Hola, chicas bellas. Espero que todas se encuentren muy bien.
Hoy les comparto el capítulo 7 de mi historia: El diario de Pony. Espero que lo disfruten y se diviertan porque lo hice en torno especial por el Día del Niño.
Quiero agradecer a todas las combatientes que leyeron este fic y me dejaron hermosos comentarios que me incentivaron a seguir adelante y escribiendo.
Annie ingresó a la habitación y encontró dormida a Candy en una posición incómoda. Al tratar de reincorporarla en una mejor posición, cayó de sus brazos el diario. La pelinegra se sorprendió al ver quién es el dueño de éste.
—Diana, por favor, ayúdame con Candy para recostarla mejor. Es muy dormilona y de seguro ni nos sentirá.
—Muy bien, señora Cornwell.
—Otra vez me vuelves a decir señora, me haces sentir muy, muy mayor que tú y tenemos la misma edad.
Puedes llamarme Annie. Me sentiré mejor si lo haces así.
—Ay, disculpe, es la costumbre.
—Deja, entonces, esa mala costumbre —le sonrió—. Imagino que Tom te habrá platicado de todas nuestras aventuras infantiles en el Hogar.
—Así es. Y él las quiere mucho como si ustedes fuesen sus hermanas menores.
—Punto a mi favor, las cuñadas no se pueden tratar de señoras, ¿cierto? —la enfermera asintió y le devolvió la sonrisa.
—¿Y cómo se conocieron tú y Tom?
—Por mi profesión, el señor Stevenson estaba delicado de salud, requerían los servicios de una enfermera de planta y el doctor Martín me recomendó y pues yo tomé el trabajo, así nos conocimos. Mi suegro siempre se ríe y lo embroma porque dice que desde que llegué al rancho nunca lo había visto a Tom tan hogareño, pasaba más en casa que pasteando, ordeñando, cabalgando o recorriendo las tierras.
No hubo necesidad de acomodar a Candy porque ella despertó al escuchar voces en la habitación.
—Annie, Diana, ¿qué hacen aquí?
—Venimos a relevarte, Candy, pasas mucho tiempo sola cuidando a la señorita Pony y es hora de que descanses tú también.
—Para mí no es ningún problema, dijo la rubia pecosa.
—Claro, doctora Candy. Pero recuerde su estado —le señaló Diana.
—Candy, solo llámame Candy.
La ojiazul, que las observaba, le indicó y a mí —Annie, solamente Annie.
—Está bien, Candy y Annie. El relevo lo haré yo, necesito checar a la señorita Pony, ustedes pueden dar un paseo.
—Gracias Diana, respondieron en conjunto las amigas.
Caminaban por los pasillos del orfanato cuando escucharon voces que venían desde el comedor y se dirigieron hacia allá porque se les hacían muy común esas “vocesitas”.
— Por cierto, Candy, se te cayó un libro que en la pasta dice: El diario de Pony, ¿lo estás leyendo?
—Ups, Qué cuidada soy, la señorita Pony me ha confiado algo tan especial. Sí lo estoy leyendo y estoy descubriendo mucho más de la grandeza de esta mujer que no cuidó como si fuese nuestra madre.
—¡Vaya! ¿Y tuvo algún pretendiente, algún amor, algún novio, algún galán? —la interrogó curiosa y guiñándole un ojo con una sonrisa pícara.
—Algún, algún, algún, basta, Annie, sí que has cambiado de tímida curiosa, ¿verdad? —le dijo la pecosa juguetonamente.
—“Al—gún” –arrastró esa palabra– día tenía que suceder, ¿verdad? —se abrazaron y rieron.
Al ingresar al área de cocina las mujeres no creían lo que veían sus ojos. Ahí estaban sus esposos con los delantales de las señoras que preparaban los alimentos. Se veían tan chistosos con esas prendas porque ellos son muy altos y los delantales les quedaban como blusas.
Los niños estaban ahí sentados, esperando para servirse las ricas malteadas y los pancakes hechos por Terry y Archie, ya que habían perdido una apuesta con ellos ordeñando las vacas.
Aquellos tiempos de rivalidad en el San Pablo habían quedado atrás. Pero de vez en cuando se lanzaba una que otra indirecta bien directa al blanco porque empezaron una guerra de comida.
Tanto Candy como Annie intervinieron para que pararan. Pero qué va. Sus risas eran tan contagiosas que se podían escuchar hasta la oficina de la hermana María. Ella salió corriendo para castigar a estos niños que se estaban portando tan mal, esta vez nadie la iba a convencer de que les sirviesen el postre después del almuerzo.
Al llegar hasta el comedor no podía creer lo que sus ojos veían y casi se cae para atrás, uno de los cuatro traviesos había lanzado una cáscara de banana al piso.
Los niños al notar su presencia se callaron porque antes de que llegase reían y aplaudían como si estuviesen viendo una función de teatro.
Ella tomó aire para decir en voz alta, din gritar:
—¡Qué le han hecho a mi cocina! —furiosa los señalaba con el dedo.
Fue en ese momento que los Granchester y los Cornwell pararon y empezaron a temblar de miedo. La religiosa era una persona muy amable, muy gentil, pero al mismo tiempo estricta, pues era ella quien llevaba la disciplina en dicha casa hogar.
Terry fue el primer valiente que se enfrentó a la hermana María para tratar de explicar lo que había ocurrido.
—Madre... —al pronunciar esa palabra la monja lo miró inquisitivamente— superiora, madre superiora no vaya a pensar otra cosa, por favor, el único responsable de todo este desastre soy yo.
—No, compadre No puedo permitir que te eches la culpa solo, también soy parte de esto maa... ma... madre superiora
—agregó Archie detrás de Annie donde se había escondido.
—No entiendo, señores, por qué ustedes me llaman ¡madre superiora!, simplemente soy la hermana María.
Candy y Annie se miraban con asombro. Desde cuándo sus esposos se habían convertido en compadres.
—Hermana María–dijo la rubia– usted me conoce desde la infancia y sabe que siempre me he metido en líos y he arrastrado conmigo a los demás en mis travesuras. Aquí la única responsable soy yo.
—Oh, no, no, eso sí que no, la de la idea fue mía, fui yo, hermana María —le pido una disculpa agregó la extímida.
La religiosa quería reír a carcajadas, pues hizo una pregunta sencilla y cada uno fue confesando su travesura.
—En vista de que cada uno ha confesado lo mal que se han portado, pues se merecen un riguroso castigo, ¿no creen?
—los cuatro asintieron sin pronunciar palabra alguna– dormirán en camas “se pa ra das” –enfatizó
—Demás está decirles que deseo encontrar esta área como siempre ha permanecido, impecable.
Los niños del Hogar empezaron a reír bajito, pero la religiosa los escuchó y les pidió que saliesen al recreo porque ella en esos momentos tenía algo importante que hacer. Salió corriendo por los pasillos hasta llegar al dormitorio de la señorita Pony.
—Ja, ja, ja, señorita Pony, recupérese pronto. Usted no sabe cuánto he tenido que aguantarme la risa al ver a estos jóvenes en esta situación. Embarrados de harina y con cáscaras de huevo. Lo bueno es que nuestros niños salieron ilesos de aquella travesura de ese cuarteto.
La señorita Pony abrió los ojos y le sonrió.
—Entonces, no nos equivocamos, nuestras niñas encontraron almas buenas Con quienes comparten su vida y las aman.
CONTINUARÁ EN
WATTPAD.
*CRÉDITO DEL ARTE: BETTY GRAHAM
Hoy les comparto el capítulo 7 de mi historia: El diario de Pony. Espero que lo disfruten y se diviertan porque lo hice en torno especial por el Día del Niño.
Quiero agradecer a todas las combatientes que leyeron este fic y me dejaron hermosos comentarios que me incentivaron a seguir adelante y escribiendo.
EL DIARIO DE PONY
CAPÍTULO 7
Annie ingresó a la habitación y encontró dormida a Candy en una posición incómoda. Al tratar de reincorporarla en una mejor posición, cayó de sus brazos el diario. La pelinegra se sorprendió al ver quién es el dueño de éste.
—Diana, por favor, ayúdame con Candy para recostarla mejor. Es muy dormilona y de seguro ni nos sentirá.
—Muy bien, señora Cornwell.
—Otra vez me vuelves a decir señora, me haces sentir muy, muy mayor que tú y tenemos la misma edad.
Puedes llamarme Annie. Me sentiré mejor si lo haces así.
—Ay, disculpe, es la costumbre.
—Deja, entonces, esa mala costumbre —le sonrió—. Imagino que Tom te habrá platicado de todas nuestras aventuras infantiles en el Hogar.
—Así es. Y él las quiere mucho como si ustedes fuesen sus hermanas menores.
—Punto a mi favor, las cuñadas no se pueden tratar de señoras, ¿cierto? —la enfermera asintió y le devolvió la sonrisa.
—¿Y cómo se conocieron tú y Tom?
—Por mi profesión, el señor Stevenson estaba delicado de salud, requerían los servicios de una enfermera de planta y el doctor Martín me recomendó y pues yo tomé el trabajo, así nos conocimos. Mi suegro siempre se ríe y lo embroma porque dice que desde que llegué al rancho nunca lo había visto a Tom tan hogareño, pasaba más en casa que pasteando, ordeñando, cabalgando o recorriendo las tierras.
No hubo necesidad de acomodar a Candy porque ella despertó al escuchar voces en la habitación.
—Annie, Diana, ¿qué hacen aquí?
—Venimos a relevarte, Candy, pasas mucho tiempo sola cuidando a la señorita Pony y es hora de que descanses tú también.
—Para mí no es ningún problema, dijo la rubia pecosa.
—Claro, doctora Candy. Pero recuerde su estado —le señaló Diana.
—Candy, solo llámame Candy.
La ojiazul, que las observaba, le indicó y a mí —Annie, solamente Annie.
—Está bien, Candy y Annie. El relevo lo haré yo, necesito checar a la señorita Pony, ustedes pueden dar un paseo.
—Gracias Diana, respondieron en conjunto las amigas.
Caminaban por los pasillos del orfanato cuando escucharon voces que venían desde el comedor y se dirigieron hacia allá porque se les hacían muy común esas “vocesitas”.
— Por cierto, Candy, se te cayó un libro que en la pasta dice: El diario de Pony, ¿lo estás leyendo?
—Ups, Qué cuidada soy, la señorita Pony me ha confiado algo tan especial. Sí lo estoy leyendo y estoy descubriendo mucho más de la grandeza de esta mujer que no cuidó como si fuese nuestra madre.
—¡Vaya! ¿Y tuvo algún pretendiente, algún amor, algún novio, algún galán? —la interrogó curiosa y guiñándole un ojo con una sonrisa pícara.
—Algún, algún, algún, basta, Annie, sí que has cambiado de tímida curiosa, ¿verdad? —le dijo la pecosa juguetonamente.
—“Al—gún” –arrastró esa palabra– día tenía que suceder, ¿verdad? —se abrazaron y rieron.
Al ingresar al área de cocina las mujeres no creían lo que veían sus ojos. Ahí estaban sus esposos con los delantales de las señoras que preparaban los alimentos. Se veían tan chistosos con esas prendas porque ellos son muy altos y los delantales les quedaban como blusas.
Los niños estaban ahí sentados, esperando para servirse las ricas malteadas y los pancakes hechos por Terry y Archie, ya que habían perdido una apuesta con ellos ordeñando las vacas.
Aquellos tiempos de rivalidad en el San Pablo habían quedado atrás. Pero de vez en cuando se lanzaba una que otra indirecta bien directa al blanco porque empezaron una guerra de comida.
Tanto Candy como Annie intervinieron para que pararan. Pero qué va. Sus risas eran tan contagiosas que se podían escuchar hasta la oficina de la hermana María. Ella salió corriendo para castigar a estos niños que se estaban portando tan mal, esta vez nadie la iba a convencer de que les sirviesen el postre después del almuerzo.
Al llegar hasta el comedor no podía creer lo que sus ojos veían y casi se cae para atrás, uno de los cuatro traviesos había lanzado una cáscara de banana al piso.
Los niños al notar su presencia se callaron porque antes de que llegase reían y aplaudían como si estuviesen viendo una función de teatro.
Ella tomó aire para decir en voz alta, din gritar:
—¡Qué le han hecho a mi cocina! —furiosa los señalaba con el dedo.
Fue en ese momento que los Granchester y los Cornwell pararon y empezaron a temblar de miedo. La religiosa era una persona muy amable, muy gentil, pero al mismo tiempo estricta, pues era ella quien llevaba la disciplina en dicha casa hogar.
Terry fue el primer valiente que se enfrentó a la hermana María para tratar de explicar lo que había ocurrido.
—Madre... —al pronunciar esa palabra la monja lo miró inquisitivamente— superiora, madre superiora no vaya a pensar otra cosa, por favor, el único responsable de todo este desastre soy yo.
—No, compadre No puedo permitir que te eches la culpa solo, también soy parte de esto maa... ma... madre superiora
—agregó Archie detrás de Annie donde se había escondido.
—No entiendo, señores, por qué ustedes me llaman ¡madre superiora!, simplemente soy la hermana María.
Candy y Annie se miraban con asombro. Desde cuándo sus esposos se habían convertido en compadres.
—Hermana María–dijo la rubia– usted me conoce desde la infancia y sabe que siempre me he metido en líos y he arrastrado conmigo a los demás en mis travesuras. Aquí la única responsable soy yo.
—Oh, no, no, eso sí que no, la de la idea fue mía, fui yo, hermana María —le pido una disculpa agregó la extímida.
La religiosa quería reír a carcajadas, pues hizo una pregunta sencilla y cada uno fue confesando su travesura.
—En vista de que cada uno ha confesado lo mal que se han portado, pues se merecen un riguroso castigo, ¿no creen?
—los cuatro asintieron sin pronunciar palabra alguna– dormirán en camas “se pa ra das” –enfatizó
—Demás está decirles que deseo encontrar esta área como siempre ha permanecido, impecable.
Los niños del Hogar empezaron a reír bajito, pero la religiosa los escuchó y les pidió que saliesen al recreo porque ella en esos momentos tenía algo importante que hacer. Salió corriendo por los pasillos hasta llegar al dormitorio de la señorita Pony.
—Ja, ja, ja, señorita Pony, recupérese pronto. Usted no sabe cuánto he tenido que aguantarme la risa al ver a estos jóvenes en esta situación. Embarrados de harina y con cáscaras de huevo. Lo bueno es que nuestros niños salieron ilesos de aquella travesura de ese cuarteto.
La señorita Pony abrió los ojos y le sonrió.
—Entonces, no nos equivocamos, nuestras niñas encontraron almas buenas Con quienes comparten su vida y las aman.
CONTINUARÁ EN
WATTPAD.
*CRÉDITO DEL ARTE: BETTY GRAHAM