Yo aquí uniéndome de último momento al reto de las divinas, tarde pero segura. Y esperando cumplir conforme continue la historia con todo el listado que pidió la bella Fantasía (de flores, colores y muchos sabores).
Espero disfruten éste debraye de multiverso escrito en las dunas.
CAP. 1 UN CORAZÓN EN EL ANTIGUO EGIPTO
Los mitos y leyendas, son historias de fallas humanas; y en el fondo todas son historias de amor.
Desde que era un niño soy una maraña de historias antiguas, ser hijo único o mejor dicho un hijo exiliado de su familia, daba mucho espacio para recurrir a la ficción y a la imaginación. Esos relatos siempre estaban ahí para acompañarme, mis favoritos eran las culturas antiguas, animales siendo Dioses, Dioses conviviendo entre humanos, héroes siendo imperfectos, siempre tenían una interpretación para explicar el mundo. Cuando crecí deje todas esas historias atrás sin saber que algún día volvería a ellas para hacerlas realidad en el teatro. La ficción transforma la realidad en maneras inimaginables.
Se dice que para los egipcios antes que cualquier Dios, antes de la creación, antes que cualquier forma de vida, el inicio de su universo era un océano cósmico. Su nombre era NUN, infinito y contradictorio, turbulento y calmado, era obscuridad y luz, era todo y nada. El agua como el principio y el origen de todas las cosas…
Queriendo tomar aquella leyenda como un oráculo crucé el Mediterráneo. En medio de mareas y olas embarqué con nuevos proyectos y sueños desde el puerto Nápoles hasta llegar a Puerto Saíd por el canal de Suez, “el canal de los Faraones”, a quién curiosamente le debía el inicio de mi travesía.
Subí emocionado a la cubierta del barco deslumbrado por la luces de una nueva ciudad, dejándome cubrir por los intensos rayos del sol y la humedad que inmediatamente hicieron sudar mi frente, era imposible no sentir la nieve del desierto como una brisa completamente diferente a los países gélidos donde había crecido. Sin duda el Dios Ra sabía iluminar su reino, y yo había llegado al que sería mi hogar por los siguientes meses.
Tomé el tren hacia el sur hasta El Cairo acompañado en los vagones de lenguas árabes, turcas, francesas y por supuesto ingleses por todas partes; un carnaval de sonidos. La gente local, luchaba por el dinero de los visitantes extranjeros que no dejaban de ir y venir. Howard Carter había abierto la tumba de Tutankhamen un par de años atrás y con ello puso de nuevo a Egipto en el epicentro del mundo, destapando la Tut-Mania, atrayendo turistas, inversionistas y nuevos exploradores cada temporada.
Yo no era la excepción en ser un oportunista buscando recompensas en aquel país. Meses atrás había renunciado a la Compañía del Shakespeare Memorial en Stratford, justo en el punto más alto de mi fama, por así decirlo. Ambicionaba convertirme en el director teatral de la compañía, posición que me fue negada en varias ocasiones, alegando inexperiencia a pesar de mis múltiples muestras como director de varios montajes de la compañía y siendo acreedor a premios a nivel nacional e internacional por las diversas puestas en escena que presenté.
Si todos los caminos llegan a Roma yo les digo que es porque los trazó Shakespeare, en el momento preciso como una señal, una oportunidad llegó para demostrar lo que tanto anhelaba y entonces regresaría victorioso.
A mi arribo al Cairo, las primeras semanas estuve inmerso en investigaciones, audiciones, lecturas, diseños de vestuario para lo que sería mi ópera prima. Creí que nunca iba aprender lo suficiente, las ciudades antiguas están destinados a ser siempre nuevas, y cuanto más te acercas a ellas, más remotas parecen.
Mi interés nunca se sació, asimismo tuve un gran dragomán que hacía más fácil mi comunicación con el exterior para no sentirme como un vil turista. Cada mañana hacíamos un pequeño intercambio de palabras de nuestros idiomas, aunque él aprendía mucho más rápido que yo. Maleek, tenía ojos tan grandes como su curiosidad por mis libros, por cierto, ¿ya mencioné que tan solo tenía 6 años? Más que un pequeño intérprete, fue mi gran maestro.
Su padre era parte del personal que trabajaba para mi nuevo benefactor y cada mañana se escabullía para visitar al extraño artista que ahora habitaba como huésped permanente en el Palacio de Ghezireh, un Versalles islámico en el desierto, y desde donde pude gozar de los mejores amaneceres y ocasos que nacían y morían en el Nilo.
Al poco tiempo de mi llegada comenzaron a llegar de otras partes del mundo los actores principales para mi proyecto, sería algo totalmente innovador. Sería una oda no solo a la cultura antigua sino al creciente nacionalismo egipcio que se ensalzó después de su independencia, algo en lo que nuestro patrocinador tenía un particular interés político por congraciarse con su gobierno. Aunque, Egipto era un país donde los egipcios reinaban, pero los británicos seguían dominando.
Pasaba muchas horas en el museo Egipcio, era el lugar perfecto para desenterrar el pasado, era el lugar perfecto para pensar en mi “Aída”, la princesa etíope capturada y llevada a Egipto como esclava del Faraón.
Entre pasos ligeros que resonaban con fuerza contra el mármol, recorría el salón central recapitulando su historia, me detuve frente a la monumental efigie de Amenhotep III e indudablemente pensé en el otro protagonista: Radamés, el comandante militar egipcio enamorado de la esclava, y su lucha moral al dividirse entre la lealtad a su Faraón o su amor por la princesa capturada.
Aída, que como bien me enseñó Maleek significa...”aquella que regresa”. Y es que..de todos los museos de todas la ciudades del mundo, ella entró en ese mismo.
En ese momento todo se detuvo, parecía que toda la gente había dejado el lugar y solo la estaba ella. Mis pisadas caían lento como en una gotera, una tras otra siguiendo sus pasos, ocultándome detrás de monumentos, comprobando si no era un espejismo en medio de un oasis provocado por el insufrible calor.
Ella se paseaba sin prisa entre deidades y sarcófagos, leyendo sin mucha atención algunas explicaciones. Recuerdo todo de ese momento. Al igual que la última vez que la había visto, ella vestía de blanco y yo de color arena; portaba guantes cortos de malla disfrazando la verdad de sus manos y las mías se cubrían de tinta por mis apuntes. Sus ojos sonreirán con altivez por encima de su sombrero de campana recorriendo el lugar tan solo de una mirada, y sus pecas seguían ahí, aunque ya no hacían juego con la mujer sofisticada en la que se había convertido. Qué rápido viaja el tiempo en los recuerdos haciendo que todo tu cuerpo se transforme de nuevo en un adolescente lleno de inseguridades y orgullo.
«¿Qué haces aquí? —Me repetía mientras la seguía— ¿Qué haces paseando sola al otro lado del mundo? »
Cuán difícil era ir a decir un simple "Hola”, pero la gravedad seguía atrayéndome hacia ella. Y entonces… algo llama su la atención que la hace detenerse más que con cualquier otro objeto. Sabía exactamente lo que era. A ojos cerrados conocía cada parte del museo y sus exposiciones, era el papiro Ebers…“El tratado del corazón”. Los encuentros son hechos fortuitos y de uno depende hallar en ellos una oportunidad.
—“El corazón como centro y dueño de nuestro cuerpo” Curiosa teoría, ¿no crees? —dije detrás de ella, interrumpiendo su observación a aquél pergamino. Por un momento, creo que contuvo la respiración, ella no se dio la vuelta para mirarme y sin ningún movimiento que delatara la más mínima sorpresa de nuestro encuentro, debatió con soltura:
—Afortunadamente hoy en día, para nosotros es una teoría errónea, aunque no por eso deja de ser fascinante. —Entonces, se volvió hacia mí. Estábamos tan cerca y tan separados, los segundos se avanzaron lento. Nos sonreímos tímidamente, mis manos estaban sudando así que las escondí en mis bolsillos.
—Hola Candy —dije complacido, tratando de contener la emoción de mi pecho en dos simples palabras.
—Terence —asintió con una seguridad galante y diría seductiva—. ¿Finalmente te cansaste de perseguirme y romper el hielo?
Dudé en dar una respuesta, me había pillado
—¿Acaso es éste es el nuevo “te vi, pero no te miré”? —alardeó con burla y continuo admirando los principios médicos del corazón a través del cristal.
¡¿Quién era esta chica ahora tan madura y con cierto descaro encantador en su hablar, resaltando una personalidad tan atractiva? Yo, tuve que defenderme.
—Para alguien que desaprueba viejas teorías pareces muy interesado en ellas —Insistí, mientras ella tomaba fotos con su cámara.
—Bueno, las teorías al igual que las leyendas llevan un poco de verdad… para los egipcios la sangre, las lágrimas, la leche del pecho de una mujer, la simiente masculina, incluso el sudor provenían del corazón, metafóricamente no estaban tan equivocados, ¿no crees?
—Por una una razón únicamente dejaban el corazón a sus muertos para la otra vida, tal vez, en la actualidad tenemos al cerebro muy sobrestimado.
Ella continuó su recorrido y yo como un cachorro la seguí en su andar. Allí estábamos los dos solos rodeados de historia. Con preguntas flotando en el aire, que no nos atrevíamos a hacer.
—¿Qué haces aquí? —fue la primera en preguntar.
—Oh, yo… ahm —Por un momento creo que lo había olvidado.
—¿Cuándo te volviste tan elocuente? —me cuestionó con ojos suspicaces frente a la estatua de la diosa Hathor. Esa fue una de las pocas veces que me dedicó una mirada, parecía que estaba tratando de esquivar cualquier contacto con el pasado, con su pasado mejor dicho.
—Estoy trabajando en una ópera para el teatro del Jedive.
—¡¿Una ópera, tú?! Siempre pensé que eras ruidoso, más no al nivel de un tenor. ¿Ahora eres la competencia de Caruso?
—No estaré cantando —Sabía que estaba bromeando, de cualquier manera respondí con vanidad—. Soy el nuevo director escénico.
—¡Wow, eso es muy impresionante, felicidades! —Realmente lo dijo con alegre sinceridad.
—Mejor felicítame después de que la veas. —Sonrió dulcemente como una respuesta sutil y evasiva a mi invitación.
—¿Qué ópera será?
—Aida de Verdi, ¿la has visto? —negó con la cabeza, caminando alrededor de la vitrina donde se exponía la Capilla Canópica, que algún día albergó los órganos internos del Rey Tut. Mientras ella admiraba esa reliquia no podía dejar de intrigarme por su presencia en el Cairo, el tiempo había pasado tan rápido entre nuestras manos como un reloj de arena, desde que nos habíamos encontrando por primera vez en el mar.
—Deje de mirarme de esa manera señor Grandchester, yo no soy parte de la exposición.
Supongo que era demasiado obvio, porque como dije, ella ni siquiera me miró al decirlo.
—Lo siento, no quise intimidarte. —repuse avergonzado.
—No lo hiciste. —contestó con agilidad al mismo tiempo que tomó una fotografía. —Pero uno nunca debe confiar de los ingleses dentro de un museo.
—Puedes estar tranquila, creo que ya tenemos suficientes momias en el museo británico.
—¡Miren quién recuperó el humor! ¿Pensé que los años te habían hecho perder ese toque tan característico? —mi sonrisa lateral apareció como cada vez que hacía una travesura.
—¿Ahora me vas a decirme qué haces aquí?
—Estoy explorando África para estudiar a los gorilas y acabo de encontrar al rey de los monos. ¿Aún te cuelgas de los árboles, chico Tarzán? —recordó con sonrisa burlona.
—Tan graciosa… ¿estás evitando mi pregunta?
—¿Por qué habría de hacerlo? Simplemente no quería dar una respuesta aburrida con un simple "estoy de vacaciones".
—Nunca has sido aburrida.
—Te sorprenderías... —Había una decepcionada verdad en sus palabras. Su bolso resbaló de sus manos y cayó al suelo, rompiendo el silencio incomodo. Ambos, nos agachamos en un instinto para levantarla y así fue lo mas cerca que se encontraron nuestras miradas en todo ese tiempo. Entonces solo lo dije:
—¿Has cumplido tu promesa? —Ella sabía a que me refería, sus ojos se volvieron temerosos y tristes como los de un niño pequeño.
—No sé a qué te refieres —Su rostro se velo con una sombra.
Su seguridad y gallardía se habían ido y me sentí como un bastardo por incomodarla de esa manera.
—Hablaba…hablaba sobre tus pecas, ¿todavía las sigues coleccionando a lo largo de todos estos años?
—Oh, eso —recuperó el aliento. —Sí, nunca me canso de ellas, solo siguen y siguen apareciendo por todas partes. —Tapó su nariz sonriendo disimulando promesas pasadas. Se levantó de inmediato cuando vio a un hombre esperándola a la entrada.
—Me tengo que ir...
—Espera... ¿Dónde estás hospedándote? ¿Quizás podamos encontrarnos de nuevo? —Dudó sobre su respuesta y miró al tipo alto y rígido que la esperaba a la puerta.
—Fue muy agradable volver a verte… Terry. —Me extendió la mano como si estuviéramos cerrando un negocio.
Sin más remedio la tomé aceptando el trato, firmando cada cláusula en su guante que manché con la tinta que aún tenía en mis dedos. —Adiós Candy.
No miró hacía atrás al salir del museo, y yo, solo vi alejarse nuevamente a la mujer que una vez me rompió el corazón.