Hola, amigas, buenas noches.
Había sido mi intención jamás escribir un AlbertFic. Pero el tío también ya me ha visto feo. Dijo que si él es el jefe, debo obedecer o me deshereda. Le respondí que eso no me preocupaba, pero me amenazó con desheredarme quitándome a Anthony, y eso sí que no lo puedo permitir.
No me atrevía a escribir para Albert porque siento que es demasiado hombre este bello personaje. Siempre he creído que cualquier cosa que yo pueda escribir no le haría justicia, sin embargo, no he dejado de pensar en él y eso solo significa que quiero escribir.
Albert
Capítulo 1.
Sólo un poco más.
Mientras sentía sus manos llenas de jabón algunos flashes venían a su cabeza. Estaba angustiado, sin embargo, el guapo hombre trataba de concentrarse en su labor. No podía permitirse perder un día de trabajo porque realmente necesitaban el dinero en el departamento. Ella trabajaba mucho, lo cuidaba y se esmeraba porque él estuviera bien; así que él deseaba corresponder a su esfuerzo.
Pensar en ella era un alivio. Candy solía decir que Terry y él eran buenos amigos, sin embargo, él no podía recordarlo, así como no podía recordar nada más.
También era un alivio no poder recordar que Terry era casi su hermano, porque de esa forma su consciencia estaba hasta cierto punto tranquila al haberse enamorado de ella.
Trató de no pensar en el dolor de cabeza que se intensificaba cada vez más. Suspiró pensando en ella. Adoraba su voz, adoraba su pequeña silueta moviéndose inquieta por el departamento, admiraba el amor con que trataba a todos; sobre todo, amaba su espíritu libre e independiente.
Era una época difícil para las mujeres y eso no había sido un obstáculo para ella. Se había abierto paso prácticamente sola en un mundo gobernado por hombres y además, era feliz y hacía feliz a quienes le rodeaban.
Un nuevo dolor de cabeza nubló los pensamientos de Albert. Evitó sucumbir al dolor con un esfuerzo más profundo. Ella lo necesitaba. Bastó con aferrarse a sus profundos ojos verdes para reunir la fuerza suficiente de tal forma que la amenaza dentro de su cabeza se disipara.
Colocó un vaso de cristal sobre el escurridor y tomó otro para restregarlo. Esa fue la última acción sobre la que tuvo control. Sintió que la fuerza de un huracán lo arrastraba hasta su vórtice y de sus manos cayó el vaso, se estrelló contra el piso rompiéndose y llamando la atención de los restos de trabajadores en la cocina.
Llevó las manos a sus sienes, perdiéndose en el dolor. Sus compañeros se asustaron. El frío piso pasó desapercibido ante las convulsiones que se apoderaron de su cuerpo. De pronto, unas fuertes náuseas se apoderaron también de él y se quejó por su causa.
Sus amigos lo llevaron a la bodega del restaurante. Era antes del mediodía. Un pesado esfuerzo se apoderó de Albert y sus amigos le permitieron descansar. Había escenas en su cabeza de tiempos añorados, de tiempos pasados… el pesado ruido de un tren deslizándose pausadamente, su fiel mofeta, el estruendo de una bomba; el mismo recuerdo de pocos días antes. Los brazos de Morfeo recibiéndolo agotado. Sus ojos se cerraron, todo se puso negro, ya no supo más.
Despertó en esa bodega. Lo primero que recordó fue el rostro pecoso y familiar de Candy. Lo supo todo: Se había enamorado de su mejor amiga, de su única amiga. La chica que estaba de luto por una nueva pérdida en su vida. La novia de su mejor amigo, al que alguna vez llamó hermano. Y lo peor, su joven pupila, la misma que la sociedad llama su hija.
Se levantó del camastro en el que había descansado. Al inicio no reconoció el lugar, estaba demasiado confundido. ¿Africa? ¿Italia? ¿Londres? ¿Chicago?... ¿Chicago? Sí. La ciudad de los vientos. Todavía su cuerpo se sentía torpe, la cabeza seguía molestando y sus memorias revoloteaban al su alrededor; él quería tomarlas al vuelo, meterlas en orden a su cabeza, atraparlas y asegurarlas.
Su nombre llegó irremediablemente: William Albert Andrew.
-¡Diablos! ¿Por qué no puedo seguir siendo simplemente Albert?
Aun no se atrevía a levantarse por completo. Tuvo que cerrar los ojos mientras se recargaba en la pared y se llevaba una de sus manos a su sien. Sus amigos estaban muy ocupados como para ayudarle. Se las tuvo que arreglar solo.
Esperó a que el mundo dejara de girar. Sus ojos azules brillaron con los rayos de sol que entraban por un pequeño tragaluz y eso le reconfortó parcialmente.
Una maravillosa transfiguración tuvo lugar entonces en aquélla modesta bodega: El joven lavaplatos se supo poderoso, se irguió con el orgullo de su estirpe, calculó su posición como un felino y se tornó en la cabeza del clan Andrew.
Hizo gala de su fortaleza y con elegantes movimientos caminó hasta la oficina de su empleador. Desde que el hombre lo vio aparecer lo supo diferente, seguro, con clase, autoritario, incluso.
-Señor Brunson, le agradezco mucho su oportunidad – el magnate extendió la mano con firmeza y una sonrisa agradable – no puedo seguir a su servicio, hay algunas obligaciones que debo atender – dijo amablemente, notando la confusión en el rostro del hombre sin poder ser más claro con él.
-¿Albert, estás bien?
-Sí. Sí, señor. Estoy bien.
-Si te vas, no podré volver a contratarte – le advirtió –, difícilmente encontrarás otra oportunidad en tu condición.
-Lo sé, señor Brunson, no se preocupe, estaré bien.
-Si lo deseas, podemos hablar de subir un poco tu sueldo, eres muy buen empleado.
-Estaría encantado si realmente no tuviera otros compromisos. Le estoy muy agradecido.
-¿Es tu última palabra?
-La última.
-Muy bien muchacho, haré una excepción contigo: Si necesitas volver, solo hazlo.
-Lo recordaré, señor Brunson. Le agradezco.
Albert dio media vuelta y salió de la oficina aun sintiendo una delicada presión en sus sienes. Caminó despacio. Aún tenía muchas cosas en qué pensar. Las personas que le miraban caminar dando pequeños tumbos que se esforzaba por disimular se apartaban de su paso confundiéndolo con un borracho, sin embargo, él no desistió de su idea de dirigirse al lago. Tenía que estar solo un momento, debía pensar.
-Pequeña, me conoces muy bien. Tenías razón, me gustan los lugares con agua.
La noche cayó sobre el hombre. Un manto de estrellas fue su cobija por unos instantes.
-¿Qué haremos, Pupé? ¿Podemos seguir viviendo con ella?
Albert no se había atrevido a hacerse esa pregunta. Temía la respuesta.
Ahora todo era distinto. Ya no eran paciente y enfermera. Hoy por hoy, Candy era la mujer que se había metido en su corazón. El primer rostro en el que pensaba cada vez que despertaba y el último antes de cerrar sus ojos para dormir cada noche.
-Candy…
La joven de dieciséis años estaba metida en cada una de sus células. Se había introducido con sus sonrisas, con sus pequeños actos de bondad, con sus formas femeninas, con esa extraña combinación de fuerza y delicadeza, de valor y vulnerabilidad, de independencia y menester.
Albert siempre sabía exactamente lo que ella necesitaba, en su debida proporción, en el momento adecuado. Podía dejarla volar alto y podía después curar sus alas rotas. Ella siempre era un libro abierto para él.
-¿Qué haremos Pupé? – repitió la pregunta –. No quiero dejarla. ¿Y qué pasaría si nos mudamos, si me la llevo lejos, si la convierto en mi reina donde nadie nos alcance? – Albert sonrió con entusiasmo. Por un momento sus ojos brillaron. Seguro que África sería aún más hermosa con ella a su lado.
La mofeta lo miró como si lo comprendiera y pareció no aprobar su idea.
-Tienes razón, Pupé. Es imposible. No puedo abandonar a mi tía, a mis sobrinos… a todo el clan. Hay mucha gente que depende de mí.
-Bueno ¿y si fingimos un poco, Pupé? ¿tú me ayudarías? Podemos fingir que aún tengo amnesia. No lo sé, quizás un mes más – a Albert eso le pareció muy poco tiempo – bueno, mejor un par de meses. O quizás un año. Sí… un año sería mucho mejor. ¡O mejor aún un par de años, o diez, o veinte, o toda la vida!
Albert suspiró profundo. Era obvio que tenía que detenerse antes de que se le ocurriera, arrebatado como era, ir ahora mismo y secuestrarla. Encerrarla en el fin del mundo y hacerla suya.
-Está bien Pupé… no la voy a secuestrar… pero supongo que al menos puedo cuidarla. Iremos por ella y la invitaremos a comer al mejor restaurante de Chicago, la llenaremos de viandas costosas, de vinos delicados, le compraremos el mejor vestido que encontremos…
-¿Qué te pasa, no lo apruebas? ¿Te parece demasiado? De acuerdo… al menos podemos comprar la cena y podemos llevarla al departamento. Vamos a casa, Pupé. ¡Me gusta! En ese departamento he sido más feliz que en cualquiera de las mansiones – una sonrisa, como el sol al medio día adornó las finas facciones –. Creo que mejor cocinaré para ella, compremos lo necesario para preparar la cena. Quiero que ella se alimente bien. ¡La amo, Pupé! ¡No sé cómo voy a guardar este amor, pero debo resistirme! Tú serás mi cómplice: debemos ocultarlo. Por el momento no le diremos que he sanado, necesito estar más tiempo con ella. Solo un poco más.
oOoOoOoOoOoOoOo
Malinalli, para la Guerra Florida 2018.
9 de abril de 2018.
Había sido mi intención jamás escribir un AlbertFic. Pero el tío también ya me ha visto feo. Dijo que si él es el jefe, debo obedecer o me deshereda. Le respondí que eso no me preocupaba, pero me amenazó con desheredarme quitándome a Anthony, y eso sí que no lo puedo permitir.
No me atrevía a escribir para Albert porque siento que es demasiado hombre este bello personaje. Siempre he creído que cualquier cosa que yo pueda escribir no le haría justicia, sin embargo, no he dejado de pensar en él y eso solo significa que quiero escribir.
Albert
Capítulo 1.
Sólo un poco más.
Mientras sentía sus manos llenas de jabón algunos flashes venían a su cabeza. Estaba angustiado, sin embargo, el guapo hombre trataba de concentrarse en su labor. No podía permitirse perder un día de trabajo porque realmente necesitaban el dinero en el departamento. Ella trabajaba mucho, lo cuidaba y se esmeraba porque él estuviera bien; así que él deseaba corresponder a su esfuerzo.
Pensar en ella era un alivio. Candy solía decir que Terry y él eran buenos amigos, sin embargo, él no podía recordarlo, así como no podía recordar nada más.
También era un alivio no poder recordar que Terry era casi su hermano, porque de esa forma su consciencia estaba hasta cierto punto tranquila al haberse enamorado de ella.
Trató de no pensar en el dolor de cabeza que se intensificaba cada vez más. Suspiró pensando en ella. Adoraba su voz, adoraba su pequeña silueta moviéndose inquieta por el departamento, admiraba el amor con que trataba a todos; sobre todo, amaba su espíritu libre e independiente.
Era una época difícil para las mujeres y eso no había sido un obstáculo para ella. Se había abierto paso prácticamente sola en un mundo gobernado por hombres y además, era feliz y hacía feliz a quienes le rodeaban.
Un nuevo dolor de cabeza nubló los pensamientos de Albert. Evitó sucumbir al dolor con un esfuerzo más profundo. Ella lo necesitaba. Bastó con aferrarse a sus profundos ojos verdes para reunir la fuerza suficiente de tal forma que la amenaza dentro de su cabeza se disipara.
Colocó un vaso de cristal sobre el escurridor y tomó otro para restregarlo. Esa fue la última acción sobre la que tuvo control. Sintió que la fuerza de un huracán lo arrastraba hasta su vórtice y de sus manos cayó el vaso, se estrelló contra el piso rompiéndose y llamando la atención de los restos de trabajadores en la cocina.
Llevó las manos a sus sienes, perdiéndose en el dolor. Sus compañeros se asustaron. El frío piso pasó desapercibido ante las convulsiones que se apoderaron de su cuerpo. De pronto, unas fuertes náuseas se apoderaron también de él y se quejó por su causa.
Sus amigos lo llevaron a la bodega del restaurante. Era antes del mediodía. Un pesado esfuerzo se apoderó de Albert y sus amigos le permitieron descansar. Había escenas en su cabeza de tiempos añorados, de tiempos pasados… el pesado ruido de un tren deslizándose pausadamente, su fiel mofeta, el estruendo de una bomba; el mismo recuerdo de pocos días antes. Los brazos de Morfeo recibiéndolo agotado. Sus ojos se cerraron, todo se puso negro, ya no supo más.
Despertó en esa bodega. Lo primero que recordó fue el rostro pecoso y familiar de Candy. Lo supo todo: Se había enamorado de su mejor amiga, de su única amiga. La chica que estaba de luto por una nueva pérdida en su vida. La novia de su mejor amigo, al que alguna vez llamó hermano. Y lo peor, su joven pupila, la misma que la sociedad llama su hija.
Se levantó del camastro en el que había descansado. Al inicio no reconoció el lugar, estaba demasiado confundido. ¿Africa? ¿Italia? ¿Londres? ¿Chicago?... ¿Chicago? Sí. La ciudad de los vientos. Todavía su cuerpo se sentía torpe, la cabeza seguía molestando y sus memorias revoloteaban al su alrededor; él quería tomarlas al vuelo, meterlas en orden a su cabeza, atraparlas y asegurarlas.
Su nombre llegó irremediablemente: William Albert Andrew.
-¡Diablos! ¿Por qué no puedo seguir siendo simplemente Albert?
Aun no se atrevía a levantarse por completo. Tuvo que cerrar los ojos mientras se recargaba en la pared y se llevaba una de sus manos a su sien. Sus amigos estaban muy ocupados como para ayudarle. Se las tuvo que arreglar solo.
Esperó a que el mundo dejara de girar. Sus ojos azules brillaron con los rayos de sol que entraban por un pequeño tragaluz y eso le reconfortó parcialmente.
Una maravillosa transfiguración tuvo lugar entonces en aquélla modesta bodega: El joven lavaplatos se supo poderoso, se irguió con el orgullo de su estirpe, calculó su posición como un felino y se tornó en la cabeza del clan Andrew.
Hizo gala de su fortaleza y con elegantes movimientos caminó hasta la oficina de su empleador. Desde que el hombre lo vio aparecer lo supo diferente, seguro, con clase, autoritario, incluso.
-Señor Brunson, le agradezco mucho su oportunidad – el magnate extendió la mano con firmeza y una sonrisa agradable – no puedo seguir a su servicio, hay algunas obligaciones que debo atender – dijo amablemente, notando la confusión en el rostro del hombre sin poder ser más claro con él.
-¿Albert, estás bien?
-Sí. Sí, señor. Estoy bien.
-Si te vas, no podré volver a contratarte – le advirtió –, difícilmente encontrarás otra oportunidad en tu condición.
-Lo sé, señor Brunson, no se preocupe, estaré bien.
-Si lo deseas, podemos hablar de subir un poco tu sueldo, eres muy buen empleado.
-Estaría encantado si realmente no tuviera otros compromisos. Le estoy muy agradecido.
-¿Es tu última palabra?
-La última.
-Muy bien muchacho, haré una excepción contigo: Si necesitas volver, solo hazlo.
-Lo recordaré, señor Brunson. Le agradezco.
Albert dio media vuelta y salió de la oficina aun sintiendo una delicada presión en sus sienes. Caminó despacio. Aún tenía muchas cosas en qué pensar. Las personas que le miraban caminar dando pequeños tumbos que se esforzaba por disimular se apartaban de su paso confundiéndolo con un borracho, sin embargo, él no desistió de su idea de dirigirse al lago. Tenía que estar solo un momento, debía pensar.
-Pequeña, me conoces muy bien. Tenías razón, me gustan los lugares con agua.
La noche cayó sobre el hombre. Un manto de estrellas fue su cobija por unos instantes.
-¿Qué haremos, Pupé? ¿Podemos seguir viviendo con ella?
Albert no se había atrevido a hacerse esa pregunta. Temía la respuesta.
Ahora todo era distinto. Ya no eran paciente y enfermera. Hoy por hoy, Candy era la mujer que se había metido en su corazón. El primer rostro en el que pensaba cada vez que despertaba y el último antes de cerrar sus ojos para dormir cada noche.
-Candy…
La joven de dieciséis años estaba metida en cada una de sus células. Se había introducido con sus sonrisas, con sus pequeños actos de bondad, con sus formas femeninas, con esa extraña combinación de fuerza y delicadeza, de valor y vulnerabilidad, de independencia y menester.
Albert siempre sabía exactamente lo que ella necesitaba, en su debida proporción, en el momento adecuado. Podía dejarla volar alto y podía después curar sus alas rotas. Ella siempre era un libro abierto para él.
-¿Qué haremos Pupé? – repitió la pregunta –. No quiero dejarla. ¿Y qué pasaría si nos mudamos, si me la llevo lejos, si la convierto en mi reina donde nadie nos alcance? – Albert sonrió con entusiasmo. Por un momento sus ojos brillaron. Seguro que África sería aún más hermosa con ella a su lado.
La mofeta lo miró como si lo comprendiera y pareció no aprobar su idea.
-Tienes razón, Pupé. Es imposible. No puedo abandonar a mi tía, a mis sobrinos… a todo el clan. Hay mucha gente que depende de mí.
-Bueno ¿y si fingimos un poco, Pupé? ¿tú me ayudarías? Podemos fingir que aún tengo amnesia. No lo sé, quizás un mes más – a Albert eso le pareció muy poco tiempo – bueno, mejor un par de meses. O quizás un año. Sí… un año sería mucho mejor. ¡O mejor aún un par de años, o diez, o veinte, o toda la vida!
Albert suspiró profundo. Era obvio que tenía que detenerse antes de que se le ocurriera, arrebatado como era, ir ahora mismo y secuestrarla. Encerrarla en el fin del mundo y hacerla suya.
-Está bien Pupé… no la voy a secuestrar… pero supongo que al menos puedo cuidarla. Iremos por ella y la invitaremos a comer al mejor restaurante de Chicago, la llenaremos de viandas costosas, de vinos delicados, le compraremos el mejor vestido que encontremos…
-¿Qué te pasa, no lo apruebas? ¿Te parece demasiado? De acuerdo… al menos podemos comprar la cena y podemos llevarla al departamento. Vamos a casa, Pupé. ¡Me gusta! En ese departamento he sido más feliz que en cualquiera de las mansiones – una sonrisa, como el sol al medio día adornó las finas facciones –. Creo que mejor cocinaré para ella, compremos lo necesario para preparar la cena. Quiero que ella se alimente bien. ¡La amo, Pupé! ¡No sé cómo voy a guardar este amor, pero debo resistirme! Tú serás mi cómplice: debemos ocultarlo. Por el momento no le diremos que he sanado, necesito estar más tiempo con ella. Solo un poco más.
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Malinalli, para la Guerra Florida 2018.
9 de abril de 2018.