—Soy yo, Terry, abre ya.
Terry aguardaba impaciente, mientras Candy atemorizada por el golpeteo de su corazón, corría el cerrojo, temblorosa.
La puerta se abrió, con una asustada Candy por tenerlo ahí de nuevo. Al abrir, Terry se deleitó con la chica, pero ingresó de inmediato cerrando la puerta. Se seguían escuchando unos aullidos estremecedores, lo cual tenía a Terry extrañado y a Candy preocupada.
—Alteza, ¿qué es lo que sucede? ¿Por qué hay tanto alboroto? —Candy trató de fingir que no sabía lo que su madre le había mostrado a través de la visión, quería ver qué tanto sabía Terry de lo sucedido esa noche.
—Mi… la reina falleció. Por todo el castillo hay guardas corriendo de un lado al otro, será una noche muy larga… una que está cargada de una extraña bruma de muerte y miedo o eso es lo que siento —la expresión del príncipe era indescifrable.
Candy al escuchar las palabras de Terry, se atrevió a responder, esta vez le habló con menos formalismo y más confianza.
—No solo tú lo sientes, yo también siento que algo extraño se ha apoderado del castillo, realmente empecé a sentirlo desde hace ya algunos días —la mirada de Candy se ensombreció.
Terry observó cómo se acercó a la ventana y la luz de la luna la iluminaba como si quisiera acariciarla, como si esa noche solo la iluminara a ella. Jamás se sintió tan perplejo por la belleza de una mujer y eso que había sido invitado a compartir muchos lechos. Ni por su esposa, que era una de las mujeres más hermosas, incluso era felicitado por desposar a la princesa más codiciada y admirada.
Para Terry, la belleza de Eliza no significaba nada diferente a lo que haya visto antes, no sentía nada al estar con ella, ni el más mínimo sentimiento que esperó sentir después de algún tiempo de estar casados. Y en eso no tenía nada que ver el enamoramiento de Anthony hacia su esposa. Ni siquiera Karen despertó el amor en él, al conocerla se deslumbró con su belleza y encanto, pero luego de calmar sus impulsos de muchacho, entendió que no era amor de hombre lo que sentía por ella. Más bien Karen, al ser una actriz y mayor que él, era una mujer que llevó la vida de su madre, al menos lo que supo de ella y eso lo hacía sentirse más cómodo en su presencia.
Con el tiempo, el cariño hacia Karen crecía más, quería cuidar de ella y protegerla, pero como a su hermana mayor, cómo cuidaría a la pequeña Annie. Cuando estaba con ella podía ver sus ojos tristes y enamorados, él no quería dañarla más, de hecho, buscaba otros brazos sin ocultarlo, para que viera que entre ellos solo quedaba cariño y amistad. Pero la tristeza de ella reflejada en su rostro, era un cargo de conciencia que lo mataba, por eso le daba una que otra noche en su cama, para que su corazón sintiera algo de consuelo. Jamás una mujer le robó sus pensamientos, estaba convencido de que el amor del corazón era mentira o tal vez él carecía de dicho sentimiento, ya que en su hermano se veía un brillo diferente al mirar a Eliza, la mujer que era su esposa. Lo peor de todo es que no le importaba, los celos eran algo desconocido para él, pues llegó a tomar mujeres que estaban luego en brazos de subordinados suyos y eso no le importaba, en ocasiones ellas lo hacían para darle celos y que pelearan por ellas, pero sin éxito, ya que carecía de esos primitivos impulsos, los celos.
Pero ahí de pie, mirando a esa bella rubia de ojos verdes, que parecían iluminar por sí mismos su rostro con esa bella constelación de pecas a su alrededor y sus labios tan rosados y carnosos, lo transportaron a la imagen de momento atrás. Se sintió como Adán cuando vio por primera vez a Eva, sacudió su cabeza, saliendo de su escudriño a la mujer que no se sacaba de la cabeza desde que sintió su aroma.
—Quería saber si estabas bien —dijo finalmente acercándose un poco a ella.
—Lo estoy. Tan bien como me lo permita estar aquí, temo cada minuto de mi suerte y la de Lane, mi ave —señaló a su madre que estaba en un barandal alto del cuarto.
—Yo te protegeré a ti y a tu ave de cualquiera que los quiera dañar, incluso de Eliza mi… —Terry se sintió incómodo ante la palabra y más aún decirla a la mujer que tenía enfrente— de quien intente dañarlas —agregó y sus ojos buscaron al ave que desde arriba observaba cada movimiento— Lane, que lindo nombre —le sonrió.
Candy le devolvió la sonrisa iluminada por la luna, lo cual hizo latir el corazón de Terry con fuerza.
—Era el nombre cristiano de mi madre, antes de llamarse Circe —dijo ella y se alejó de la ventana.
—Es hermoso, como el tuyo —los ojos azul índigo de Terry comenzaban a brillar con intensidad frente a ella.
—Mi madre me eligió ese nombre, ya que dice que la etapa más dulce de su vida fue estando al lado de mi padre.
—¿Quién es tu padre? ¿Y qué es de él? ¿Dónde está? —preguntó el Castaño.
—No lo sé. Creo que murió cuando era bebé, solo sé que era un soldado, un gran guerrero. Mi madre me decía que me amaba mucho y era su amada pequeña —los ojos de Candy se apagaron—. Me gustaría haberlo conocido —dijo con tristeza.
—Te entiendo, a mí me hubiera gustado conocer a mi madre —Terry se recargó contra la mesa donde Candy tenía algunos libros y yerbas, sin dejar de mirarla. El halcón seguía cada paso de los jóvenes desde lo alto.
—¿Puedo tocarte? —Candy se acercó con algo de recelo. Terry la observó intrigado.
—Sí… claro —la petición de Candy le extrañó, pero de forma grata.
—Cierra los ojos y no pienses en nada —le indicó Candy, ignorando la mirada de él.
El castaño se sentía como una damisela a disposición de la muchacha. Ahogó una sonrisa por el mandato de la pequeña rubia y obedeció como un niño a la orden de la dama. Candy nerviosa por la cercanía del apuesto joven, puso su mano temblorosa en la frente de Terry y cerró los ojos, transportándose a la niñez de un pequeño Terry.
Fragmentos de la vida del heredero aparecieron rápidamente en su visión. Cubierto por suaves y finas sábanas, un bebé de tez muy blanca, con cabellos oscuros y ojos azules como las aguas profundas del mar, miraban con detenimiento a una mujer muy bella que le sonreía, rubia, de ojos azules iguales a los de él, con un llamativo lunar en su mejilla, de una belleza inigualable, cabellos largos y ondulados. Hermosamente vestida, parecía una diosa del bosque. Candy podía sentir todas las emociones del pequeño Terry y la felicidad de su madre y padre, estaban enamorados, la habitación estaba rodeada de amor y armonía. El corazón del pequeño Terry al sentirse amado palpitaba de gozo y sonreía de manera constante. Pero la desgracia un día llegó, varios años más tarde, cuando su madre le estaba dando de comer en su cuarto, unos guardias entraron sacándola con brusquedad mientras él lloraba aterrorizado. Isabel, la prima de su padre, entró y mirándolo fijamente con el odio pintado en sus ojos le dijo:
—¡Maldito engendro del pecado! —le sostuvo con fuerza su brazo derecho, causándole dolor y provocando un grito del pequeño— Si me haces la vida difícil, correrás la misma suerte de esa maldita prostituta, eso le pasa por haberse entrometido entre Richard y yo. ¿Sabes a donde llevan a tu madre? —el niño no sabía ni entendía todo lo que la mujer le decía, con la carita aterrada negó con su cabeza, ella sonrió con malicia y acercándose al rostro de Terry dijo disfrutando cada palabra— La matarán por pecadora, por ser una mala mujer. Yo me encargaré de abrirle los ojos a mi Richard, hasta que sepa que ¡Yo soy la única mujer digna para él!, la única que puede darle hijos legítimos, hijos que se sentarán en el trono de Inglaterra, y tú, con suerte, serás parte de los sirvientes de ellos. Su juguete.
La mujer desquitó todo su odio contra el pequeño ese día, hiriéndolo con palabras incomprensibles para él, pero que por la expresión en la cara y la voz de la regordeta mujer, sabía eran muy malas y sobre todo destrozaron el corazón de Terry al enterarse de que su madre iba a morir. Isabel nunca gozó de belleza, tenía sobre peso, el cabello oscuro y nariz chata, características que incrementaron el rencor hacia Eleonor, y ahí parada frente al hijo de esa actriz que le robó el amor de Richard, transpiraba todo su odio por el pequeño de tan solo cuatro años. Candy supo que Terry bloqueó este doloroso recuerdo de su cabeza, desde ese momento su vida cambió convirtiéndolo en un niño vacío y melancólico.
Pero a los pocos meses de sentir miedo, incluso de cerrar los ojos, llegó alguien a su vida, una joven de ojos verdes, igual de hermosa que su madre. Ella llegó a ser un consuelo para el pequeño solitario, dándose abrigo y consuelo mutuamente. Se aferró al cariño de esta extraña que lo trataba con amor, sintió que de nuevo tenía una madre, su triste corazón de niño se calentaba de a poco sintiendo de nuevo el calor de una madre; un sentimiento sincero, no como el que Isabel fingía frente a su padre demostrando dulzura, pero a solas lo trataba mal y su desprecio no lo disimulaba.
Candy vio como aquella hermosa mujer cuidaba de su rosal con tanto fervor, Terry la acompañaba en las labores con Anthony a su lado. En una ocasión Terry encontró una rosa blanca con tintes rosas, parecía dibujada y él la quiso acariciar, pero se clavó una de las espinas, lloró desconsolado y Rose Mary tomó su manita y la besó tratando así de calmar su dolor.
—¿Sabes por qué las rosas son mis flores favoritas? —Terry con sus ojitos llorosos hizo una negativa con su cabecita— Las rosas son la flor del amor, son hermosas y quieres tenerlas cerca, su fragancia y su forma embellecen todo a su alrededor, pero se protegen con sus espinas y si no las tratas con cariño te dañan. Así es el amor, si no lo tratas con cariño se dañará, marchitará y morirá. Cuida a la mujer que ames cuando la encuentres.
Candy se estremeció ante lo dicho por esa hermosa mujer.
Y luego vio la muerte de Rose Mary y el dolor de Terry, la soledad y tristeza regresaron cuando Isabel se convirtió en su madrastra, pero la situación del castaño y Anthony, no fueron la misma con la desalmada mujer, ya que al pequeño rubio lo amó y cuidó, mientras que a Terry lo despreció más que nunca. Candy podía sentir el dolor, la melancolía y la frustración de Terry, pero lo que la impactó fue verlo en el bosque frente a… Skrael. Candy retiró la mano de la frente de Terry, cayendo sentada.
—¿Estás bien? —Terry, retomando su conciencia, se arrodilló frente a Candy que lloraba.
—Lo lamento Terry, lamento lo que has vivido. Candy no pudo evitar abrazarlo, ahí aún en el piso. Este gesto hizo que Terry se conmoviera y la rodeo con sus brazos. Las lágrimas también comenzaron a rodar por su rostro, ya que Candy desbloqueó muchos recuerdos de su niñez que él había olvidado, reviviendo las heridas que de poco se abrían en su maltrecho corazón.
El sueño placentero de Eliza, aquel que disfrutaba en total soledad, de repente se transformaba en pesadilla. Se veía en el cuarto secreto, dónde estaba su invitada, en los brazos del rubio que la hacía vibrar, se deleitaba con sus besos y caricias. Era libre de tocar cada músculo de Anthony y él le devolvía con ardor en los labios las caricias que le quemaban la piel. De pronto los guardias entraron con Richard y Terry a su lado, la tomaban a ella sin dejarla acomodar sus prendas. Llamaba a Anthony para que la socorriera, pero este se quedó ahí, inmóvil, sin decir palabra; miró a Terry, su esposo, y suplicó que la perdonara, pero este tampoco intervino. La sacaron de forma humillante de su escondite, llevándola hasta el paredón de los condenados a muerte, frente a un pueblo que la insultaba y le lanzaba piedras y todo tipo de basura, le gritaban improperios, mientras sus ojos veían una figura alta y delgada con una capa con capucha que cubría su rostro, cargando está una enorme hacha con facilidad, para lo delgada que se veía.
Eliza con sus ojos inundados por el llanto, el pánico y el miedo, puso toda su atención en la persona que se ponía frente a ella mientras estaba de rodillas con cadenas. De pronto vio como levantó su cabeza y dejó que su capucha callera.
—¿Usted?, todo lo planeó usted —decía mientras Amelia dejaba caer el hacha sobre ella.
Eliza se sobresaltó en su cama, despertó sofocada, bañada en sudor. Estaba sola, pero algo llamó su atención, un cuervo en su ventana la miraba.
—¿Está bien Alteza? —preguntaba el obispo Martín a Amelia, quien mientras le hacían los sacramentos de la extremaunción a la difunta reina estaba de pie sin hablar ni parpadear.
El ave se alejó de la ventana al ver que Eliza lo miraba, perpleja.
—¡Eh! Sí, señor obispo, estoy bien, solo estoy concentrada en los rezos —dijo y este la miró de forma extraña, siguió cubriendo el cuerpo con inciensos y oraciones en latín.
Amelia, que dejó el cuerpo del ave que atormentaba los sueños de Eliza retomó su atención en el cuerpo de la reina, su triunfo. Se acercó a Richard que más que afligido estaba tranquilo.
—¿Por qué soñé eso?, y ¿por qué estoy sola? ¿Dónde está Paty o Luisa? —Eliza miró a todos lados y quiso salir a llamarlas, pero agarró el picaporte y lo soltó— No es mejor así. Debo ver a circe —Eliza se puso su bata de dormir y abrió la puerta al pasadizo.
Golpeó la puerta con insistencia.
—¡Circe abre!, ¡soy yo, Eliza, tu reina!
Candy y Terry, que aún estaban abrazados disfrutando del calor y la cercanía del otro, se miraron con sorpresa.
[/url]CAPÍTULO 11
Última edición por Carmín Castle el Mar Abr 18, 2023 4:47 pm, editado 2 veces (Razón : modificación del tamaño de la letra)