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PERFECTO CABALLERO INGLÉS
No importaba cuántas veces él le hiciera el amor, para ella siempre era como un descubrimiento de nuevas partes y sensaciones de su ser que despertaban al toque de sus manos, siempre deseosas de su sexo.
Y ella se entregaba a él, siempre, cada vez que él lo demandara.
Lo amaba. Estaba segura de que lo amaba, desde el primer momento que se vieron a los ojos.
Ella era entonces una jovencita que, bueno, la verdad no había cambiado mucho hasta la fecha; y él… él siempre había sido él.
Fascinante, arrogante, cautivante, intrigante, elegante... En una sola palabra ¡arrollador, como él solo!
Alguna vez, de joven, su pecho había albergado otro cariño, pero con él no era lo mismo.
Él era, definitivamente, el hombre que más había amado en su vida.
Por eso se entregaba a él sin reticencias, sin prejuicios y sin asombros; dejando que él la tomara a su antojo con todas las prohibidas habilidades de su imaginación masculina.
Nunca pondría peros a sus ocurrencias, no existía acto prohibido entre ellos, no había posición incómoda, no había resquicio de dolor que luego no se convirtiera en delicia. Con todo lo que él practicaba, ella gozaba de aquí a la luna.
Siempre sería suya, y los hijos que el pusiera en su vientre, los pariría con la alegría de saber que habian sido hechos con delicia, en el más apoteósico paroxismo de placer.
Ahora mismo, él la sometía de rodillas y de espaldas hacia él, y mientras así él la penetraba con fuerza, haciéndola soltar gemidos incontrolables, ya el primer fruto de ese amor, salvaje y portentoso, dormía plácido en la otra habitación.
Por eso mismo, ella buscaba hundir el rostro en la almohada, para acallar los gemidos ahogados que sus formidables embestidas le provocaban.
Pero él no le permitía alejarse de su pecho. No quería que se alejara de él.
Su mano la tomaba del cuello acercando su rostro para besarla con desespero; la apretaba a su pecho como si quisiera fundirse con ella, como si buscara que se volvieran uno para no separarse jamás.
La tomaba por la frondosa cabellera rubia, enredando sus dedos, tirando de ella casi con violencia, como si quisiera obligarla a dejarse amar, y la penetraba como si buscara meterse todo entero dentro de ella en cada empuje.
Ella tomaba la mano que había comenzado a torturar sus pezones, llevándosela a la boca para acallar un poco su pasión, y comienza a succionar sus dedos, como hiciera hace un rato con su miembro; y como si él leyera en su mente la remembranza, siente su pene crecer dentro de ella, endurecerse más si acaso fuera posible, volviendo sus embestidas aún más poderosas.
Sin poder soportar ya tanta locura, ella cae hacia delante, y las ondas doradas de su larga cabellera se ciernen sobre su rostro, cegándola un instante. Pero no importa, que así, cegada de pasión, parece incrementarse el sentir; y siente ¡vaya que siente!
Siente las manos de él, recorrer ardientemente su espalda.
Siente sus caderas, golpear sonoramente contra sus nalgas.
Sus testículos, bamboleando rítmicamente contra su vulva…
Lo siente, echarse sobre su espalda, mientras aprisiona sus brazos como si deseara impedir que se le escape; y siente, su aliento febril, rugir justo en su nuca.
Siente también su falo, alcanzando mayor profundidad y siente como el vientre se le inflama con un fuego que parece estar a punto de explotar. Y explota.
Explotan ambos; ella por dentro y él, hacia adentro.
Él esconde el rostro entre la maraña dorada de su cabello alborotado, y ella hunde el rostro en la almohada, como si buscara ahogarse, solo para que sus gritos de placer enloquecido, no perturben al precioso angelito que descansa inocentemente en la otra habitación.
Luego, la calma.
Él se queda sobre ella hasta que su respiración se acompase; y ella, busca el sosiego entrelazado cariñosamente sus dedos con los de au hombre.
Al fin, es él quien rompe el vínculo y lentamente retira su miembro del sexo femenino; ella se voltea hacia un lado y recoge las rodillas al pecho, para que no se le escape la amada simiente.
Quiera D-s que un nuevo fruto de amor se formara de esta nueva explosión de placer vivo.
No le importaba nada, no pensaba en lo que no tenía, solo le importaba que lo tenía a él, como fuera, a su lado.
Solo quería que esos momentos fueran eternos, darle una familia, hacerlo feliz, y ser feliz con él.
Él la abraza y besa su hombro, su cuello, sus omóplatos…
“Voy a ver si no despertamos al nene…” le dice en un susurro que la hace sonreír, y lo siente levantarse.
Ella voltea y lo mira, con la espalda ancha y esculpida perlada de sudor, y las nalgas aún rojas, por las marcas de sus uñas.
Camina hasta el sillón, recoge la bata, se la pone y sale.
Ella abraza la almohada; esa almohada donde aún se percibe ese aroma que ella ama, que lo identifica: su “musk”, mezclado con los cigarrillos ingleses que le gusta fumar.
“Mi caballero inglés…” piensa ella con dulzura, y también con algo de picardía al ocurrírsele que, jamás habría imaginado la primera vez que lo vio, tal elegante, tan gallardo, con ese timbre de voz tan varonil y ese delicioso acento británico; que algún día la haría conocer tales escandalosas prácticas, tan eróticas, que la hacen gozar con locura.
¡Ah, pero pudo habérselo imaginado al ver sus ojos! Es decir, si no hubiera sido ella la cándida inocentona que era entonces, sí podría habérselo imaginado, porque en su mirada, tan hipnótica, se adivinaba todo ese fuego; y en su sonrisa torcida, que no era ningún santo.
“Mi caballero… mi perfecto caballero inglés…” volvió a pensar, y sonrió para sí, ilusionada por el viaje que se avecinaba.
Él aún no se lo había dicho.
Y ella, aún no le había dicho a él que ya lo sabía.
Que, sin querer, había descubierto en el bolsillo interior de su gabardina, los dos billetes de primera clase en trasatlántico hacia Reino Unido.
¡Sin duda alguna, era una sorpresa!
Pero ya lo sorprendería ella a él, cuando viera que ya ella tenía hecha una maleta.
¡Inglaterra! ¡Oh, cuánto había soñado ella con volver!
Recorrer otra vez, tomados de la mano, aquellos lugares por donde pasearon de más jóvenes.
Esos sitios donde, poco a poco, fuera forjándose su amor.
¡La villa en Escocia, donde pasaron momentos tan inolvidables!
Uno de sus sueñoa secretos era que su pequeño conociera el paraje campestre frente a aquel lago, donde empezaron a amarse como se amaban.
Apretó de nuevo la almohada aspirando el aroma y comenzó a caer rendida.
Él vuelve, y quiere decirle que el nene está en paz, pero solo la admira.
También quisiera decirle lo otro, que mañana… mañana… oh, pero no puede.
No puede decírselo.
Por ahora solo puede observarla; su piel desnuda, bañada de cierto rubor, parece brillar como el nácar a la media luz del cuarto.
Sus muslos, su cintura, sus pechos redondos y rosados, sus labios perfectos…
Delicadamente, pasea su mano por la alborotada melena rubia y observa su dulce rostro con tristeza, pensando en cuánto iba a extrañarla…
En un arrebato, la toma en brazos y la aprieta a su pecho, hundiendo el rostro en su cuello, olfateándola, saboreándola.
Ella despierta y, sin sorpresa, lo abraza. Sin embargo, lo percibe extraño, callado.
Él siempre ha sido así, serio y de pocas palabras, sin embargo…
-¿Sucede algo?
-No, nada - responde él, sin dejar de besar su cuello - solo quiero hacerte el amor.
-¿Otra vez? Pero…
- Sí, otra vez - responde él - otra vez. Déjame hacerte el amor otra vez… Eleonor, déjame hacértelo una ultima vez.
Ella no se niega y lo deja hacer con ella a su antojo, como siempre.
La bata que él lleva cae al suelo y sus labios comienzan a recorrer su pecho saboreando sus pezones.
Baja a su cintura y ella siente su lengua estremecerse en su ombligo.
Siente los besos en sus caderas, en sus muslos; y mientras el rostro de Richard se perdía entre sus piernas, que ella separa para él, arquea la espalda y cierra los ojos, abandonándose nuevamente a las delicias perversas de su perfecto caballero inglés, sin alcanzar a imaginar que solo al medio día siguiente, estaría lamentándolo, y maldiciéndolo ¡maldiciendo tanto amor!
Mientras corría como loca por el puerto, suplicándole a gritos que no la separara de su hijo.
Gracias por leer...
Bellísimo !!! Gracias!!! 
