(PRIMERA PARTE AQUI
(SEGUNDA PARTE)
- Rose… no. No es posible, dime que no…
Las lágrimas una vez más desbordaron aquellos ojos celestes, y ella se arrojó al pecho de Georges, llorando desconsoladamente.
Él solo atinó a sujetarla, y abrazarla hasta que se calmara.
Así, mientras él acariciaba los rubios cabellos, consolando sus lágrimas, y su propia desesperanza; ella lo hizo partícipe de todo lo que le había dicho el médico.
Una rara enfermedad de la sangre… sin cura… dos o tres años, con suerte ¡Dios mío!
Georges luchaba con el temblor de sus manos, con el escozor en sus ojos, con las revoluciones de su pecho.
Debía guardar la compostura, ella lo estaba intentando y él estaba ahí para ella, para ser su apoyo siempre que lo necesitara.
- ¿Qué voy a hacer, Georges? – preguntó ella aferrada al pecho de su buen amigo - ¿Qué es lo que voy a hacer ahora?
- ¡Seguir adelante! – le dijo él con la voz apagada – continuar Rose, tratar de que tu hijo y tu hermano graben en su memoria los más hermosos recuerdos de tu compañía.
- Sí – dijo ella, separándose y enjugándose las lágrimas – eso ya lo tenía claro. No será difícil con Bert que ya está grande pero, Anthony es aún tan pequeño; no creo que me recuerde…
- ¡Claro que sí! – exclamó él limpiándole el rostro con su pañuelo – Te queda mucho tiempo todavía ¡mucho tiempo! Anthony tendrá tiempo de sobra para conocerte, saber quién era su madre y guardar bellos recuerdos de ti.
- ¿Ahora entiendes porque mandé a plantar las rosas?
- Lo entiendo – respondió él – y me parece una maravillosa idea.
- Quiero que mi hijo me recuerde cada vez que vea las vea; pienso cuidarlas yo misma Georges, con mis propias manos; trasmitir mi esencia a ellas por medio de mis cuidados, que su aroma sea el mío. Cuidarlas con el mismo cariño y ternura con que lo cuido a él, y me gustaría que fueran sus propias manos también las que cuidaran de ellas cuando yo ya no esté.
- ¡Así será!
- Oh Georges… siento que se me ha venido el cielo encima, pero, hablar contigo siempre consigue que cualquier carga se aliviane.
- Una cruz cargada entre dos, pesa menos; dicen – respondió él tratando de esbozar una sonrisa.
El ruido de risas les llamó la atención desde el jardín.
Su hermano “Bert” y su pequeño Anthony, jugaban alegremente en la hierba. El muchachito corría y el bebé gateaba afanosamente intentando alcanzarle.
Rosemary no pudo evitar reír al verlos; sus ojos brillaban pero no era por las lágrimas.
Georges pudo ver que el brillo que los adornaba ahora era puro amor, al ver felices a los dos seres que más amaba en el mundo.
A Georges se le estrujó el corazón, y le hubiera gustado salir corriendo e internarse en el bosque, arrojarse a la hierba gritando como loco y patear los árboles y las rocas hasta quedarse imposibilitado; pero eso era algo que no podía hacer.
Hace pocos años, había jurado a su padre adoptivo en su lecho de muerte, que cuidaría de sus tesoros más grandes: sus dos hijos; él se lo había jurado con todo el ímpetu de su corazón.
No podía hacer más por Rosemary, no podía arrebatársela a la muerte y ojala pudiera; pero no tenía ese poder. Sin embargo, había otra cosa que sí podía hacer por ella: estar ahí, ser su confidente, su pilar.
El muro en el cual sostenerse durante el tiempo que le quedara.
Su labor de hoy en más sería ayudarla a pasar por esto, mantenerla en paz, serena y hacer de sus inevitables últimos años llevaderos y tranquilos.
- No puedes seguir haciéndote cargo de la administración – dijo él de pronto – es mucho trabajo y tienes que descansar; guardar tus fuerzas.
- Sí – dijo ella – ya me lo estaba planteando. Cada gramo de mi energía y cada segundo de mi tiempo será desde hoy para ellos; para Bert y Anthony. Pero ¿Qué hago Georges? No puedo dejar a tía Elroy sola con todo…
- Déjalo en mis manos, yo me ocupo.
- ¿Y qué pretexto pongo?
- Te aburriste, quieres más tiempo para ti y para tu hijo. Eso es lo de menos. ¿Cuándo vas a…? Es decir ¿Vas a decírselo a la familia?
- No quiero hacerlo, Georges.
- Pero Rose…
- No quiero, por favor compláceme en esto. Quiero guardar este secreto el mayor tiempo que me sea posible. No quiero ser motivo de sufrimiento para nadie.
- ¿Y a… a tu esposo?
- Supongo, que a él tendré que decírselo más pronto que a los demás. Pero no lo haré todavía. ¿Cuento contigo?
- Sabes que sí… - dijo él en un suspiro – Siempre, y para lo que quieras.
- Míralos Georges – dijo ella viendo a los dos niños jugar sobre la hierba – Par de inocentes que no tienen culpa de nada ¿Cómo ha podido Dios hacerme esto? ¿Cómo es que me elige a mí como vehículo para causarles tanto dolor?
- Dios no tiene nada que ver en esto Rose; no reniegues de Él. En todo caso, si para algo está usándote, es para dejar grandes lecciones en los corazones de esos dos niños en los que vivirás para siempre, y de todos los que te conozcan… En el mío ya vives Rose, desde hace mucho tiempo. Perdóname si me atrevo a decirlo, y en un momento tan difícil; pero no es más que la verdad... Vives en mí Rosemary, y vivirás siempre como lo más caro y preciado de mi recuerdo. Lo juro.
Rosemary se quedó de una sola pieza. Georges siempre había sido de palabras pocas, pero exactas, y ella había aprendido a comprenderlo certeramente de esa manera.
Volteó a mirarlo y lo vio estoico, con la mirada hacia enfrente observando hacia el jardín, inmutable, sin una expresión que denotara nada; sin embargo, dos lágrimas cruzaban sus mejillas.
- Georges… - él no la miró; quién sabe si por pudor o por que no quería que ella viera su dolor, ella se limitó simplemente a tomar su mano apretándola fuerte, y él se permitió corresponder a esa caricia.
- Lamento… causarte esta pena, yo… yo no sabía… ¿Por qué nunca…?
- ¿Me habrías elegido? – dijo él sin mirarla.
- Georges yo… eres como mi hermano mayor.
- Lo sé. Tú también deberías ser eso para mí, pero… Sé que soy yo quien está mal, perdóname.
- ¡No digas eso! ¡Oh mi querido Georges! No sé qué decirte.
- No por favor Rosemary, no digas nada. Dejémoslo así.
Se quedaron en silencio un rato, tomados de la mano, mirando hacia los niños en el jardín.
- Prométeme que ayudarás a Bert siempre cuando yo ya no esté.- dijo ella de pronto.
- Sí Rose, no te preocupes; yo me ocuparé de que William se convierta en el digno jefe del clan Andrew y cuando llegue el momento de tomar su responsabilidad él…
- No… - lo cortó ella jalándolo de la mano, obligándolo a mirarla –No quiero que lo encierres en el grillete de la responsabilidad. Por favor no dejes que se convierta en mi padre. No hagas que el exceso de trabajo y las preocupaciones lo maten a los 45 años, como a papá. No dejes que se amargue como mi tía Elroy.
- No te entiendo…
- Quiero que lo ayudes, pero que lo ayudes a ser libre – los ojos de Rosemary brillaron al decirlo – Ayúdalo a vivir, Georges ¡A vivir! La vida es tan corta, y hay tan poca seguridad de nada… Prométeme que siempre estarás a su lado, que siempre estarás de su parte y que siempre le permitirás ser libre como un ave.
- Rose… eventualmente él tendrá que…
- Sí sí, lo sé. El cabeza de familia. Créeme que lo sé muy bien. Y sí, eventualmente… pero que no sea pronto. No dejes que mi tía lo encierre en una oficina a los 18 años. ¡Por Dios Georges! Solo de pensarlo me recorre un escalofrío ¡Míralo! ¿Tú crees que ese niño hermoso se merece otra cosa que no sea el sol en su rostro y los aromas de la naturaleza a su alrededor? Prométemelo Georges, prométeme que no dejarás que lo conviertan en un autómata fabricante de dinero; prométeme que Bert será el hombre que él quiera ser.
Georges de dejó perder dentro de esas dos estrellas celestes que lo miraban suplicantes.
- Te lo prometo – dijo al final con una leve sonrisa – Te lo prometo con mi vida Rosemary, William vivirá como él desee hacerlo.
Desde fuera, a señas, alguien llamó la atención de Rosemary.
Eran los jardineros que estaban de vuelta.
- ¡Llegaron mis rosas! – dijo ella con una sonrisa, y salió emocionada al jardín.
Georges la vio caminar por la hierba, tomó en brazos a su hijo y a su hermano de una mano y se dirigió, sonriente, a donde los trabajadores disponían todo para comenzar su labor.
La veía hablar con ellos, gesticulando sonriente; bromear con su hermano y reír con él, jugueteando con su hijo; y no podía creer que dentro de poco no podría hacerlo.
“Tienes aún mucho tiempo” le había dicho él, pero no había sido más que un recurso para animarla.
Él sabía muy bien que dos o tres años no eran nada.
Nada, para una joven madre que tendrá que ver cada día como se le escapa el tiempo entre los dedos; contando los minutos que le quedan para disfrutar de su hijo y su felicidad.
¡Ah cómo desearía él poder detenerlo!
Mientras la veía, con la luz del sol sobre ella, brillante como siempre; le parecía que ya la veía etérea, que en cualquier minuto la vería desaparecer y no podría volver a verla nunca más.
La idea de las rosas funcionó de maravilla; en escasos meses Rosemary pudo disfrutar de su rosedal florecido, y solía pasear entre las rosas con su pequeño de la mano.
Solía levantarse temprano y aprovechar la mañana para dedicarse al cuidado de las mismas.
Su hermano y su hijo solían acompañarla.
Podía ver con placer como Anthony cada día se sentía más atraído por ellas, aprendiendo a tratarlas con cariño.
Entendió que no debía arrancarlas ni lastimarlas; que las rosas tienen espinas que pueden dañarlo y es su modo de defenderse de ellas.
Rosemary les explicaba a ambos niños, que las rosas eran como las personas; podían ser muy hermosas si las tratamos bien y las cuidamos con cariño; pero si intentamos hacerles daño, ellas se defenderán; así como las rosas usaban sus espinas para arañar las manos que intentaban violentarlas.
Hacia el final del otoño sucedió algo con lo que ella no había contado cuando, dejándose llevar por la emoción de una idea que parecía preciosa, no le había permitido recordar que las estaciones son cambiantes, que el otoño es cruel con las bellezas primaverales y veraniegas, pues tiene la suya propia y, egoístamente, busca erradicar todo lo demás para mostrarse en todo su esplendor.
Y si el otoño es cruel, el invierno es despiadado.
Rosemary se quedó en medio del jardín; lista para profesar sus cuidados al rosal que había llegado a amar como si fuera una parte de sí misma, mirando como el viento frío arrastraba miles de pétalos a su alrededor.
No supo qué sensación se estacionó en su corazón en ese momento.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y su pecho, comenzó a sentirse pesado; comenzó a sentir que le faltaba el aire; los sollozos se filtraban por su garganta ahogándola. Al final las lágrimas rodaron por sus mejillas y sus manos cubrieron su rostro ahogando los sollozos que salían del fondo de su corazón lastimado.
La efímera vida de las rosas, le hizo caer en cuenta; como de golpe, en lo efímero de su propia vida.
Muy pronto ella misma sería como esas rosas marchitas que arrastraba el viento; no es que hubiera olvidado su propia y triste realidad; era sólo que procuraba no dejar entrever ni para ella misma.
- Serán solo tres meses… – escuchó que decían a su espalda, mientras dos manos masculinas la aferraban por los hombros – solo tres meses Rose; las rosas volverán. Volverás a verlas, y Anthony también. Por favor Rosemary, no sufras así.
- Es verdad – respondió ella – las rosas mueren en invierno, pero renacen en primavera. Son más afortunadas que yo. Una vez que me haya ido, no volveré. Quisiera ser una rosa Georges, y tener la oportunidad que volver, aunque sea momentáneamente, a ver crecer a mi hijo…
Su mano se posó sobre una de las manos que la sujetaban, mientras el viento seguía soplando y los pétalos de rosas se arremolinaban en torno a ellos que dejaron correr sus lágrimas en total silencio.
Pero fueron las lágrimas de su hijo, al ver los rosales esqueléticos y los pétalos desperdigados por todo el jardín, fue lo que más la lastimó. Más aún que su propia pena.
Saber que su hijo a su corta edad era ya consiente del amor y la pérdida, le hizo encoger el corazón; pero no era sino otra etapa de su aprendizaje, de las cosas nuevas que iba descubriendo.
- Volverán en primavera, amor mío – le decía ella buscando consolarlo y buscando consuelo a su vez también – Volverán en primavera y volverás a tener tus rosas. Las amarás siempre ¿No es así Anthony? ¿Verdad que siempre vas a amarlas como me amas a mí?... Como yo te amo a ti, vida mía.
La vida, la muerte, el amor, el dolor, las pérdidas… tenía tanto que enseñarle y tan poco tiempo.
Para consolarlo no se le ocurría nada más que cantarle aquella vieja nana que siempre daba resultado para tranquilizar su llanto y pacificar su sueño.
En la primavera las rosas volvieron; Anthony que ya caminaba y corría sin necesitar mayormente ayuda; reía feliz entre los capullos recién florecidos, y ella era feliz con su alegría.
Pasado poco más de un año desde su diagnóstico; no pudiendo ocultar más la obvia verdad, Rosemary tuvo que revelar su verdad a la familia.
Pasó justamente lo que ella no deseaba que sucediera; lágrimas, reniegos, negación.
Su esposo dejó de trabajar para estar con ella y con su hijo.
Su tía cayó en depresión y lloraba tomada de su mano cada que estaban solas.
Su prima Janeth pasó una temporada en casa con sus dos pequeños hijos que de inmediato hicieron buenas migas con Anthony.
Muy a pesar suyo, sus horas de cuidados a su rosal, no pudieron continuar, se agotaba con facilidad y usaba la energía que tenía para criar a su hijo.
Se limitaba a regarlo por las mañanas y dejaba su cuidado a sus jardineros expertos, mientras ella se dedicaba a disfrutar de su belleza y su aroma, junto a su hijo.
A su hermano, ya un adolescente, lo veía cambiado.
Ya no salía al jardín, ni jugaba con Anthony. Lo veía pasar muchas más horas en clases y, vestido elegantemente, acompañar a George a la oficina.
Lo veía volver con el agotamiento en el rostro directo a su habitación.
Le preocupaba su hermano, le preocupaba mucho.
- Salgamos un rato al jardín Bert – le dijo ella un día que lo vio por el salón.
- No puedo; tengo clase.
- Bert; hace tiempo que no hablamos ni pasamos tiempo juntos. Te extraño, Anthony también, te extrañamos mucho.
- Yo también los extraño mucho.
- Entonces ven, pasa un rato con nosotros. ¡Vamos al lago!
- Es que, no puedo.
- ¿Qué es tan importante?
- Bueno, tengo que prepararme para…
- ¿Eso es lo que tú quieres? Si es lo que tú deseas, está bien te dejaré en paz pero ¿Es lo que en verdad deseas?
- Bueno… no, claro que preferiría ir al lago con ustedes.
- ¿Y entonces?
- Es que, ya sabes cuando sea mayor de edad…
- Cuando seas mayor de edad, serás todavía un muchacho de colegio que estará decidiendo si irá o no a la universidad ¿Cuál es el problema?
- No, yo a sé qué universidad iré. La tía Elroy…
- ¿¡La tía Elroy!? – preguntó ella - ¡Hey! A mí no interesa lo que dice la tía Elroy. Me interesa lo que quieres tú. ¿Qué quieres Bert? ¿Qué es lo que estás haciendo?
- Estoy preparándome…
- ¡Albert! – exclamó ella – no me contestes con un discurso aprendido que ni siquiera es tuyo. Parece que escucho a tía Elroy hablando por tu boca. Respóndeme lo que te he preguntado pero respóndeme tú, con tus palabras. ¿Qué es lo que quieres tú, Bert?
- ¿Qué es lo que quiero? – preguntó él quedamente – Quiero que te quedes…
El joven levantó la mirada y ella vio el dolor en ellos; en seguida supo de lo que le hablaba.
- Quiero que te quedes Rosemary, que estés a mi lado. Quiero que no estés enferma, quiero que no tengas que morir.
- ¿¡Quién te dijo eso!?
- Nadie, pero no soy tonto. Tengo ojos y veo lo que sucede a mí alrededor. Sé que no estás sana, ya casi no sales de casa, ya no pasas tiempo trabajando en el estudio; ni siquiera cultivas ya tus rosas. Pasas más tiempo en tu habitación que en el jardín, y el médico ya ni siquiera espera que alguna mucama lo guíe, se sabe el camino de memoria. He visto a la tía llorar a solas ¿sabes? Yo sé lo que pasa ¡estás enferma y estás muriendo Rose! ¿Por qué no has confiado en mí para decírmelo?
- Querido mío…- dijo ella en un susurro – No quería causarte un sufrimiento.
- Entonces, es verdad ¿no? – ella guardó silencio un momento.
- Lo es.
El muchacho guardó silencio y desvió la mirada hacia el piso. Ella pudo ver como su respiración se agitaba y su pecho se convulsionaba.
- Mi querido Bert… - ella intentó tomarlo por los brazos pero el chico se soltó.
- ¿Pasará pronto? – preguntó de pronto. Rosemary supo que no había caso en ocultarle nada.
- Un año… - respondió ella – quizá menos. Quizá un poco más, con suerte.
- ¿Por qué? ¿Qué es lo que tienes?
- No importa Bert – respondió ella – es algo en la sangre que no puede curarse, pero no te preocupes por eso.
- ¿Ves por qué tengo que hacer lo que tía Elroy dice? – dijo él, pasándose un puño por los ojos – Tengo que prepararme para…
- Hey no, para ahí. – lo cortó ella tomándolo de las manos – Bert, no “tienes” que hacer nada. Lo único que debes hacer es vivir tu vida ¿Comprendes? Eres un chico, ayer todavía ibas de pantalón corto; nadie tiene derecho a ponerte responsabilidades que no has pedido sobre los hombros.
Sí, es verdad que todo esto es tuyo, pero no eres el único que puede cuidar de ello, mucho menos ahora que eres solo un chico.
Bert… William Albert, escúchame, porque esto es lo más importante que voy a decirte jamás: La vida es una sola y se agota; un día tienes 14 años y cuando te das cuenta eres un enfermo postrado en una cama ¿Me entiendes lo que te digo? – el chico asintió – Nuestro padre murió a una edad en la que todavía no tenía arrugas, y fue a causa de las responsabilidades, el exceso de trabajo, las preocupaciones de la familia.
Eso no va a pasarte a ti ¡No puede pasarte! No sé qué le pasó a Georges, le pedí específicamente que no permitiera esto y…
- ¡Él no quería! – se apresuró a decir el joven – No quería que fuera con él a la oficina. Dijo que no era algo que fuera a ser de tu agrado. Le insistí mucho, hasta lo amenacé con acusarlo con tía Elroy…
- ¡William Albert! – exclamó Rosemary con el ceño fruncido - ¡No le hagas tales cosas a tu hermano mayor! Eso es Georges para ti y para mí, así es como debes verlo siempre.
Él te quiere y ve por tus ojos, hará cualquier cosa que tú le pidas y la mayoría de las veces guardará silencio, pero cuando sea él quien se dirija a ti con un consejo o una reprimenda, escúchalo; Georges habla poco, pero dice siempre lo necesario.
Recuérdalo, y nunca eches en saco roto lo que sea que él te diga. Todo lo que Georges diga o haga será siempre con el único afán de tu seguridad y bienestar.
- ¿Qué es lo que quieres que haga hermana? – Preguntó él aferrándose a sus manos – Dime qué es lo que tú quieres de mí, y lo haré.
- ¡Quiero que vivas! – respondió ella con una gran sonrisa – ¡Que vivas con todas tus fuerzas! Que vivas por ti y que experimentes todo lo bueno que hay allá afuera. ¡El mundo te espera, William Albert Andrew! Un mundo que es maravilloso, y yo quiero que lo veas todo de él, antes de que te encierres en las responsabilidades propias de un hombre adulto; y más, un hombre adulto de esta familia. Quiero que vivas por papá, quiero que vivas por mí…
- ¡Rose! – exclamó el muchacho, arrojándose al regazo de su hermana, dejando salir su llanto - ¡No quiero que te vayas hermana! ¡No me dejes! No sé qué voy a hacer sin ti ¡No te vayas!
- Yo nunca me iré, Bert – le dijo acunando su rubia cabeza a su pecho – Siempre estaré contigo, no importa dónde estés, no importa en qué lugar del mundo. Ten la seguridad, y jamás dudes de esto, que yo siempre voy a estar contigo.
El siguiente otoño llegó con más fuerza que el anterior; una vez más Anthony derramó lágrimas al ver sus amadas rosas desperdigadas por todo el jardín.
A sus cuatro años, Anthony ya hablaba claro, y no dejaba de preguntar a su madre por qué; por qué las rosas tenían que morirse cuando más bonitas estaban.
- Las rosas mueren en invierno, vida mía… pero renacen en primavera. Ya lo verás, tendrás tiempo de entender que es así cada año, ese es el ciclo de su vida.
Ellas se van y luego vuelven. Son como las personas. Si las tratas con amor, te amarán y te brindarán toda su belleza; si eres malo con ellas y las lastimas, te lastimarán a su vez arañándote con sus espinas. Las personas también mueren, pero al igual que las rosas en la primavera ellas también renacen, en el corazón de quienes los han amado.
Yo viviré siempre en tu corazón Anthony; volverá a ti en tu recuerdo, como las rosas en primavera, y cada vez que profeses el amor de tus manos a estas rosas, será como caricias que me entregues a mí.
Un año más pasó y Rosemary no alcanzó a ver la próxima vez en que sus rosas fueran deshojadas por el viento invernal que ya se avecinaba.
El otoño, que siempre ha sido un celoso de las bellezas primaverales, se la llevó tranquilamente, con los albores del naranja y rojo que anunciaban su llegada; una mañana de suave brisa llena de los aromas del bosque y las rosas que aún permanecían abiertas.
Su esposo estuvo presente en los funerales y al ver caer el ataúd en su fosa, supo que su vida no volvería a ser jamás la misma sin ella.
No hubo quién le explicara a Anthony ese año, que las rosas que se marchitaban volverían dentro de pocos meses con la primavera; pero como descubriría más tarde, esas palabras ya quedarían grabadas para siempre en su memoria.
Las mucamas salían al jardín, al escuchar los llantos del pequeño que, entre los pétalos que arrastraba el viento, corría llamando a su mamá.
Bert había decidido hacer lo que su hermana le dijera. Ella tenía razón: la vida era sumamente corta. Había perdido a su madre a una edad en la que ni siquiera la recordaba. A su padre, cuando él aún no cumplía doce años y ahora su hermana…
Ella le había enseñado a amar la naturaleza y a respetar su propia libertad; le había pedido que viera ese mundo que lo esperaba ahí fuera. “¡Vive por mí, Bert!” le había dicho su hermana, y era justamente lo que se disponía a hacer.
Al año siguiente; luego de terminar sus estudios secundarios, y justo después de la última pelea que tuviera con su tía Elroy, quien quería obligarlo a viajar a Londres a hacer la universidad; había tomado un coche y había salido desesperado de su casa sin rumbo fijo.
Se encontró perdido en una colina en la cual, para que no le ganara el llanto de frustración, se puso a tocar la gaita que llevaba.
Se encontró con una pequeña niña preciosa, que por un segundo le hubiera parecido una aparición angelical, si no la hubiera visto echarse a la hierba y llorar amargamente.
Sintió la necesidad de consolarla y hacerla reír, y por un segundo, le pareció escuchar en su risa, la risa de su hermana.
Lo tomó como un mensaje; como si su hermana por medio de aquella chiquilla que tanto se le parecía, le hubiera recordado que no era ahí donde él pertenecía, y que tenía que salir a buscar su destino, su felicidad ¡Su propia vida!
No duró mucho tiempo más en casa.
Varios años después, durante una misa litúrgica navideña; Anthony Brown y sus primos con quienes convivía en casa de su tía Elroy, atendían las palabras del sacerdote y coreaban, libreta en mano, los villancicos que se dedicaban al nacimiento del Niño Jesús.
Hubo uno en particular que llamó la atención del joven rubio. No pudo cantarlo como el resto; solamente escucharlo, y de pronto le pareció a él que cada una de esas palabras eran repetidas dentro de su corazón, por una voz que nada tenía que ver con la que cantaba en ese momento.
Él había escuchado antes esa canción, estaba completamente seguro, solo que no recordaba dónde.
Pero ¿Por qué era tan importante? ¿Por qué ese sentimiento?
- ¡Anthony! – la voz de uno de sus primos lo sacó de su ensimismamiento – Anthony ¿Estás bien?
Sus primos lo miraban preocupados, y es que no era para menos. Al pasarse una mano por el rostro se dio cuenta que lo tenía bañado en llanto.
No supo qué decirle a sus primos, él mismo no se lo explicaba ¿Por qué? ¿Qué era ese sentimiento?
Durante los siguientes días, Anthony pasó preso de esa melodía que sonaba en su cabeza y lo hacía sentir una especie de triste alegría; como una nostalgia que no lo abandonaba.
Mientras hacía sus tareas escolares de pronto aquella canción regresaba, mientras cultivaba sus rosas.
No lograba conciliar el sueño y si dormía, soñaba con ella ¡Estaba volviéndolo loco!
Una tarde, se encaminó hacia el estudio donde, sobre la chimenea, colgaba un retrato de su madre.
Adoraba ese cuadro, le parecía que era la más fiel representación de lo que él recordaba.
Tomó una guitarra que se guardaba ahí y comenzó a afinarla, para tratar de reproducir la melodía de aquel villancico que no lo dejaba ni de noche ni de día.
Mientras tensaba las cuerdas entonando aquellos acordes, cerraba sus ojos azules y le llegaban a la mente imágenes de su madre.
Su bella madre, siempre sonriente, con sus ojos celestes y su expresión de estar contenta en todo momento.
Nunca recordaba él haberla visto triste; ni una sola vez, ni siquiera cuando más enferma estuvo. La sonrisa de Rosemary era lo que brillaba en la memoria de Anthony.
No tenía muchos recuerdos de ella, y la mayoría eran bastante vagos. Era tan pequeño aun cuando ella se fue.
Pero su sonrisa, esa la recordaba vívida como si la tuviera enfrente ahora mismo.
Escuchó unos pasos detrás de sí, pero no les prestó importancia, supuso que sería alguno de sus primos; él continuó paseando sus dedos por los trastes.
La melodía salía, la tenía correcta, había logrado la nota.
De pronto una suave voz masculina lo hizo perder la concentración y pasar al asombro.
-“Lindo niño tus ojuelos son dos astros de los cielos…” – Anthony volteó arqueando las cejas, y boquiabierto.
- ¡Georges! – exclamó el joven, sin poder creer que había escuchado al flemático hombre de bigote y traje oscuro, entonar una melodía - ¿La conoces? ¿conoces esta canción?
- La conozco, sí – respondió él acercándose al muchacho – y muy bien. Esa era tu nana de cuna Anthony. Tu madre te la cantaba cada noche a la hora de dormir.
El muchacho sintió como si le hubieran dado un golpe.
¡Claro! Entonces era de ahí que conocía la canción. Esa era la dulce voz que sonaba en sus oídos desde entonces.
De pronto, como si se abriera un telón, nuevas imágenes se abrieron en su mente. La veía cargándolo en sus brazos mientras unos hombres plantaban en el jardín.
Se vio junto a ella entre un mar de pétalos marchitos que volaban por el viento.
“Las rosas mueren en invierno… pero renacen en primavera…” escuchó de pronto, vívido como estaba escuchando a Georges “Las personas también mueren pero renacen en el corazón de quienes los han amado… Yo viviré siempre en tu corazón Anthony.”
La vio hermosa y pálida, alumbrada apenas por la luz de la luna mientras lo tenía en brazos; le sonreía como siempre, pero al mismo tiempo, diferente; pues aunque le sonreía, tenía el rostro bañado de lágrimas.
Anthony sintió cómo su pecho se agitaba un poco y el escozor en sus ojos que no podía evitar.
- Georges; mi madre… ella lloraba ¿verdad? – preguntó el joven con los ojos fuertemente cerrados - ¿Por qué lloraba, Georges?
- Porque no quería dejarte solo.
El muchacho se derrumbó. Sobre la guitarra que antes tocara, dejó caer su cabeza y su llanto se desencadenó.
Georges guardaba silencio, mientras miraba la pintura que tenían delante.
- Cómo es posible… - dijo de pronto el joven - … que yo la haya olvidado. Cómo es posible que haya tenido que escuchar una canción para recordar tantas cosas de ella. ¡No me lo perdono! No tendría que ser posible que yo la haya olvidado de ese modo.
- Anthony… - dijo Georges poniendo una mano sobre su hombro – No la has olvidado muchacho. Su recuerdo sigue ahí, en tu memoria. Es solo que eras muy joven, y la canción te lo ha gatillado, pero es completamente normal. Si la hubieras olvidado la canción no habría provocado absolutamente nada en ti.
- Su voz… no recordaba su voz. ¿Cómo es posible que no recordara su dulce voz hablándome; cantándome?- dijo él mientras levantaba el rostro y miraba la pintura - ¡Eran tan hermosa Georges!
- Lo era ¡la más bella! De rostro y de corazón.
- La extraño tanto… quisiera poder decírselo.
- Anthony, no eres el único que la extraña pero tú tienes una ventaja sobre todos nosotros. Cuando Rosemary supo que iba a morir, quiso dejarte algo que fuera solo suyo y tuyo. Ella decía que quería heredarte algo más que la fortuna de la familia, y que la soledad de quedarte sin ella. Entonces se empeñó en que plantaran los rosales y, mientras tuvo fuerzas, ella misma cuidó de ellos.
- ¿Los plantó entonces? Yo pensé que estaban desde antes.
- ¡Oh no! – respondió Georges sentándose al lado del chico – ordenó plantarlos justo un par de días después de saber la verdad; y lo hizo para ti, quería que tú los cuidaras. ¡Esa fue su herencia para ti Anthony! Rosemary quería que la vieras en cada una de esas rosas cada vez que las miraras siquiera.
- Las dejó para mí…
- Así es Anthony, las rosas son tuyas porque tu madre así lo quiso. Porque ella dejó un poco de sí misma en ellas para acompañarte siempre.
- Mamá… - susurró el joven mirando la pintura.
Al momento se llevó una mano a la frente, tratando de ocultar las nuevas lágrimas.
- Llora hijo – le dijo Georges rodeándolo con un brazo – pero hazlo a causa del amor que te invade al recordarla. No sufras por ella, era lo que menos deseaba. Rosemary quería que fueras feliz siempre, y que su recuerdo fuera para ti un bálsamo de consuelo; como el perfume de las rosas. No algo que te hiciera sufrir.
Anthony levantó su mirada agradecida hacia el hombre que tenía a su lado.
Quiso preguntarle más cosas sobre su madre pero, al ver la forma como George miraba la pintura, y el titilar de las lágrimas en aquellos ojos oscuros; se abstuvo.
Comprendió que quizá el suyo no era el único corazón en el que ella seguía viva; y que no era él, el único que la extrañaba, con el corazón pletórico de amor y el alma llena de su recuerdo...
Gracias por leer
(SEGUNDA PARTE)
- Rose… no. No es posible, dime que no…
Las lágrimas una vez más desbordaron aquellos ojos celestes, y ella se arrojó al pecho de Georges, llorando desconsoladamente.
Él solo atinó a sujetarla, y abrazarla hasta que se calmara.
Así, mientras él acariciaba los rubios cabellos, consolando sus lágrimas, y su propia desesperanza; ella lo hizo partícipe de todo lo que le había dicho el médico.
Una rara enfermedad de la sangre… sin cura… dos o tres años, con suerte ¡Dios mío!
Georges luchaba con el temblor de sus manos, con el escozor en sus ojos, con las revoluciones de su pecho.
Debía guardar la compostura, ella lo estaba intentando y él estaba ahí para ella, para ser su apoyo siempre que lo necesitara.
- ¿Qué voy a hacer, Georges? – preguntó ella aferrada al pecho de su buen amigo - ¿Qué es lo que voy a hacer ahora?
- ¡Seguir adelante! – le dijo él con la voz apagada – continuar Rose, tratar de que tu hijo y tu hermano graben en su memoria los más hermosos recuerdos de tu compañía.
- Sí – dijo ella, separándose y enjugándose las lágrimas – eso ya lo tenía claro. No será difícil con Bert que ya está grande pero, Anthony es aún tan pequeño; no creo que me recuerde…
- ¡Claro que sí! – exclamó él limpiándole el rostro con su pañuelo – Te queda mucho tiempo todavía ¡mucho tiempo! Anthony tendrá tiempo de sobra para conocerte, saber quién era su madre y guardar bellos recuerdos de ti.
- ¿Ahora entiendes porque mandé a plantar las rosas?
- Lo entiendo – respondió él – y me parece una maravillosa idea.
- Quiero que mi hijo me recuerde cada vez que vea las vea; pienso cuidarlas yo misma Georges, con mis propias manos; trasmitir mi esencia a ellas por medio de mis cuidados, que su aroma sea el mío. Cuidarlas con el mismo cariño y ternura con que lo cuido a él, y me gustaría que fueran sus propias manos también las que cuidaran de ellas cuando yo ya no esté.
- ¡Así será!
- Oh Georges… siento que se me ha venido el cielo encima, pero, hablar contigo siempre consigue que cualquier carga se aliviane.
- Una cruz cargada entre dos, pesa menos; dicen – respondió él tratando de esbozar una sonrisa.
El ruido de risas les llamó la atención desde el jardín.
Su hermano “Bert” y su pequeño Anthony, jugaban alegremente en la hierba. El muchachito corría y el bebé gateaba afanosamente intentando alcanzarle.
Rosemary no pudo evitar reír al verlos; sus ojos brillaban pero no era por las lágrimas.
Georges pudo ver que el brillo que los adornaba ahora era puro amor, al ver felices a los dos seres que más amaba en el mundo.
A Georges se le estrujó el corazón, y le hubiera gustado salir corriendo e internarse en el bosque, arrojarse a la hierba gritando como loco y patear los árboles y las rocas hasta quedarse imposibilitado; pero eso era algo que no podía hacer.
Hace pocos años, había jurado a su padre adoptivo en su lecho de muerte, que cuidaría de sus tesoros más grandes: sus dos hijos; él se lo había jurado con todo el ímpetu de su corazón.
No podía hacer más por Rosemary, no podía arrebatársela a la muerte y ojala pudiera; pero no tenía ese poder. Sin embargo, había otra cosa que sí podía hacer por ella: estar ahí, ser su confidente, su pilar.
El muro en el cual sostenerse durante el tiempo que le quedara.
Su labor de hoy en más sería ayudarla a pasar por esto, mantenerla en paz, serena y hacer de sus inevitables últimos años llevaderos y tranquilos.
- No puedes seguir haciéndote cargo de la administración – dijo él de pronto – es mucho trabajo y tienes que descansar; guardar tus fuerzas.
- Sí – dijo ella – ya me lo estaba planteando. Cada gramo de mi energía y cada segundo de mi tiempo será desde hoy para ellos; para Bert y Anthony. Pero ¿Qué hago Georges? No puedo dejar a tía Elroy sola con todo…
- Déjalo en mis manos, yo me ocupo.
- ¿Y qué pretexto pongo?
- Te aburriste, quieres más tiempo para ti y para tu hijo. Eso es lo de menos. ¿Cuándo vas a…? Es decir ¿Vas a decírselo a la familia?
- No quiero hacerlo, Georges.
- Pero Rose…
- No quiero, por favor compláceme en esto. Quiero guardar este secreto el mayor tiempo que me sea posible. No quiero ser motivo de sufrimiento para nadie.
- ¿Y a… a tu esposo?
- Supongo, que a él tendré que decírselo más pronto que a los demás. Pero no lo haré todavía. ¿Cuento contigo?
- Sabes que sí… - dijo él en un suspiro – Siempre, y para lo que quieras.
- Míralos Georges – dijo ella viendo a los dos niños jugar sobre la hierba – Par de inocentes que no tienen culpa de nada ¿Cómo ha podido Dios hacerme esto? ¿Cómo es que me elige a mí como vehículo para causarles tanto dolor?
- Dios no tiene nada que ver en esto Rose; no reniegues de Él. En todo caso, si para algo está usándote, es para dejar grandes lecciones en los corazones de esos dos niños en los que vivirás para siempre, y de todos los que te conozcan… En el mío ya vives Rose, desde hace mucho tiempo. Perdóname si me atrevo a decirlo, y en un momento tan difícil; pero no es más que la verdad... Vives en mí Rosemary, y vivirás siempre como lo más caro y preciado de mi recuerdo. Lo juro.
Rosemary se quedó de una sola pieza. Georges siempre había sido de palabras pocas, pero exactas, y ella había aprendido a comprenderlo certeramente de esa manera.
Volteó a mirarlo y lo vio estoico, con la mirada hacia enfrente observando hacia el jardín, inmutable, sin una expresión que denotara nada; sin embargo, dos lágrimas cruzaban sus mejillas.
- Georges… - él no la miró; quién sabe si por pudor o por que no quería que ella viera su dolor, ella se limitó simplemente a tomar su mano apretándola fuerte, y él se permitió corresponder a esa caricia.
- Lamento… causarte esta pena, yo… yo no sabía… ¿Por qué nunca…?
- ¿Me habrías elegido? – dijo él sin mirarla.
- Georges yo… eres como mi hermano mayor.
- Lo sé. Tú también deberías ser eso para mí, pero… Sé que soy yo quien está mal, perdóname.
- ¡No digas eso! ¡Oh mi querido Georges! No sé qué decirte.
- No por favor Rosemary, no digas nada. Dejémoslo así.
Se quedaron en silencio un rato, tomados de la mano, mirando hacia los niños en el jardín.
- Prométeme que ayudarás a Bert siempre cuando yo ya no esté.- dijo ella de pronto.
- Sí Rose, no te preocupes; yo me ocuparé de que William se convierta en el digno jefe del clan Andrew y cuando llegue el momento de tomar su responsabilidad él…
- No… - lo cortó ella jalándolo de la mano, obligándolo a mirarla –No quiero que lo encierres en el grillete de la responsabilidad. Por favor no dejes que se convierta en mi padre. No hagas que el exceso de trabajo y las preocupaciones lo maten a los 45 años, como a papá. No dejes que se amargue como mi tía Elroy.
- No te entiendo…
- Quiero que lo ayudes, pero que lo ayudes a ser libre – los ojos de Rosemary brillaron al decirlo – Ayúdalo a vivir, Georges ¡A vivir! La vida es tan corta, y hay tan poca seguridad de nada… Prométeme que siempre estarás a su lado, que siempre estarás de su parte y que siempre le permitirás ser libre como un ave.
- Rose… eventualmente él tendrá que…
- Sí sí, lo sé. El cabeza de familia. Créeme que lo sé muy bien. Y sí, eventualmente… pero que no sea pronto. No dejes que mi tía lo encierre en una oficina a los 18 años. ¡Por Dios Georges! Solo de pensarlo me recorre un escalofrío ¡Míralo! ¿Tú crees que ese niño hermoso se merece otra cosa que no sea el sol en su rostro y los aromas de la naturaleza a su alrededor? Prométemelo Georges, prométeme que no dejarás que lo conviertan en un autómata fabricante de dinero; prométeme que Bert será el hombre que él quiera ser.
Georges de dejó perder dentro de esas dos estrellas celestes que lo miraban suplicantes.
- Te lo prometo – dijo al final con una leve sonrisa – Te lo prometo con mi vida Rosemary, William vivirá como él desee hacerlo.
Desde fuera, a señas, alguien llamó la atención de Rosemary.
Eran los jardineros que estaban de vuelta.
- ¡Llegaron mis rosas! – dijo ella con una sonrisa, y salió emocionada al jardín.
Georges la vio caminar por la hierba, tomó en brazos a su hijo y a su hermano de una mano y se dirigió, sonriente, a donde los trabajadores disponían todo para comenzar su labor.
La veía hablar con ellos, gesticulando sonriente; bromear con su hermano y reír con él, jugueteando con su hijo; y no podía creer que dentro de poco no podría hacerlo.
“Tienes aún mucho tiempo” le había dicho él, pero no había sido más que un recurso para animarla.
Él sabía muy bien que dos o tres años no eran nada.
Nada, para una joven madre que tendrá que ver cada día como se le escapa el tiempo entre los dedos; contando los minutos que le quedan para disfrutar de su hijo y su felicidad.
¡Ah cómo desearía él poder detenerlo!
Mientras la veía, con la luz del sol sobre ella, brillante como siempre; le parecía que ya la veía etérea, que en cualquier minuto la vería desaparecer y no podría volver a verla nunca más.
La idea de las rosas funcionó de maravilla; en escasos meses Rosemary pudo disfrutar de su rosedal florecido, y solía pasear entre las rosas con su pequeño de la mano.
Solía levantarse temprano y aprovechar la mañana para dedicarse al cuidado de las mismas.
Su hermano y su hijo solían acompañarla.
Podía ver con placer como Anthony cada día se sentía más atraído por ellas, aprendiendo a tratarlas con cariño.
Entendió que no debía arrancarlas ni lastimarlas; que las rosas tienen espinas que pueden dañarlo y es su modo de defenderse de ellas.
Rosemary les explicaba a ambos niños, que las rosas eran como las personas; podían ser muy hermosas si las tratamos bien y las cuidamos con cariño; pero si intentamos hacerles daño, ellas se defenderán; así como las rosas usaban sus espinas para arañar las manos que intentaban violentarlas.
Hacia el final del otoño sucedió algo con lo que ella no había contado cuando, dejándose llevar por la emoción de una idea que parecía preciosa, no le había permitido recordar que las estaciones son cambiantes, que el otoño es cruel con las bellezas primaverales y veraniegas, pues tiene la suya propia y, egoístamente, busca erradicar todo lo demás para mostrarse en todo su esplendor.
Y si el otoño es cruel, el invierno es despiadado.
Rosemary se quedó en medio del jardín; lista para profesar sus cuidados al rosal que había llegado a amar como si fuera una parte de sí misma, mirando como el viento frío arrastraba miles de pétalos a su alrededor.
No supo qué sensación se estacionó en su corazón en ese momento.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y su pecho, comenzó a sentirse pesado; comenzó a sentir que le faltaba el aire; los sollozos se filtraban por su garganta ahogándola. Al final las lágrimas rodaron por sus mejillas y sus manos cubrieron su rostro ahogando los sollozos que salían del fondo de su corazón lastimado.
La efímera vida de las rosas, le hizo caer en cuenta; como de golpe, en lo efímero de su propia vida.
Muy pronto ella misma sería como esas rosas marchitas que arrastraba el viento; no es que hubiera olvidado su propia y triste realidad; era sólo que procuraba no dejar entrever ni para ella misma.
- Serán solo tres meses… – escuchó que decían a su espalda, mientras dos manos masculinas la aferraban por los hombros – solo tres meses Rose; las rosas volverán. Volverás a verlas, y Anthony también. Por favor Rosemary, no sufras así.
- Es verdad – respondió ella – las rosas mueren en invierno, pero renacen en primavera. Son más afortunadas que yo. Una vez que me haya ido, no volveré. Quisiera ser una rosa Georges, y tener la oportunidad que volver, aunque sea momentáneamente, a ver crecer a mi hijo…
Su mano se posó sobre una de las manos que la sujetaban, mientras el viento seguía soplando y los pétalos de rosas se arremolinaban en torno a ellos que dejaron correr sus lágrimas en total silencio.
Pero fueron las lágrimas de su hijo, al ver los rosales esqueléticos y los pétalos desperdigados por todo el jardín, fue lo que más la lastimó. Más aún que su propia pena.
Saber que su hijo a su corta edad era ya consiente del amor y la pérdida, le hizo encoger el corazón; pero no era sino otra etapa de su aprendizaje, de las cosas nuevas que iba descubriendo.
- Volverán en primavera, amor mío – le decía ella buscando consolarlo y buscando consuelo a su vez también – Volverán en primavera y volverás a tener tus rosas. Las amarás siempre ¿No es así Anthony? ¿Verdad que siempre vas a amarlas como me amas a mí?... Como yo te amo a ti, vida mía.
La vida, la muerte, el amor, el dolor, las pérdidas… tenía tanto que enseñarle y tan poco tiempo.
Para consolarlo no se le ocurría nada más que cantarle aquella vieja nana que siempre daba resultado para tranquilizar su llanto y pacificar su sueño.
En la primavera las rosas volvieron; Anthony que ya caminaba y corría sin necesitar mayormente ayuda; reía feliz entre los capullos recién florecidos, y ella era feliz con su alegría.
Pasado poco más de un año desde su diagnóstico; no pudiendo ocultar más la obvia verdad, Rosemary tuvo que revelar su verdad a la familia.
Pasó justamente lo que ella no deseaba que sucediera; lágrimas, reniegos, negación.
Su esposo dejó de trabajar para estar con ella y con su hijo.
Su tía cayó en depresión y lloraba tomada de su mano cada que estaban solas.
Su prima Janeth pasó una temporada en casa con sus dos pequeños hijos que de inmediato hicieron buenas migas con Anthony.
Muy a pesar suyo, sus horas de cuidados a su rosal, no pudieron continuar, se agotaba con facilidad y usaba la energía que tenía para criar a su hijo.
Se limitaba a regarlo por las mañanas y dejaba su cuidado a sus jardineros expertos, mientras ella se dedicaba a disfrutar de su belleza y su aroma, junto a su hijo.
A su hermano, ya un adolescente, lo veía cambiado.
Ya no salía al jardín, ni jugaba con Anthony. Lo veía pasar muchas más horas en clases y, vestido elegantemente, acompañar a George a la oficina.
Lo veía volver con el agotamiento en el rostro directo a su habitación.
Le preocupaba su hermano, le preocupaba mucho.
- Salgamos un rato al jardín Bert – le dijo ella un día que lo vio por el salón.
- No puedo; tengo clase.
- Bert; hace tiempo que no hablamos ni pasamos tiempo juntos. Te extraño, Anthony también, te extrañamos mucho.
- Yo también los extraño mucho.
- Entonces ven, pasa un rato con nosotros. ¡Vamos al lago!
- Es que, no puedo.
- ¿Qué es tan importante?
- Bueno, tengo que prepararme para…
- ¿Eso es lo que tú quieres? Si es lo que tú deseas, está bien te dejaré en paz pero ¿Es lo que en verdad deseas?
- Bueno… no, claro que preferiría ir al lago con ustedes.
- ¿Y entonces?
- Es que, ya sabes cuando sea mayor de edad…
- Cuando seas mayor de edad, serás todavía un muchacho de colegio que estará decidiendo si irá o no a la universidad ¿Cuál es el problema?
- No, yo a sé qué universidad iré. La tía Elroy…
- ¿¡La tía Elroy!? – preguntó ella - ¡Hey! A mí no interesa lo que dice la tía Elroy. Me interesa lo que quieres tú. ¿Qué quieres Bert? ¿Qué es lo que estás haciendo?
- Estoy preparándome…
- ¡Albert! – exclamó ella – no me contestes con un discurso aprendido que ni siquiera es tuyo. Parece que escucho a tía Elroy hablando por tu boca. Respóndeme lo que te he preguntado pero respóndeme tú, con tus palabras. ¿Qué es lo que quieres tú, Bert?
- ¿Qué es lo que quiero? – preguntó él quedamente – Quiero que te quedes…
El joven levantó la mirada y ella vio el dolor en ellos; en seguida supo de lo que le hablaba.
- Quiero que te quedes Rosemary, que estés a mi lado. Quiero que no estés enferma, quiero que no tengas que morir.
- ¿¡Quién te dijo eso!?
- Nadie, pero no soy tonto. Tengo ojos y veo lo que sucede a mí alrededor. Sé que no estás sana, ya casi no sales de casa, ya no pasas tiempo trabajando en el estudio; ni siquiera cultivas ya tus rosas. Pasas más tiempo en tu habitación que en el jardín, y el médico ya ni siquiera espera que alguna mucama lo guíe, se sabe el camino de memoria. He visto a la tía llorar a solas ¿sabes? Yo sé lo que pasa ¡estás enferma y estás muriendo Rose! ¿Por qué no has confiado en mí para decírmelo?
- Querido mío…- dijo ella en un susurro – No quería causarte un sufrimiento.
- Entonces, es verdad ¿no? – ella guardó silencio un momento.
- Lo es.
El muchacho guardó silencio y desvió la mirada hacia el piso. Ella pudo ver como su respiración se agitaba y su pecho se convulsionaba.
- Mi querido Bert… - ella intentó tomarlo por los brazos pero el chico se soltó.
- ¿Pasará pronto? – preguntó de pronto. Rosemary supo que no había caso en ocultarle nada.
- Un año… - respondió ella – quizá menos. Quizá un poco más, con suerte.
- ¿Por qué? ¿Qué es lo que tienes?
- No importa Bert – respondió ella – es algo en la sangre que no puede curarse, pero no te preocupes por eso.
- ¿Ves por qué tengo que hacer lo que tía Elroy dice? – dijo él, pasándose un puño por los ojos – Tengo que prepararme para…
- Hey no, para ahí. – lo cortó ella tomándolo de las manos – Bert, no “tienes” que hacer nada. Lo único que debes hacer es vivir tu vida ¿Comprendes? Eres un chico, ayer todavía ibas de pantalón corto; nadie tiene derecho a ponerte responsabilidades que no has pedido sobre los hombros.
Sí, es verdad que todo esto es tuyo, pero no eres el único que puede cuidar de ello, mucho menos ahora que eres solo un chico.
Bert… William Albert, escúchame, porque esto es lo más importante que voy a decirte jamás: La vida es una sola y se agota; un día tienes 14 años y cuando te das cuenta eres un enfermo postrado en una cama ¿Me entiendes lo que te digo? – el chico asintió – Nuestro padre murió a una edad en la que todavía no tenía arrugas, y fue a causa de las responsabilidades, el exceso de trabajo, las preocupaciones de la familia.
Eso no va a pasarte a ti ¡No puede pasarte! No sé qué le pasó a Georges, le pedí específicamente que no permitiera esto y…
- ¡Él no quería! – se apresuró a decir el joven – No quería que fuera con él a la oficina. Dijo que no era algo que fuera a ser de tu agrado. Le insistí mucho, hasta lo amenacé con acusarlo con tía Elroy…
- ¡William Albert! – exclamó Rosemary con el ceño fruncido - ¡No le hagas tales cosas a tu hermano mayor! Eso es Georges para ti y para mí, así es como debes verlo siempre.
Él te quiere y ve por tus ojos, hará cualquier cosa que tú le pidas y la mayoría de las veces guardará silencio, pero cuando sea él quien se dirija a ti con un consejo o una reprimenda, escúchalo; Georges habla poco, pero dice siempre lo necesario.
Recuérdalo, y nunca eches en saco roto lo que sea que él te diga. Todo lo que Georges diga o haga será siempre con el único afán de tu seguridad y bienestar.
- ¿Qué es lo que quieres que haga hermana? – Preguntó él aferrándose a sus manos – Dime qué es lo que tú quieres de mí, y lo haré.
- ¡Quiero que vivas! – respondió ella con una gran sonrisa – ¡Que vivas con todas tus fuerzas! Que vivas por ti y que experimentes todo lo bueno que hay allá afuera. ¡El mundo te espera, William Albert Andrew! Un mundo que es maravilloso, y yo quiero que lo veas todo de él, antes de que te encierres en las responsabilidades propias de un hombre adulto; y más, un hombre adulto de esta familia. Quiero que vivas por papá, quiero que vivas por mí…
- ¡Rose! – exclamó el muchacho, arrojándose al regazo de su hermana, dejando salir su llanto - ¡No quiero que te vayas hermana! ¡No me dejes! No sé qué voy a hacer sin ti ¡No te vayas!
- Yo nunca me iré, Bert – le dijo acunando su rubia cabeza a su pecho – Siempre estaré contigo, no importa dónde estés, no importa en qué lugar del mundo. Ten la seguridad, y jamás dudes de esto, que yo siempre voy a estar contigo.
El siguiente otoño llegó con más fuerza que el anterior; una vez más Anthony derramó lágrimas al ver sus amadas rosas desperdigadas por todo el jardín.
A sus cuatro años, Anthony ya hablaba claro, y no dejaba de preguntar a su madre por qué; por qué las rosas tenían que morirse cuando más bonitas estaban.
- Las rosas mueren en invierno, vida mía… pero renacen en primavera. Ya lo verás, tendrás tiempo de entender que es así cada año, ese es el ciclo de su vida.
Ellas se van y luego vuelven. Son como las personas. Si las tratas con amor, te amarán y te brindarán toda su belleza; si eres malo con ellas y las lastimas, te lastimarán a su vez arañándote con sus espinas. Las personas también mueren, pero al igual que las rosas en la primavera ellas también renacen, en el corazón de quienes los han amado.
Yo viviré siempre en tu corazón Anthony; volverá a ti en tu recuerdo, como las rosas en primavera, y cada vez que profeses el amor de tus manos a estas rosas, será como caricias que me entregues a mí.
Un año más pasó y Rosemary no alcanzó a ver la próxima vez en que sus rosas fueran deshojadas por el viento invernal que ya se avecinaba.
El otoño, que siempre ha sido un celoso de las bellezas primaverales, se la llevó tranquilamente, con los albores del naranja y rojo que anunciaban su llegada; una mañana de suave brisa llena de los aromas del bosque y las rosas que aún permanecían abiertas.
Su esposo estuvo presente en los funerales y al ver caer el ataúd en su fosa, supo que su vida no volvería a ser jamás la misma sin ella.
No hubo quién le explicara a Anthony ese año, que las rosas que se marchitaban volverían dentro de pocos meses con la primavera; pero como descubriría más tarde, esas palabras ya quedarían grabadas para siempre en su memoria.
Las mucamas salían al jardín, al escuchar los llantos del pequeño que, entre los pétalos que arrastraba el viento, corría llamando a su mamá.
Bert había decidido hacer lo que su hermana le dijera. Ella tenía razón: la vida era sumamente corta. Había perdido a su madre a una edad en la que ni siquiera la recordaba. A su padre, cuando él aún no cumplía doce años y ahora su hermana…
Ella le había enseñado a amar la naturaleza y a respetar su propia libertad; le había pedido que viera ese mundo que lo esperaba ahí fuera. “¡Vive por mí, Bert!” le había dicho su hermana, y era justamente lo que se disponía a hacer.
Al año siguiente; luego de terminar sus estudios secundarios, y justo después de la última pelea que tuviera con su tía Elroy, quien quería obligarlo a viajar a Londres a hacer la universidad; había tomado un coche y había salido desesperado de su casa sin rumbo fijo.
Se encontró perdido en una colina en la cual, para que no le ganara el llanto de frustración, se puso a tocar la gaita que llevaba.
Se encontró con una pequeña niña preciosa, que por un segundo le hubiera parecido una aparición angelical, si no la hubiera visto echarse a la hierba y llorar amargamente.
Sintió la necesidad de consolarla y hacerla reír, y por un segundo, le pareció escuchar en su risa, la risa de su hermana.
Lo tomó como un mensaje; como si su hermana por medio de aquella chiquilla que tanto se le parecía, le hubiera recordado que no era ahí donde él pertenecía, y que tenía que salir a buscar su destino, su felicidad ¡Su propia vida!
No duró mucho tiempo más en casa.
Varios años después, durante una misa litúrgica navideña; Anthony Brown y sus primos con quienes convivía en casa de su tía Elroy, atendían las palabras del sacerdote y coreaban, libreta en mano, los villancicos que se dedicaban al nacimiento del Niño Jesús.
Hubo uno en particular que llamó la atención del joven rubio. No pudo cantarlo como el resto; solamente escucharlo, y de pronto le pareció a él que cada una de esas palabras eran repetidas dentro de su corazón, por una voz que nada tenía que ver con la que cantaba en ese momento.
Él había escuchado antes esa canción, estaba completamente seguro, solo que no recordaba dónde.
Pero ¿Por qué era tan importante? ¿Por qué ese sentimiento?
- ¡Anthony! – la voz de uno de sus primos lo sacó de su ensimismamiento – Anthony ¿Estás bien?
Sus primos lo miraban preocupados, y es que no era para menos. Al pasarse una mano por el rostro se dio cuenta que lo tenía bañado en llanto.
No supo qué decirle a sus primos, él mismo no se lo explicaba ¿Por qué? ¿Qué era ese sentimiento?
Durante los siguientes días, Anthony pasó preso de esa melodía que sonaba en su cabeza y lo hacía sentir una especie de triste alegría; como una nostalgia que no lo abandonaba.
Mientras hacía sus tareas escolares de pronto aquella canción regresaba, mientras cultivaba sus rosas.
No lograba conciliar el sueño y si dormía, soñaba con ella ¡Estaba volviéndolo loco!
Una tarde, se encaminó hacia el estudio donde, sobre la chimenea, colgaba un retrato de su madre.
Adoraba ese cuadro, le parecía que era la más fiel representación de lo que él recordaba.
Tomó una guitarra que se guardaba ahí y comenzó a afinarla, para tratar de reproducir la melodía de aquel villancico que no lo dejaba ni de noche ni de día.
Mientras tensaba las cuerdas entonando aquellos acordes, cerraba sus ojos azules y le llegaban a la mente imágenes de su madre.
Su bella madre, siempre sonriente, con sus ojos celestes y su expresión de estar contenta en todo momento.
Nunca recordaba él haberla visto triste; ni una sola vez, ni siquiera cuando más enferma estuvo. La sonrisa de Rosemary era lo que brillaba en la memoria de Anthony.
No tenía muchos recuerdos de ella, y la mayoría eran bastante vagos. Era tan pequeño aun cuando ella se fue.
Pero su sonrisa, esa la recordaba vívida como si la tuviera enfrente ahora mismo.
Escuchó unos pasos detrás de sí, pero no les prestó importancia, supuso que sería alguno de sus primos; él continuó paseando sus dedos por los trastes.
La melodía salía, la tenía correcta, había logrado la nota.
De pronto una suave voz masculina lo hizo perder la concentración y pasar al asombro.
-“Lindo niño tus ojuelos son dos astros de los cielos…” – Anthony volteó arqueando las cejas, y boquiabierto.
- ¡Georges! – exclamó el joven, sin poder creer que había escuchado al flemático hombre de bigote y traje oscuro, entonar una melodía - ¿La conoces? ¿conoces esta canción?
- La conozco, sí – respondió él acercándose al muchacho – y muy bien. Esa era tu nana de cuna Anthony. Tu madre te la cantaba cada noche a la hora de dormir.
El muchacho sintió como si le hubieran dado un golpe.
¡Claro! Entonces era de ahí que conocía la canción. Esa era la dulce voz que sonaba en sus oídos desde entonces.
De pronto, como si se abriera un telón, nuevas imágenes se abrieron en su mente. La veía cargándolo en sus brazos mientras unos hombres plantaban en el jardín.
Se vio junto a ella entre un mar de pétalos marchitos que volaban por el viento.
“Las rosas mueren en invierno… pero renacen en primavera…” escuchó de pronto, vívido como estaba escuchando a Georges “Las personas también mueren pero renacen en el corazón de quienes los han amado… Yo viviré siempre en tu corazón Anthony.”
La vio hermosa y pálida, alumbrada apenas por la luz de la luna mientras lo tenía en brazos; le sonreía como siempre, pero al mismo tiempo, diferente; pues aunque le sonreía, tenía el rostro bañado de lágrimas.
Anthony sintió cómo su pecho se agitaba un poco y el escozor en sus ojos que no podía evitar.
- Georges; mi madre… ella lloraba ¿verdad? – preguntó el joven con los ojos fuertemente cerrados - ¿Por qué lloraba, Georges?
- Porque no quería dejarte solo.
El muchacho se derrumbó. Sobre la guitarra que antes tocara, dejó caer su cabeza y su llanto se desencadenó.
Georges guardaba silencio, mientras miraba la pintura que tenían delante.
- Cómo es posible… - dijo de pronto el joven - … que yo la haya olvidado. Cómo es posible que haya tenido que escuchar una canción para recordar tantas cosas de ella. ¡No me lo perdono! No tendría que ser posible que yo la haya olvidado de ese modo.
- Anthony… - dijo Georges poniendo una mano sobre su hombro – No la has olvidado muchacho. Su recuerdo sigue ahí, en tu memoria. Es solo que eras muy joven, y la canción te lo ha gatillado, pero es completamente normal. Si la hubieras olvidado la canción no habría provocado absolutamente nada en ti.
- Su voz… no recordaba su voz. ¿Cómo es posible que no recordara su dulce voz hablándome; cantándome?- dijo él mientras levantaba el rostro y miraba la pintura - ¡Eran tan hermosa Georges!
- Lo era ¡la más bella! De rostro y de corazón.
- La extraño tanto… quisiera poder decírselo.
- Anthony, no eres el único que la extraña pero tú tienes una ventaja sobre todos nosotros. Cuando Rosemary supo que iba a morir, quiso dejarte algo que fuera solo suyo y tuyo. Ella decía que quería heredarte algo más que la fortuna de la familia, y que la soledad de quedarte sin ella. Entonces se empeñó en que plantaran los rosales y, mientras tuvo fuerzas, ella misma cuidó de ellos.
- ¿Los plantó entonces? Yo pensé que estaban desde antes.
- ¡Oh no! – respondió Georges sentándose al lado del chico – ordenó plantarlos justo un par de días después de saber la verdad; y lo hizo para ti, quería que tú los cuidaras. ¡Esa fue su herencia para ti Anthony! Rosemary quería que la vieras en cada una de esas rosas cada vez que las miraras siquiera.
- Las dejó para mí…
- Así es Anthony, las rosas son tuyas porque tu madre así lo quiso. Porque ella dejó un poco de sí misma en ellas para acompañarte siempre.
- Mamá… - susurró el joven mirando la pintura.
Al momento se llevó una mano a la frente, tratando de ocultar las nuevas lágrimas.
- Llora hijo – le dijo Georges rodeándolo con un brazo – pero hazlo a causa del amor que te invade al recordarla. No sufras por ella, era lo que menos deseaba. Rosemary quería que fueras feliz siempre, y que su recuerdo fuera para ti un bálsamo de consuelo; como el perfume de las rosas. No algo que te hiciera sufrir.
Anthony levantó su mirada agradecida hacia el hombre que tenía a su lado.
Quiso preguntarle más cosas sobre su madre pero, al ver la forma como George miraba la pintura, y el titilar de las lágrimas en aquellos ojos oscuros; se abstuvo.
Comprendió que quizá el suyo no era el único corazón en el que ella seguía viva; y que no era él, el único que la extrañaba, con el corazón pletórico de amor y el alma llena de su recuerdo...
Gracias por leer