En 2015, inicié una serie de historias inspiradas en obras de arte. titulé a la serie "Sueños" (Prólogo Serie "Sueños" ). Cada GF, vengo presentando más entregas y como esta no es la excepción, les traigo un fic inpirado en uno de los cuadros más famosos de Manet. Espero lo disfruten.
Si desean leer el resto de la serie, en mi perfil de fanfiction se encuentran todas las entregas anteriores, solo chequen en el summary que diga "Serie Sueños"
*Descripción del bar Folies Bergère, en la novela Bel Ami, de Guy de Maupassant
**Descripción de la protagonista de la novela Nana, de Emile Zola. El novelista era asiduo cliente de El bar de Folies Bergère y Manet por cierto, tiene una pintura muy famosa inspirada en la novela: Nana. Zola dijo alguna vez, que los grandes maestros se juzgan por la influencia que han ejercido. Manet murió en la cúspide de éxito, joven aún, proponiendo una pintura nueva y radiante, y como precursor del impresionismo, queda decir que a partir de su influencia, un rayo de sol iluminó las exposiciones de París.
GLOSARIO:
Demimonde: Cierta clase de mujeres galantes. Esta palabra, creación de Alexandre Dumas hijo, fue definida por su autor: “no representa como se cree la barahunda de las cortesanas, sino la clase de las desclasificadas. El demi-monde está separado de las mujeres honestas por el escándalo público y de las cortesanas por el dinero". El uso, contra el deseo del inventor de la palabra, confunde las mujeres del demi-monde precisamente con aquellas de que Dumas quería separarlas.
Boulevadiers: Hombre rico y elegante que frecuenta lugares públicos ( frecuenta bulevares, por lo que se considera un “hombre de ciudad”)
Joie de vivre: expresión francesa que significa usar como filosofía la “alegría de vivir” con todo lo que conlleva
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FICHA TÉCNICA DE LA PINTURA:
Artista: Édouard Manet
Tamaño: 96 cm x 1,3 m
Medios: Pintura al aceite
Ubicación: Courtauld Gallery, Londres (desde 1934)
Autor: Édouard Manet, 1882
Período: Impresionismo[/color]
Si desean leer el resto de la serie, en mi perfil de fanfiction se encuentran todas las entregas anteriores, solo chequen en el summary que diga "Serie Sueños"
Un bar aux Folies Bergère
Serie Sueños
Serie Sueños
Me encontraba en la capital del mundo, considerada así no solo por sus habitantes, París. La ciudad que había abandonado hacía muchos ayeres, cuando era solo un mozalbete con sueños e ilusiones. Ingenuo y sin mayor ambición que pertenecer a la familia que en ese momento me acogía: Los Ardley.
El amor había llegado a mi vida en cuanto conocí mi nuevo hogar al otro lado del océano. Un amor puro, real. Un amor que me había permitido conocer la bondad y la belleza. Un amor que no había pasado de ser platónico y aunque había marcado mi existencia misma, había dejado partir solo por verla feliz.
Y fué feliz aunque el sueño haya durado poco. En cambio yo me encontraba a un paso de la amargura, de la locura por haberla perdido esta vez para siempre, por su deceso injusto y absurdo. La sola idea de no volver a verle era terrible y en la cúspide de la desesperación, decidí hacer un viaje en búsqueda de mí mismo. Porque cuando ella se fue, yo me había perdido. Todo durante mi viaje, lo vi terriblemente erróneo. Sí, todo. La luz estaba pésimamente mal. Las sombras estaban mal. Todo a mi alrededor parecía oscuro, simple, vacío…
Así pues, volviendo sobre mis pasos, llegué París. Luego de semanas en la metrópolis de la civilización moderna, un símbolo de las artes, de la industria, del progreso de la ciencia y del buen vivir; al fin había encontrado la emoción que necesitaba para poder sentirme vivo otra vez.
Mi vida en América se situaba entre hacer de niñera de un muy joven heredero y trabajar. Aquí, en cambio, en pocos días, había participado en charlas adultas. Debates sobre arte entre Manet y Degass, críticas a la burguesía en su propia cara, por Zola y Maupassant. Todo en un ambiente festivo, entre copas y risas. Se sentía bien estar allí.
El palacio de la diversión, mi sitio favorito por diversas razones, se hallaba cerca del Boulevard Montmatre en el corazón de París, había sido el cabaret preferido por la clase proletaria, pero pronto se había puesto de moda entre la burguesía, que encontraba allí emociones diferentes y algunas prostitutas: El bar de Folies Bergère.
Como anécdota, el nombre del sitio no deriva, como a veces se piensa, de la palabra francesa que significa locura o desatino (folie), lo que iría perfecto para definir a ciertos clientes asiduos como en el que me había convertido yo; sino de un término usado durante el siglo XVIII para denotar una casa de campo oculta por hojas (del latín, folia), donde era posible abandonarse libremente a diversas y gratas ocupaciones. En interés del color local, se le añadió el armonioso nombre de una calle próxima, la Rue Bergère.
Cuando uno entra al cabaret, lo primero que verá es la luz. El candelabro que irradia luz artificial, iluminando todo el lugar, hace que las lámparas de gas colocadas estratégicamente, casi ni se noten pero son tan importantes como para no dejar zonas oscuras en el ambiente.
Había tres mostradores, tras los cuales se marchitaban tres camareras; maquilladas hasta las cejas, que vendían bebida y amor*. Las Folie Bergère era uno de los principales centros de prostitución, especialmente de la del tipo más lujoso, pues a vista de todos era un teatro con un espectáculo que podían apreciar hombres y mujeres encantadoras con atuendos elegantes. Los caballeros siempre vestidos de oscuro, con sombrero de copa, reservaban palcos para ver un espectáculo al que no prestaban atención. Las mujeres, enfundadas en largos guantes y sombreros anchos, parecían estar más interesadas en ellas mismas, o en la audiencia presente en la platea, que en el número presentado.
En realidad, no era un teatro en absoluto, eran alrededor de dos mil hombres bebiendo, fumando y divirtiéndose, y alrededor de setecientas u ochocientas mujeres, todos bien vestidos y pasándoselo bien.
En París, la clase alta no asiste a las funciones únicamente con el ánimo de alimentar su conocimiento artístico, sino también de acechar tras bambalinas la carne que se embellece con los corsés y los ligueros. Los camerinos del teatro, los mismos que recorren tanto condes y duques, como simples burgueses; hombres enceguecidos por la atracción a prostitutas elegantes y guapas; tienen el aroma a polvos y perfumes, la luz cómplice y suave, y ese ritmo languidecente que tiene cualquier burdel citadino. Adentro, es un mundo el que todo parece venderse y comprarse, ser reconocida por su talento, no es el sueño de ninguna actriz del demimonde aquí; más bien, su forma especial de pavonearse con todos los regalos que le proveen los hombres, desde carruajes a las joyas, los vestidos y esa ostentación que sólo induce a desearlas más, a querer sobrepasar los favores del anterior amante, a colocarle un precio más alto a sus cuerpos.
Afuera, los colores son muy variados. Hasta el mínimo detalle, atrae la vista de un visitante como yo. Un hombre con encuadres o puntos de vista ajenos a la perspectiva tradicional, es seducido por los rojos de los licores, verdes y amarillos en el champan, azulados en el frutero, en los encajes de las camareras usados en la manga y el cuello, en la luz de las lámparas y en el negro. El color que los pintores de la época no usan. Negro es el color del uniforme del personal femenino. Negro es el corpiño de terciopelo sobre la falda gris de mi camarera favorita: Mi joven y dulce Suzon.
La preciosa mujer joven de rubio flequillo y la pálida tez rosada, tiene una apariencia como la de las mujeres que me gustan. Con sus brazos apoyados en el mostrador de mármol, muestra un aire algo indiferente. En la superficie frente a ella hay botellas de champán, de cerveza rubia y de licor de menta que centellean cual piedras preciosas. Entre las botellas, los tapones del champán, parecen complementar las brillantes mandarinas, mientras que las botellas de vino, hacen pareja con la garrafa verde. ¿Por qué las botellas no están en hielo? -Me pregunto como cualquiera que las ve-
La joven ha puesto un ramillete de flores en el ancho escote de su vestido, junto a su blanca piel.
Mi hermosa Suzon es diferente de las demás mujeres que trabajan en el bar: su mirada es cautelosa, su complexión, aún joven y sonrosada, no necesita afeites. Es probablemente una chica procedente de uno de los suburbios rurales de París, y quizás fueran su juventud y frescura las que le dieron el trabajo en las Folie Bergère. No quiero pensar en qué la habrá orillado a trabajar en un sitio así. Y sin embargo lo hago: quizá sea una muchacha nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, la sangre viciada por una larga herencia de miseria y embriaguez, que en ella se transformaba en una degradación nerviosa de su sexo. Habría crecido en un arrabal, en el arroyo parisiense, y alta, hermosa, de carne soberbia como planta de estercolero, vengaba a los indigentes y a los abandonados, a los cuales pertenecía. Con ella, la podredumbre que se dejaba fermentar en el pueblo ascendía y pudría a la aristocracia. Ella se convertía en una fuerza de la naturaleza, en un fermento de destrucción, sin quererlo ella misma, corrompiendo y desorganizando. París entre sus muslos de nieve. Una prostituta, aunque fina, no es más que una mosca, una mosca de color de sol y envuelta en basura, una mosca que toma la muerte de las carroñas toleradas a lo largo de los caminos y que, zumbando, bailando, lanzando brillos de joya, envenena a los hombre con sólo ponerse sobre ellos, en los palacios que invadía entrando por las ventanas.** Y no porque los hombres sean inocentes, sino porque así mismo lo deciden ellos.
Yo soy uno de esos hombres.
Embriagado por la belleza de Suzon, he estado con ella en más de una ocasión. Debe creer sin duda, que soy uno más de los incontables dandys, boulevardiers y playboys que abundan en el lugar, y que al igual que las seductoras prostitutas actrices o camareras, soy un estereotípico habitante de la vida nocturna parisina. Después del tiempo en aquel sitio, yo también lo empezaba a creer.
Hasta aquella noche.
Únicamente el gran espejo tras Suzon, me dice donde estamos. El reflejo de un hombre con sombrero de copa que mira intensamente a los ojos de la joven, así como una habitación llena de gente, movimiento y brillo. Entonces, reparo en un detalle hasta entonces no visto: un par de rosas en plena floración, una amarilla y otra rosada, colocadas en un vaso con reflejos blanco plomizo, quizá por la misma Suzon, como un recordatorio de lo que soy y estoy a punto de perder en este supuesto autodescubrimiento.
Un pétalo cae con suavidad sobre el mostrador de mármol. El mármol de una tumba lejana llega a mi mente. Las rosas que fueron cortadas de tajo en plena floración, empezarán a morir inexorablemente. Sin embargo, aquí, lejos de la tierra donde pertenecen, no podrán revivir jamás.
El espejo ilumina lo que de otra manera hubiera permanecido invisible: la camarera, aunque aparentemente sola, es objeto de las lascivas proposiciones de un caballero. El hombre del sombrero de copa no es otro más que yo.
El espacio real se funde con el espejo. Miro con atención la expresión de Suzon que no es otra que tristeza. ¿Cómo pude haberme sentido tentado por una chica que a leguas demuestra su descontento por llevar esta vida? ¿Qué tipo de hombre soy? ¿Qué pensaría mi dulce Rosemary si me viera ahora?
Observo las piernas y verdes zapatos de un artista del trapecio los que asoman por la parte superior izquierda del espejo y pienso en el vil personaje de circo en que me he convertido, embriagándome todas las noches y fumando en pos de vivir la vida, mientras que mi pequeño hermano, el heredero de quien me quejaba por hacer de su niñero hasta hacía poco, debe estar encerrado y apartado de toda persona que pueda reconocerle. Por supuesto, él no conoce ni un circo. Y yo, ¿En realidad soy libre estando aquí?
Un solo vistazo al pasado, me hace sentir vivo de verdad. Vine aquí para olvidarla, pero al intentarlo, me he olvidado de mí. Al fin me reencontrado conmigo. Gracias nuevamente a ese amor que nunca debo intentar dejar atrás, el amor por Rosemary.
Aquel día me despedí de la alegre sociedad parisina, de los amigos superfluos que hice allí, y de una Suzon que pese a intentarlo, no pude ya ver tan guapa como creía. Era momento de regresar a lo que en verdad había amado.
En el viaje de regreso, solo pude ver bellas áreas de color y hermosos contrastes. La luz del sol y los intensos colores que la naturaleza me obsequiaba, reconfortaron mi alma.
Entonces volví. Con mi familia. Con los recuerdos de mi amor perdido y de mí mismo. En paz conmigo mismo al sentir por primera vez en mucho tiempo, que la educación de Priscila y William no fue en vano, que soy un caballero entregado a la profesión que me permitieron elegir y dispuesto a demostrar que la confianza que depositaron en mí, al dejarme como tutor de su hijo, no ha sido en vano. Porque gracias a mi estancia en París, a las experiencias fatuas en el Folies Bergèr y a mi querida Rosemary. ¡He descubierto la verdadera Joie de vivre!
Fin
El amor había llegado a mi vida en cuanto conocí mi nuevo hogar al otro lado del océano. Un amor puro, real. Un amor que me había permitido conocer la bondad y la belleza. Un amor que no había pasado de ser platónico y aunque había marcado mi existencia misma, había dejado partir solo por verla feliz.
Y fué feliz aunque el sueño haya durado poco. En cambio yo me encontraba a un paso de la amargura, de la locura por haberla perdido esta vez para siempre, por su deceso injusto y absurdo. La sola idea de no volver a verle era terrible y en la cúspide de la desesperación, decidí hacer un viaje en búsqueda de mí mismo. Porque cuando ella se fue, yo me había perdido. Todo durante mi viaje, lo vi terriblemente erróneo. Sí, todo. La luz estaba pésimamente mal. Las sombras estaban mal. Todo a mi alrededor parecía oscuro, simple, vacío…
Así pues, volviendo sobre mis pasos, llegué París. Luego de semanas en la metrópolis de la civilización moderna, un símbolo de las artes, de la industria, del progreso de la ciencia y del buen vivir; al fin había encontrado la emoción que necesitaba para poder sentirme vivo otra vez.
Mi vida en América se situaba entre hacer de niñera de un muy joven heredero y trabajar. Aquí, en cambio, en pocos días, había participado en charlas adultas. Debates sobre arte entre Manet y Degass, críticas a la burguesía en su propia cara, por Zola y Maupassant. Todo en un ambiente festivo, entre copas y risas. Se sentía bien estar allí.
El palacio de la diversión, mi sitio favorito por diversas razones, se hallaba cerca del Boulevard Montmatre en el corazón de París, había sido el cabaret preferido por la clase proletaria, pero pronto se había puesto de moda entre la burguesía, que encontraba allí emociones diferentes y algunas prostitutas: El bar de Folies Bergère.
Como anécdota, el nombre del sitio no deriva, como a veces se piensa, de la palabra francesa que significa locura o desatino (folie), lo que iría perfecto para definir a ciertos clientes asiduos como en el que me había convertido yo; sino de un término usado durante el siglo XVIII para denotar una casa de campo oculta por hojas (del latín, folia), donde era posible abandonarse libremente a diversas y gratas ocupaciones. En interés del color local, se le añadió el armonioso nombre de una calle próxima, la Rue Bergère.
Cuando uno entra al cabaret, lo primero que verá es la luz. El candelabro que irradia luz artificial, iluminando todo el lugar, hace que las lámparas de gas colocadas estratégicamente, casi ni se noten pero son tan importantes como para no dejar zonas oscuras en el ambiente.
Había tres mostradores, tras los cuales se marchitaban tres camareras; maquilladas hasta las cejas, que vendían bebida y amor*. Las Folie Bergère era uno de los principales centros de prostitución, especialmente de la del tipo más lujoso, pues a vista de todos era un teatro con un espectáculo que podían apreciar hombres y mujeres encantadoras con atuendos elegantes. Los caballeros siempre vestidos de oscuro, con sombrero de copa, reservaban palcos para ver un espectáculo al que no prestaban atención. Las mujeres, enfundadas en largos guantes y sombreros anchos, parecían estar más interesadas en ellas mismas, o en la audiencia presente en la platea, que en el número presentado.
En realidad, no era un teatro en absoluto, eran alrededor de dos mil hombres bebiendo, fumando y divirtiéndose, y alrededor de setecientas u ochocientas mujeres, todos bien vestidos y pasándoselo bien.
En París, la clase alta no asiste a las funciones únicamente con el ánimo de alimentar su conocimiento artístico, sino también de acechar tras bambalinas la carne que se embellece con los corsés y los ligueros. Los camerinos del teatro, los mismos que recorren tanto condes y duques, como simples burgueses; hombres enceguecidos por la atracción a prostitutas elegantes y guapas; tienen el aroma a polvos y perfumes, la luz cómplice y suave, y ese ritmo languidecente que tiene cualquier burdel citadino. Adentro, es un mundo el que todo parece venderse y comprarse, ser reconocida por su talento, no es el sueño de ninguna actriz del demimonde aquí; más bien, su forma especial de pavonearse con todos los regalos que le proveen los hombres, desde carruajes a las joyas, los vestidos y esa ostentación que sólo induce a desearlas más, a querer sobrepasar los favores del anterior amante, a colocarle un precio más alto a sus cuerpos.
Afuera, los colores son muy variados. Hasta el mínimo detalle, atrae la vista de un visitante como yo. Un hombre con encuadres o puntos de vista ajenos a la perspectiva tradicional, es seducido por los rojos de los licores, verdes y amarillos en el champan, azulados en el frutero, en los encajes de las camareras usados en la manga y el cuello, en la luz de las lámparas y en el negro. El color que los pintores de la época no usan. Negro es el color del uniforme del personal femenino. Negro es el corpiño de terciopelo sobre la falda gris de mi camarera favorita: Mi joven y dulce Suzon.
La preciosa mujer joven de rubio flequillo y la pálida tez rosada, tiene una apariencia como la de las mujeres que me gustan. Con sus brazos apoyados en el mostrador de mármol, muestra un aire algo indiferente. En la superficie frente a ella hay botellas de champán, de cerveza rubia y de licor de menta que centellean cual piedras preciosas. Entre las botellas, los tapones del champán, parecen complementar las brillantes mandarinas, mientras que las botellas de vino, hacen pareja con la garrafa verde. ¿Por qué las botellas no están en hielo? -Me pregunto como cualquiera que las ve-
La joven ha puesto un ramillete de flores en el ancho escote de su vestido, junto a su blanca piel.
Mi hermosa Suzon es diferente de las demás mujeres que trabajan en el bar: su mirada es cautelosa, su complexión, aún joven y sonrosada, no necesita afeites. Es probablemente una chica procedente de uno de los suburbios rurales de París, y quizás fueran su juventud y frescura las que le dieron el trabajo en las Folie Bergère. No quiero pensar en qué la habrá orillado a trabajar en un sitio así. Y sin embargo lo hago: quizá sea una muchacha nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, la sangre viciada por una larga herencia de miseria y embriaguez, que en ella se transformaba en una degradación nerviosa de su sexo. Habría crecido en un arrabal, en el arroyo parisiense, y alta, hermosa, de carne soberbia como planta de estercolero, vengaba a los indigentes y a los abandonados, a los cuales pertenecía. Con ella, la podredumbre que se dejaba fermentar en el pueblo ascendía y pudría a la aristocracia. Ella se convertía en una fuerza de la naturaleza, en un fermento de destrucción, sin quererlo ella misma, corrompiendo y desorganizando. París entre sus muslos de nieve. Una prostituta, aunque fina, no es más que una mosca, una mosca de color de sol y envuelta en basura, una mosca que toma la muerte de las carroñas toleradas a lo largo de los caminos y que, zumbando, bailando, lanzando brillos de joya, envenena a los hombre con sólo ponerse sobre ellos, en los palacios que invadía entrando por las ventanas.** Y no porque los hombres sean inocentes, sino porque así mismo lo deciden ellos.
Yo soy uno de esos hombres.
Embriagado por la belleza de Suzon, he estado con ella en más de una ocasión. Debe creer sin duda, que soy uno más de los incontables dandys, boulevardiers y playboys que abundan en el lugar, y que al igual que las seductoras prostitutas actrices o camareras, soy un estereotípico habitante de la vida nocturna parisina. Después del tiempo en aquel sitio, yo también lo empezaba a creer.
Hasta aquella noche.
Únicamente el gran espejo tras Suzon, me dice donde estamos. El reflejo de un hombre con sombrero de copa que mira intensamente a los ojos de la joven, así como una habitación llena de gente, movimiento y brillo. Entonces, reparo en un detalle hasta entonces no visto: un par de rosas en plena floración, una amarilla y otra rosada, colocadas en un vaso con reflejos blanco plomizo, quizá por la misma Suzon, como un recordatorio de lo que soy y estoy a punto de perder en este supuesto autodescubrimiento.
Un pétalo cae con suavidad sobre el mostrador de mármol. El mármol de una tumba lejana llega a mi mente. Las rosas que fueron cortadas de tajo en plena floración, empezarán a morir inexorablemente. Sin embargo, aquí, lejos de la tierra donde pertenecen, no podrán revivir jamás.
El espejo ilumina lo que de otra manera hubiera permanecido invisible: la camarera, aunque aparentemente sola, es objeto de las lascivas proposiciones de un caballero. El hombre del sombrero de copa no es otro más que yo.
El espacio real se funde con el espejo. Miro con atención la expresión de Suzon que no es otra que tristeza. ¿Cómo pude haberme sentido tentado por una chica que a leguas demuestra su descontento por llevar esta vida? ¿Qué tipo de hombre soy? ¿Qué pensaría mi dulce Rosemary si me viera ahora?
Observo las piernas y verdes zapatos de un artista del trapecio los que asoman por la parte superior izquierda del espejo y pienso en el vil personaje de circo en que me he convertido, embriagándome todas las noches y fumando en pos de vivir la vida, mientras que mi pequeño hermano, el heredero de quien me quejaba por hacer de su niñero hasta hacía poco, debe estar encerrado y apartado de toda persona que pueda reconocerle. Por supuesto, él no conoce ni un circo. Y yo, ¿En realidad soy libre estando aquí?
Un solo vistazo al pasado, me hace sentir vivo de verdad. Vine aquí para olvidarla, pero al intentarlo, me he olvidado de mí. Al fin me reencontrado conmigo. Gracias nuevamente a ese amor que nunca debo intentar dejar atrás, el amor por Rosemary.
Aquel día me despedí de la alegre sociedad parisina, de los amigos superfluos que hice allí, y de una Suzon que pese a intentarlo, no pude ya ver tan guapa como creía. Era momento de regresar a lo que en verdad había amado.
En el viaje de regreso, solo pude ver bellas áreas de color y hermosos contrastes. La luz del sol y los intensos colores que la naturaleza me obsequiaba, reconfortaron mi alma.
Entonces volví. Con mi familia. Con los recuerdos de mi amor perdido y de mí mismo. En paz conmigo mismo al sentir por primera vez en mucho tiempo, que la educación de Priscila y William no fue en vano, que soy un caballero entregado a la profesión que me permitieron elegir y dispuesto a demostrar que la confianza que depositaron en mí, al dejarme como tutor de su hijo, no ha sido en vano. Porque gracias a mi estancia en París, a las experiencias fatuas en el Folies Bergèr y a mi querida Rosemary. ¡He descubierto la verdadera Joie de vivre!
Fin
*Descripción del bar Folies Bergère, en la novela Bel Ami, de Guy de Maupassant
**Descripción de la protagonista de la novela Nana, de Emile Zola. El novelista era asiduo cliente de El bar de Folies Bergère y Manet por cierto, tiene una pintura muy famosa inspirada en la novela: Nana. Zola dijo alguna vez, que los grandes maestros se juzgan por la influencia que han ejercido. Manet murió en la cúspide de éxito, joven aún, proponiendo una pintura nueva y radiante, y como precursor del impresionismo, queda decir que a partir de su influencia, un rayo de sol iluminó las exposiciones de París.
GLOSARIO:
Demimonde: Cierta clase de mujeres galantes. Esta palabra, creación de Alexandre Dumas hijo, fue definida por su autor: “no representa como se cree la barahunda de las cortesanas, sino la clase de las desclasificadas. El demi-monde está separado de las mujeres honestas por el escándalo público y de las cortesanas por el dinero". El uso, contra el deseo del inventor de la palabra, confunde las mujeres del demi-monde precisamente con aquellas de que Dumas quería separarlas.
Boulevadiers: Hombre rico y elegante que frecuenta lugares públicos ( frecuenta bulevares, por lo que se considera un “hombre de ciudad”)
Joie de vivre: expresión francesa que significa usar como filosofía la “alegría de vivir” con todo lo que conlleva
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FICHA TÉCNICA DE LA PINTURA:
Artista: Édouard Manet
Tamaño: 96 cm x 1,3 m
Medios: Pintura al aceite
Ubicación: Courtauld Gallery, Londres (desde 1934)
Autor: Édouard Manet, 1882
Período: Impresionismo[/color]