Holis, buenas noches/madrugadas/días a cada una de ustedes. Esta historia va dedicada a una persona que me ayudó mucho cuando ingresé al Candymundo hace unos meses atrás. Fue de las primeras que me dio la oportunidad para ser leída en FF. Mayra, cielo. Esto es para tí. Gracias.
SIMPLEMENTE TE AMO
Disclaimer: Los personajes de Candy Candy pertenecen a la novelista Kyoko Mizuki, la mangaka Yumiko Igarashi y/o Toei Animación.
Esta historia es de mi autoría, producto de mi imaginación. El uso de los personajes y sus nombres pueden contener variaciones en sus caracteres y/o similitudes. Así como también partes del manga han sido tomadas para fines de la historia que ha sido escrita sin fines de lucro y sólo para entretenimiento.
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Albert se encontraba de pie junto a la ventana de su despacho observando las luces de la metrópoli encenderse.
Se mostraba preocupado e irritado. Todos sus esfuerzos por proteger el sistema informático de la empresa habían sido en vano. Había una fuga en la información, alguien había accedido a los ficheros y por más que lo había rastreado no había podido hallar al culpable. Tenía los ánimos encendidos.
Sin embargo, pronto llegaría ayuda de una investigadora en crímenes tecnológicos así que debía esperar pacientemente su llegada. Había oído que era muy responsable y excelente en lo que hacía.
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Mayra Exitosa, se detuvo ante la enorme puerta del edificio informático de Industrias Ardlay.
Sabía que la estaban esperando pero extrañamente, tenía una rara sensación de excitación en el estómago. El saber que estaría cara a cara con Albert Ardlay, presidente del Departamento de Tecnología, le ponía ansiosa.
Sólo le había conocido por fotos y revistas, pero desde ellas sus ojos resaltaban como fuegos azules centellantes. Poderoso, enigmático como un lobo solitario, Albert Ardlay era uno de los solteros más codiciados de Manhattan.
Se cambió de mano la maleta y decidió que ya era hora de enfrentarse a él.
Entró en el edificio y tomó el ascensor.
Al salir, una eficiente secretaria, Elisa Lagan, la saludó y acompañó hasta el despachó de Albert.
Mayra se quedó en la puerta durante unos segundos antes de atreverse a entrar. A pesar de lo absurdo que resultara, estaba nerviosa.
Respiró profundamente y llamó a la puerta.
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Albert frunció el ceño y se masajeó el cuello para librarse de parte de la tensión que sentía.
Sólo necesitaba un poco de tiempo para poder averiguar quién se había metido en los archivos.
Quizás pudiera tener el asunto resuelto antes de que la señorita Mayra bajase del avión.
Albert trató de concentrarse. Pero no habían pasado ni dos minutos cuando unos golpes en la puerta anunciaron una visita.
Cuando fue a abrir la puerta, Albert, se quedó sin aliento. La melena ondeada color fuego destacaba la belleza de su invitada, cuyos ojos café brillaban con la misma intensidad.
A Mayra, se le detuvo el tiempo y no pudo evitar un cosquilleo inquietante en el estómago.
Las revistas no habían mentido, su pronto compañero de trabajo llevaba un traje gris que no hacía sino enfatizar la perfección de su cuerpo.
« ¡Qué calor!»
-¿Puedo pasar?-preguntó ella al ver que él no decía palabra y se había quedado estático en la puerta
-Por supuesto.-contestó él maldiciéndose internamente por semejante pérdida de autocontrol.-Tome asiento, por favor.
-Eh, creo que… bueno, Sr. Ardlay primero debería presentarme, soy Mayra Exitosa.
-Lo, sé Srta Exitosa. - dijo él.- Ha venido a ayudarme a atrapar a ese pirata informático. Y para su información, preferiría que me llamases solo Albert.
- Oh, entiendo Albert...- respondió escuetamente.- Y ya que sabe por qué estoy aquí, lo primero que necesito es que me dé información sobre el programa.
Albert se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro mientras le daba los detalles.
Había un millón de preguntas que Mayra quería hacer y ninguna se relacionaba con el programa. Quería saber si untaba la mantequilla en las tostadas como ella lo hacía o si le gustaba el café sin crema, o tal vez si su color favorito era el azul como sus ojos.
Mientras se sentaba en el sillón, Albert reparó en el jersey azul que Mayra llevaba y se preguntó si ella sabría que el azul era su color favorito. El suave material parecía diseñado para ser tocado. Además, se ajustaba perfectamente a su cuerpo, resaltando la sinuosa curva de sus senos.
¡Lo estaba volviendo loco!
Mayra, si algo había que no le agradase más, era perder el tiempo. Así que no entendía por qué el rostro del señor Ardlay la miraba fijamente.
-¿Vamos a trabajar, o te vas a limitar a quedarte ahí sentado con esa sonrisa incompleta en el rostro?- espetó ella impaciente y a la vez ruborizada por semejante fijación.
-Vamos a trabajar -dijo él con sequedad y sintiéndose molesto por la distracción. Abrió un cajón y sacó un trozo de papel que le mostró-. Supongo que ya has firmado todos los contratos de confidencialidad.
Mayra asintió.
-Ésta es la palabra clave para acceder al sistema. Memorízala y, pase lo que pase, no se la digas a nadie.
-¡Vaya, hombre! Yo que tenía prevista una cita caliente para esta noche, en la que poder susurrarle la clave a mi amante.
-Te aseguro que no le encuentro la gracia a ese comentario -dijo él celoso sin saber por qué le molestaba tanto el comentario de ella.
-Pues entonces, deje de tratarme como si fuera una idiota, Sr. Ardlay -respondió ella con sequedad-. Sé la importancia de mantener en secreto una clave.
Albert se ruborizó.
-Lo siento -murmuró.
-Disculpas aceptadas.
Trabajaron en silencio durante un tiempo, analizando cada segmento del programa, buscando claves que los ayudaran a encontrar al pirata.Pero Albert olía demasiado bien y a Mayra cada vez le resultaba más difícil concentrarse.
No podía evitar que su mirada se desviara de la pantalla hacia las manos masculinas que tecleaban con prisa. Siempre le habían gustado los dedos largos.
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Pasaron los días, y Albert se sorprendió a sí mismo, en varias ocasiones, lanzando miradas de soslayo a Mayra cautivado por su maravilloso aspecto.
El cabello rojizo y ondeado enfatizaba sus pómulos y, aquellos ojos rasgados y seductores de pupilas acarameladas, le llamaban la atención enormemente. Era alta, esbelta y Albert se preguntó cómo luciría su cuerpo esbelto luciendo biquini color turquesa en la playa. Y el olor que emanaba de ella, le enviaba corrientes a su entrepierna, su cuerpo se tensó y de pronto Albert supo que debía salir de ahí.
-Tengo una reunión a la que atender por otro asunto. Volveré en una hora aproximadamente -dudó un momento.
-No te preocupes, Albert.- dijo Mayra concentrada en el monitor.- Avanzaré todo lo que pueda.
-Te veré después -dijo él, y se marchó.
Una vez en el pasillo se detuvo un momento sin saber qué hacer. Había mentido. No había ninguna reunión, pero necesitaba desesperadamente respirar aire fresco, librarse de aquel aroma embriagador que lo perturbaba, calmar los nervios que lo habían poseído desde el instante mismo en que ella había entrado días atrás.
Pensó en ir a la sala de empleados. Pero no sabía ni siquiera dónde estaba.
Tomó el ascensor y salió a la calle, con la esperanza de que el aire helado borrara de su mente las cálidas imágenes de la playa y de una hermosa mujer de nombre Mayra.
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La última semana había sido realmente dura. No sólo no habían conseguido encontrar pistas sobre el pirata informático, sino que la presencia de Mayra lo estaba volviendo loco.
Hora tras hora tenía que soportar el desconcertante aroma de aquella mujer, escuchar su respiración o sus leves sonidos de frustración.
No hacía nada conscientemente para irritarlo, pero lo irritaba.
Se decía a sí mismo que sólo le afectaba trabajar con alguien en su espacio, cuando estaba acostumbrado a hacerlo solo. Pero no era eso.
Eran casi las siete, hora de pedir comida, tal y como habían hecho cada día durante la última semana
Se volvió hacia ella.
-¿Pedimos pizza?
-No, yo no quiero pizza.
-Entonces, ¿comida china?
Ella frunció el ceño.
-No. No quiero comer basura otra vez.
Se dirigió a su puesto de trabajo y cerró una aplicación detrás de otra, hasta apagar el ordenador.
-¿Qué haces?
-Me voy -dijo ella bruscamente.
-¿Qué te pasa?
-¿Qué me pasa? Que llevo una semana en Manhattan y lo único que he visto es este maldito despacho. Me obligas a trabajar sin descanso como si fuera una mula. Pero no lo soy. Soy una persona que, a diferencia de ti, necesita tener una vida fuera de la oficina.
Se dirigió al armario y sacó el abrigo.
-Me voy a cenar a un restaurante, donde me sirva una persona real y donde pueda oír a otra gente hablar. Voy a respirar aire puro.
-Espera un momento.
Ella se puso el abrigo y se volvió a mirarlo.
-¿A qué?
-A mí -respondió él y apagó el ordenador.
Su pequeño discurso lo había hecho sentir culpable.
Ella lo miró sorprendida.
-¿Qué?
-He dicho que me esperes -tomó su abrigo y se lo puso-. Tienes toda la razón. Te he estado obligando a trabajar sin descanso y lo mínimo que puedo hacer es llevarte a cenar.
-No es necesario -aseguró ella.
-Insisto. Además, tú no conoces la ciudad y no sabes adonde ir.
Ella lo miró con cierta sospecha.
-¿De verdad me vas a llevar a cenar a un buen restaurante o me estás tomando el pelo? No puedo creerme que realmente conozcas alguno.
-Llevo toda mi vida en Manhattan. ¿Cómo no voy a conocer un buen restaurante?
Salieron del despacho y se encaminaron hacia el ascensor.
-Eso no significa nada -dijo ella-. Conocí a un tipo, un obseso por la informática también, que vivía en Nueva York y nunca había estado en la Estatua de la Libertad, ni había visto una obra en Broadway, ni había montado en el metro.
-Yo conozco Manhattan muy bien, todas sus atracciones turísticas, sus lugares históricos, sus museos –Albert no pudo evitar preguntarse si el hombre al que había hecho referencia habría sido su amante. En realidad, no era de su incumbencia-. Y, ¿qué quieres decir con que era «un obseso de la informática también»? ¿Eso es lo que yo soy según tú?
-Por supuesto. Y no sé por qué tienes que mostrarte ofendido. Yo también lo soy.
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El trabajo había sido concluido luego de tres meses y aunque habían atrapado al culpable, Mayra se sentía muy triste porque llegaba el momento de su partida.
Conocer a Albert era lo mejor que le había pasado en la vida, y aunque el hombre había mostrado una gran obsesión por su trabajo, también le había mostrado cuan dulce y preocupado podía ser ante las necesidades de los demás.
Cuando llegó el momento del discurso de felicitaciones, y Albert fue a recibir los aplausos de la empresa, Mayra decidió que ya era hora de regresar a Chicago, así que salió cautelosamente hacia su hotel, para hacer maletas e ir al aeropuerto.
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Albert buscó a Mayra luego de la reunión. Había dicho que se marcharía directamente desde allí, pero en ningún momento había asumido que lo haría sin despedirse.
Regresó a su despacho y se dejó caer en su silla. El silencio lo golpeó como un martillo.
La ausencia de Mayra le dolía. Al parecer le había costado demasiado poco acostumbrarse a ella. Se levantó de golpe, impelido por la necesidad de ir a verla antes de que fuera demasiado tarde. Agarró su abrigo y salió a toda prisa.
Albert se dirigió hacia el ascensor y en cuestión de minutos estuvo en la calle.
Esperaba que Mayra no hubiera podido tomar un avión aún.
Llegó al hotel apresuradamente. Sentía una extraña urgencia de verla.
Recorrió el pasillo hasta su habitación a toda prisa y, finalmente, llamó a la puerta.
En el instante en que Mayra abrió, él sintió que su corazón latía aliviado, como si acabara de recibir el necesario alimento del espíritu. Se había cambiado la ropa de trabajo, por una cómoda bata.
Ella no pudo disimular la sorpresa.
-Deduzco que no vas a tomar el avión hoy -dijo él.
-No hay nada disponible hasta mañana. ¿Qué haces aquí, Albert?
-¿Puedo pasar? Necesito aclarar algo antes de que te vayas.
Ella dudó pero, finalmente, abrió la puerta.
-Gracias -dijo él, dirigiéndose al sofá.
-¿Qué necesitas aclarar? -le preguntó sin darle mucho tiempo.
-¿A qué hora sale tu avión mañana?
-A mediodía. ¿Qué quieres, Albert?
¿Qué quería? Al salir de la oficina había pensado que quería decirle lo mucho que extrañaba su presencia, al parecer, una vez allí, se había dado cuenta de que deseaba algo muy distinto.
-¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?Estaba preciosa, con el pelo despeinado y aquel aspecto casero.
Ella dudó un momento. Finalmente se aproximó al sofá y se sentó en el borde.
-Habla -lo instó ella.
Él soltó una inesperada carcajada que llenó de felicidad su corazón. En ese instante, supo por qué realmente estaba allí y lo que quería.
-Mayra, te amo -dijo inesperadamente.
Ella parpadeó confusa y los ojos se le llenaron de lágrimas.
- No estás hablando en serio.
-No lo entiendes -dijo él-. No he venido a decir adiós. He venido a decirte que te quiero, que no puedo vivir sin ti, que quiero que seas mi esposa. Dime que te casarás conmigo.
Las palabras que salían de su boca lo sorprendieron a él mismo.
Consumida por la emoción, ella se lanzó a sus brazos.
-Sí, sí, claro que quiero ser tu esposa.
Los labios de él encontraron los de ella. Un beso apasionado selló el compromiso, y la sensación de estar en brazos de la persona adecuada los llenó por dentro.
-Me marcharé a Chicago si hace falta-dijo él.
Ella lo miró sorprendida.
-¿Harías eso por mí?
-Haré cualquier cosa que me pidas.
Mayra miró aquellos hermosos ojos azules y se sintió llena de amor.-Quiero casarme contigo, darte hijos y ser una gran esposa. Te aseguro que podré compaginar todo eso con mi trabajo.
Él la abrazó.
-Te amo, Mayra. Adoro tu capacidad, tu inteligencia y tu belleza. Sé que si hay alguien que puede darle el amor y el cuidado que necesita a un bebé mientras programa con la otra mano, ésa eres tú.
Un nuevo beso capturó los labios sugerentes de ella. Aquel hombre maravilloso, sexy y brillante sería su esposo. Era afortunada. Sin duda el futuro se vislumbraba hermoso, lleno de alegría y pasión.
FIN
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