LA LUZ DEL FARO
This is for long-forgotten
light at the end of the world.
Horizon's crying
the tears he left behind long ago….
(The Islander – Nightwish)
Aquella mañana amaneció gris.
No era nada raro en esa isla olvidada de la mano de Dios en la que él habitaba desde hacía varias décadas.
Desde lo alto de su faro, el anciano guardián oteó el horizonte… cielo gris y mar picado; sonrió.
Su ayudante dormía en un rincón sobre una silla, envuelto en un grueso tartán de lana azul y verde.
No hizo ni un sonido y, dando una última mirada a aquel horizonte nada halagador, sonrió ligeramente de nuevo y cuidadosamente comenzó a bajar la interminable escalera del faro.
Las islas Orkadas, al norte de Escocia, eran un lugar inhóspito; y particularmente la isla en la que habitaba él, por su ubicación tan al norte, lo era con más razón.
Con una densidad poblacional que no llegaba al ciento de habitantes, todos ellos viviendo de la pesca y la recolección de bivalvos y crustáceos, y una incipiente producción de tubérculos y cereales; aparte del ferry que llegaba cada semana proveyendo lo necesario, no había nada más en aquella isla que pudiera considerarse como “novedad”.
En las décadas que él llevaba viviendo ahí, no se había obrado ningún cambio considerable.
Algún turista curioso.
Algún estudioso de aves.
Alguno que otro arqueólogo dándoselas de muy listo viniendo a “descubrir” que 600 años antes de Cristo ya hubo gente viviendo ahí
¡Gran novedad!
Adicional a eso, nada… ni siquiera las estaciones ofrecían algo nuevo en el inmutable y sempiterno verde esmeralda que cubría la entera planicie de la fría isla.
Él, había llegado a ella pocos años después de la Primera Guerra Mundial en la que, a decir de los lugareños, había servido.
Marino de la Royal Navy, había estado asignado muy cerca de ahí, en la base de la Isla Hoy; y había presenciado el hundimiento del célebre HMS Vanguard en el fondeadero de Scapa Flow.
Luego, de la guerra; nadie sabe cómo ni porqué, se dedicó a ser guardián del faro norte de la isla, y se quedó en ella para siempre.
La gente lo recuerda como un hombre amable, pero solitario.
Alto, gallardo, de voz elegante y modulada, finas maneras y hasta bien parecido; pero no gustaba de interactuar con nadie.
Cruzaba palabras con las mujeres que se turnaban para hacerle de comer; saludaba de lejos con los niños que le llamaban por su apelativo.
Compartía pequeñas sabidurías con los ancianos; pero nada más.
Durante la última década, adquirió un pequeño barco de pesca, que siempre mantuvo en el varadero.
Nunca nadie lo vio en el mar.
A veces solía vérsele limpiándolo, corrigiéndole la pintura, cambiándole piezas malogradas por el tiempo y los elementos. Manteniéndolo a tono, como si en cualquier momento fuera a lanzarlo a la mar; pero nunca lo hizo.
Una vez alguien lo vio sobre la cubierta, lijando un ancla que le había llegado especialmente, en el ferry.
Alguien le había hecho la observación de que era un ancla demasiado grande para su embarcación; él solamente le sonrió y continuó con su trabajo.
“Déjalo, que él fue capitán de la marina real” había dicho una mujer “él debe saber bien lo que hace”. Nadie volvió a molestarle.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo firme junto a los lugareños contra la amenaza nazi, supo aleccionarlos en cuanto a refugios y supervivencia en caso de bombardeos.
Fue de las pocas veces en que se le vio interactuando con la gente.
Luego de eso, tan ermitaño como siempre.
La monotonía era su mejor amiga, y su día a día consistía en mantener siempre el buen funcionamiento del faro.
El único con quien alguna vez cruzaba una palabra era su ayudante, la persona que le ayudaba a mantener la luz del faro a toda hora encendida.
El Capitán, como le llamaban todos ahí, le había enseñado que el faro, de día o de noche, debía mantenerse encendido.
La luz del faro jamás debía faltar, incluso en los días despejados porque, en ese lugar donde Dios los había ido a tirar, no había manera de saber en qué momento se haría presente la gruesa niebla que solía envolverlos, o las tormentas que tantas vidas habían cobrado en aquellas frías aguas.
Por eso, la luz del faro debería ser eterna; para guiar siempre a los que yerran el camino, y ayudarlos a volver a tierra firme con bien y la oportunidad de volver a ver a sus familias.
A su ayudante se le hacía algo irónico, que siempre hablara de “familias” cuando él no tenía ninguna.
Pero, nadie conocía nada más de él.
Nadie sabían que pocos años antes de la primera guerra había perdido lo único que le quedaba en el mundo; lo único que le daba motivos para vivir.
Que antes de eso, había perdido a su esposa. La única mujer que había amado en toda su vida, de una enfermedad que ella nunca le dijo que padecía.
Conocerla a ella fue un parteaguas en su vida.
El mar siempre fue su pasión, nunca pensó compartir su vida con alguien más que no fueran la mar y su belleza.
Pero al verla por primera vez en aquel puerto escocés… sus labios de rosa y sus ojos celestes, su abundante cabellera rubia ensortijada y sus mejillas pobladas de casi imperceptibles pecas. Parecía una princesa de cuentos de hadas ¡Fue como mirar de cerca a un ángel!
¡Quedó completamente flechado! Pero nunca se le ocurrió pretenderla, ni siquiera se le pasó por la cabeza.
No solo a causa de la obvia diferencia de clases sociales que los separaba abismalmente, sino por la diferencia de edades que era notoria.
Las cosas se fueron dando solas, el destino lo quiso así y él, no tuvo la fuerza para impedirlo pues tenía el corazón lleno de su mirada celeste y la dulzura de su voz.
La mayoría de edad le sirvió a ella para terminar de olvidarse del apellido, el abolengo, las diferencias y todas esas cosas que no importan a la hora de entregarse al amor.
Se casaron en secreto; los problemas de salud de su esposa se hicieron presentes cuando a él lo llamaron nuevamente a servicio; y ella nunca le dijo nada.
Cuando descubrió que estaba embarazada, supo que estando él lejos, no podría estar sola.
Necesitaba cuidados; más que pensando en ella, pensando en su criatura.
Él no pudo estar presente en el nacimiento de su hijo, y muy pocas veces después.
Pero mientras el niño crecía cada vez más fuerte y vivaracho, ella se iba apagando cada día más. No cumplía aún 3 años su hijo, cuando recibió la devastadora noticia de la muerte de su mujer.
El único consuelo que tenía; lo único que lo ayudó a no volverse loco de dolor, fue pensar en el niño.
Cuando quiso reclamar a su hijo no se lo permitieron.
Qué iba a hacer él, contra una de las familias más poderosas de Norteamérica… Nada. Los ricos siempre tienen las de ganar.
Pero su hijo estaba bien, al menos crecía hermoso, sano, bien educado.
En el fondo era algo que tenía que agradecer.
Por lo menos permitían que recibiera sus cartas y que el niño, apenas tuvo la edad necesaria, le escribiera.
Fue la única manera en que pudo mantener contacto con él, conocerlo, que le conociera. Se amaron por correspondencia, como se suele decir.
Un padre y su hijo, separados por las adversidades; compartiendo el dolor de la misma pérdida, compartiendo la misma soledad.
Lo supo todo de él, desde su primer día de escuela, las peripecias y diabluras con sus primos, el cuidado que profesaba a las rosas de su madre, hasta la confesión de estar enamorado por primera vez.
Su hijo le rogaba que viniera, que tenía que conocerla; quería su visto bueno, porque en la familia nadie la quería, ya que era huérfana y pobre… ¡Qué conocida le sonaba esa historia!
Las pocas veces que pudo visitarle y abrazarlo fueron ciertamente, tan pocas…
Talvez debió pelear más. Debió estar más cerca de su hijo, era su deber ¡Se lo debía a su mujer! Llevaba décadas sumido en la culpa.
Le había fallado a su amor. Le había fallado terriblemente.
A aquella niña con la que su hijo, según le había confesado por carta, soñaba con casarse apenas fuera mayor de edad; la conoció en sus funerales.
A la corta edad de 15 años, un desafortunado accidente ecuestre se lo había arrebatado para siempre.
Ese año había pensado pedir la baja e intentar nuevamente, conseguir la custodia de su hijo.
Si tan solo no hubiera tardado tanto en decidirse…
Ahora no podría volver a verlo nunca más.
Se atormentaba día y noche leyendo y releyendo las cartas que su hijo le escribiera durante tantos años.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, se entregó al servicio naval como si su vida solo existiera para dejarla entre esas aguas.
Al final de la misma, no quiso volver a Escocia.
Tampoco quiso volver a América, no tenía sentido sin su hijo ahí para recibirle.
La verdad es que no quería volver a ningún lugar. A ninguno, que pudiera recordarle la sonrisa de su mujer o la mirada de su hijo.
Pidió la baja y decidió quedarse en las Orkadas. Le pareció el mejor sitio para alguien que solo quería desaparecer en el lugar más alejado de la Tierra.
Le ofrecieron ser guardián del faro de Graemsay y aceptó de inmediato.
Ahí, en la soledad del faro, parecía a ratos que encontraba paz.
Pasaba el día entero, sentado en lo alto del faro, combatiendo el frío con el calor que emanaba de las bujías que alimentaban la enorme luz, y admirando el horizonte, donde se confundían el mar y el cielo, sin pensar en nada más que en la belleza que tenía delante.
Pero a veces los recuerdos hacían presa de él; recordaba a su esposa como si fuera una princesa encerrada en una torre que solo vivía para esperarlo; recordaba a su hijo correteando por un jardín florido junto a sus primos a los que quería como si fueran los hermanos que no tenía.
La vida se lo había dado todo y también se lo había quitado.
Ahora estaba en esta isla perdida en el fin del mundo…
¿Era su culpa todo lo que había pasado? La muerte de su mujer, la muerte de su hijo ¿era su culpa su soledad y su miseria?
Se lo reprochaba cada día y cada noche; y en el silencio, roto solamente por el golpe de las olas contra los peñascos, se maldecía a sí mismo y lloraba su amargura.
Con los años dejó de maldecir y de llorar; ya no tenía más lágrimas, todas se las había llevado el viento.
Pero los recuerdos, esos no podía llevárselos nada ni nadie; solo deseaba que ojala hubiera podido acumular más recuerdos felices, que tristes.
Después de un tiempo, fuera por la edad o lo que sea, ya por las noches lo vencía el frío y el rumor del mar en la costa lo arrullaba, quedándose profundamente dormido, y le parecía que en sueños escuchaba sus delicados pasos subir por la escalera del faro y entrar por la escotilla.
La veía acercarse a él, con su ensortijada cabellera rubia al aire y sus ojos celestes rebosando amor por él ¡Bella como un ángel!
La escuchaba llamarlo por su nombre y entonces, el Capitán despertaba llamándola como loco, gritando su nombre que retumbaba por toda la estructura del faro.
A veces la veía en la playa, llamándolo; haciéndole señas para que la siguiera; y se dejaba guiar por el sonido de su risa y su voz pronunciando dulcemente su nombre.
Más de una vez le vieron, los que salían con la madrugada aún oscura, a pescar langostas o centollas para llevar en ferry a Mainland o Kirkwall, salir del faro y caminar por las rocas de la playa buscando a alguien; llamando a alguien.
Tenían que tomarlo entre dos y ayudarlo a volver antes de que sufriera algún accidente que lamentar.
“Tranquilo Capitán” le decían “no se angustie que ha sido solo un sueño.”
Y se dejaba conducir, hasta su humilde refugio donde lo dejaban arropado sobre su cama; preguntándose quién sería aquella mujer que el Capitán buscaba empecinadamente entre la niela de la costa.
Por eso es que ahora tenía un ayudante.
Los lugareños se dieron cuenta de que al Capitán, los años le estaban jugando chueco.
Los años y, obviamente, algún mal recuerdo. Pero ¿quién iba a atreverse a preguntar?
No quisieron informar que, quizá, el guardián del faro luego de tantos años estaba perdiendo el norte; gente humilde y sencilla sabían de sobra que quitarle eso sería matarlo, así que solamente solicitaron un ayudante. Alguien que tuviera la fuerza física que al Capitán ya le iba faltando.
Alguien que fuera capaz de subir y bajar esas escaleras varias veces al día como era necesario, que pudiera cargar las bujías hasta la cima. Alguien que pudiera hacer lo que Capitán había hecho, solo, todas estas décadas, pero sin prescindir de él.
Pero el Capitán no era tonto; él sabía lo que pasaba y lo que pensaban. Nadie lo decía pero no necesitaban hacerlo.
Sentía palpable el cariño y el aprecio de sus vecinos, pero también sentía la lástima.
Compró su pequeño y viejo barco, y después, el ancla; y pasó los últimos años reparando, pintando, lijando; a los lugareños les parecía bien que se ocupara en algo.
Por primera vez en años lo veían distraído y ocupado, no encerrado en aquel faro gris.
Creían que eso le hacía bien a él, que lo hacía dejar de pensar en los fantasmas de su pasado, en todas esas cosas que obviamente lo atormentaban, y así lo alejaban un poco la soledad silenciosa de aquel faro.
Lo mantenía en el varadero; lejos eso sí de las otras embarcaciones, ellos ya sabían que al Capitán le gustaba la soledad, ya lo conocían más que bien. O eso pensaron.
Nunca nadie se imaginó…
Aquella mañana amaneció gris.
Desde lo alto de su faro, el Capitán oteó el horizonte; el cielo gris y las olas bravas que alcanzaba a vislumbrar lo hicieron sonreír.
Su ayudante dormía, muchacho canalla; se supone que se lo habían traído porque era más joven y aguantaba la desvelada, pero mientras la luz del faro se mantuviera encendida, no tenía nada que reprocharle.
Bajó sin hacer ruido y comenzó a trabajar en el faro.
Aceitó las bisagras de las escotillas; aseguró cosas sueltas, arregló cosas flojas.
Resanó una que otra grieta, raspó el moho de las paredes y los percebes que solían pegarse a veces a las bases.
Limpió las ventanas y se aseguró que el generador de energía estaba en óptimas condiciones.
Su faro tenía que estar impecable, la luz tenía que estar encendida día y noche.
Él quería la luz de ese faro encendida siempre.
La gente al pasar lo saludaba, los niños lo llamaban y él les agitaba la mano en saludo.
Alguna vecina le pasó a dejar unas empanadas recién hechas.
El ayudante bajó y él, no le dijo nada.
Se ofreció a ayudarle pero el Capitán lo mando a que terminara de dormir.
De cuando en cuando observaba el horizonte, el cual para gusto suyo no cambiaba de cara.
Para la noche subió con su ayudante a dejar a mano algunas bujías, él que conocía mejor que nadie su faro, sabía que en cualquier momento una que otra dejaría de funcionar.
Que no fuera eso un pretexto para que la costa oscureciera.
Se despidió de su ayudante y bajó a su refugio; a dormir.
La mañana despertó al ayudante, hecho un ovillo sobre su silla en un rincón, envuelto en su tartán de lana azul y verde, y con una conmoción a los pies del faro.
La gente preguntaba por el Capitán.
No estaba en el faro, y tampoco en el refugio ¿Cuál era el problema?
El “Rosemary”; el pequeño barco del Capitán, había desaparecido del varadero.
Nadie lo había visto irse, nadie lo había visto hacerse a la mar.
El ayudante, aún envuelto en su tartán, pidió calma. Llamaría a la base, llamaría al puerto, y a la capitanía.
No podía estar demasiado lejos seguramente.
El cielo estaba casi negro, el mar golpeaba con furia en los peñascos.
Alguien mencionó como al descuido que, su ancla, era demasiado grande.
No se veía a los albatros volando cerca… un mal presentimiento.
Mientras el joven ayudante hablaba por radio con todo el que se le ocurría, la gente en silencio admiraba el horizonte.
A partir de ese día, el muchacho ¡cómo nunca! Comenzó a pasar las noches alerta, ya no se quedaba dormido al calor de las bujías, se desvivía por mantener el generador a tope y la luz siempre encendida.
El Capitán solía decirle que la luz del faro siempre debía estar encendida, para guiar a los que han errado el camino y guiarlos hacia la costa segura.
Ojala lograra verla el Capitán que se había perdido en alta mar.
Pero la gente sabía la verdad; personas maduras que habían sido solo niños cuando el Capitán llegara, mujeres que tenían el gusto de alimentarle, niños que sin molestarlo, se habían acostumbrado a saludarle; todos ellos lo sabían: él no se había perdido, al contrario.
Era ahora cuando el Capitán Vincent Brown había encontrado por fin su camino.
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