando al llegar a la sala, se encontró con la Amazona del Hielo sentada muy cómodamente en el balcón, con la computadora en sus piernas pero mirando hacia su izquierda con una pequeña sonrisa en los labios
‒Empiezo a pensar que sus famosos vigilantes no son tan tenebrosos como me quieren hacer creer, Bruja
Ella se volvió y clavó sus ojos verdes en él, detallándolo entero y con mirada pícara
‒Ma vie, ¡qué gusto verte! ‒Ella ignoró por completo su comentario sobre los vigilantes, cosa que no pasó desapercibida para Liath, que cruzó los brazos y la miró con fijeza
‒Tú y mi Nerd se la pasan ignorándome cuando les digo algo sobre esos tipos
Andreia se pone de pie y se le cuelga del brazo, arrastrándolo a la cocina.
‒ Mais trésor, impossible de ne pas t’écouter (pero tesoro, imposible no hacerte caso) allez! ¿Te apetece un poco de coctel de frutas? Je l’ai préparé moi-même (lo he preparado yo misma)
Antes de cruzar la puerta de la cocina, Terry creyó ver salir una sombra moviéndose veloz y sigilosa
‒¡Hey! ¿Viste eso, Bruja?
‒ Voir quoi, mon amour? (¿Ver qué, mi amor?)
‒Pues la… ‒Terry se interrumpió al darse cuenta de que la francesa fingía demencia total ‒. Ah cielos, mejor así lo dejamos. ¿Lanzas tu ataque o tengo qué hacerlo yo de nuevo?
‒ Très bien mon cher (está bien, querido), qué genio
Bien mes amies! Nuevo capítulo, espero que les agrade saber las razones de nuestro bellísimo y delicioso bombón inglés para ser detective
Capítulo 3
EL CANTO DE LA SIRENA
Por Andreia Letellier (Ayame DV)
Capítulo 4
Candy estaba frustrada, lo cual quedaba de manifiesto con la simpática mueca que decoraba su precioso rostro y que hacía que sus pecas se movieran graciosamente.
Ya había tenido que soportar que el terco del detective Grandchester no soltara la sopa respecto al suicidio de la señora Marlowe, por mucho que intentó sonsacarle algo, y ahora resultaba que otra vez era él el detective a cargo del más reciente y macabro suicidio.
La linda rubia estaba redactando la nota que debería salir en su sección la mañana siguiente. Ya era de madrugada, pero eso no le impedía trabajar, sobre todo considerando que esta vez logró conseguir un par de frases del agradable y servicial oficial Stevens, al que atrapó afuera del imponente edificio donde ocurrió el terrible deceso.
Las manos le temblaron un poco mientras tecleaba. A pesar de su temple y profesionalismo, en esta ocasión era imposible para ella disociar totalmente el trabajo de sus emociones.
Annie Britter… hacía años que no sabía nada de ella pues al terminar el instituto, habían tomado distintos caminos, pero en su momento habían sido muy buenas amigas y compañeras de aventuras. Candice recordaba la timidez de la joven Britter, su dulzura y elegancia innata, la manera en que le brillaban los ojos cuando veía de lejos a aquél chico de tiernos ojos color miel.
Sus dedos se negaron a continuar su labor cuando una solitaria lágrima rodó por la pálida mejilla y detuvo su trayecto en el dorso de su mano. Sorprendida por el llanto silencioso, o quizá no tanto, tomó un pañuelo para secarse. Cerró los ojos y con los codos en el escritorio, recargó la frente entre las manos.
Era la primera vez que agradecía que no le dieran acceso a la escena; estaba segura que se habría roto en pedazos si hubiese visto aquello que le narraron cuando fue a cumplir con su trabajo. La joven heredera se había cortado la yugular de un tajo con un cuchillo que tomó en el área de cocina, de las que había una en cada piso del edificio de las empresas Britter, y la había encontrado uno de sus asistentes cuando la fue a buscar al sitio.
Nadie tenía idea de lo que había orillado a la chica a tomar tan fatal decisión y Candy, por más vueltas que le daba, tampoco podía entenderlo. Lo último que había sabido era que Annie tenía una exitosa carrera como arquitecta, era la adoración de sus padres y por fin se había comprometido con el chico de sus sueños, ‒que resultó ser hermano del forense‒.
Sencillamente no comprendía qué pudo haber pasado. Pensó en los papás de su antigua amiga y un jadeo ahogado escapó desde el centro de su pecho, tendría que ir a verles en cuanto fuese prudente.
Mientras, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una bolsita de té de manzanilla y se dirigió a la pequeña cocina del fondo en el área de redacción. Una vez ahí se preparó la bebida y se sentó en una silla cerca de la ventana; necesitaba tranquilizarse antes de seguir escribiendo la nota.
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Richard Grandchester dejó el periódico en la mesa de centro de la sala de su enorme oficina. Una expresión contrita se había instalado en su maduro y atractivo rostro de rasgos aristocráticos. La noticia del lamentable y muy sensible fallecimiento de la única hija de uno de los empresarios más reconocidos del país, le había afectado más de lo que pensó.
Y le afectaba no únicamente por el hecho de que Harlod Britter era un miembro del gremio y un respetado conocido suyo, sino porque era sencillo ser empático con un hombre que acababa de perder de manera trágica a la niña de su corazón. Y sin razones aparentes, además. Tan solo tenía qué pensar cómo se sentiría él si perdiera a Terrence repentinamente y un escalofrío de terror le sacudía entero. La joven Annabeth se había suicidado, lo cual era terrible por supuesto; pero su adorado unigénito vivía en riesgo permanente, por lo que cada hora de cada día, vivía con la angustia pegada a sus huesos de que en cualquier momento recibiría una llamada anunciándole que el muy necio había sido atrapado en medio de un tiroteo, o volcado en una persecución, o por una bomba en su coche o…
El elegante caballero se levantó del sillón con un movimiento brusco y fue al pequeño pero bien surtido bar del fondo y se sirvió un coñac, que apuró casi por entero de un solo trago.
Se movió hasta llegar al amplio ventanal y fijó su vista en el horizonte, sin ver nada en específico; perdido en sus pensamientos. Muchas veces había intentado convencerlo de venir a trabajar con él y Albert, sin éxito alguno, ni siquiera su amada Eleanor lo había logrado. Al final, ambos habían tenido que aceptar la decisión de su empecinado y temperamental vástago. Terry no había nacido para estar metido en una oficina rellenando y firmando papeles todo el día; ni tenía la vocación, ni el toque de diplomacia requerido para la carrera de empresario.
Lo que sí pudo haber sido, era actor, como su madre; eso sí le iba perfectamente. Además había heredado el maravilloso talento de la gran Emperatriz de Broadway. Incluso Eleanor y él llegaron a pensar que sí se dedicaría a ello pues en el Real Colegio San Pablo, allá en Londres, participaba del club de teatro y era sencillamente magnífico. Incluso los profesores habían hablado con ellos sobre la posibilidad de llevar a Terry a la Real Academia de Arte Dramático; cosa que al parecer entusiasmaba bastante al muchacho.
Pero el destino, que muchas veces parece tan favorable para algunos, no lo era tanto como aparentaba, o de pronto te cambiaba la jugada.
En sus vidas sucedió lo segundo. Eleanor, que se había alejado de la farándula cuando ellos se casaron y se fue a vivir con él a Inglaterra, y después para atender a su pequeño tesoro hasta que este terminó el instituto, recibió una irresistible oferta para volver a lo grande. Richard y su socio Albert Andley estaban en un excelente momento en los negocios, uno en Europa y el otro en América y todo marchaba de maravilla. Así que la decisión de irse al país de las barras y las estrellas no era tan sencilla. Lo que inclinó la balanza fue algo que nadie se esperaba y que había marcado la vida del entonces adolescente Terrence.
Su mejor amigo, Arthur Gastrell, recibió dos disparos en el tórax cuando unos delincuentes se metieron en su casa a robar; el valiente e imprudente joven quiso evitar el atraco y se enfrentó a ellos, con tales fatales consecuencias. Esto dejó sumido a Terry en una gran tristeza vestida de rabia e impotencia, pero lo que más le afectó, fue que la policía jamás dio con los culpables y el crimen quedó impune.
La actitud ya de por sí rebelde de Terrence se volvió peor; de un enérgico y bromista chico, se tornó en un huraño, malhumorado y solitario jovencito que se metía en toda clase de problemas en el colegio y en las calles.
Buscando ayudarle, Richard y Eleanor no lo pensaron más y decidieron cambiar su lugar de residencia a Nueva York, que no es que fuese precisamente la ciudad más tranquila y segura; pero serían nuevos aires que tal vez le dieran una perspectiva distinta de la vida a su abatido hijo.
No fue así, tarde se dieron cuenta de que nadie puede huir de sí mismo y ellos tampoco podían sacarle del alma aquél peso.
Terrence Graham Grandchester Baker ingresó en la academia de policía tan pronto logró acreditar sus estudios previos. Tenía la firme determinación de hacer todo lo que estuviese en sus manos para evitar tantos casos como el de Arthur, como le fuera posible. En vano trataron de disuadirlo, su unigénito había heredado todo el carácter de ambos progenitores. La belleza y ojos de ángel de Eleanor, la gallardía y potente personalidad de Richard, el talento y carisma de su madre, la aguda inteligencia y firmeza de su padre. E incluso la voluntad férrea de su abuelo, Henry. Fue imposible convencerlo para que cambiase de opinión.
El timbre de su móvil sacó a Richard del viaje a sus recuerdos, se volvió y arqueó la ceja al ver el número. A veces parecía que llamaba a su muchacho con el pensamiento.
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Terry decidió que había sido buena idea comunicarse con su padre.
Conocedor de todas sus rutinas, sabía que habría terminado de leer los periódicos unos minutos atrás. Y, claro, en todos los tabloides aparecía la triste noticia del deceso de la señorita Britter, con quien Terry había hablado en un par de ocasiones. Richard nunca había hecho negocios con Harold B., pero Terrence sabía que él y su padre habían coincidido en algunas reuniones y se respetaban mutuamente.
El castaño sonrió con ternura muy a su pesar, su padre era más sentimental de lo que aparentaba, y, sabía, como si lo estuviese leyendo directamente en su mente, que Richard estaría otra vez preocupado por él y tal vez tentado a tratar por millonésima vez de convencerlo de dejar su trabajo de detective.
Así que le había llamado para hacerle saber implícitamente que estaba perfectamente y tranquilizarlo haciéndole alguna broma tonta. Cosa que logró con notable eficiencia, aunque también le valió hacerse acreedor a una invitación ineludible para cenar con sus padres el fin de semana.
Sus agradables pensamientos sobre haber hecho la buena labor del día fueron abruptamente interrumpidos por la puerta de su oficina abriéndose de sopetón sin que su visita se anunciase.
─Grandchester, aquí te buscan ─anunció Charlie, que últimamente parecía más la chica de los recados, que un oficial de policía.
Antes de que el británico pudiese gruñirle por entrar sin pedir permiso, la familiar figura de cierta reportera rubia apareció en su campo de visión. Dirigió una mirada asesina a su compañero, que se limitó a encogerse de hombros y se retiró con una sonrisilla burlesca adornando su cara.
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Siguiente capítulo el próximo domingo 19 de abril
Gracias por su tiempo para leer
J’espère que vous apprécierez de lire autant que moi d’écrire (Espero que disfruten leyendo, tanto como yo escribiendo)