Pintamos nuestras iniciales
en medio de un corazon
cuando fuimos estudiantes
y conocimos el amor
llenando de corazones
los arboles y el salon
el tiempo ya paso
pero nunca borro
el simbolo de nuestro amor
y aquel recuerdito
de este amor bonito
el tiempo lo conservo
(Pintando corazones. Clara Boone)
-¡Engreída! ¡Cretina! ¡Insolente!¿Acaso te crees la divina garza?- una furibunda retahíla de improperios, precedida de un fuerte portazo, anunció la llegada del joven amo.
La servidumbre acostumbrada a las frecuentes rabietas del príncipe de la casa, hicieron caso omiso del escándalo que se traía el chiquillo, eso sí, evitaron cruzarse por su camino.
La exagerada demostración de enojo del pequeño, fue parada en seco por la presencia de una joven mujer, la madre.
-Dígame usted jovencito, ¿Qué maneras son esas de entrar a su hogar?-increpóle la madre- pero, sobre todo, explíqueme ¿de dónde aprendió ese florido lenguaje, tan impropio de un caballerito de su estirpe?- le cuestionó sin el menor asomo de severidad y adoptando una postura, que le permitía confrontar al infractor.
El chiquillo, que era un torbellino de frustración, crispó los puños en un afán por evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. El niño lo que más deseaba en ese momento, era llorar; llorar para aliviar esa opresión que sentía en su pecho, pero sobre todo llorar para lavar el recuerdo de la afrenta recibida por parte de una “insignificante criatura”, como el la consideraba.
No, no iba a llorar como un bebé, frente a su madre, eso sería tan vergonzoso a sus diez años –Estoy esperando jovencito, una respuesta- inquirió la madre.
El chiquillo, sin embargo guardo silencio, y no es que no quisiera argumentar a su favor, sólo que tenía un nudo en la garganta que le impedía pronunciar palabra alguna. En cambio, como una respuesta natural al estado de ofuscación que le embargaba, lanzó a la madre una de esas miradas amenazadoras, de “por favor, estás viendo el temblor y no te hincas?. Esa mirada “matona” no la perdona ninguna madre- ¡muy bien, jovencito es suficiente. A tu habitación, estás castigado- pronunció la mujer, elevando un poco su voz.
El crío salió disparado hacia su habitación, pero teniendo perfecto cuidado de no aporrear la puerta, en esta ocasión.
Ya en su habitación, bajo el cobijo de su soledad, dio rienda al contenido llanto, hasta que abatido, le ganó el cansancio, quedado profundamente dormido.
Más tarde, al llegar el padre, fue puesto al corriente del suceso ocurrido por una madre que no podía con el remordimiento de haber castigado a su niño.
–Querida, no te angusties, recuerda que es por su bien- brindando un consolador abrazo a la joven-
Ambos, antes del nacimiento de su primogénito, habían acordado ser responsables del cuidado y crianza de los hijos que concibieran. No les resultaba grato recurrir a una nodriza que se hiciera cargo del vástago, delegando la responsabilidad a gente extraña.
Él, era el claro ejemplo, su madre se desatendió de su cuidado, delegando toda la responsabilidad a sus nodrizas, y cuando se sentía culpable por no brindarle de su atención, le consentía en forma desmedida y le permitía todos sus caprichos. Como resultado, le fomentaron, una falsa superioridad, un acrecentado egoísmo, dando como resultado un “monstruete insoportable y temible”
Pero a pesar de tenerlo todo, era el ser más solitario del mundo. Nadie lo apreciaba, sólo por cortesía u obligación lo soportaban. La servidumbre le temía, los parientes le huían. Tanta permisividad sin límites, creo a un pequeño rufián, malvado y abusivo:
–No, no quiero para mi hijo eso- pensaba para sí, mientras entraba sigiloso a la recámara de su pequeño, quien seguía durmiendo profundamente, pero de vez en vez, emitía dolorosos y profundos suspiros. Sentóse cerca del niño, y prodigo tiernas caricias en el rostro infantil, este contacto hizo despertar abrupto al chicuelo -¡Papiiiito!- lanzándose a los brazos paternos y renovando el llanto.
El joven, continúo brindándole caricias y besos al llorón, que no dejaba de plañir -¡Vamos peque, ya no llores! ¿Quieres contarme lo que sucedió?-
Neal, desde que tuvo la bendición de la paternidad, no se conformó con ser la figura decorativa paterna, quería ser parte del cuidado y crianza de su pequeño, así que le bañaba, cambiaba pañales, arrullaba, vestía e incluso leíale un cuento antes de dormir, no importaba que durante el día, hubiese tenido excesiva carga laboral o que una junta se hubiera prolongado más de lo debido, él tenía su ritual, darse tiempo para convivir con su niño.
Todo esto, estrecho el vínculo padre-hijo, y acrecentó la confianza que el chiquillo depositaba en el papito.
-¿Mamá fue muy severa contigo?- cuestionó el papá.
Moviendo efusivamente su cabeza, el chiquitete negó – Mmmm, NO-
Neal, continúo el escrutinio -¿Acaso, fue el profesor…- pero no terminó la pregunta, porque fue interrumpido intempestivamente por el chiquitín, en cuyo rostro infantil se podía observar, aún rastros de las lágrimas vertidas y los ojitos hinchados de tanto llorar.
-Es qué…me gusta una niña de mi salón!- El padre ante la sorpresiva confesión, estuvo a punto de soltar la carcajada, pero guardo la compostura y tomo el asunto, con la seriedad que lo ameritaba.
-¿Y eso qué tiene de malo, amor?- acomodándolo en su regazo, para tenerlo más cerca-
–Ella, no me quiere, me odia-haciendo un sentido puchero.
Mientras, el pequeño continuaba relatándole los pormenores de su primer fracaso amoroso. En Neal se agolparon viejos recuerdos, él a sus escasos ochos años, ya era un patán abusivo, caprichoso e insolente. Así que cuando llegó esa rubiecita huérfana, se ensaño con ella, siempre la considero una chica ordinaria, con el paso del tiempo, tuvo que reconocer, que aquella chica de establo, como la solía llamar, resultó ser una chica extraordinaria, de un corazón tan generoso, que le perdonó todas las maldades de que la hizo víctima, durante el tiempo que estuvo de servicio en la mansión Leagan.
Sólo un gesto noble de ella, hacia él, bastó para que se sintiera enamorado por primera vez. Candice, nunca le pudo corresponder, si no le aborrecía era porque la rubia poseía una gran nobleza, pero nunca podría olvidar los excesos cometidos en su contra.
Neal, tenía todo lo que un ser humano podría anhelar, fortuna, privilegios que le daba la nobleza de su cuna, era atractivo, podría decirse que lo poseía todo, pero esto era una falacia, pues era el ser más miserable, vacuo y solitario, nunca nadie le había enseñado a amar, hasta ese día en que Candy le salvó, brindándole el mejor obsequió que la vida puede otorgar, el amor.
El joven, retornó a su realidad, y esbozo una amplia sonrisa, al recordar que mientras la rubia objeto de su amor, reiteradamente le rechazaba. Él se conformaba dibujando en sus cuadernos o en la corteza de los árboles, sendos corazones donde las inciales N&C se enlazaban amorosamente.
Con el pasó del tiempo, aprendió que el amor no se forza, que hay que cultivarlo, pero para que llegué a nuestras vidas, es necesario amarse uno mismo, para poder brindarse generosamente. Lo que es hoy, adulto responsable, buen esposo y padre amoroso, se lo debe a esa chiquilla rubia, su primer amor de juventud. Que le transformó por completo. Y cuyo testimonio, se puede observar en algunos árboles del bosque Lakewood.