*La portada que presento en esta historia, es obra de mi querida Yaro.
La ofrezco como firma, si les gusta y la desean con su nombre, solo tienen que pedirla.
Era una cálida noche de verano en Lakewood.
La joven rubia que intentaba conciliar el sueño, se revolvía de un lado al otro en la ancha cama, sin conseguirlo.
La baraja de vidrio y hierro que servía de salida a su balcón, se encontraba abierta de par en par; pero la delicada cortina de transparencia beige que la cubría no se movía un ápice.
Hacía calor esa noche, no corría nada de brisa, pero no era eso lo que la mantenía en vela, dando vueltas sobre su cama.
Por enésima vez, se dio vuelta hacia la izquierda y su delicada mano se paseó suavemente sobre aquella porción vacía de su cama.
Se encontraba sola, su marido nuevamente estaba en uno de esos viajes de trabajo que duraban meses, y lo extrañaba; justo hoy, con mayor razón que nunca.
Sus ojos claros se posaron en la luna que se asomaba por su balcón; en su mirada se reflejaban la angustia y el desasosiego; y cómo no, después de la noticia que le habían dado…
Pero tenía que ser fuerte, tenía que sobreponerse; si se derrumbaba todo sería peor. Pero ¿cómo iba a decírselo a él? Lo conocía de sobra, su corazón iba a romperse en dos, y lo que menos quería ella era causarle ese dolor.
Con uno de ellos que sufriera bastaba. ¿Callar? No decirle la verdad a su esposo ¿Era válido?
Tomó la almohada de su marido y la abrazó apretándola contra su pecho con los ojos cerrados, aspirando el aroma de su colonia que aún permanecía en ella.
“¿Cómo seré capaz de decirte esto mi amor? ¿Cómo?”
Sentía las lágrimas agolparse tras sus párpados, y no quería. No quería llorar.
Sentía que si dejaba salir sus lágrimas ya no iba a ser capaz de detenerlas nunca más, y ella quería ser fuerte ¡Debía ser fuerte!
Por su marido, por su hermano, por su tía. Por su pequeño hijo.
Sí, tenía que serlo, y si no lo conseguía por sí sola, debía buscar apoyo para lograrlo.
Se levantó de la cama y de su joyero sacó un rosario de madreperla; besó la cruz que colgaba de el y, sentándose en su cama, comenzó a rezar.
Las blancas cuentas bailaban entre sus nerviosos y delgados dedos mientras sus labios se movían repitiendo la letanía casi sin emitir sonido.
No terminó los “misterios”, se quedó en silencio un momento y, colocándose el albornoz, salió de la habitación.
Con el rosario en la mano, caminó el corto trecho que la separaba del cuarto de su hijo, y entró.
La lamparita de noche estaba encendida a pesar de que era una noche clara y brillaba la luna.
Se acercó al lecho donde dormía su hijo.
La frazada con la que lo había cubierto al dejarlo dormido, había sido desterrada a patadas. Ella la recogió del suelo, la dobló y la colocó sobre una silla, y se quedó observando al niño un rato.
Tenía los bracitos extendidos hacia arriba y las piernecitas desperdigadas; sí, ella podía decir con solo verlo que había estado luchando contra la calurosa manta.
La mandíbula completamente relajada del niño, hacía que sus mejillas se inflaran y su labio inferior se proyectara hacia afuera.
Su barriguita subía y bajaba acompasadamente, revelando que su sueño era profundo y sin disturbios… bendito sea.
El pequeño rubio tenía la nariz perlada por minúsculas gotas de sudor.
Solo para asegurarse, colocó su mano sobre la frente del niño y luego sobre su mejilla.
No, no tenía fiebre; sólo estaba acalorado.
Pasó delicadamente su pulgar por la nariz de su hijo limpiando el sudor, provocando que él inspirara con fuerza estirándose un poco.
Sus pequeños labios rojos se estiraron como si estuviera a punto de dar un beso; y le pareció tan gracioso.
No pudo evitar reírse tiernamente de su pequeño, pero casi de inmediato, las lágrimas asomaron por sus hermosos ojos celestes, mientras poco a poco la dulce risa se transformaba en sollozos.
Se llevó las manos al rostro intentando detener su llanto, pero ya era tarde.
Sin poder acallar sus sollozos, se alejó de la cama de su hijo y buscó asiento en la mecedora dejando que las lágrimas anegaran su rostro, sus manos, su albornoz… ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Y qué iba a ser de si hijo? Su precioso hijito, aún tan chiquito.
El niño se removió en su cama inspirando con fuerza y moviendo sus piernecitas, pero ella, cegada por las lágrimas no lo percibió.
De pronto…
- ¡Ma…! – la joven levantó la mirada.
El niño se había despertado e incorporado, y sentado desde su cama había logrado verla.
- ¡Mami!
Ella limpió su rostro con el albornoz que la cubría y se levantó.
- ¡Oh cariño! – dijo, llegando hasta donde su hijo le tendía los bracitos, gimiendo – Lo siento, lo siento mucho. No quería despertarte, sólo quería verte dormir…
Tomó a su hijo en brazos y lo acunó sobre su hombro, palmeándole suavemente la espalda.
- Lo siento… - repitió, mientras lo abrazaba fuerte a su pecho – Lo siento mucho Anthony, perdóname ¡Perdóname hijo!
El niño se incorporó para mirarla; ella con los brazos ocupados no tuvo oportunidad de limpiarse nuevamente el rostro.
- No mami… - dijo el pequeño cuando vio el llanto surcar el bonito rostro de su madre; con su pequeño índice siguió la húmeda huella de una lágrima por su mejilla.
Ella vio la preocupación en los azules ojos de su pequeño.
Se le ocurrió que, aun siendo tan pequeño como era, podría ya tener la capacidad de entender lo que significan las lágrimas y percibir su sufrimiento.
Así que sonrió.
Sonrió, porque ella no quería causarle ni un segundo de tribulación a ese pequeño corazón que amaba más que a su propia vida; no aún. No tan pronto.
Además, quería aparecer siempre sonriente en los recuerdos de su hijo.
- ¡Te amo! – exclamó ella, y el niño la tomó de las mejillas estampándole un beso en los labios, haciéndola sonreír genuinamente - ¡A dormir Anthony!- dijo, y él con una dulce sonrisa se recostó sobre su hombro.
Ella lo acunó y, mientras tarareaba una melodía, se acercaba a la ventana a ver la luna.
“Lindo niño tus ojuelos son dos astros de los cielos…” cantaba ella mientras él, enredaba uno de los rizos rubios de su madre entre sus deditos.
“Lindo niño tus bracitos son la red del casto amor…” Anthony bostezó, y ella supo que no terminaría de escuchar aquella nana.
“Lindo niño tu boquita, más graciosa que una rosa; y tus labios encendidos, más purpúreos que un clavel…”
Él abandonó el rizo con el que jugueteaba, y comenzó a tallarse los ojitos.
Ella sonrió con ternura, su pequeño nunca le daba problemas. Era tan bueno.
“Lindo niño me arrebatas, lindo niño yo te adoro. Lindo niño mi tesoro para siempre tú serás…”
Se inclinó un poco y posó sus labios sobre la frente del niño que ya había caído dormido.
Lo llevó hasta su cama y lo recostó suavemente.
Aunque él ya dormía, ella continuó aquella nana; le gustaba mucho esa vieja canción y quería cantar para su hijo cada vez que tuviera oportunidad.
Se sentó en la cama junto al niño aun susurrando la canción, sujetando su pequeña mano.
“Gloria a Dios en las alturas donde ostenta Su poder…” remataba aquel antiguo arrullo.
“Gloria a Dios en las alturas, y a los hombres…”
No pudo concluir el último verso. Otra vez un sollozo ahogaba su voz y una lágrima se deslizaba por su mejilla.
Ella no quería llorar; no deseaba hacerlo y se había prometido a sí misma que no lo haría; pero era tan difícil…
Su mano acarició los cabellos dorados de su lindo niño, y nuevamente depositó un beso en su frente.
Con la manito de Anthony entre las suyas, elevó una plegaria.
Besó la cruz de su rosario colgándolo después en la cabecera de la cama donde su hijo dormía y después, salió de la habitación.
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Rosemary Andrew era la niña mimada de aquel clan escocés afincado en Norteamérica desde hace casi un siglo.
Hija del jefe familiar, había recibido la educación integral de toda una dama; pero al ser la hija mayor, su padre había cedido a su curiosidad de incursionar en otros ámbitos, no siempre permitidos a las mujeres de la época.
Pero ella era su tesoro ¡la niña de sus ojos! Había pocas cosas que William Andrew Sr. podía negarle a su sonrisa y su dulce mirada; así que no era raro verla a veces en la oficina de su padre, o el estudio de la casa, revisando documentos y llenando formas, siendo la más eficiente asistente.
Rosemary aprendió el manejo de los asuntos de la familia de la mano de su padre, quien más orgulloso no podía estar.
Tras la prematura muerte de su madre, se había dedicado a su hermano con el mismo amor que habría tenido su progenitora, prodigándole todos los cuidados y la ternura; para que no sintiera la falta del amor materno que se le había arrebatado.
Dulce, amable, talentosa, inteligente y dueña de una angelical belleza sin par; su padre anhelaba para ella el mejor de los enlaces.
Pero William Andrew Sr. no fue precisamente el más feliz de los hombres cuando fue un marino mercante quien tuvo el valor necesario de presentarse ante él a pedir la mano de su hija.
Su primer impulso fue dar una negativa, pero al mirar en los ojos de ella, supo que ni siquiera él podría detener el curso de ese amor, y no pudo negarse a la felicidad de su hija.
Vivió lo suficiente para verla convertida en madre lo cual le proporcionó gran alegría; pero su tiempo de partir llegó pronto y no pudo seguir disfrutando de toda esa felicidad.
Sin su padre y, apoyada por el fiel Georges, Rosemary ayudó a su querida tía lo mejor que pudo en el manejo de los bienes de la familia.
Al ver todo lo difícil que era manejar aquel imperio, sintió pesar por su pequeño hermano, quien ya solo la tenía a ella en el mundo y, sabiendo el futuro que le esperaba cuando fuera mayor y tomara las riendas de la familia, procuró darle la niñez libre y holgada que ella, a causa de los idiomas, el piano, el canto, la etiqueta y demás etc., no había tenido.
Su tía no siempre estaba de acuerdo con eso; le parecía a ella que el chico debía educarse lo más rígidamente posible para que pudiera, mientras más pronto ¡mejor! hacerse cargo de los asuntos importantes; pero Rosemary la tranquilizaba distrayéndola con cariños.
Elroy Andrew se daba cuenta de lo que ella hacía, pero ocurría que su sobrina era una de los herederos universales y la actual firma autorizada en cualquier documento. Así que no le quedaba más que ceder.
Así, cada momento que tuviera libre, era invertido en excursiones al bosque, picnics, paseos en bote por el lago, o al río…
Su hermano aprendió a amar la naturaleza gracias a la libertad que ella le proporcionó.
Rosemary compartía su tiempo entre sus obligaciones con la familia, la crianza de su bebé cada día más hermoso, y la compañía de su hermano menor a quien amaba profundamente.
Su esposo pasaba largas temporadas lejos; pero no había semana que no recibiera ella al menos una carta suya, cargada de dulzura y palabras apasionadas.
Por las noches, rociaba de colonia una almohada y dormía abrazada a ella, soñando que reposaba su rostro sobre el pecho de su marido al que adoraba.
Cuando él estaba en casa, procuraba darle todo el tiempo posible.
No descuidaba a su hijo, ni a su hermano ni a sus obligaciones.
Parecía que haciera magia para que todas las horas del día le alcanzaran para ser feliz en todo momento.
Elroy Andrew solo la observaba, admirando en silencio aquel raro talento, de lograr ser feliz a toda hora sin que nada escapara a su atención; y pensaba en la maravillosa matriarca que iba a ser cuando ella faltara.
Sí, en manos de Rosemary, la familia tendría la dulzura matriarcal que ella no había logrado otorgar; y el pequeño William, futuro patriarca familiar; tendría una maravillosa consejera y un apoyo, más parecido a un remanso, con ella su lado.
Transcurrieron dos años en que todo, de la mano de Rosemary Brown, iba viento en popa.
Tanto que, la primera vez que terminó entre los brazos del fiel Georges, por culpa de un fuerte vahído que le quitó el sentido unos segundos y casi se la lleva al piso; ella no tuvo ni tiempo de preocuparse. ¡Al contrario! Su primer pensamiento fue feliz; y es que, en alguien como ella, no tendría por qué haber sido de otra manera.
¡A su pequeño Anthony le vendrá muy bien un hermanito! O hermanita ¡Sí!
Una pequeña princesita con quien él jugaría a protegerla de todo mal; y se reía a escondidas imaginando a Anthony como un celoso hermano mayor, capaz de asestar un buen golpe en la nariz a cualquiera que osara arrancar una lágrima de los ojos de su hermanita.
Por supuesto que ella no fomentaría tal comportamiento violento ¡Desde luego que no! Pero, le hacía tanta gracia pensarlo.
¿Y cómo la llamaría? Debería ir comenzando a hacer una selección de nombres bonitos para tener de donde escoger cuando su marido volviera.
¡Oh sí! ¡¡Qué maravillosa noticia con la que recibir a su Vincent!! ¡Le escribiría una carta de inmediato!
Pero no, primero sería prudente confirmarlo; aunque ella ya se sentía casi segura, y mientras sacaba de un baúl las prendas maternales que usara con Anthony, acariciaba su cintura escueta, aunque aún no supiera si llevaba un bebé dentro de sí.
Fue una vez más Georges quien, al notar su palidez con el paso de los días, la instó a visitar un médico; y así lo hizo.
Tras la auscultación física, el galeno la encontraría sin novedad. No había ganado peso, por el contrario, había perdido un par de kilos.
Pero cualquiera de las dos cosas, en caso de estar embarazada, durante los primeros meses era normal; nada de cuidado.
Unos ligeros moretones en sus brazos, sin embargo, sí llamaron la atención del médico.
Ella ni los había notado, pero tenía un hijo de dos años que estaba aprendiendo a caminar y solía traerla por los suelos siguiéndolo. No era raro si tenía moretones en los brazos, en las piernas o en cualquier parte.
El galeno asentía sonreído, pero al ser cardenales indoloros, sugirió un test sanguíneo; para descartar cualquier cosa.
Días después, luego de recibir los análisis médicos, la euforia había desaparecido.
No había lista de nombres para bebé, ni habría tampoco.
Una carta a medio escribir, yacía arrugada en la papelera, y los vestidos maternales volvían al baúl lleno de naftalina.
Le costó muchísimo durante los primeros días, hacer como si nada; trabajar, hablar, comer, jugar. No sabe ni cómo es que lo había logrado.
- … Una rara enfermedad de la sangre…- había dicho el galeno – no existe cura conocida, tampoco hay cómo revertirla… un año, o dos. Quizá tres si es usted juiciosa con el tratamiento y el reposo…
Ella ya no lo escuchaba, apenas lo veía.
¿Cómo se puede ser tan cruel?
¿Cómo se le puede decir algo así a alguien?
¿Cómo se lo puede decir, así como si nada, a ella?
Ella, que acababa de cumplir veintipocos; prácticamente recién casada, con un hijo precioso que aún no cumplía tres, y todo lo que todavía le quedaba por hacer… No, a ella no le podía estar pasando. A ella no ¡A ella no!
Es lo que la había mantenido dando vueltas en su cama aquella noche; lo que la hacía extrañar desesperadamente a su esposo, pero al mismo tiempo, desear que no llegara para no tener que romperle el corazón de manera tan cruel.
¿Se lo diría? No, mejor se lo guardaba. Con uno de los dos sufriendo bastaba ¿Era válido, guardarle algo así a su esposo? ¡No sabía qué hacer!
Dejando a su hijo dormido otra vez, al volver a su habitación no podría conciliar el sueño. Sabía que debía guardar reposo, que de eso en parte dependía el tiempo que le quedaba, lo sabía; pero no iba a poder.
Se retiró el albornoz y sacudió sus cabellos; seguía haciendo calor, se sentía sofocada.
Salió al balcón a buscar refrescarse. Mil cosas daban vueltas dentro de su atormentada cabeza.
Pobrecito su “Bert”, quedaría solo a merced de las tan mentadas responsabilidades sin nadie que lo apoyara.
Su Anthony… pensar en que su hijo no sabría de ella más que su nombre, la hacía sufrir; que ella no sería más que el vago recuerdo de una mujer agonizante, la atormentaba. No era esa la imagen que ella deseaba que su hijo guardara de su madre; y eso en caso de que la recordara, Anthony era muy pequeño todavía, su mayor temor ahora era que no lograra estar junto a él lo suficiente como para que lograra recordarla por sí mismo, sin referencias de los demás.
Se sujetó la cabeza entre las manos. Y este tormento apenas había comenzado.
¿Qué podría hacer? ¿Qué podría dejar en el recuerdo de su hijo que perdurara lo suficiente?
Quería dejarle algo suyo, muy suyo. No una pila de fotos amarillas, ni un lienzo en alguna pared; quería heredarle algo más que dinero y soledad.
Algo más que el recuerdo de una voz apagada y una mirada ojerosa por la enfermedad.
Algo, en lo que él pudiera verla, sentirla todos los días de su vida. Algo que fuera tan hermoso como su amor por él.
Algo por medio de lo que Anthony pudiera sentirla tan suya como él lo era de ella, algo que los uniera siempre.
Sin siquiera pensarlo, comenzó nuevamente a tararear la nana con que solía arrullar a su hijo.
“Lindo niño la la la…”
“Tus bracitos la la la…”
“Lindo niño tu boquita, más graciosa que una rosa…”
Una rosa… rosas ¡Rosas!
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- ¡Quiero rosas en toda esta parcela! – decía, la sonriente joven a los jardineros que se ocupaban de su propiedad, al día siguiente señalando una amplia parcela cubierta de césped.
- ¿Qué tipo de rosas desea la señora? – preguntó uno de ellos.
- ¡Cualquiera! – exclamó ella – rojas, blancas, rosadas, amarillas, grandes, chiquitas; de cualquier tipo. No, mejor ¡De todo tipo! Quiero esto lleno de rosas de todos los colores y tamaños.
- Bien ¿La señora prefiere que plantemos semillas, o que trasplantemos brotes?
- Ustedes son los expertos – respondió ella - ¿Qué recomiendan?
- Si usamos semillas – dijo uno – la planta tendrá ocasión de habituarse sola al tipo suelo; pero tomará su tiempo.
- Pero si trasplantamos brotes – acotó el otro – con buen abono podrá usted tener rosas en tres o cuatro meses, y cuidado con esmero, tendrá rosales para largo.
- ¡Esa idea me gusta! – exclamó ella – mientras más pronto las tenga ¡mejor! Háganlo así. Quiero esto lleno de fragantes rosas de todos los colores, que este jardín se llene de mariposas y aves. Quiero que Anthony aprenda a correr entre las rosas; quiero jugar con él entre ellas y que él ligue mi voz y mi recuerdo a ellas.
- La señora habla como si a su niño le fuera a hacer falta recordarla; como si usted no fuera a estar.
- ¡Ah pero qué dicen! – respondió ella riendo - ¡Vayan por mis rosas! Y cuando estén de vuelta, avísenme por favor; quiero que me enseñen a cuidar de ellas.
Dando la vuelta se dirigió hacia la casa; de pronto se había sentido agotada.
- ¿Qué estás haciendo, Rosemary?
Una suave voz masculina llamó su atención cuando ella entró de nuevo a la casa.
- ¡Rosas, Georges! – respondió ella sonriente y tomándolo de las manos - ¡Vamos a tener muchas rosas!
El joven de traje, se dejó jalar por ella, pero fruncía el ceño al verla.
- Sí, ya escuché que has ordenado plantar rosas, pero ¿Por qué así, de pronto? ¿Lo sabe Madame Elroy?
- ¡Ah! No, pero no creo que objete. Pero ¿Por qué tienes esa cara Georges? ¿Acaso no te gustan las rosas?
- ¿Qué te dijo el médico, Rosemary?
- Es de muy mal gusto contestar una pregunta con otra pregunta, Georges mon chêre.
- Rosemary… - exclamó él, en ligero tono de regaño.
- Está bien. No estoy embarazada como había pensado, falsa alarma.
- Bien, entonces ¿Qué es? ¿Qué te pasa? – preguntó él.
- Nada, nada. Parece que no estoy comiendo bien, y cuando Vincent no está, duermo poco. Lo extraño mucho.
- Rosemary…
- Es solo cansancio – continuó ella – me recomendó, eso sí, que ya dejara de darle el pecho a Anthony…
- Rosemary…
- … Dijo que podría provocarme una anemia con el ritmo que llevo, además, parece que ya está grande para eso.
- ¡Rosemary! – exclamó él tomándola de una mano, evitando que huyera hacia el estudio – dime la verdad… por favor.
Ella se quedó muy quieta, dándole la espalda.
Georges y Rosemary tenían aproximadamente la misma edad; los padres de ella, lo habían adoptado y traído de Francia hace casi quince años.
Habían crecido juntos y, aunque para ella, él era como su hermano, Georges siempre guardó respetuosa distancia, nunca se le acercaba tanto. Por eso fue una sorpresa para ella que se atreviera a tomarle una mano, cuando generalmente tenía que ser ella quien hacía por sacarlo de su acostumbrada actitud flemática.
Pero, si había algo que ella tenía que reconocerle a aquel joven de ojos oscuros, era su gran capacidad de observación, y el tino que poseía para tener siempre la razón. Esta vez no era la excepción.
Él, que la conocía de sobra, había logrado darse cuenta desde a lo largo de pocos días, que algo no andaba bien.
Ella seguía conservando el buen carácter, el humor, y la sonrisa, pero no era ella misma; todos sus gestos se sentían forzados, lo percibía actuado, la sonrisa que llenaba su rostro, no le llegaba a la mirada, y era su mirada; azul, brillante y generalmente plena, lo que Georges más conocía, lo que era tan diferente esta vez.
Pero ¿A quién estaba tratando de engañar ella? ¿A Georges? ¿En serio? Debió saber desde el principio que sería justamente a él a quien no podría engañar.
- Dime la verdad… por favor.
Georges la sujetó por una mano cuando ella le dio la espalda para escabullirse al estudio donde, alegando trabajar, tendría todo el derecho a exigir que la dejaran en paz.
Pero; había varias cosas que ella no había podido hacer nunca con Georges: tratarlo como un sirviente, como un ayudante; cosa que por supuesto, no era. Cuando llegó de Francia, su padre se lo había presentado como su hermano, y eso era Georges para ella… pero a tía Elroy parecía olvidársele a veces.
Excluirlo de las reuniones familiares; aunque a él le gustaba relegarse a un rincón y ocuparse de que la logística estuviera a punto, como si fuera un mayordomo, ella siempre terminaba arrastrándolo, reuniéndolo en algún grupo, o jalándolo a la pista de baile si se daba el caso. Sacarlo de su margen.
Desoír sus consejos; Georges debía ser apenas uno o dos años mayor que ella, pero para Rosemary eso era suficiente para considerarlo su hermano mayor, y como tal solía escucharlo cuando le hablaba, cuando la aconsejaba, incluso cuando la reprendía.
Exigirle soledad; exigirle silencio, exigirle cualquier cosa; Rosemary no era mujer de exigir nada a nadie. Tenía la amabilidad pintada en el rostro, y de Georges le gustaba sobretodo su compañía. Pedirle que se fuera o que la dejara sola, sería para ella algo impensable.
Mentirle… eso sí que jamás había podido conseguirlo. Y no porque no lo intentara, sino porque ese muchacho parecía tener algún poder mágico y secreto con el que siempre lograba ver dentro de ella ¡de todos en realidad! Y sacar las verdades más escondidas.
Igual que ahora… no podía, aunque estaba segura de haber representado a la perfección su papel, sabía que estaba descubierta y con él, jamás podía fingir.
Lentamente se dio la vuelta hasta estar frente a él. Levantó la mirada y Georges pudo ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Sintió que la sangre se le fue a los pies cuando leyó la verdad en su expresión desolada.
(SEGUNDA PARTE AQUI
MIS OTROS TRABAJOS EN ESTA GF
LA LUZ DEL FARO
INCONDICIONAL (Stear y Patty)
AFRIKAAN LULLABY (Albert)
SOLO DE GUITARRA (oneshot para Albert, publicado en la sección de fanfics)
UN PERSONAJE, UN GATO #6 (Annie y Archie)