Hola, hola. Tenía siglos sin darme una vuelta por estos lares, (no sabía siquiera si iba a poder entrar) pero hoy escuché una canción y toda la tarde tuve la idea dándome vuelta en la cabeza y, pues, nada, aquí estoy.
He de confesar que se siente super surreal y al mismo tiempo familiar estar aquí.
Así que ya, sin hacer tanto argüende, les dejo esto que salió de una cabecita encuarentenada.
(El código html me trae tantos recuerdos)
Ahí, donde las cosas perdidas están.
He de confesar que se siente super surreal y al mismo tiempo familiar estar aquí.
Así que ya, sin hacer tanto argüende, les dejo esto que salió de una cabecita encuarentenada.
Ahí, donde las cosas perdidas están.
Eran ya pasadas las doce de la noche, y, en momentos como aquel, la gran habitación que tenía en la enorme Lakewood la hacía sentirse diminuta, rota y terriblemente sola. Se levantó de la cama, sin encender una sola luz, sabiendo que no le sería fácil dormir. Caminó hacia la ventana, corrió un poco las cortinas y miró hacia fuera. La vista del lago siempre le traía recuerdos buenos de juventud. De años en los que había sido completamente libre y feliz.
Generalmente, si cerraba los ojos con fuerza y se concentraba con todas sus energías, podía volver a aquellos tiempos, a escuchar todas aquellas risas; pero no aquella noche. No. El viento bramaba con fuerza y los relámpagos en el horizonte anunciaban una lluvia nocturna que ya casi podía sentir en los huesos.
«Ella no siempre había sido así», pensó, «taciturna y dura». Hubo un tiempo en que se permitía reír y soñar, pero su vida había cambiado y el destino había dejado en sus hombros más responsabilidades de las que se sentía capaz de cumplir. Los primeros meses fueron los peores, justo después de su partida.
Acostumbrada a ser la delicada hija de una familia acomodada, tuvo que aprender a tratar con hombres de negocios que no buscaban cortejarla, sino que la veían como una simple mujer que no era un buen remplazo para el hombre con el que estaban acostumbrados a tratar. Tuvo que arreciar su carácter para sacar sus heredados negocios adelante y demostrar que podía hacer todo lo que de ella se requería. Pero eso no lo había pedido, ¡Dios sabía que no lo había pedido! Y lo hacía solo para procurar un mejor futuro para su familia…, o lo que quedaba de ella.
Los recuerdos tristes eran los que solían llegarle primero y, con ellos, las lágrimas, que solo dejaba salir cuando nadie la veía. En ese justo instante, con el primer trueno que retumbó en los terrenos de la mansión, cayó su primera lágrima y, un par de minutos después, el chirriar de su puerta al abrirse la volvió a la realidad.
-¿Eres tú, pequeño bribón? -preguntó, sabiendo la respuesta, pero sin poder ver con claridad a la personita que se había deslizado, furtivamente, a su habitación.
-No me gustan las tormentas -murmuró finalmente el pequeño, llegando hasta donde ella estaba y abrazándose a su pierna.
-Eres ya un poco grande para venir corriendo a mi habitación cada vez que te sientes asustado -dijo con tono ligeramente duro, pero acariciando con dulzura la rubia cabecita.
-Papá y mamá siempre me dejaban acurrucarme con ellos cuando tenía miedo -respondió el pequeño y el dolor que se transparentaba en su voz, ella lo sintió en lo más profundo del corazón.
-Pues sí, seguramente ellos lo hacían -sonrió traviesa, dándole la mano al niño y caminando hacia el sillón que tenía al lado de la ventana-. ¿Te parece si te acurrucas conmigo aquí? -dijo mientras se sentaba-. La última vez que dormiste en esta cama no pude pegar el ojo -el niño rio.
-No quería patearte ni golpearte con las manos -su voz sonó mitad contrita, mitad risueña.
Un nuevo rayo surcó el cielo y él se abrazo con fuerza a ella.
-Todo estará bien, querido. Es solo una tormenta.
Pero ella bien sabía que el miedo a los truenos y relámpagos, no era la verdadera razón de la presencia del niño en su recámara. Había acudido a ella en busca de consuelo casi todas las noches desde que sus padres se habían ido.
-¿A qué le temes de verdad, cariño? -él se tomó su tiempo para responder y luego, con mucha más madurez de la que esperaba dijo:
-No quiero olvidarlos -el corazón se le hizo chiquitito.
Ella había tenido muchos años para asegurarse de no olvidar sus voces, el sonido de sus risas, las anécdotas que habían vivido juntos. Pero aquel pequeño…
-Todavía sueño con ellos -siguió él-, pero cuando despierto…, cada día que pasa me es más difícil recordarlos. Empiezo a perder sus voces -se apretó contra ella y contuvo un sollozo-. A veces me quedó despierto en la noche esperando que mamá entre a mi habitación y me regañe por no haber dormido a tiempo y detrás de ella entre papá y me guiñe un ojo diciendo que él se quedará a mi lado hasta que me duerma…, esperando que ambos rían y se acomoden uno a cada lado mío y me llenen de cariños. Pero luego -su voz se quebró un poco-, luego recuerdo que no volverán más y…, sus voces se me están perdiendo -calló un momento-. El olvido, eso es lo que temo.
Ella tardó un poco en responder, tratando de pasar el nudo que tenía en la garganta y frenar sus lágrimas. Cuando finalmente logró controlarse un poco, lo estrechó con fuerza y respondió:
-Cuando más temas estar olvidando lo que más extrañas, piensa que, seguramente, todo eso que sientes estar perdiendo y olvidando está junto a todo lo que amas -el niño dejó el refugio de su pecho y volteó a verla lleno de curiosidad. Con los ojitos brillantes-. Todo aquello que sientes que se te escapa poco a poco, está ahí, esperando siempre, donde las cosas perdidas están.
-¿El lugar donde las cosas perdidas están? -murmuró el pequeño.
Ella asintió con la cabeza y le pellizcó la nariz. Él rió.
-Todos los recuerdos que se desvanecen -continuó-, que crees que se han ido para siempre, están aquí -dijo tocando su corazón-. Nada desaparece para siempre, ni se va sin dejar rastro alguno. Simplemente, cambia de lugar. Tal vez, solo está jugando al escondite, por aquí -dijo haciéndole cosquillas detrás de la oreja-; o tal vez por allá -dijo señalando hacia las nubes-, en el cielo, detrás de la luna; esperando el momento justo para mostrarse de nuevo, como las flores en primavera que salen de entre la nieve al terminarse el invierno -el pequeño sonrió, y soltó un gran bostezo.
Ella lo acunó entre sus brazos, acarició su rostro con profunda ternura, dibujando una línea desde el centro de su frente hasta la punta de su nariz.
-Momento de cerrar los ojos, jovencito -murmuró con dulzura-. Es hora de dormir, porque en sueños lo que hemos perdido nos encuentra.
-En sueños -murmuró él comenzando a adormecerse.
-Tal vez juegues con ellos en la luna o en algún lugar mágico y fantástico -sonrió dándose cuenta de lo mucho que amaba a aquel pequeñito-. Sé que todo lo que echas de menos vive dentro de ti -su respiración comenzó a hacerse más profunda-. Y cuando necesites una de sus caricias o sus miradas amorosas -dijo un poco para él y otro tanto para ella-, recuerda que fue su cuerpo el que se fue, pero su esencia se quedó aquí, con nosotros, donde pertenece. Nos sonríen desde las estrellas -susurró mirado al cielo, con el pequeño ya dormido en sus brazos-, estrellas que ellos hacen brillar para ti y para mí, para recordarnos que de verdad están aquí, viéndote crecer, desde ahí, donde las cosas que hemos perdido están. Cuidándonos y amándonos, siempre. Ahí, donde las cosas perdidas están.
Generalmente, si cerraba los ojos con fuerza y se concentraba con todas sus energías, podía volver a aquellos tiempos, a escuchar todas aquellas risas; pero no aquella noche. No. El viento bramaba con fuerza y los relámpagos en el horizonte anunciaban una lluvia nocturna que ya casi podía sentir en los huesos.
«Ella no siempre había sido así», pensó, «taciturna y dura». Hubo un tiempo en que se permitía reír y soñar, pero su vida había cambiado y el destino había dejado en sus hombros más responsabilidades de las que se sentía capaz de cumplir. Los primeros meses fueron los peores, justo después de su partida.
Acostumbrada a ser la delicada hija de una familia acomodada, tuvo que aprender a tratar con hombres de negocios que no buscaban cortejarla, sino que la veían como una simple mujer que no era un buen remplazo para el hombre con el que estaban acostumbrados a tratar. Tuvo que arreciar su carácter para sacar sus heredados negocios adelante y demostrar que podía hacer todo lo que de ella se requería. Pero eso no lo había pedido, ¡Dios sabía que no lo había pedido! Y lo hacía solo para procurar un mejor futuro para su familia…, o lo que quedaba de ella.
Los recuerdos tristes eran los que solían llegarle primero y, con ellos, las lágrimas, que solo dejaba salir cuando nadie la veía. En ese justo instante, con el primer trueno que retumbó en los terrenos de la mansión, cayó su primera lágrima y, un par de minutos después, el chirriar de su puerta al abrirse la volvió a la realidad.
-¿Eres tú, pequeño bribón? -preguntó, sabiendo la respuesta, pero sin poder ver con claridad a la personita que se había deslizado, furtivamente, a su habitación.
-No me gustan las tormentas -murmuró finalmente el pequeño, llegando hasta donde ella estaba y abrazándose a su pierna.
-Eres ya un poco grande para venir corriendo a mi habitación cada vez que te sientes asustado -dijo con tono ligeramente duro, pero acariciando con dulzura la rubia cabecita.
-Papá y mamá siempre me dejaban acurrucarme con ellos cuando tenía miedo -respondió el pequeño y el dolor que se transparentaba en su voz, ella lo sintió en lo más profundo del corazón.
-Pues sí, seguramente ellos lo hacían -sonrió traviesa, dándole la mano al niño y caminando hacia el sillón que tenía al lado de la ventana-. ¿Te parece si te acurrucas conmigo aquí? -dijo mientras se sentaba-. La última vez que dormiste en esta cama no pude pegar el ojo -el niño rio.
-No quería patearte ni golpearte con las manos -su voz sonó mitad contrita, mitad risueña.
Un nuevo rayo surcó el cielo y él se abrazo con fuerza a ella.
-Todo estará bien, querido. Es solo una tormenta.
Pero ella bien sabía que el miedo a los truenos y relámpagos, no era la verdadera razón de la presencia del niño en su recámara. Había acudido a ella en busca de consuelo casi todas las noches desde que sus padres se habían ido.
-¿A qué le temes de verdad, cariño? -él se tomó su tiempo para responder y luego, con mucha más madurez de la que esperaba dijo:
-No quiero olvidarlos -el corazón se le hizo chiquitito.
Ella había tenido muchos años para asegurarse de no olvidar sus voces, el sonido de sus risas, las anécdotas que habían vivido juntos. Pero aquel pequeño…
-Todavía sueño con ellos -siguió él-, pero cuando despierto…, cada día que pasa me es más difícil recordarlos. Empiezo a perder sus voces -se apretó contra ella y contuvo un sollozo-. A veces me quedó despierto en la noche esperando que mamá entre a mi habitación y me regañe por no haber dormido a tiempo y detrás de ella entre papá y me guiñe un ojo diciendo que él se quedará a mi lado hasta que me duerma…, esperando que ambos rían y se acomoden uno a cada lado mío y me llenen de cariños. Pero luego -su voz se quebró un poco-, luego recuerdo que no volverán más y…, sus voces se me están perdiendo -calló un momento-. El olvido, eso es lo que temo.
Ella tardó un poco en responder, tratando de pasar el nudo que tenía en la garganta y frenar sus lágrimas. Cuando finalmente logró controlarse un poco, lo estrechó con fuerza y respondió:
-Cuando más temas estar olvidando lo que más extrañas, piensa que, seguramente, todo eso que sientes estar perdiendo y olvidando está junto a todo lo que amas -el niño dejó el refugio de su pecho y volteó a verla lleno de curiosidad. Con los ojitos brillantes-. Todo aquello que sientes que se te escapa poco a poco, está ahí, esperando siempre, donde las cosas perdidas están.
-¿El lugar donde las cosas perdidas están? -murmuró el pequeño.
Ella asintió con la cabeza y le pellizcó la nariz. Él rió.
-Todos los recuerdos que se desvanecen -continuó-, que crees que se han ido para siempre, están aquí -dijo tocando su corazón-. Nada desaparece para siempre, ni se va sin dejar rastro alguno. Simplemente, cambia de lugar. Tal vez, solo está jugando al escondite, por aquí -dijo haciéndole cosquillas detrás de la oreja-; o tal vez por allá -dijo señalando hacia las nubes-, en el cielo, detrás de la luna; esperando el momento justo para mostrarse de nuevo, como las flores en primavera que salen de entre la nieve al terminarse el invierno -el pequeño sonrió, y soltó un gran bostezo.
Ella lo acunó entre sus brazos, acarició su rostro con profunda ternura, dibujando una línea desde el centro de su frente hasta la punta de su nariz.
-Momento de cerrar los ojos, jovencito -murmuró con dulzura-. Es hora de dormir, porque en sueños lo que hemos perdido nos encuentra.
-En sueños -murmuró él comenzando a adormecerse.
-Tal vez juegues con ellos en la luna o en algún lugar mágico y fantástico -sonrió dándose cuenta de lo mucho que amaba a aquel pequeñito-. Sé que todo lo que echas de menos vive dentro de ti -su respiración comenzó a hacerse más profunda-. Y cuando necesites una de sus caricias o sus miradas amorosas -dijo un poco para él y otro tanto para ella-, recuerda que fue su cuerpo el que se fue, pero su esencia se quedó aquí, con nosotros, donde pertenece. Nos sonríen desde las estrellas -susurró mirado al cielo, con el pequeño ya dormido en sus brazos-, estrellas que ellos hacen brillar para ti y para mí, para recordarnos que de verdad están aquí, viéndote crecer, desde ahí, donde las cosas que hemos perdido están. Cuidándonos y amándonos, siempre. Ahí, donde las cosas perdidas están.
Como les decía esta pequeñita historia se me ocurrió después de escuchar una canción que se llama "The place where the lost things go" (es parte del soundtrak de Mary Poppins), pero yo la escuché con Jamie Cullum.
Se las dejó aquí por si quieren escucharla.
Se las dejó aquí por si quieren escucharla.