AZUL
Albert Andrew se dio vuelta por millonésima vez en su cama aquella noche; no había logrado conciliar el sueño pero no sentía el sopor del insomnio sobre sí.
La tía, hace semanas que recibía medicamento para los nervios; incluso a veces, según le había comentado Dorothy, la dormían con sedantes recetados… quizá él ha debito tomarse un par también.
Sus ojos celestes de posaron sobre el reloj de su buró, faltaba poco para las 6 am.
Se incorporó y miró a su alrededor… Esa sería la última vez que miraría esa habitación.
Pensar que, antes, la odiaba; porque lo obligaban a pasar metido en ella estudiando y preparándose para ser algo que jamás quiso.
Ahora, que sabía que no volvería a estar en ella, le dolía. Sentía que no podía seguir ahí.
Se levantó de la cama y sus pies sintieron el frío del piso, muy muy frío. Se apropió de la colcha y se la colocó sobre los hombros.
Quería salir, quería pensar ¡no quería seguir ahí dentro!
Se envolvió en la colcha y salió del cuarto. Bajó las escaleras, buscó la puerta de salida.
Las mucamas ya habían despertado, y envolvían en hojas de periódico la preciada cristalería de la Sra. Elroy para meterla en cajas de mudanza.
Le vieron salir, pero no alcanzaron ni a saludarle; se quedaron con el “buenos días, señor” en la garganta, cuando se dieron cuenta de que salía en pantuflas y en pijama, llevando la colcha de la cama como si fuera una capa.
Se miraron entre ellas, y una se apresuró a cerrar la puerta que el Sr. William había dejado abierta, viéndolo alejarse por la propiedad, internándose en el prado hasta llegar a los árboles.
Entre los árboles, pausó su andar; sus pasos se volvieron lentos, mientras Albert observaba a su alrededor, como reconociendo el sitio; y de hecho, así era.
Era en ese mismo bosque, donde había aprendido a amar la naturaleza.
Habiéndose criado ahí durante su infancia y gran parte de su adolescencia; llegó a saber y a entender totalmente, la importancia de la naturaleza y las maravillas que guarda para nosotros, si sabemos amarla como se merece.
Allá, todavía estaban las rocas, donde solía sentarse con su hermana a leer alguna historia.
Por ahí, cerca del riachuelo; les encantaba hacer picnic.
Llegó a un árbol específico, y posó su mano sobre él, acariciando unas muescas en la corteza.
Ahí era donde George le medía su estatura cuando era pequeño…
Desde donde se encontraba, podía escuchar el discurrir de aquel correntoso río del cual rescató a Candy.
Tantos recuerdos; tanto amor guardado en ese lugar. En ese bosque, en ese lago. Y ahora, tenían que decirle adiós a todo.
Así estaban las cosas; la guerra no solo se había llevado a uno de sus queridos sobrinos y a varios de sus amigos; sino que también había obligado a todo el país a entrar en una etapa de quiebre económico, completamente ineludible; y por supuesto, las empresas Andrew no fueron la excepción.
Lo que quedaba ahora era vender la propiedad, para tratar de salvar algo del capital para agenciarle a la tía Elroy una vejez tranquila y, quizás, de ser posible, empezar de nuevo en algún momento.
Llegó hasta el lago y se quedó ahí, mirando la superficie límpida y quieta de aquel gran lago que terminaba en parte de su propiedad.
Se maravilló, a pesar de todo, de ese color tan azul, que apenas si soltaba alguna onda cuando la brisa soplaba.
Sus ojos buscaron el cielo; azul celeste, y claro. No tenía nada de raro, acababa de amanecer, pero de alguna manera le sorprendía a él que, a pesar de toda la desgracia que dejó tras de sí la guerra, y a pesar de la pobreza que comienza a cernirse en el país, el cielo siga siendo tan inmensa e inmutablemente, azul.
“No hay blanco y negro en el azul…” pensó Albert.
Sí; el mundo era blanco y negro, la gente lo era también a veces. Ahora especialmente, todo era blanco y negro; o era bueno o era malo… más malo que bueno. No había matices, no había posibilidades, no había opciones. Todo era o esto o lo otro.
¿Por qué no podía todo ser azul, como el cielo?
Sin pensarlo mucho, se tiró al piso y se quedó mirando hacia arriba.
¡Le pareció en ese instante que nunca había visto un cielo más azul!
Le parecía que, si levantaba la mano, podía tocarlo y estar más cerca de él… Había algo acerca de ese azul, que lo maravillaba…
Solo con ese pequeño acto, de clavar sus pupilas, tan azules como el cielo que estaban mirando; se sintió de cierta manera, un poco más libre… Libre.
¡Cómo extrañaba esa sensación!
La sensación de que el mundo le pertenecía solamente porque se le permitía recorrerlo.
Había vuelto a su hogar; por voluntad propia, a ocuparse de una vez por todas de todos los asuntos que le habían heredado sin él pedirlo. Responsabilidades, que habían sido la carga obligatoria de alguien de la familia, durante generaciones.
Él nunca quiso; siempre lo supo, nunca le interesó. Pero volvió, porque no le quedaba de otra; porque había gente que dependía de que él hiciera lo que, por obligación, le tocaba.
Cuando vio que las cosas se le iban de las manos, que las empresas caían sin que él pudiera hacer nada ¡Se sintió tan inútil!
De algún modo sabía que no era su culpa, que era la situación mundial la que estaba llevándoselo todo, y que la suya, no era la única familia norteamericana que estaba perdiéndolo todo, a causa de la guerra. Pero eso, no impidió que él sintiera, una vez más, que había fallado… como cuando murió Anthony. Como cuando perdió a Stear…
Había sido su culpa, simplemente por no estar ahí. Pero ¿qué habría cambiado de haber estado? ¿Su presencia, habría cambiado en algo las cosas? Seguro que de nada.
Ahora se preguntaba ¿de qué había servido haber dado la espalda a todo lo que amaba y necesitaba en su vida, si de todas maneras todo se estaba viniendo abajo?
No pudo hallar una respuesta. Qué gracioso, no poder responder a su propia pregunta.
La luz del sol comenzó a teñir de haces dorados todo el cielo, y estos caían entre las copas de los árboles, como una lluvia de luz, que lo bañaba todo. Albert ya no sentía tanto frío.
Se levantó, dejando ahí tirada la colcha con la que se había envuelto, y caminó de vuelta a la que pronto, ya no sería su casa.
En pocas horas llegarían los camiones de mudanza, que los llevarían a la casa de la ciudad, que también estaba siendo ofrecida ya a la venta.
Tenía un plan que medio había comentado a George: después de que la casa de Chicago fuera vendida, se mudaría a la tía a la villa en la Florida.
Quizá a ella le gustara la idea; talvez le haría bien el aire de la playa.… ¡Ah, tenía tanto en qué pensar! Y mucho que arreglar todavía.
Fue doloroso ver cómo la casa de Lakewood era vaciada poco a poco; igualmente doloroso, verla completamente vacía, a excepción de algunos de los muebles antiguos que habían sido vendidos con la propiedad. Pero lo peor fue marcharse.
Varias veces Albert se había marchado de esa misma casa, sin siquiera voltearse a mirar lo que dejaba detrás.
Pero ahora mismo; simplemente no podía mirar hacia enfrente; no podía dejar de mirar por el parabrisas trasero, como iban quedando atrás el portal, los hermosos rosales de su hermana, que cuidara su hijo Anthony con sus propias manos.
El automóvil pasó por la puerta de piedra con el logotipo familiar; sintió que se le aguaban los ojos pensando en que, si se diera el milagro de que Stear volviera algún día, ya no sabría dónde encontrarlos porque ya nadie de la familia iba a estar ahí.
Un sollozo de su tía Elroy, lo obligó a mantener la compostura.
- Tranquila tía, descanse… - le dijo a la anciana que todavía no se recuperaba del todo de los sedantes.
Elroy lo miraba largamente, dolorosamente, como si quisiera decirle algo. Pero volvía el rostro a la ventanilla, para ver por última vez aquellas hermosas tierras que tanto le recordaban a su Escocia natal.
Nunca más las volvería a ver, ni a su Escocia. No volvería jamás. Ella lo sabía muy bien.
El viaje fue silencioso y eso, lo hizo eterno.
Cuando llegaron a la casa de Chicago; Dorothy, la única mucama de confianza que les acompañaba, ayudó a acomodar a la tía, mientras Albert y George se quedaban en el salón.
La casa estaba igual que siempre, sin embargo a ambos les parecía que algo le faltaba.
Estaba silenciosa; y la gran mansión se notaba pesada y lóbrega sin las mucamas y los empleados que la familia ya no podía pagar.
La única que les quedaba era la dulce Dorothy; quien al no tener familia, y habiendo servido desde su infancia en esa familia, declaró no tener a dónde ir, ni desearlo tampoco.
Mal que bien, esa familia era como la suya, y aunque ni siquiera le pagaran, genuinamente deseaba quedarse, y cuidar de la señora.
Albert se sintió sobrepasado.
Se pasó una mano por el rostro, soltando un suspiro ofuscado.
Georges le posó una mano amigable en el hombro.
- Tranquilo, William… saldremos de esta, ya lo verás.
- Tú y yo, claro que estaremos bien. Sabemos vivir con lo necesario – respondió Albert – Archie, ya va manejando su propio negocio. Se ha hecho cargo de sus propios problemas; Candy, que se ha mantenido sola desde siempre… pero la tía Elroy es quien me preocupa.
- Pero hombre ¡Te preocupas por la más fuerte de todos nosotros! – exclamó Georges, acomodando una ligera sonrisa.
- No, no, George… - dijo Albert, con pesadumbre - ella parece fuerte ¡Se hace la fuerte! Pero es frágil. Ya está muy mayor, ella no va a soportarlo.
Mientras hablaba, Albert se acercaba a uno de los ventanales de la casa, admirando el cielo azul sobre ellos. Como buscando respuestas; pero lo cierto es que las cosas se estaban volviendo muy oscuras… cada vez más.
- Creo, que no te has molestado por conocer bien a tu tía – le dijo George, poniéndose de pie detrás de él – en serio te lo digo; ella es una mujer muy fuerte ¡Siempre lo ha sido!
- Georges… - dijo Albert volteando a mirarlo – Hablas casi como si la admiraras.
- ¿Casi? Vaya, pensé que estaba siendo claro al respecto – respondió el hombre de bigote - ¡Por supuesto que la admiro! Cuando ella llegó a esta casa… quizá tú hayas sido demasiado pequeño para recordarlo, pero yo lo tengo muy fresco. Ella acababa de quedarse viuda, y venía a esta casa buscando el consuelo de su único hermano; llegando a encontrarlo muerto. Ante tal vendaval de pérdidas tan importantes.
¡Cualquier otra persona se habría derrumbado! Pero no tu tía Elroy ¡ella no!
Sin pensarlo, se echó encima la responsabilidad de cuidar a sus dos sobrinos: tú y tu hermana Rose. Luego vinieron tres más ¡Y con todos ustedes hizo un trabajo magnífico! No me imagino a una mujer débil o “frágil” criando a dos hombres del calibre de ti y del señor Archibald; o a dos muchachos tan buenos y nobles como lo fueron el joven Stear y el joven Anthony. A una mujer, tan íntegra y auténtica como tu hermana, William…
No, esa no me parece a mí labor de una mujer “frágil”; por el contrario, yo siempre he visto a tu tía Elroy, como una mujer sumamente poderosa, y de gran carácter.
- No tenía ni idea de que tuvieras esa opinión de mi tía Elroy…
- ¿Por qué? ¿Acaso la tuya es distinta?
- No, no es eso; es solo que… olvídalo, yo también la admiro mucho; pero ahora ella es una mujer de edad avanzada. Cuan correcto es tu recuento, ella ya ha cuidado bastante de su familia; ahora nos toca a nosotros cuidar de ella, Georges.
- En eso no puedo discutirte – respondió Georges- pero, en serio te digo que tu tía todavía puede darnos gratas sorpresas...
- Perdonen… - dijo suavemente Dorothy, apenas Georges terminara de hablar – Sr. William, la Sra. Elroy desea verlo.
- ¿Ya está mejor?
- Sí, sí. Ya está totalmente repuesta. Y lo espera en su recámara.
- ¿Ahora mismo?
- ¡Sí, señor; ahora!
- ¡Anda! – le urgió George- No hagas esperar a tu tía Elroy.
Albert subió las escaleras y llegó a la habitación. Se topó con la puerta abierta y, al entrar, pudo ver a su tía al fondo, de pie, junto a la ventana.
- ¿Me mandaste a llamar, tía Elroy?
- ¿Cómo va la venta de esta casa?- preguntó ella sin mirarlo.
- Pues tía, sigue en finca raíz; hay varias ofertas pero, ninguna se concreta.
- ¡Ojalá se concrete luego, y de buena manera! – dijo ella volteando apenas a mirarlo –Tengo muchas ganas de retirarme al chalet de la Florida ¡El clima marino será bueno para mis huesos!
Le extrañó ese comentario de la anciana; él venía pensando precisamente lo mismo.
- ¡Hermoso cielo! ¿No lo crees, William? – suspiró la dama - ¡Tan azul! ¡Tan claro! Me recuerda a tus ojos…
- ¿Tía?
- Ven aquí, hijo. – dijo ella, haciendo un ademán con la cabeza – Mira, observa el cielo ¿Qué ves?
- Pues, veo azul; y las nubes surcándolo…
- ¿Y qué más?
Albert no sabía qué le sucedía a su tía; no entendía por qué lo hacía mirar el cielo, y por qué le hacía ese tipo de preguntas.
Si él pudiera, en verdad decirle qué ve, o mejor dicho, qué siente cuando mira el cielo…
Decirle que cada vez que mira al cielo, se siente feliz; que deja su menta volar como si fuera un ave, que viaja imaginariamente a esos momentos donde estaba muy lejos, aprendiendo de otros, en otros países, de otras culturas. Que recuerda los caminos que lo vieron andar hacia el horizonte. Que cada vez que ve el azul del cielo se siente libre.
Que recuerda esas noches acampando en algún prado, o en el desierto, donde el cielo se veía azul profundo, y le parecía que podía tocar las estrellas, que no estaban tan lejos.
Que cada vez que mira el cielo azul, quisiera poder ser libre otra vez…
- Puesss… las nubes tía, que es azul y que es muy bonito. Y que ojalá siempre hiciera un tiempo tan bueno como hoy, que está soleado, pero no hace bochorno… Eso.
- ¡Ay hijo, pero qué sonso te me has vuelto! – exclamó la anciana, en medio de una risa.
Caminó lejos de él, apoyándose delicadamente en su bastón. Albert trató de darle la mano pero ella la rechazó con un ademán. Llegó sola hasta su silla mecedora y se sentó en ella, mirando a su sobrino fijamente.
- Tienes que irte. – le soltó de pronto.
- ¿Cómo dices, tía?
- Eso, que tienes que irte – respondió ella – Que ya hiciste lo que tenías que hacer y lo que humanamente pudiste. Ya respondiste, y ya cumpliste. Ya viniste y te hiciste cargo de tu fortuna. No funcionó y no fue tu culpa. ¡Tus ancestros estarán complacidos! Y si no lo están ¡Pues que se revuelvan solos en el infierno! – exclamó, golpeando el suelo con el bastón.
- ¡Tíe Elroy! – exclamó el rubio, asombrado, corriendo a colocarse en cuclillas a su lado – Tía ¿te sientes bien?
- Me siento bien ¡No seas tonto, muchacho! – dijo ella, poniendo su rostro adusto de siempre - Escúchame William. Es cierto, que desde que quedaste a mi cargo, toda tu vida te preparé para que te convirtieras en el jefe de nuestro clan. Huiste, ¡y eso me contrarió sobremanera! Tuve que hacer de tripas corazón, y tejer mentira tras mentira, mientras lográbamos saber en dónde te habías metido. No tardamos mucho ¿sabes? Cuando estabas refugiado en la casa del bosque… yo lo sabía.
- ¿¡Qué dices tía!? ¿Qué lo sabías? – la anciana asintió – entonces, si lo sabías ¿por qué no me obligaste a volver?
- ¿Obligarte? ¡Si ya pasabas de 21 años! ¿Cómo iba yo a obligarte a hacer algo?- decía ella mientras se mecía lentamente - ¡De obligarte nada! Ya eras un hombre, y yo sabía que volverías ¡Eres un Andrew! Y un Andrew jamás elude sus responsabilidades por mucho tiempo. Quiera o no, tarde o temprano volvemos al hogar, a ocuparnos de lo que nos corresponde. Y tuve razón, pues así mismo lo hiciste.
- Sí, estuve lejos por mucho tiempo; haber perdido la memoria en aquel tren tampoco fue de gran ayuda…
- Bah, esas son cosas del pasado – exclamó la anciana tomándole una mano – Ya cumpliste William. Volviste y te ocupaste, como lo tenías que hacer, y ahora ¡Ya no hay nada de lo que ocuparse! Eres libre de marcharte otra vez, si así lo deseas.
- ¡Tía! ¿Pero qué dices, tía? ¿Cómo crees que voy a dejarte sola?
- Ay hijo, yo siempre he estado sola; jamás le he tenido miedo a estar conmigo misma. Además, no me voy a quedar a mi suerte; siempre tendré quién cuide de mí… ¿Verdad Georges?
- ¡Afirmativo, mi señora! – la voz grave del caballero de negro, se dejó escuchar en la estancia. Georges entraba a la habitación, con su actitud sosegada y las manos empuñadas en la espalda.
- ¿Ves? ¡Georges se quedará conmigo! – exclamó ella – Y Dorothy; además Archie y su esposa viven aquí mismo en la ciudad. Y cuando me vaya a Florida ¡Seguro que Sarah, Neil y Eliza, no pierden oportunidad de visitarme! Tú no eres feliz aquí, eso he podido verlo cada día desde que volviste… Albert.
- Pero ¡Tía! ¡Me has llamado…!
- ¿O prefieres que te llame “pequeño Bert”? – preguntó ella, riendo - ¡Ah sí! Así te llamaba mi dulce Rosemary… a ella le gustaba tu nombre Albert. Era yo quien insistía en llamarte siempre William, como tu padre; y como tu abuelo. Y como todos los jefes del clan, desde el primer William Andrew que llegó de Escocia… Pero no; tú no eres un William; tú eres distinto; eres especial ¡Único!... Tú, eres Albert, siempre lo fuiste; y quiero que sigas siéndolo.
- Tía… - balbuceó Albert empuñando la mano de su tía - ¿Me estás diciendo que quiere que me vaya, y te deje?
- Te estoy diciendo que quiero que te vayas y seas libre ¡Libre! ¡Como siempre has querido! Y es más ¡Como te lo mereces! Tú, Albert; eres como un ave, y las aves no pueden estar encerradas en jaulas. Que por muy dorada que sea, jaula es jaula. Las aves pertenecen al cielo ¡A ese hermoso cielo azul de allá afuera! Allá está tu lugar.
Además ¡Tanta sangre que se derramó en los tiempos del buen William Wallace para que los escoceses seamos libres! No tiene nombre esto de encarcelarse a voluntad propia; y peor aún si uno no quiere.
Ya hiciste lo que tenías que hacer, ahora tienes que volver a ser tú mismo.
Albert miraba a su tía, sin creer lo que esta le decía. Es que, en otras circunstancias, hasta podría llegar a creer que su tía ya estaba senil.
- Georges… - dijo el rubio mirando a su amigo. Este asintió dedicándole una ligera sonrisa, y una mirada de seguridad.
- Estaremos bien, Albert – respondió Georges – Tú no te preocupes de nada y eso sí, siempre déjanos una dirección donde poder escribirte.
- ¡Ah sí! Eso sí, y algo más – dijo Elroy, tomando entre sus arrugadas manos el rostro de su sobrino – No te pierdas demasiado; vuelve de vez en cuando. No dejes que esta vieja se muera, sin volver a mirar tus dulces ojos azul cielo.
Albert no pudo más, posó su cabeza sobre el regazo de su tía, intentando retener las lágrimas.
Sí, ya no había nada de lo que cuidar con celo; lo único que podía hacer es ocuparse de que la tía estuviera cómoda y teniendo lo necesario. Con la venta de la propiedad de Lakewood y la venta de la mansión de Chicago, tendría más que suficiente para vivir de manera cómoda los años que le quedaban.
Dorothy, la cuidaba con la solicitud de una nieta, y George siempre estaría ahí.
- ¿Cuándo partes? – preguntó Elroy, acariciando con ternura los cabellos aún rubios de su sobrino.
- En cuanto haya elegido un destino…- respondió él, levantando la mirada.
- ¡Ojalá que sea un sitio hermoso, exótico y lleno de aventuras! – exclamó ella, sonriéndole – escribe seguido ¡y manda fotografías!
Algunas semanas después, luego de haberse finiquitado la venta de la mansión de Chicago, y habiendo dejado ya a su tía bien y segura, instalada en Florida; Albert Andrew salía una mañana de su hogar, vestido sencillamente con jeans y una chaqueta de piel; botas y sin más equipaje que un morral al hombro; miró al cielo y se dijo a sí mismo que jamás había visto un azul más hermoso que ese en su vida.
Sonrió y se acomodándose las gafas oscuras, partió a pie, como le gustaba hacerlo.
Ya no tenía 21 años, pero ¡a ver cuánto era capaz de andar sin agotarse ahora!
Desde la ventana, su tía lo veía marcharse; no sentía alegría, pero se sentía satisfecha y en paz; porque sabía que había hecho muy bien su trabajo. Ahí, caminando hacia el mundo que lo esperaba nuevamente de brazos abiertos ¡iba su mejor obra!
- Aún puedo detenerlo si usted quiere, madame…
- ¡Ni se te ocurra, Georges! – exclamó ella – y observa bien, que estás viendo al primer Andrew en casi 100 años, siendo absolutamente libre ¡cómo tiene que serlo un auténtico escocés!
George asintió con una ligera sonrisa; y mientras él salía de la habitación, por la puerta entraba Dorothy, que sin uniforme, traía en una charola el desayuno se su señora.
Todo era claro ahora…
La vida, es como un sueño que, ya sabes,
nunca termina…
Y solo asciendes…
Gracias por leer...
La tía, hace semanas que recibía medicamento para los nervios; incluso a veces, según le había comentado Dorothy, la dormían con sedantes recetados… quizá él ha debito tomarse un par también.
Sus ojos celestes de posaron sobre el reloj de su buró, faltaba poco para las 6 am.
Se incorporó y miró a su alrededor… Esa sería la última vez que miraría esa habitación.
Pensar que, antes, la odiaba; porque lo obligaban a pasar metido en ella estudiando y preparándose para ser algo que jamás quiso.
Ahora, que sabía que no volvería a estar en ella, le dolía. Sentía que no podía seguir ahí.
Se levantó de la cama y sus pies sintieron el frío del piso, muy muy frío. Se apropió de la colcha y se la colocó sobre los hombros.
Quería salir, quería pensar ¡no quería seguir ahí dentro!
Se envolvió en la colcha y salió del cuarto. Bajó las escaleras, buscó la puerta de salida.
Las mucamas ya habían despertado, y envolvían en hojas de periódico la preciada cristalería de la Sra. Elroy para meterla en cajas de mudanza.
Le vieron salir, pero no alcanzaron ni a saludarle; se quedaron con el “buenos días, señor” en la garganta, cuando se dieron cuenta de que salía en pantuflas y en pijama, llevando la colcha de la cama como si fuera una capa.
Se miraron entre ellas, y una se apresuró a cerrar la puerta que el Sr. William había dejado abierta, viéndolo alejarse por la propiedad, internándose en el prado hasta llegar a los árboles.
Entre los árboles, pausó su andar; sus pasos se volvieron lentos, mientras Albert observaba a su alrededor, como reconociendo el sitio; y de hecho, así era.
Era en ese mismo bosque, donde había aprendido a amar la naturaleza.
Habiéndose criado ahí durante su infancia y gran parte de su adolescencia; llegó a saber y a entender totalmente, la importancia de la naturaleza y las maravillas que guarda para nosotros, si sabemos amarla como se merece.
Allá, todavía estaban las rocas, donde solía sentarse con su hermana a leer alguna historia.
Por ahí, cerca del riachuelo; les encantaba hacer picnic.
Llegó a un árbol específico, y posó su mano sobre él, acariciando unas muescas en la corteza.
Ahí era donde George le medía su estatura cuando era pequeño…
Desde donde se encontraba, podía escuchar el discurrir de aquel correntoso río del cual rescató a Candy.
Tantos recuerdos; tanto amor guardado en ese lugar. En ese bosque, en ese lago. Y ahora, tenían que decirle adiós a todo.
Así estaban las cosas; la guerra no solo se había llevado a uno de sus queridos sobrinos y a varios de sus amigos; sino que también había obligado a todo el país a entrar en una etapa de quiebre económico, completamente ineludible; y por supuesto, las empresas Andrew no fueron la excepción.
Lo que quedaba ahora era vender la propiedad, para tratar de salvar algo del capital para agenciarle a la tía Elroy una vejez tranquila y, quizás, de ser posible, empezar de nuevo en algún momento.
Llegó hasta el lago y se quedó ahí, mirando la superficie límpida y quieta de aquel gran lago que terminaba en parte de su propiedad.
Se maravilló, a pesar de todo, de ese color tan azul, que apenas si soltaba alguna onda cuando la brisa soplaba.
Sus ojos buscaron el cielo; azul celeste, y claro. No tenía nada de raro, acababa de amanecer, pero de alguna manera le sorprendía a él que, a pesar de toda la desgracia que dejó tras de sí la guerra, y a pesar de la pobreza que comienza a cernirse en el país, el cielo siga siendo tan inmensa e inmutablemente, azul.
“No hay blanco y negro en el azul…” pensó Albert.
Sí; el mundo era blanco y negro, la gente lo era también a veces. Ahora especialmente, todo era blanco y negro; o era bueno o era malo… más malo que bueno. No había matices, no había posibilidades, no había opciones. Todo era o esto o lo otro.
¿Por qué no podía todo ser azul, como el cielo?
Sin pensarlo mucho, se tiró al piso y se quedó mirando hacia arriba.
¡Le pareció en ese instante que nunca había visto un cielo más azul!
Le parecía que, si levantaba la mano, podía tocarlo y estar más cerca de él… Había algo acerca de ese azul, que lo maravillaba…
Solo con ese pequeño acto, de clavar sus pupilas, tan azules como el cielo que estaban mirando; se sintió de cierta manera, un poco más libre… Libre.
¡Cómo extrañaba esa sensación!
La sensación de que el mundo le pertenecía solamente porque se le permitía recorrerlo.
Había vuelto a su hogar; por voluntad propia, a ocuparse de una vez por todas de todos los asuntos que le habían heredado sin él pedirlo. Responsabilidades, que habían sido la carga obligatoria de alguien de la familia, durante generaciones.
Él nunca quiso; siempre lo supo, nunca le interesó. Pero volvió, porque no le quedaba de otra; porque había gente que dependía de que él hiciera lo que, por obligación, le tocaba.
Cuando vio que las cosas se le iban de las manos, que las empresas caían sin que él pudiera hacer nada ¡Se sintió tan inútil!
De algún modo sabía que no era su culpa, que era la situación mundial la que estaba llevándoselo todo, y que la suya, no era la única familia norteamericana que estaba perdiéndolo todo, a causa de la guerra. Pero eso, no impidió que él sintiera, una vez más, que había fallado… como cuando murió Anthony. Como cuando perdió a Stear…
Había sido su culpa, simplemente por no estar ahí. Pero ¿qué habría cambiado de haber estado? ¿Su presencia, habría cambiado en algo las cosas? Seguro que de nada.
Ahora se preguntaba ¿de qué había servido haber dado la espalda a todo lo que amaba y necesitaba en su vida, si de todas maneras todo se estaba viniendo abajo?
No pudo hallar una respuesta. Qué gracioso, no poder responder a su propia pregunta.
La luz del sol comenzó a teñir de haces dorados todo el cielo, y estos caían entre las copas de los árboles, como una lluvia de luz, que lo bañaba todo. Albert ya no sentía tanto frío.
Se levantó, dejando ahí tirada la colcha con la que se había envuelto, y caminó de vuelta a la que pronto, ya no sería su casa.
En pocas horas llegarían los camiones de mudanza, que los llevarían a la casa de la ciudad, que también estaba siendo ofrecida ya a la venta.
Tenía un plan que medio había comentado a George: después de que la casa de Chicago fuera vendida, se mudaría a la tía a la villa en la Florida.
Quizá a ella le gustara la idea; talvez le haría bien el aire de la playa.… ¡Ah, tenía tanto en qué pensar! Y mucho que arreglar todavía.
Fue doloroso ver cómo la casa de Lakewood era vaciada poco a poco; igualmente doloroso, verla completamente vacía, a excepción de algunos de los muebles antiguos que habían sido vendidos con la propiedad. Pero lo peor fue marcharse.
Varias veces Albert se había marchado de esa misma casa, sin siquiera voltearse a mirar lo que dejaba detrás.
Pero ahora mismo; simplemente no podía mirar hacia enfrente; no podía dejar de mirar por el parabrisas trasero, como iban quedando atrás el portal, los hermosos rosales de su hermana, que cuidara su hijo Anthony con sus propias manos.
El automóvil pasó por la puerta de piedra con el logotipo familiar; sintió que se le aguaban los ojos pensando en que, si se diera el milagro de que Stear volviera algún día, ya no sabría dónde encontrarlos porque ya nadie de la familia iba a estar ahí.
Un sollozo de su tía Elroy, lo obligó a mantener la compostura.
- Tranquila tía, descanse… - le dijo a la anciana que todavía no se recuperaba del todo de los sedantes.
Elroy lo miraba largamente, dolorosamente, como si quisiera decirle algo. Pero volvía el rostro a la ventanilla, para ver por última vez aquellas hermosas tierras que tanto le recordaban a su Escocia natal.
Nunca más las volvería a ver, ni a su Escocia. No volvería jamás. Ella lo sabía muy bien.
El viaje fue silencioso y eso, lo hizo eterno.
Cuando llegaron a la casa de Chicago; Dorothy, la única mucama de confianza que les acompañaba, ayudó a acomodar a la tía, mientras Albert y George se quedaban en el salón.
La casa estaba igual que siempre, sin embargo a ambos les parecía que algo le faltaba.
Estaba silenciosa; y la gran mansión se notaba pesada y lóbrega sin las mucamas y los empleados que la familia ya no podía pagar.
La única que les quedaba era la dulce Dorothy; quien al no tener familia, y habiendo servido desde su infancia en esa familia, declaró no tener a dónde ir, ni desearlo tampoco.
Mal que bien, esa familia era como la suya, y aunque ni siquiera le pagaran, genuinamente deseaba quedarse, y cuidar de la señora.
Albert se sintió sobrepasado.
Se pasó una mano por el rostro, soltando un suspiro ofuscado.
Georges le posó una mano amigable en el hombro.
- Tranquilo, William… saldremos de esta, ya lo verás.
- Tú y yo, claro que estaremos bien. Sabemos vivir con lo necesario – respondió Albert – Archie, ya va manejando su propio negocio. Se ha hecho cargo de sus propios problemas; Candy, que se ha mantenido sola desde siempre… pero la tía Elroy es quien me preocupa.
- Pero hombre ¡Te preocupas por la más fuerte de todos nosotros! – exclamó Georges, acomodando una ligera sonrisa.
- No, no, George… - dijo Albert, con pesadumbre - ella parece fuerte ¡Se hace la fuerte! Pero es frágil. Ya está muy mayor, ella no va a soportarlo.
Mientras hablaba, Albert se acercaba a uno de los ventanales de la casa, admirando el cielo azul sobre ellos. Como buscando respuestas; pero lo cierto es que las cosas se estaban volviendo muy oscuras… cada vez más.
- Creo, que no te has molestado por conocer bien a tu tía – le dijo George, poniéndose de pie detrás de él – en serio te lo digo; ella es una mujer muy fuerte ¡Siempre lo ha sido!
- Georges… - dijo Albert volteando a mirarlo – Hablas casi como si la admiraras.
- ¿Casi? Vaya, pensé que estaba siendo claro al respecto – respondió el hombre de bigote - ¡Por supuesto que la admiro! Cuando ella llegó a esta casa… quizá tú hayas sido demasiado pequeño para recordarlo, pero yo lo tengo muy fresco. Ella acababa de quedarse viuda, y venía a esta casa buscando el consuelo de su único hermano; llegando a encontrarlo muerto. Ante tal vendaval de pérdidas tan importantes.
¡Cualquier otra persona se habría derrumbado! Pero no tu tía Elroy ¡ella no!
Sin pensarlo, se echó encima la responsabilidad de cuidar a sus dos sobrinos: tú y tu hermana Rose. Luego vinieron tres más ¡Y con todos ustedes hizo un trabajo magnífico! No me imagino a una mujer débil o “frágil” criando a dos hombres del calibre de ti y del señor Archibald; o a dos muchachos tan buenos y nobles como lo fueron el joven Stear y el joven Anthony. A una mujer, tan íntegra y auténtica como tu hermana, William…
No, esa no me parece a mí labor de una mujer “frágil”; por el contrario, yo siempre he visto a tu tía Elroy, como una mujer sumamente poderosa, y de gran carácter.
- No tenía ni idea de que tuvieras esa opinión de mi tía Elroy…
- ¿Por qué? ¿Acaso la tuya es distinta?
- No, no es eso; es solo que… olvídalo, yo también la admiro mucho; pero ahora ella es una mujer de edad avanzada. Cuan correcto es tu recuento, ella ya ha cuidado bastante de su familia; ahora nos toca a nosotros cuidar de ella, Georges.
- En eso no puedo discutirte – respondió Georges- pero, en serio te digo que tu tía todavía puede darnos gratas sorpresas...
- Perdonen… - dijo suavemente Dorothy, apenas Georges terminara de hablar – Sr. William, la Sra. Elroy desea verlo.
- ¿Ya está mejor?
- Sí, sí. Ya está totalmente repuesta. Y lo espera en su recámara.
- ¿Ahora mismo?
- ¡Sí, señor; ahora!
- ¡Anda! – le urgió George- No hagas esperar a tu tía Elroy.
Albert subió las escaleras y llegó a la habitación. Se topó con la puerta abierta y, al entrar, pudo ver a su tía al fondo, de pie, junto a la ventana.
- ¿Me mandaste a llamar, tía Elroy?
- ¿Cómo va la venta de esta casa?- preguntó ella sin mirarlo.
- Pues tía, sigue en finca raíz; hay varias ofertas pero, ninguna se concreta.
- ¡Ojalá se concrete luego, y de buena manera! – dijo ella volteando apenas a mirarlo –Tengo muchas ganas de retirarme al chalet de la Florida ¡El clima marino será bueno para mis huesos!
Le extrañó ese comentario de la anciana; él venía pensando precisamente lo mismo.
- ¡Hermoso cielo! ¿No lo crees, William? – suspiró la dama - ¡Tan azul! ¡Tan claro! Me recuerda a tus ojos…
- ¿Tía?
- Ven aquí, hijo. – dijo ella, haciendo un ademán con la cabeza – Mira, observa el cielo ¿Qué ves?
- Pues, veo azul; y las nubes surcándolo…
- ¿Y qué más?
Albert no sabía qué le sucedía a su tía; no entendía por qué lo hacía mirar el cielo, y por qué le hacía ese tipo de preguntas.
Si él pudiera, en verdad decirle qué ve, o mejor dicho, qué siente cuando mira el cielo…
Decirle que cada vez que mira al cielo, se siente feliz; que deja su menta volar como si fuera un ave, que viaja imaginariamente a esos momentos donde estaba muy lejos, aprendiendo de otros, en otros países, de otras culturas. Que recuerda los caminos que lo vieron andar hacia el horizonte. Que cada vez que ve el azul del cielo se siente libre.
Que recuerda esas noches acampando en algún prado, o en el desierto, donde el cielo se veía azul profundo, y le parecía que podía tocar las estrellas, que no estaban tan lejos.
Que cada vez que mira el cielo azul, quisiera poder ser libre otra vez…
- Puesss… las nubes tía, que es azul y que es muy bonito. Y que ojalá siempre hiciera un tiempo tan bueno como hoy, que está soleado, pero no hace bochorno… Eso.
- ¡Ay hijo, pero qué sonso te me has vuelto! – exclamó la anciana, en medio de una risa.
Caminó lejos de él, apoyándose delicadamente en su bastón. Albert trató de darle la mano pero ella la rechazó con un ademán. Llegó sola hasta su silla mecedora y se sentó en ella, mirando a su sobrino fijamente.
- Tienes que irte. – le soltó de pronto.
- ¿Cómo dices, tía?
- Eso, que tienes que irte – respondió ella – Que ya hiciste lo que tenías que hacer y lo que humanamente pudiste. Ya respondiste, y ya cumpliste. Ya viniste y te hiciste cargo de tu fortuna. No funcionó y no fue tu culpa. ¡Tus ancestros estarán complacidos! Y si no lo están ¡Pues que se revuelvan solos en el infierno! – exclamó, golpeando el suelo con el bastón.
- ¡Tíe Elroy! – exclamó el rubio, asombrado, corriendo a colocarse en cuclillas a su lado – Tía ¿te sientes bien?
- Me siento bien ¡No seas tonto, muchacho! – dijo ella, poniendo su rostro adusto de siempre - Escúchame William. Es cierto, que desde que quedaste a mi cargo, toda tu vida te preparé para que te convirtieras en el jefe de nuestro clan. Huiste, ¡y eso me contrarió sobremanera! Tuve que hacer de tripas corazón, y tejer mentira tras mentira, mientras lográbamos saber en dónde te habías metido. No tardamos mucho ¿sabes? Cuando estabas refugiado en la casa del bosque… yo lo sabía.
- ¿¡Qué dices tía!? ¿Qué lo sabías? – la anciana asintió – entonces, si lo sabías ¿por qué no me obligaste a volver?
- ¿Obligarte? ¡Si ya pasabas de 21 años! ¿Cómo iba yo a obligarte a hacer algo?- decía ella mientras se mecía lentamente - ¡De obligarte nada! Ya eras un hombre, y yo sabía que volverías ¡Eres un Andrew! Y un Andrew jamás elude sus responsabilidades por mucho tiempo. Quiera o no, tarde o temprano volvemos al hogar, a ocuparnos de lo que nos corresponde. Y tuve razón, pues así mismo lo hiciste.
- Sí, estuve lejos por mucho tiempo; haber perdido la memoria en aquel tren tampoco fue de gran ayuda…
- Bah, esas son cosas del pasado – exclamó la anciana tomándole una mano – Ya cumpliste William. Volviste y te ocupaste, como lo tenías que hacer, y ahora ¡Ya no hay nada de lo que ocuparse! Eres libre de marcharte otra vez, si así lo deseas.
- ¡Tía! ¿Pero qué dices, tía? ¿Cómo crees que voy a dejarte sola?
- Ay hijo, yo siempre he estado sola; jamás le he tenido miedo a estar conmigo misma. Además, no me voy a quedar a mi suerte; siempre tendré quién cuide de mí… ¿Verdad Georges?
- ¡Afirmativo, mi señora! – la voz grave del caballero de negro, se dejó escuchar en la estancia. Georges entraba a la habitación, con su actitud sosegada y las manos empuñadas en la espalda.
- ¿Ves? ¡Georges se quedará conmigo! – exclamó ella – Y Dorothy; además Archie y su esposa viven aquí mismo en la ciudad. Y cuando me vaya a Florida ¡Seguro que Sarah, Neil y Eliza, no pierden oportunidad de visitarme! Tú no eres feliz aquí, eso he podido verlo cada día desde que volviste… Albert.
- Pero ¡Tía! ¡Me has llamado…!
- ¿O prefieres que te llame “pequeño Bert”? – preguntó ella, riendo - ¡Ah sí! Así te llamaba mi dulce Rosemary… a ella le gustaba tu nombre Albert. Era yo quien insistía en llamarte siempre William, como tu padre; y como tu abuelo. Y como todos los jefes del clan, desde el primer William Andrew que llegó de Escocia… Pero no; tú no eres un William; tú eres distinto; eres especial ¡Único!... Tú, eres Albert, siempre lo fuiste; y quiero que sigas siéndolo.
- Tía… - balbuceó Albert empuñando la mano de su tía - ¿Me estás diciendo que quiere que me vaya, y te deje?
- Te estoy diciendo que quiero que te vayas y seas libre ¡Libre! ¡Como siempre has querido! Y es más ¡Como te lo mereces! Tú, Albert; eres como un ave, y las aves no pueden estar encerradas en jaulas. Que por muy dorada que sea, jaula es jaula. Las aves pertenecen al cielo ¡A ese hermoso cielo azul de allá afuera! Allá está tu lugar.
Además ¡Tanta sangre que se derramó en los tiempos del buen William Wallace para que los escoceses seamos libres! No tiene nombre esto de encarcelarse a voluntad propia; y peor aún si uno no quiere.
Ya hiciste lo que tenías que hacer, ahora tienes que volver a ser tú mismo.
Albert miraba a su tía, sin creer lo que esta le decía. Es que, en otras circunstancias, hasta podría llegar a creer que su tía ya estaba senil.
- Georges… - dijo el rubio mirando a su amigo. Este asintió dedicándole una ligera sonrisa, y una mirada de seguridad.
- Estaremos bien, Albert – respondió Georges – Tú no te preocupes de nada y eso sí, siempre déjanos una dirección donde poder escribirte.
- ¡Ah sí! Eso sí, y algo más – dijo Elroy, tomando entre sus arrugadas manos el rostro de su sobrino – No te pierdas demasiado; vuelve de vez en cuando. No dejes que esta vieja se muera, sin volver a mirar tus dulces ojos azul cielo.
Albert no pudo más, posó su cabeza sobre el regazo de su tía, intentando retener las lágrimas.
Sí, ya no había nada de lo que cuidar con celo; lo único que podía hacer es ocuparse de que la tía estuviera cómoda y teniendo lo necesario. Con la venta de la propiedad de Lakewood y la venta de la mansión de Chicago, tendría más que suficiente para vivir de manera cómoda los años que le quedaban.
Dorothy, la cuidaba con la solicitud de una nieta, y George siempre estaría ahí.
- ¿Cuándo partes? – preguntó Elroy, acariciando con ternura los cabellos aún rubios de su sobrino.
- En cuanto haya elegido un destino…- respondió él, levantando la mirada.
- ¡Ojalá que sea un sitio hermoso, exótico y lleno de aventuras! – exclamó ella, sonriéndole – escribe seguido ¡y manda fotografías!
Algunas semanas después, luego de haberse finiquitado la venta de la mansión de Chicago, y habiendo dejado ya a su tía bien y segura, instalada en Florida; Albert Andrew salía una mañana de su hogar, vestido sencillamente con jeans y una chaqueta de piel; botas y sin más equipaje que un morral al hombro; miró al cielo y se dijo a sí mismo que jamás había visto un azul más hermoso que ese en su vida.
Sonrió y se acomodándose las gafas oscuras, partió a pie, como le gustaba hacerlo.
Ya no tenía 21 años, pero ¡a ver cuánto era capaz de andar sin agotarse ahora!
Desde la ventana, su tía lo veía marcharse; no sentía alegría, pero se sentía satisfecha y en paz; porque sabía que había hecho muy bien su trabajo. Ahí, caminando hacia el mundo que lo esperaba nuevamente de brazos abiertos ¡iba su mejor obra!
- Aún puedo detenerlo si usted quiere, madame…
- ¡Ni se te ocurra, Georges! – exclamó ella – y observa bien, que estás viendo al primer Andrew en casi 100 años, siendo absolutamente libre ¡cómo tiene que serlo un auténtico escocés!
George asintió con una ligera sonrisa; y mientras él salía de la habitación, por la puerta entraba Dorothy, que sin uniforme, traía en una charola el desayuno se su señora.
Todo era claro ahora…
La vida, es como un sueño que, ya sabes,
nunca termina…
Y solo asciendes…
Gracias por leer...