Albert estaba en el despacho. Su oficina privada en Lakewood es donde le gusta trabajar después de estar todo el tiempo de viaje debido a más trabajo...
Ya habiendo leído y releído los libros contables de la última empresa que habían adquirido la semana anterior para cerciorarse de que todo estuviera bien, también se la había pasado haciendo llamadas toda la mañana, en especial a su asistente George Johnson quien era enviado como su representante a Nueva York para cerrar una fabrica que habían comprado y que reestructurarían en poco tiempo.
Le dolía la cabeza. Con sus manos decidió darse un ligero masaje, estaba agotado. Para. Despejarse prefería mirar por la ventana de cristal hacia el jardín donde se encontraban sus sobrinos jugando. Como le gustaría estar en el lugar de cualquiera de esos chicos.
Afuera Stear estaba probando su último invento y los demás miraban atentos si funcionaba, entre ellos estaba su pequeña Candy, riendo de las curiosidades de Stear y abrumada entre las atenciones de Archie y Anthony. Aunque de los dos era Anthony quien se desvivía por obtener la atención de la rubia cuando ella solo le tomaba como a un amigo, aunque no se podía decir que su trato con los jóvenes no se basaba un poco en esa coquetería que nadie sabía dónde había aprendido. A tía Elroy no le gustaba que se comportara así, bien decía que tanta familiaridad hacia un hombre bien y fuera de la familia era algo inapropiado.
Pero tal vez era el hecho de que era tan revoltosa como cualquiera de ellos que los jovencitos de su edad creían que Candy sentía algo especial por ellos, podía ver en sus rostros como la pequeña Candy era su fantasía de juventud.
Albert cerro los ojos un momento tratando de descansar un poco. Pero cuando los abrió e intento mirar la escena del jardín con mas atención descubrió que la joven había desaparecido, supuso que ya podría verla después mientras fingía reprenderla frente a la tía Elroy.
Trabajo unos minutos más y justo cuando se dispuso en descolgar el teléfono, descubrió a Candice sonriendo divertida mientras jugaba con las bisagras de la puerta como si fuera lo mas entretenido que hubiera hecho en mucho tiempo.
Era difícil saber si esa chiquilla sabía lo que le hacia, en especial con esa sonrisa dulce que distaba de ser la misma a la que le dedicaba a los demás. Era ponzoñosa. Mala para el, para un hombre que no debería tener apetitos por una jovencita a la que le doblaba la edad.
Se cuestionaba que significaba, ya tenia el corazón de sus sobrinos, era parte de la familia Ardlay y el haría cualquier cosa que le pidiese. Cualquier cosa...
A veces en ese momento cuando se lo preguntaba ella venía a el sin una palabra, caminando sigilosamente por la habitación aprovechando el instante en que sabia nadie les podría descubrir. Comenzaba a desprenderse de los lazos con los que ataba sus coletas y después jugaba con los botones de su vestido. No tenia el mas mínimo pudor en mostrar la nueva voluptuosidad que transforma su cuerpo.
Tal vez no debía sentirse culpable, Candy había dejado de ser una niña hace ya algún tiempo, ella misma se lo había confesado en un susurro en el cumpleaños de la tía abuela.
Albert se ruborizo como respuesta, estaba aturdido, cuando era una pequeña llorona jamás pensó ser su confesor para todo tipo de detalles, pero no podía negar que el titulo le halagaba.
Una vez que ella sabia que le tenía a su merced, Candy no paraba de revolotear a su alrededor, pues podía observar claramente el deseo en los ojos de su benefactor. Albert estaba embelesado con su figura desnuda; desde la armoniosa silueta de sus jóvenes senos hasta la zona de la entrepierna donde descansaba su feminidad y esos muslos tiernos pero firmes.
No sabia si cubrirla o sentarla en su regazo, era muy joven para un hombre de casi treinta años... Y de cualquier otra edad.
Se sentía turbado por lo débil que era. La pequeña ninfa no era tonta y sabia que le tenía en su poder.