TARTALETAS DE FRAMBUESA
(ESTA CANCIÓN INSPIRÓ ESTA PEQUEÑA HISTORIA, POR FAVOR DATE UN TIEMPO Y ESCÚCHALA
¡EL VIDEO ES HERMOSO!)
(ESTA CANCIÓN INSPIRÓ ESTA PEQUEÑA HISTORIA, POR FAVOR DATE UN TIEMPO Y ESCÚCHALA
¡EL VIDEO ES HERMOSO!)
La Reina de Corazones hizo algunas tartas
en un día de verano.
El Bribón de Corazones se robó las tartas,
sin recibir castigo…
Anthony, Stear y Archie, asomaron ligeramente sus curiosas narices por la puerta de la cocina…
Los sollozos de su prima Eliza se escuchaban por toda la mansión, y pudieron verla ahí, de rodillas abrazada al regazo de su madre que trataba de consolarla, acariciando sus suaves rizos rojos.
- ¿¡Ven lo que han hecho!? ¡Hicieron llorar a su prima pequeña! – les reclamó una grave voz varonil a sus espaldas
- Pero si Eliza llora por todo… - replicó Archie. Su hermano le encajó un codazo en las costillas.
- ¡Esta, no es la manera en que se comportan tres jovencitos de bien! Robarle sus tartitas a una niña de 9 años… ¿No les da vergüenza, caballeros?
Anthony y Stear, miraron cabizbajos a George, quien lejos de su acostumbrada actitud apaciguada, con las manos empuñadas a la espalda les miraba con el ceño muy fruncido, y sus ojos pardos llenos de reproche.
No así Archie, quien con los brazos cruzados y el ceño fruncido movía la cabeza de un lado al otro.
El muchachito no se arrepentía de nada, y lo expresaba. Lo próximo que sintió el chico, fue un manotón que George le asestó en la nuca ¡para que se le quite lo resabiado!
El alto hombre de traje negro les señaló la puerta de la casa, y los tres niños salieron hacia allá, apesadumbrados.
Montaron en el automóvil como George les ordenara, y al poco rato llegaron a una tienda de abarrotes.
George les miró a los tres, extendiendo una mano con la palma abierta.
- ¿Qué? – dijeron los tres niños al mismo tiempo.
- No pensarán que yo voy a hacer la compra ¿verdad? – respondió George, levantando una ceja – El pecado es vuestro, señores; y por ende, la penitencia.
Los sollozos de su prima Eliza se escuchaban por toda la mansión, y pudieron verla ahí, de rodillas abrazada al regazo de su madre que trataba de consolarla, acariciando sus suaves rizos rojos.
- ¿¡Ven lo que han hecho!? ¡Hicieron llorar a su prima pequeña! – les reclamó una grave voz varonil a sus espaldas
- Pero si Eliza llora por todo… - replicó Archie. Su hermano le encajó un codazo en las costillas.
- ¡Esta, no es la manera en que se comportan tres jovencitos de bien! Robarle sus tartitas a una niña de 9 años… ¿No les da vergüenza, caballeros?
Anthony y Stear, miraron cabizbajos a George, quien lejos de su acostumbrada actitud apaciguada, con las manos empuñadas a la espalda les miraba con el ceño muy fruncido, y sus ojos pardos llenos de reproche.
No así Archie, quien con los brazos cruzados y el ceño fruncido movía la cabeza de un lado al otro.
El muchachito no se arrepentía de nada, y lo expresaba. Lo próximo que sintió el chico, fue un manotón que George le asestó en la nuca ¡para que se le quite lo resabiado!
El alto hombre de traje negro les señaló la puerta de la casa, y los tres niños salieron hacia allá, apesadumbrados.
Montaron en el automóvil como George les ordenara, y al poco rato llegaron a una tienda de abarrotes.
George les miró a los tres, extendiendo una mano con la palma abierta.
- ¿Qué? – dijeron los tres niños al mismo tiempo.
- No pensarán que yo voy a hacer la compra ¿verdad? – respondió George, levantando una ceja – El pecado es vuestro, señores; y por ende, la penitencia.
¡Ja!
¡Que les corten la cabeza…!
Eliza llevaba preparándolo todo desde hace días…
Y aquella mañana ¡como nunca! Se había levantado con el sol, para elaborarlo todo y que estuviera listo a la hora del “brunch”.
O al menos, eso era lo que doña Sarah Leagan, comentaba muy sonreída a la elegante matriarca, quien muy complacida acariciaba la cabeza de la pequeña pelirroja; a la que de tan mimada ya poco le faltaba para comenzar a sobajearse contra ella, como lo haría un gatito mañoso.
Madre e hija llegaron a casa de la tía abuela Elroy, que ya lo tenía todo dispuesto en el jardín, para una divertida mañana de té.
Cuando la dama quitó el paño blanco bajo el cual reposaban las deliciosas tartaletas de jalea y frambuesa que la niña Eliza había horneado; su vista y su olfato coincidieron en que debían saber tan deliciosas como se veían.
Madre, hija y tía abuela; entraron a la casa para finiquitar cualquier preparativo, y avisar a todos que el brunch sería servido en breve.
¡Hasta las mucamas sonreían conquistadas por el dulce aroma de las tartaletas de la niña Eliza! Pero, no habían sido las únicas que percibieron el aroma.
El pequeño Archie de 10 años, llamado también por el dulce olor de la golosina; se acercó a la mesa de jardín donde las habían dejado y retiró el paño.
Si el aroma ya lo tenía tentado ¡ahora mismo quedaba embelesado!
No se pudo resistir; agarró una de las tartitas y le propinó un gran mordisco.
La acidez de la frambuesa combinada con el almíbar de la jalea, hizo que sus glándulas salivares se activaran en el acto; haciendo que sintiera ese pequeño corrientazo justo debajo de las orejas… ¡Estaban deliciosas! ¿Y las había horneado Eliza? Noooo, tenía que ser mentira.
- ¡Oyeeeee, tragón! – escuchó en un susurro exaltado, y miró hacia un costado.
A varios metros de él, ocultos tras un muro, su hermano Stear, de 12 años, le hacía señas de que volviera pronto mientras su primo Anthony, de 11, le enseñaba un puño, con el ceño fruncido.
¡Sus cómplices le esperaban ansiosos! Y no les hacía ni tantita gracia verlo tragándose él solo el preciado botín.
Archie se metió toda la tartita a la boca, llenándose las mejillas como un sapo, y, mirando a todos lados, tomó la bandeja y salió corriendo hacia el taller de su hermano mayor.
- ¡Mmmm…! – Stear sintió el mismo delicioso corrientazo que le exprimió las glándulas apenas dio el primer mordisco.
- ¡Están súper ricas! – exclamó Anthony chupándose sonoramente los dedos llenos de jalea y azúcar impalpable.
- ¡Coda máh rica poh dióh…! – alcanzó a balbucear Archie, con la boca repleta de golosina – No puedo creer que las haya hecho Eliza sola ¡Es que me casaba yo con ella…!
Anthony y Stear se quedaron con las bocas abiertas y las tartaletas en el aire, a punto de darles una mordida. Voltearon a mirar al niño, incrédulos y asombrados ante su última aseveración.
- ¡Ah! Es broma, es broma… - respondió el niño agitando una mano; y procedieron los tres a seguir devorando las deliciosas tartaletas, repletas de jalea.
- ¡Lo sabía!
La firme exclamación hizo que los tres niños se estremecieran y Stear dejara caer al suelo la deliciosa tartaleta, que se partió en cuatro partes, esparciendo la jalea en el piso y haciendo rodar por ahí las frambuesas que la coronaban.
- ¡Mi tartita! – gimió el chico de gafas.
- ¡George! – exclamó Anthony, intentando esconder la golosina que disfrutaba.
- ¡Fueron ellos! – dijo Archie, señalándolos; con la cara aún llena de azúcar impalpable.
- ¡¡ARCHIE!! – exclamaron al mismo tiempo los otros dos.
- Señores… - dijo George con los brazos cruzados – Han cometido una falta imperdonable, y la van a reparar ¡Caminando, vamos!
Y aquella mañana ¡como nunca! Se había levantado con el sol, para elaborarlo todo y que estuviera listo a la hora del “brunch”.
O al menos, eso era lo que doña Sarah Leagan, comentaba muy sonreída a la elegante matriarca, quien muy complacida acariciaba la cabeza de la pequeña pelirroja; a la que de tan mimada ya poco le faltaba para comenzar a sobajearse contra ella, como lo haría un gatito mañoso.
Madre e hija llegaron a casa de la tía abuela Elroy, que ya lo tenía todo dispuesto en el jardín, para una divertida mañana de té.
Cuando la dama quitó el paño blanco bajo el cual reposaban las deliciosas tartaletas de jalea y frambuesa que la niña Eliza había horneado; su vista y su olfato coincidieron en que debían saber tan deliciosas como se veían.
Madre, hija y tía abuela; entraron a la casa para finiquitar cualquier preparativo, y avisar a todos que el brunch sería servido en breve.
¡Hasta las mucamas sonreían conquistadas por el dulce aroma de las tartaletas de la niña Eliza! Pero, no habían sido las únicas que percibieron el aroma.
El pequeño Archie de 10 años, llamado también por el dulce olor de la golosina; se acercó a la mesa de jardín donde las habían dejado y retiró el paño.
Si el aroma ya lo tenía tentado ¡ahora mismo quedaba embelesado!
No se pudo resistir; agarró una de las tartitas y le propinó un gran mordisco.
La acidez de la frambuesa combinada con el almíbar de la jalea, hizo que sus glándulas salivares se activaran en el acto; haciendo que sintiera ese pequeño corrientazo justo debajo de las orejas… ¡Estaban deliciosas! ¿Y las había horneado Eliza? Noooo, tenía que ser mentira.
- ¡Oyeeeee, tragón! – escuchó en un susurro exaltado, y miró hacia un costado.
A varios metros de él, ocultos tras un muro, su hermano Stear, de 12 años, le hacía señas de que volviera pronto mientras su primo Anthony, de 11, le enseñaba un puño, con el ceño fruncido.
¡Sus cómplices le esperaban ansiosos! Y no les hacía ni tantita gracia verlo tragándose él solo el preciado botín.
Archie se metió toda la tartita a la boca, llenándose las mejillas como un sapo, y, mirando a todos lados, tomó la bandeja y salió corriendo hacia el taller de su hermano mayor.
- ¡Mmmm…! – Stear sintió el mismo delicioso corrientazo que le exprimió las glándulas apenas dio el primer mordisco.
- ¡Están súper ricas! – exclamó Anthony chupándose sonoramente los dedos llenos de jalea y azúcar impalpable.
- ¡Coda máh rica poh dióh…! – alcanzó a balbucear Archie, con la boca repleta de golosina – No puedo creer que las haya hecho Eliza sola ¡Es que me casaba yo con ella…!
Anthony y Stear se quedaron con las bocas abiertas y las tartaletas en el aire, a punto de darles una mordida. Voltearon a mirar al niño, incrédulos y asombrados ante su última aseveración.
- ¡Ah! Es broma, es broma… - respondió el niño agitando una mano; y procedieron los tres a seguir devorando las deliciosas tartaletas, repletas de jalea.
- ¡Lo sabía!
La firme exclamación hizo que los tres niños se estremecieran y Stear dejara caer al suelo la deliciosa tartaleta, que se partió en cuatro partes, esparciendo la jalea en el piso y haciendo rodar por ahí las frambuesas que la coronaban.
- ¡Mi tartita! – gimió el chico de gafas.
- ¡George! – exclamó Anthony, intentando esconder la golosina que disfrutaba.
- ¡Fueron ellos! – dijo Archie, señalándolos; con la cara aún llena de azúcar impalpable.
- ¡¡ARCHIE!! – exclamaron al mismo tiempo los otros dos.
- Señores… - dijo George con los brazos cruzados – Han cometido una falta imperdonable, y la van a reparar ¡Caminando, vamos!
El Rey de Corazones supo de las tartas,
y castigó al Bribón donde más le dolió…
Los niños, que nunca han sido desobedientes, entendieron que habían sido descubiertos en su travesura, y ya se imaginaban el castigo que les esperaba.
Anthony, inconscientemente ya hasta se iba sobando un glúteo; como sintiendo por anticipado las terribles nalgadas que les propinaría la tía abuela por su malcriadez.
George, que les conducía hasta dentro de la casa; de cuando en cuando tenía que tirar de alguna manga al ver que alguno de los niños, temeroso del castigo, se quedaba rezagado.
Así, ni bien entraban; los tres niños pudieron escuchar los llantos de su prima, y las voces de la madre de esta y su tía Elroy, tratando de consolar a la pequeña. Mientras su hermano, en un extremo de la cocina, chupaba terrones de azúcar, introduciéndose varios de ellos a los bolsillos, aprovechando que nadie lo miraba.
Al ver la dramática escena, se sintieron mal en serio… bien, al menos Stear y Anthony, sí.
Ahora, los tres estaban dentro de aquel auto, afuera de aquella tienda de abarrotes donde George les había llevado para “reparar su falta”.
Anthony, inconscientemente ya hasta se iba sobando un glúteo; como sintiendo por anticipado las terribles nalgadas que les propinaría la tía abuela por su malcriadez.
George, que les conducía hasta dentro de la casa; de cuando en cuando tenía que tirar de alguna manga al ver que alguno de los niños, temeroso del castigo, se quedaba rezagado.
Así, ni bien entraban; los tres niños pudieron escuchar los llantos de su prima, y las voces de la madre de esta y su tía Elroy, tratando de consolar a la pequeña. Mientras su hermano, en un extremo de la cocina, chupaba terrones de azúcar, introduciéndose varios de ellos a los bolsillos, aprovechando que nadie lo miraba.
Al ver la dramática escena, se sintieron mal en serio… bien, al menos Stear y Anthony, sí.
Ahora, los tres estaban dentro de aquel auto, afuera de aquella tienda de abarrotes donde George les había llevado para “reparar su falta”.
¡Ja!
¡Que les corten la cabeza…!
- ¡Pero yo no tengo plata! – exclamó Archie, inflando las mejillas enojado.
- ¡Vamos! – exigió George – o Madame Elroy sabrá de su pésimo comportamiento.
Stear comenzó a hurgar en sus bolsillos sacando de estos: unas cuantas monedas, un billete chico y un chicle… que volvió a recoger de inmediato.
Haciendo muecas, Archie hizo lo mismo. El resultado no fue mejor.
- Están de broma ¿verdad? – dijo George - ¡Esto no alcanza ni para media libra de harina!
- Anthony, falta tu parte… - dijo Stear. El chico rubio metió la mano al bolsillo y lo que salió de ahí tampoco complació a George.
- ¡Anthony por favor…! – rogó Stear.
- ¡No tengo nada más, Stear!
- ¡Mentira! – exclamó Archie – la tía abuela recién nos dio lo de la semana ¡Y tú nunca gastas en nada!
- ¿¡Y entonces por qué ustedes no tienen!?
- ¿Ya te olvidaste de las mancuernas que me compré para el traje que usaré en el cumpleaños de la tía?- dijo Archie - ¡No fueron baratas, primo!
- Yo necesité comprar unas piezas que me hicieron falta, para terminar de armar mi radio de onda corta… Me quedé sin blanca.
- ¡Ah, por cierto! ¿Qué, no te acababa de enviar tu papá la mesada del mes? –preguntó Archie, suspicaz.
- Pero… pero, eso es para mis gastos ¡No para acomodar sus entuertos!
- ¡Te recuerdo que tú también te tragaste las tartaletas! – exclamó Archie.
- ¡¡Siempre todo es culpa tuya, Archibald!! – gritó Anthony.
George comenzaba a perder la paciencia.
- ¡Cállense, los dos! – exclamó Stear – pronto será la hora del almuerzo…
- El almuerzo se servirá hoy a las 3 pm, porque hay brunch… o bueno, había ¿no es así, jóvenes? – dijo George.
- Anthony, por favor… tú siempre tienes tu guardadito…
- Pues sí Stear, pero es para mis gastos; yo necesito maceteros y los pesticidas que uso no son baratos…
- ¡Nuestra próxima mesada será toda tuya! – exclamó Stear – pero por favor, ¡colabora!
- ¿¡Qué!? ¿¡Encima que fue el que más tragó, voy a tener que darle mi dinero…!?
- ¡Ya Archie! ¿Qué no ves que lo que hicimos estuvo mal? Todos debemos pagar por ello, y si Anthony nos saca de este aprieto ahora, lo justo es que le compensemos después.
Anthony miró a sus primos; Stear le suplicaba juntando sus manitos, y Archie al final hizo un fastidiado gesto afirmativo. Entregaría su mesada ¡pero sólo por esta vez!
Al niño rubio sacó su billetera, y un hermoso billete de 10 dólares brilló ante los ojos de sus primos. Era la mesada del mes que su padre le enviaba.
- Ten George – dijo el niño con gesto fúnebre extendiendo el billete – cógelo, antes de que me arrepienta.
George, volvió luego de unos minutos, con sendas bolsas de papel café donde venía todo lo necesario.
Volvieron a la mansión, pero George introdujo el automóvil por otro lado; por donde se entraba a los apartamentos de los empleados.
Abrió las portezuelas para que bajaran del auto y les entregó las bolsas para que las cargaran, conduciéndoles luego a uno de los apartamentos donde tocó fuertemente la puerta.
- ¡Buenos días! – exclamó sonriente, el anciano de barba y lentes que les abrió – Pasen adelante por favor. Están en su casa.
- Buenos días Sr. Wittmann… - respondieron los tres muchachitos, cabizbajos.
- La cocina es por aquí… - les indicó, haciéndoles entrar a un espacio sumamente pequeño, pero que contaba con todo lo necesario.
-¿Y bien? – dijo Archie - ¿Quién las va a hacer?
- ¡Tú mismo! – dijo George, mientras le ponía enfrente un batidor de varillas.
El jovencito abrió mucho los ojos, entendiéndolo todo.
- Ya comieron y disfrutaron de algo que no les pertenecía. Además, causaron sufrimiento y caos dentro de su hogar. Pagar, en dinero, no es suficiente. Ustedes, jóvenes, van a devolver a la señorita Eliza Leagan, hasta la última de las tartaletas que se comieron sin permiso.
- ¿¡Quéééé!? – Exclamó Archie - ¿Encima tenemos que ponernos a cocinar? ¡Pero por qué no simplemente las compramos en la pastelería!
- Porque las tartaletas que ustedes robaron, no las compraron en una pastelería – respondió George – según tengo entendido la señorita Eliza está levantada desde muy temprano elaborándolas, por lo tanto no sería justo que su esfuerzo y dedicación, sean malbaratados de manera tan vil.
- Pero, George… - dijo Anthony con tono lánguido – por favor sé razonable ¡nosotros no sabemos cocinar!
- No es tan complicado. – dijo Wittmann, sonriente – no se preocupen señoritos; yo les ayudaré.
- Los dejo en tus manos, Wittmann; pero no permitas que se te cuelguen. Los jóvenes señores tienen que aprender que todos sus actos tienen consecuencias; y que deben saber afrontarlas con dignidad…
- Tranquilo George – le cortó el buen hombre, palmeándole un hombro - yo sé lo que tengo que hacer con ellos. Vete tranquilo.
El elegante caballero de negro se retiró entonces, confiado en que el Sr. Wittmann se ocuparía de todo ¡y lo hizo!
- Muy bien, niños – dijo Wittmann – Anthony, coge la harina, en ese tazón ve poniendo dos tazas… Stear, destapa la jalea y colócala en ese cazo para que esté a temperatura ambiente. Archie tú trae los huevos ¡Vamos a comenzar!
Pronto los chicos estuvieron en un total despropósito de ingredientes derramados, y uno que otro plato roto.
Anthony se hacía nudos con el batidor, mientras Stear estaba de harina hasta el pelo, y Archie recibía regaños cada 5 minutos, por echar a perder un huevo, o estar comiéndose las frambuesas.
Pero todos seguían concienzudamente las indicaciones del amable jardinero.
Ya Stear se picaba por enésima vez los dedos con un cuchillo, o Archie se los aplastaba con el rodillo de aplanar. Anthony casi se queda sin manos cuando intentaba encender el horno; y mejor ni hablar de su ropa ¡sus mejores trajes de domingo! Echados a perder llenos de jalea, harina y hollín.
Wittmann, desde un extremo, los observaba entre espantado y divertido; suspirando aliviado cuando vio las tartaletas intactas salir del horno, y a los niños muy juiciosos terminando el trabajo.
Stear colocaba una cucharada de jalea a cada una, mientras Anthony iba colocando las frambuesas después; y Archie al final, ayudado de un tamizador, iba espolvoreando la impalpable.
Justo cuando George entraba por la puerta, Anthony colocaba la última tartita dentro de la bandeja.
Pero todavía no estaba todo dicho; se veían muy bonitas ¡idénticas a las que Eliza había llevado! Y todo olía muy rico; pero todavía faltaba saber qué tal estaban de sabor.
Wittmann se ofreció de catador.
Archie tomó una tartaleta entre sus manos y, con total seriedad se la presentó al anciano con una ligera reverencia.
Wittmann la tomó, y se acomodó los lentes; como para poder verla mejor.
La inspeccionó por todos lados, y sonrió complacido al ver que les habían quedado perfectas; pero el momento de la verdad había llegado; se la llevó a la boca sin miedo, dándole un buen mordisco.
Mientras el hombre masticaba y saboreaba, los niños lo miraban fijamente muriendo de la expectación.
Pero todo fue gritos de júbilo cuando, luego de haber pasado el bocado, el hombre les miró sonriendo, dedicándoles un “pulgar arriba”.
Cuando George los devolvió a la mansión, ya casi era la hora de servir el almuerzo; pero con toda la “desgracia” que estaba viviendo Eliza, nadie había notado su ausencia.
Subieron, se ducharon, se cambiaron, y cuando bajaron al jardín se toparon con el espectáculo de Eliza dando brincos de alegría porque “mágicamente” sus tartaletas habían vuelto al mismo sitio de donde habían desparecido.
Ni siquiera la tía abuela podía explicarse qué había sucedido. Habían buscado la bandeja por toda la casa, pero claro, jamás se le ocurrió pensar que sus queridos niños fueran los responsables.
Los chicos se miraron entre ellos, sonriendo aliviados. No la habían librado del todo, pero por esta vez, no les castigarían.
Al final de la comida, todos alabaron las deliciosas tartaletas de jalea y frambuesa que había hecho la pequeña Eliza, a la que ya casi parecía brotarle una aureola de lo angelical que lucía.
- ¡Bah, tanto revuelo por unas miserables galletas con mermelada que ni siquiera estaban tan buenas…! - renegó Neil, aburrido de ver que las golosinas seguían siendo el tema de la tarde.
- ¿Acaso a ti no te gustaron? – preguntó Archie, honestamente, un poquito ofendido – ¡Sí estaban buenas! ¿no crees?
- Sí, sí, a mí siempre me han gustado pero ¡ya, hasta qué horas lo mismo!
- Bueno, es que ya sabes – dijo Stear sobándose los dedos llenos de curitas – es complicado hacerlas… digo, debe serlo, supongo yo; tu hermana tuvo que haberse esforzado muchísimo.
- ¿Quién, Eliza? Jajajajaja- los muchachos se sorprendieron de la carcajada del muchacho - ¿En serio ustedes también creen que mi hermana despertó al amanecer y las hizo ella? ¡Por favor!
- ¿¡Y acaso no era así!? – exclamó Anthony.
- ¡Ay pero por supuesto que no! – respondió Neil – mi hermana se levantó pasadas las 10 ¡como siempre! Es más, mi madre tuvo que ir a levantarla porque Eliza no se para sola ni de casualidad. Esas tartaletas las compramos en la pastelería francesa del centro, cuando veníamos de camino… ah pero, no le vayan a decir a nadie que yo les dije eso ¿eh? ¡Me meterían en un lío!... mi hermana cocinando jajajaja ¡Esa sí estuvo buena!...
Neil se alejó por el jardín, riendo aún de la inocencia de sus primos.
Estaba bien si la tía Elroy se creía tamaña mentirota ¿pero sus primos? Francamente, los creía más inteligentes.
- No puede ser… - gimoteó Anthony - ¡fuimos vilmente engañados!
- Yo le dije a George que debíamos comprarlas en la pastelería… - dijo Archie haciendo un puchero.
- Y yo que me malogré mis manitos… ¡ojalá no quede lisiado de por vida! – exclamó Stear.
- Hermano, no seas dramático…
- ¡Todo es tu culpa Archie! ¡Tú y tus maravillosas ideas!
- ¡A ver, a ver… que no comí yo solo! ¿Ya?
- “Robemos las tartaletas” dijiste, “será divertido” dijiste, “no va a pasar nada” dijiste…
- ¡Nos gastamos el dinero de todo el mes! – gimió Anthony a punto del llanto – de todo el mes ¡Mi mesadaaaaaaa!
Mientras Stear y Archie seguían alegando a los gritos, y Anthony lloraba como si alguien se hubiera muerto; lograban ver a lo lejos a su prima Eliza, que saltaba y daba vueltas haciendo batir su vestidito de nido de abeja, absolutamente feliz.
Y Stear no podía dejar de sorprenderse, de la capacidad que puede tener una niña como Eliza de salirse con la suya, incluso cuando ni siquiera lo estaba buscando.
En ese momento los tres primos hicieron un pacto, que seguramente más adelante alguno de ellos rompería (Archie, con total seguridad), de no volver a robarse las tartaletas de nadie ¡nunca más!
- ¡Vamos! – exigió George – o Madame Elroy sabrá de su pésimo comportamiento.
Stear comenzó a hurgar en sus bolsillos sacando de estos: unas cuantas monedas, un billete chico y un chicle… que volvió a recoger de inmediato.
Haciendo muecas, Archie hizo lo mismo. El resultado no fue mejor.
- Están de broma ¿verdad? – dijo George - ¡Esto no alcanza ni para media libra de harina!
- Anthony, falta tu parte… - dijo Stear. El chico rubio metió la mano al bolsillo y lo que salió de ahí tampoco complació a George.
- ¡Anthony por favor…! – rogó Stear.
- ¡No tengo nada más, Stear!
- ¡Mentira! – exclamó Archie – la tía abuela recién nos dio lo de la semana ¡Y tú nunca gastas en nada!
- ¿¡Y entonces por qué ustedes no tienen!?
- ¿Ya te olvidaste de las mancuernas que me compré para el traje que usaré en el cumpleaños de la tía?- dijo Archie - ¡No fueron baratas, primo!
- Yo necesité comprar unas piezas que me hicieron falta, para terminar de armar mi radio de onda corta… Me quedé sin blanca.
- ¡Ah, por cierto! ¿Qué, no te acababa de enviar tu papá la mesada del mes? –preguntó Archie, suspicaz.
- Pero… pero, eso es para mis gastos ¡No para acomodar sus entuertos!
- ¡Te recuerdo que tú también te tragaste las tartaletas! – exclamó Archie.
- ¡¡Siempre todo es culpa tuya, Archibald!! – gritó Anthony.
George comenzaba a perder la paciencia.
- ¡Cállense, los dos! – exclamó Stear – pronto será la hora del almuerzo…
- El almuerzo se servirá hoy a las 3 pm, porque hay brunch… o bueno, había ¿no es así, jóvenes? – dijo George.
- Anthony, por favor… tú siempre tienes tu guardadito…
- Pues sí Stear, pero es para mis gastos; yo necesito maceteros y los pesticidas que uso no son baratos…
- ¡Nuestra próxima mesada será toda tuya! – exclamó Stear – pero por favor, ¡colabora!
- ¿¡Qué!? ¿¡Encima que fue el que más tragó, voy a tener que darle mi dinero…!?
- ¡Ya Archie! ¿Qué no ves que lo que hicimos estuvo mal? Todos debemos pagar por ello, y si Anthony nos saca de este aprieto ahora, lo justo es que le compensemos después.
Anthony miró a sus primos; Stear le suplicaba juntando sus manitos, y Archie al final hizo un fastidiado gesto afirmativo. Entregaría su mesada ¡pero sólo por esta vez!
Al niño rubio sacó su billetera, y un hermoso billete de 10 dólares brilló ante los ojos de sus primos. Era la mesada del mes que su padre le enviaba.
- Ten George – dijo el niño con gesto fúnebre extendiendo el billete – cógelo, antes de que me arrepienta.
George, volvió luego de unos minutos, con sendas bolsas de papel café donde venía todo lo necesario.
Volvieron a la mansión, pero George introdujo el automóvil por otro lado; por donde se entraba a los apartamentos de los empleados.
Abrió las portezuelas para que bajaran del auto y les entregó las bolsas para que las cargaran, conduciéndoles luego a uno de los apartamentos donde tocó fuertemente la puerta.
- ¡Buenos días! – exclamó sonriente, el anciano de barba y lentes que les abrió – Pasen adelante por favor. Están en su casa.
- Buenos días Sr. Wittmann… - respondieron los tres muchachitos, cabizbajos.
- La cocina es por aquí… - les indicó, haciéndoles entrar a un espacio sumamente pequeño, pero que contaba con todo lo necesario.
-¿Y bien? – dijo Archie - ¿Quién las va a hacer?
- ¡Tú mismo! – dijo George, mientras le ponía enfrente un batidor de varillas.
El jovencito abrió mucho los ojos, entendiéndolo todo.
- Ya comieron y disfrutaron de algo que no les pertenecía. Además, causaron sufrimiento y caos dentro de su hogar. Pagar, en dinero, no es suficiente. Ustedes, jóvenes, van a devolver a la señorita Eliza Leagan, hasta la última de las tartaletas que se comieron sin permiso.
- ¿¡Quéééé!? – Exclamó Archie - ¿Encima tenemos que ponernos a cocinar? ¡Pero por qué no simplemente las compramos en la pastelería!
- Porque las tartaletas que ustedes robaron, no las compraron en una pastelería – respondió George – según tengo entendido la señorita Eliza está levantada desde muy temprano elaborándolas, por lo tanto no sería justo que su esfuerzo y dedicación, sean malbaratados de manera tan vil.
- Pero, George… - dijo Anthony con tono lánguido – por favor sé razonable ¡nosotros no sabemos cocinar!
- No es tan complicado. – dijo Wittmann, sonriente – no se preocupen señoritos; yo les ayudaré.
- Los dejo en tus manos, Wittmann; pero no permitas que se te cuelguen. Los jóvenes señores tienen que aprender que todos sus actos tienen consecuencias; y que deben saber afrontarlas con dignidad…
- Tranquilo George – le cortó el buen hombre, palmeándole un hombro - yo sé lo que tengo que hacer con ellos. Vete tranquilo.
El elegante caballero de negro se retiró entonces, confiado en que el Sr. Wittmann se ocuparía de todo ¡y lo hizo!
- Muy bien, niños – dijo Wittmann – Anthony, coge la harina, en ese tazón ve poniendo dos tazas… Stear, destapa la jalea y colócala en ese cazo para que esté a temperatura ambiente. Archie tú trae los huevos ¡Vamos a comenzar!
Pronto los chicos estuvieron en un total despropósito de ingredientes derramados, y uno que otro plato roto.
Anthony se hacía nudos con el batidor, mientras Stear estaba de harina hasta el pelo, y Archie recibía regaños cada 5 minutos, por echar a perder un huevo, o estar comiéndose las frambuesas.
Pero todos seguían concienzudamente las indicaciones del amable jardinero.
Ya Stear se picaba por enésima vez los dedos con un cuchillo, o Archie se los aplastaba con el rodillo de aplanar. Anthony casi se queda sin manos cuando intentaba encender el horno; y mejor ni hablar de su ropa ¡sus mejores trajes de domingo! Echados a perder llenos de jalea, harina y hollín.
Wittmann, desde un extremo, los observaba entre espantado y divertido; suspirando aliviado cuando vio las tartaletas intactas salir del horno, y a los niños muy juiciosos terminando el trabajo.
Stear colocaba una cucharada de jalea a cada una, mientras Anthony iba colocando las frambuesas después; y Archie al final, ayudado de un tamizador, iba espolvoreando la impalpable.
Justo cuando George entraba por la puerta, Anthony colocaba la última tartita dentro de la bandeja.
Pero todavía no estaba todo dicho; se veían muy bonitas ¡idénticas a las que Eliza había llevado! Y todo olía muy rico; pero todavía faltaba saber qué tal estaban de sabor.
Wittmann se ofreció de catador.
Archie tomó una tartaleta entre sus manos y, con total seriedad se la presentó al anciano con una ligera reverencia.
Wittmann la tomó, y se acomodó los lentes; como para poder verla mejor.
La inspeccionó por todos lados, y sonrió complacido al ver que les habían quedado perfectas; pero el momento de la verdad había llegado; se la llevó a la boca sin miedo, dándole un buen mordisco.
Mientras el hombre masticaba y saboreaba, los niños lo miraban fijamente muriendo de la expectación.
Pero todo fue gritos de júbilo cuando, luego de haber pasado el bocado, el hombre les miró sonriendo, dedicándoles un “pulgar arriba”.
Cuando George los devolvió a la mansión, ya casi era la hora de servir el almuerzo; pero con toda la “desgracia” que estaba viviendo Eliza, nadie había notado su ausencia.
Subieron, se ducharon, se cambiaron, y cuando bajaron al jardín se toparon con el espectáculo de Eliza dando brincos de alegría porque “mágicamente” sus tartaletas habían vuelto al mismo sitio de donde habían desparecido.
Ni siquiera la tía abuela podía explicarse qué había sucedido. Habían buscado la bandeja por toda la casa, pero claro, jamás se le ocurrió pensar que sus queridos niños fueran los responsables.
Los chicos se miraron entre ellos, sonriendo aliviados. No la habían librado del todo, pero por esta vez, no les castigarían.
Al final de la comida, todos alabaron las deliciosas tartaletas de jalea y frambuesa que había hecho la pequeña Eliza, a la que ya casi parecía brotarle una aureola de lo angelical que lucía.
- ¡Bah, tanto revuelo por unas miserables galletas con mermelada que ni siquiera estaban tan buenas…! - renegó Neil, aburrido de ver que las golosinas seguían siendo el tema de la tarde.
- ¿Acaso a ti no te gustaron? – preguntó Archie, honestamente, un poquito ofendido – ¡Sí estaban buenas! ¿no crees?
- Sí, sí, a mí siempre me han gustado pero ¡ya, hasta qué horas lo mismo!
- Bueno, es que ya sabes – dijo Stear sobándose los dedos llenos de curitas – es complicado hacerlas… digo, debe serlo, supongo yo; tu hermana tuvo que haberse esforzado muchísimo.
- ¿Quién, Eliza? Jajajajaja- los muchachos se sorprendieron de la carcajada del muchacho - ¿En serio ustedes también creen que mi hermana despertó al amanecer y las hizo ella? ¡Por favor!
- ¿¡Y acaso no era así!? – exclamó Anthony.
- ¡Ay pero por supuesto que no! – respondió Neil – mi hermana se levantó pasadas las 10 ¡como siempre! Es más, mi madre tuvo que ir a levantarla porque Eliza no se para sola ni de casualidad. Esas tartaletas las compramos en la pastelería francesa del centro, cuando veníamos de camino… ah pero, no le vayan a decir a nadie que yo les dije eso ¿eh? ¡Me meterían en un lío!... mi hermana cocinando jajajaja ¡Esa sí estuvo buena!...
Neil se alejó por el jardín, riendo aún de la inocencia de sus primos.
Estaba bien si la tía Elroy se creía tamaña mentirota ¿pero sus primos? Francamente, los creía más inteligentes.
- No puede ser… - gimoteó Anthony - ¡fuimos vilmente engañados!
- Yo le dije a George que debíamos comprarlas en la pastelería… - dijo Archie haciendo un puchero.
- Y yo que me malogré mis manitos… ¡ojalá no quede lisiado de por vida! – exclamó Stear.
- Hermano, no seas dramático…
- ¡Todo es tu culpa Archie! ¡Tú y tus maravillosas ideas!
- ¡A ver, a ver… que no comí yo solo! ¿Ya?
- “Robemos las tartaletas” dijiste, “será divertido” dijiste, “no va a pasar nada” dijiste…
- ¡Nos gastamos el dinero de todo el mes! – gimió Anthony a punto del llanto – de todo el mes ¡Mi mesadaaaaaaa!
Mientras Stear y Archie seguían alegando a los gritos, y Anthony lloraba como si alguien se hubiera muerto; lograban ver a lo lejos a su prima Eliza, que saltaba y daba vueltas haciendo batir su vestidito de nido de abeja, absolutamente feliz.
Y Stear no podía dejar de sorprenderse, de la capacidad que puede tener una niña como Eliza de salirse con la suya, incluso cuando ni siquiera lo estaba buscando.
En ese momento los tres primos hicieron un pacto, que seguramente más adelante alguno de ellos rompería (Archie, con total seguridad), de no volver a robarse las tartaletas de nadie ¡nunca más!
El Bribón de Corazones devolvió las tartas,
Y juró que no volvería a robar.
Que les corten la cabeza…
Gracias por leer...