LA ROSA DEL CAIRO
CAP. 3 SI FUERAMOS JÓVENES…
Los antiguos egipcios creían que tomar un baño a diario era el camino en que las aguas purificarían sus almas para la otra vida. Ademas creían en los poderes curativos de las bañeras por sus efectos terapéuticos, no había nada que una bañera caliente no curara, excepto por muy pocas cosas…
—Candy, cariño, creo que mi cabello ya está lo suficientemente limpio. —dijo Albert riéndose dentro de la bañera ante los fuertes movimientos de su esposa en su cabeza.
—Lo siento, mi la mente voló por un momento. —ella se detuvo, quitando la espuma de sus manos en su delantal.
—¿A dónde fuiste?
—Al pasado… quiero decir, es difícil no estarlo rodeado de todas estas cosas antiguas. —apuntó a la cenefa de mosaicos decorados con loros, pavo reales y gallinas pechiblancas, en vibrantes colores.
Dijo la verdad, su mente viajó al pasado, aunque, no uno tan lejano. Todos esos colores vibrantes y verdes de la naturaleza en la pared, le recordaron al brillante y dulce perfume del pasto en las praderas de Escocia, tiempo atrás en el verano de 1914. Corriendo de la mano de su enamorado entre las colinas, rodando en sus brazos perfeccionando cada día los errores de un fallido primer beso, que sucedió debajo de un almendro.
Ambos convirtiéndose en fugitivos, escapando a toda velocidad de cualquier persona que les impidiera estar a solas. Siempre abrazada a su lado, mientras él manejaba a orillas del mar obscuro su Cadillac convertible, con el viento a su favor y el sol alumbrando sus rostros. Esa tarde, su novio no dejaba de tararear y presumir su francés, cantando con histrionismo la Marsellesa, solo para hacerla reír. Nunca hubiera imaginado que un año después, aquél himno solo le traería pena al escucharlo y saber que realmente su amado estaba marchando en la guerra a lado de los francés. “Marchons, marchons” escuchaba con tortura.
Cuánto había dolido ser forzado a crecer tan rápido y dejar atrás esa euforia que se parecía mucho a la felicidad. Ese dulce pájaro de la juventud que se fue volando antes de aprender a aletear.
—Dime, ¿conocías bien a Terence en el colegio? —Albert, echaba agua en sus brazos ignorando que detrás de él, Candy estuvo apunto de caerse del banquillo ante su pregunta.
—¿Quién yo? —respondió con un resoplido sarcástico de sus labios. —Por supuesto que no, él era un, un, un hermético engreído, y yo, bueno ya sabes como era. —aseveró riendo—. No conviví con muchas personas en esa época, excepto por Annie y…hasta entonces Patty. —finalizó con nostalgia al recordar a la última.
—Fueron muy crueles contigo en ese entonces, ¿cierto? ¿Terence, no estaba entre ellos o sí? de lo contrario solo dímelo y lo despido de inmediato.
—Calma grandulón, no todos los días fueron malos, hubo algunos mucho más memorables y nos los cambiaría por nada. Y no, él siempre fue bueno, aunque como te dije, solo es alguien que algún día conocí. Haz la cabeza hacía atrás. —indicó para enjuagar su cabeza con ayuda de la palangana.
—Sabes que no tienes que hacer esto en vacaciones, puedo pedir a alguien que lo haga. —dijo Albert sintiéndose el calor del agua en su cara.
—¿Y desperdiciar el único momento que tenemos para charlar? Además te hará bien para tu pierna, preparé un gran baño egipcio con todo lo que dejaron aquí, sales aromáticas, esencias. Qué gran servicio el mio ¿eh? —añadió risueña.
—La próxima vez haré que preparen un baño de leche de burra para mi Cleopatra.
Candy, sonrío complacida ante el cumplido de su esposo.
—El tradicional jabón y burbujas estará bien…¡Vamos, te ayudo a salir!
El agua salpicó la alfombra en el impulso de los brazos de Albert al salir de la tina, por un costado se abrazó a su esposa y del otro se ayudó con la muleta . “Yo seré un escudo para tu espalda, y tú para la mía” ese fue el voto más significativo que ambos hicieron durante su boda y uno que de verdad cumplían en su vida diaria.
El enlace fue una tarde de Septiembre, a principios del otoño, cuando las hojas verdes caían de los árboles formando un sendero marrón en su trayecto a la iglesia. Ella no dijo una palabra en el auto y cuando se detuvo a la entrada del pasillo, lo vio de pie por primera vez en sus muletas. Había sido su manera de sorprenderla. Fue el único momento del día en que sus ojos se cristalizaron de emoción. Ella era su desgracia y su salvadora.
«Esto es lo correcto, es lo correcto Candy» se repetía una y otra vez en su cabeza en su camino al altar.
Se casaron bajo una antigua tradición celta en honor a las raíces escocesas de William. Tomaron sus manos las cuales fueron cubiertas, capa por capa con el lazo del mismo patrón del tartán del clan de los Ardlay, un lazo que simbolizaba la unificación de dos personas para convertirse en una sola vida.
“Te consolaré, te mantendré y te honraré, en la enfermedad y en la salud” continuaron repitiendo al unísono al ser envueltos por aquél lazo. La tía de Albert, la Sra. Elroy, fue la encargada de amarrar el nudo de la pareja, de una forma deliberadamente apretada que lastimó a Candy, dejando una marca roja en su muñeca. Tal vez fue una advertencia para recordarle que acababa de hacer un compromiso de por vida con su amado sobrino, más allá de las palabras; y un poco porque aún estaba molesta cuando "la huérfano sinvergüenza" días previos a la boda, se rehusó a decir el usual "Te obedeceré" como parte de sus juramentos matrimoniales.
La tranquilidad y sencillez fue el selló que caracterizó aquélla boda, hubo pocos invitados, la familia más cercana a William se alegró de verlo sonreír nuevamente, después de los trágicos eventos por los que había pasado, incluyendo la novia. Ese día, ella se casó por la vida de dos hombres, pero tuvo que decidir hacer feliz solo a uno, y sabía cuál de ellos era el más fuerte. «Perdóname, por favor perdóname» suplicaba ante Dios, más no hablaba con él. No se dio cuenta de que la misa había terminado hasta que escuchó las campanas y los ligeros aplausos de la multitud. Se descubrió el velo de la cara como la nueva señora Ardlay y selló un futuro incierto con un beso, aunque William no podía sostenerla debido a las muletas, él, la besó con un abrazo en sus labios que sabía tan dulce como sus intenciones.
—Te haré feliz, te lo prometo, Pequeña.
William, sabía las fallas que había hecho a esa promesa, la había visto madurar ante sus ojos y no desconocía todo lo que Candy tuvo que cambiar en su persona para integrarse al cruel mundo de la élite americana. Siempre con ojos críticos sobre ambos, presionándolos para adaptarse a la dominante narrativa de su sociedad sobre lo que debe hacerse para que un matrimonio sea exitoso.
Pronto él se dió cuenta que los ideales radicales que tenían en su juventud cambiaron en cuanto el poder llegó a sus manos, y entonces, hay que convertirse en otra clase de hombre para tener el absoluto dominio de dirigirlo todo: al igual que en la supervivencia del más apto, te lleva hacer cosas que no deseabas, y en el caso de los Ardlay, el dinero no se daba el lujo de dormir…
Se quedó sentado en la cama, enredado bajo una toalla que cubría sus caderas, observándola mientras ella elegía su ropa de dormir de una de las cajoneras, una vieja rutina que inicio mucho antes de imaginar una vida juntos, en el Mercy Hospital de Chicago.
—Me lo dijo un pajarito, te dieron la mejor habitación del palacio. —Albert, trató de entablar una conversación con su esposa, que había estado tan callada desde el baño, sabía que no estaba muy contenta con las noticias que escuchó durante el almuerzo.
—Es bastante espacioso y la vista es como una pintura de Thomas Seddon, realmente me gusta mucho. Fue un gran detalle, gracias. —dijo sin mucha emoción, forzando una sonrisa mientras colocaba la ropa doblada en la cama.
—Oh, cariño, me encantaría llevarme el crédito, pero no fui yo. —exhaló, dejándose caer en la cama al terminar subir sus calzoncillos por su cuenta—. Habib es un hombre muy astuto y sabe lo manipulable que un hombre puede ser ante su esposa.
—Si fuera más inteligente sabría que no tengo ninguna injerencia en tus asuntos o en cualquiera de tus decisiones. —insinuó con la ironía que hacía alzar una de sus cejas. Su gesto contrastaba con los suaves movimientos que ella hacía al pasar las mangas de la camisa por los brazos de Albert.
—Déjala así —detuvo con delicadeza sus manos antes de que ella pudiera cerrar su camisa—. ¿Sigues molesta por que nos quedaremos un par de meses? —hurgó una confesión en sus ojos.
—Creí te agradaría la sorpresa y nos haría bien alejarnos de Chicago unos meses, como lo hicimos en Brasil hace unos años, ¿recuerdas?
—Y me agrada, no tengo queja alguna del lugar, es un paraíso. Es solo que… —Era difícil explicarle lo complicado del asunto. Se preguntaba si debía decirle la verdad sobre el actor que rondaba por los pasillos, después de todo ya habían pasado varios años y tal vez, Albert, tendría un enfoque diferente sobre las decisiones que ella tomó en el pasado. Resonaron las palabras de la última la discusión que tuvo con su amiga Patricia O’brien «¡Todo este disparate se sabrá tarde o temprano y la única culpable de lastimar a las personas que dices querer vas a ser tú! Yo no quiero ser parte de éste teatro, adiós para siempre Candy»
—¡Ouch! —el sutil quejido de Albert la trajo al presente. Miró la molestia con la que palpaba su muñón izquierdo. —Tranquila, solo fue una pequeña punzada.
Tal vez la explicación sería conveniente otro día…
—¡Vamos recuéstate, yo me encargo. —indicó como la enfermera que seguía siendo bajo esas ropas finas. Él, siguió sus instrucciones abatiéndose en la comodidad de los voluminosos cojines de pluma alojados en su cabecera. Candy, tomó su maletín del taburete al pie de la cama y sacó algunos ungüentos y vendas para tratar el edema inflamatorio que presentaba Albert, en su muńon.
Con suaves movimientos masajeaba sobre su piel roja, provocando en la cara de su esposo una sensación de alivio.
—Ahora entiendes porqué Georges y yo insistimos en que nos debes sobrepasar mucho tiempo ambulando con tu prótesis y menos con éste clima.
—Oh, no hables mal de “poupée” —se refirió a su prótesis, dirigiendo su mirada a la prótesis recargada sobre la pared—. Sólo salimos a hacer unas pequeñas rondas por la mañana, sabes que no me gusta estar en esa silla todo el tiempo.
Candy, le lanzó una mirada suspicaz, y siguió masajeando con delicadeza de abajo hacia arriba, llegando a su entrepierna.
—¡Uf!, eso se siente mucho mejor —dijo en completa satisfacción el paciente.
—Sí, ya lo noté —exhaló la enfermera con humor, al ver la erección que su masaje había provocado en él.
—Es un maldito delator —exclamó Albert—. Aunque, sí no me hubiera evidenciado hace años cuando eras mi enfermera y mi única amiga, nunca te hubieras dado cuenta de cuanto me gustabas.
Ambos se miraron con travesura repasando en su mente aquella vieja anécdota, que en su momento hizo a Candy ruborizarse como una manzana y un avergonzado Albert pidiendo una y otra vez disculpas, tirando las bandejas quirúrgicas alrededor de su cama en su nerviosismo. Pero eso había pasado hace tanto tiempo y después de varios años de matrimonio el pudor ya no existía entre ellos.
—Creo que mi pierna ya se siente mejor, que te parece si mejor aprovechamos la situación…—sugirió, incorporándose en la cama. Con una cálida expresión puso sus manos alrededor de su cuello, aterrizando sus labios con ojos cerrados sobre ella. Ella siguió ese beso como había seguido tantos otros al igual que con sus caricias.
A Candy siempre le gustó concentrarse en la respiración de Albert, era una costumbre extraña, pero siempre se sentía segura sintiendo como el aire entraba y salía de su pecho con calma. Le gustaba estacionar su mano en su torso, era su más pura y propia forma de meditación. Esa noche eso no sirvió, su mente no estaba en esa habitación con él.
—Y yo creo, próximo amo y dueño de éste palacio… —interrumpió, rompiendo ese beso, que frenó la fogosidad de su esposo—que deberías descansar. Ya fue suficiente ajetreo por hoy para ti y necesitas descansar, no me mires así, de verdad necesitas descansar o no te recuperaras. Dime, ¿ahora debo decirte Príncipe o Emir? —bromeó, comenzando a vendar su extremidad.
—No me agrada mucho ese sobrenombre de “príncipe”….
—¿No viven en un castillo los príncipes? —Con un broche aseguró el vendaje de su esposo, levantándose con ímpetu de la cama—. Ya quedó listo, esto dejará que duermas bien toda la noche.
—¿Qué haría yo sin ti?
—Serías un soltero extremadamente cotizado…—Albert, la señaló coincidiendo en broma con su respuesta.
—Descansa Bert —Se despidió dando un beso en su mejilla antes de salir.
—Candy… —la interrumpió antes de darle oportunidad de cerrar la puerta—. Sabes que puedes venir a dormir a mi cuarto siempre que lo desees.
Ella le devolvió una sonrisa amorosa asintiendo a su invitación —Te veré por la mañana.
Candy, cerró la puerta de la habitación sintiendo que pesaba aún más de lo que percibió al principio de la noche, descansó su cabeza en ella que estaba apunto de explotar. En medio de la obscuridad del pasillo su vulnerabilidad era visible a kilómetros, aunque sus lágrimas ya no se manifestaban con facilidad; en cambio notó sus dedos bailando en la puerta, apenas tocando la madera al sonido de una música.
Tan pronto percibió el sonido fue en su búsqueda. Bajó las escaleras sin dudarlo, y al llegar al último peldaño miró a ambos lados y descubrió que la música venía del ala oeste, las notas parecían pequeñas gotas de lluvia de cristal que caían tan suavemente que uno podría imaginar que sobrevivieron una vez que llegaron al suelo. Así es como sonaba la nostalgia.
Caminó a través de un largo pasillo bajo sus coloridos arcos de herradura morisca, con paredes embellecidas por gigantes espejos barrocos de marcos dorados, sin embargo nunca se detuvo a mirar su reflejo. Aquella pieza de Satie, guiaba como un embrujo cada uno de sus pasos, haciendo su corazón latir con intensidad al irse acercándose a su sonido. No estaba emocionada por la música, sino por las manos que tocaba el piano, sabía exactamente a quién pertenecía ese toque. Finalmente ve una cuña de luz de una puerta abierta en medio del pasillo: era una gran sala de estar de alfombra roja, se veía más oscura en la noche por sus elegantes muebles de ébano y una chimenea sin vida con ornamentos islámicos, incluyendo muqarnas.
Al fondo, detrás de la sala aterciopelada, lo encontró. Y agradeció que estaba de espaldas a ella, para poder contemplarlo mientras tocaba.
No estaba solo, una botella de whisky y un vaso sobre la tapa superior del piano eran su audiencia, probablemente, la había tomado de la barra a un costado. Había arremangado sus mangas hasta la mitad de sus brazos para tocar con más libertad, podría estarlo idealizando, pero apenas podía apreciar los pausados movimientos de sus manos flotando de lado a lado interpretando la primera Gymnopédie, en su carácter lento y doloroso .
Si fuera más joven…pensó ella, podría ir a abrazarlo por la espalda y acurrucarse en ella, con sus brazos alrededor de su cintura, mientras él, continuaría tocando tal como solían hacerlo durante las tardes de verano.
Como la flama de una vela, las notas se fueron apagando hasta que solo quedó el silencio.Terence, sintió los ojos de su espectadora detrás de él, pero apenas y giró su cabeza sin mirarla para hacerle saber que sabía de su presencia.
—Haz mejorado mucho tu técnica.
—Las lecciones de una buena maestra nunca se olvidan. —recordó, empinando las últimas gotas de licor que quedaban en su vaso, preparándose a encararla—. No quise despertarte.
—No lo hiciste. No suelo dormir mucho.
—Bueno, ya somos dos, por eso vengo a tocar. Dicen que la música amansa las fieras, así que no tengas miedo puedes acercarte, no voy a morderte. Déjame servirte un trago.
—No es necesa… —dijo adentrándose a la habitación, en un intento de detener su acción.
—Oh, por supuesto que es necesario. ¿Por qué no te sientas y tocas algo también? Tal vez eso te ayude a pasar mejor la noche.
Candy, se dejó llevar bajo la sugerencia, aunque con timidez se sentó en el taburete frente al piano, puso las manos sobre las teclas y no se escuchó ningún sonido mas que el del whisky saliendo de la botella, con los ojos de Terry acechando su titubeo.
—Estoy un poco oxidada, tiene tiempo que no lo hago. Otro día será. —evadió, cerrando el teclado, que convenientemente sirvió como una mesa para sus bebidas.
Los vasos golpearon con fuerza cuando Terence los depositó en la tapa frontal del instrumento. Su mirada seguía intimidándola, se sintió hundida en ese banquillo con los ojos de él mirándola desde lo alto. La tensión entre ambos era mayor a la que estaban sometidas las 230 cuerdas conformaban el piano.
Terence, intentó controlar todas sus emociones, el enojo estaba por encima de todas.Se sentó a su lado, no como un músico sino como un jinete en su caballo, Así podía ver el perfil de la mujer a su lado, bebiendo nerviosa de su vaso con ambas manos. Que esporádicamente lo miraba de soslayo. ¿Dónde estaba esa otra mujer de la mañana tan altiva?
No habían estado tan unidos en años y se sentía tan frío. Sus labios se veían iguales y se preguntaba si sabrían igual, los recordaba con deseo, pero sabía que si tenía la oportunidad de besarlos no sería para hacerlo con dulzura... «¿Y, por qué los besaría?» pensó, si ella está con otro hombre.
—Hay una historia antigua que te puede gustar sobre la música y el corazón —comenzó a contar con seriedad en sus palabras, como si estuviera a punto de relatar una historia de miedo en medio de la noche—. Hubo un meticuloso y curioso médico en la escuela de medicina de Alexandria que estaba obsesionado con descubrir el funcionamiento corazón…. Verás, y por supuesto quizás ya lo sepas —insinuó con cinismo— se creía que las venas estaban llenas de sangre y una mezcla de aire y agua. Mediante disecciones, Herófilo, pudo deducir que las venas solo transportaban sangre. Lo que le hizo notar que a medida que la sangre fluía a través de las arterias, éstas pulsaban. ¡“Tenían Ritmo”, igual que la maldita música! —gritó exaltado, el bourbon también ya estaba en sus venas, por su parte Candice solo siguió observando
—Ese genio desgraciado, hizo una teoría musical para poder explicar el ritmo y frecuencia del pulso, comparando sus movimientos con tonos musicales, podía ir incrementando tan rápido “pa,pa,pa,pa,pa” —Al unísono golpeó repetidamente con su puño el piano— o disminuyendo en total relajación —escenificó chasqueando sus dedos— como la arsis y tesis de un compás. Descubriendo que el pulso dependía de la actividad del corazón. ¿No es jodidamente hermoso? El latido de la música como parte de nuestra anatomía. —dijo, tomando el brazo de Candy para sentir el pulso en su muñeca, pero su voz y la fuerza de su mano cambiaron radicalmente.
—Dime Candy, ¿como se encuentra tu pulso hoy en día?
—Me tengo que ir —Se levantó apresurada, pero Terry no soltó su muñeca.
—¡No! —demandó, trayéndola de nuevo al asiento que compartían— Esperé y esperé como un tonto en esa estación de Nueva York y nunca llegaste. Te busqué por todos lados y diez años después te encuentro casada con ese tipo. Merezco una explicación.
—Terry, suéltame. Te envié un mensaje después de que no llegué a la estación.
—¡Claro! La carta que enviaste al teatro de mi madre, esa carta con el ambiguo: “Te doy mi palabra que nada cambiará en mí, prométeme que serás feliz” ¿De verdad crees que eso fue suficiente para mí? Tus cartas me mantuvieron con vida mientras estuve en las trincheras y en esos días en prisión incomunicado las leía una y otra vez para mantenerme cuerdo, pero esa última carta casi me mata…
—Lo siento tanto, he pagado caro por lastimarme todos estos años. —Se lamentó arrepentida.
—¿Cómo? ¿Convirtiéndote en la esposa de un millonario de élite, viajando por todo el mundo, vestida con vestidos caros? ¡Qué horrible la vida la tuya!
—¡No hables de lo que no sabes!
—¿Qué tal si hablo de como se siente?
—Si no te sientes cómodo con ésta situación, puedes irte y continuar tu prestigiada y valiosa ópera en cualquier lugar. Bert, lo entendería.
—¿Así que esta es la razón por la que viniste hasta aquí, para pedirme que me vaya? Los problemas no se resuelven despidiéndolos y si uno de nosotros tiene que irse, no seré yo. No estoy aquí por ti, vine para construirme una reputación como artista y no me iré sin conseguir lo que quiero. No iré a ningún lado a pesar de la intranquilidad que eso pueda causarte. Si yo puedo lidiar con ésta situación, entonces tú también.
—¡Bien! —respondió con orgullo desafiante. Trató de encontrar un poco de calma en los colores del mándala tallado en el techo.— Bert, no tiene nada que ver con esto, no lo involucres.
—¡Oh, no, a toda costa debemos proteger a nuestro Gran César! —dijo con burla— Dime éste Albert... William... el Sr. Ardlay... como sea que lo llames, no tiene idea de quién soy yo en tu vida, ¿no es así?
—Él sabe que eres un magnífico artista y uno respetable, eso es suficiente…
—Me prometiste, me juraste, antes de irme a Francia que me esperarías —dijo hundido su rostro en la tristeza— ¿Qué sucedió en mi ausencia, Pecosa? Sabes que yo nunca quise ir a su guerra, nunca quise dejarte.
—Terry —dijo sosteniendo el rostro del chico que apenas podía tenerla levantada, con su cabello cubriendo sus ojos— Escúchame, no tuvo nada que ver contigo. Éramos muy jóvenes y tal vez hicimos planes y hablamos sobre el futuro como si tuviéramos la seguridad que nada nos podría cambiar.
Cuánto deseaba abrazarlo y besarlo. ¡Qué miserable se sentía al sentir las lágrimas del hombre que amaba en sus manos! Entonces las palabras de Patricia, volvieron a resonar con una voz latente en su mente.
—Éste Albert, ¿es el mismo tipo que me platicabas era el encargado de cuidar de ti a nombre del tutor que pagaba tu educación en San Pablo, el que era tu gran amigo? —ella, apenas pudo asentir.
—Resulta que todo ese tiempo fueron la misma persona, yo no lo supe hasta muchos años después.
—Candy… —Alzó su mirada hacía ella, esta vez de forma dulce y preocupada— ¿Te obligó a casarte con él? ¿Tuviste que pagar algún tipo de deuda?
Si él hubiera seguido tomando su pulso, habría notado como subió hasta la ultima nota cuando él atinó a esas últimas palabras.
—No te hagas esto, no te inventes esas historias en tu cabeza. Bert y yo nos queremos, esa es la única verdad.
Terence, sintió una última derrota en sus palabras, probablemente ella se habría enamorado de “Bert” en su ausencia o probablemente porque el patriarca de los Ardlay le recordaba a alguien más. William, se había confesado con Terry en el almuerzo como si fueran viejos amigos y tal vez había platicado más de lo debido de su propia familia.
—Pues felicidades —añadió en un brindis— Perdiste al jardinero, pero al final te quedaste con todo el jardín, supiste apostar al mejor. —escupió veneno antes de saciar su garganta con el licor y sintió aún más de ese añejo bourbon en su rostro, cuando Candy le arrojó su bebida como respuesta.
—Hice lo que tenía que hacer para salvar una vida y no me voy a castigar por eso. —Fueron las últimas palabras que él creyó escuchar de ella, antes de ver su sombra alejarse corriendo por el pasillo.
¿Hasta cuándo era mejor una mentira que no aumentara su aflicción y hasta cuando la verdad era la mejor apuesta?