CAPÍTULO 29, EXPIACIÓN
En el hotel Astoria, el duque daba instrucciones a su personal para la partida a Europa, sobre la mesa de centro de su suite, reposaba la urna que contenían las cenizas de Lucrecia, esperaba la llegada de su jefe de seguridad para irse; todo el tiempo que llevaba en Estados Unidos le parecía una eternidad, como si todo lo acontecido fuera parte de un mundo irreal, repasaba uno a uno los acontecimientos y más se convencía de que su llegada había sido lo mejor que pudo haber hecho por su hijo. Una vez que hubo terminado la conferencia telefónica con Terrence, se abocó a contactar a su buen amigo William Jennings Bryan, secretario de Estado en el gobierno de Woodrow Wilson; recientemente había cerrado grandes negocios con él, así que no dudó en pedirle ese favor que Terry le hubiera solicitado. Mientras esperaba las indicaciones de William Jennings, llegó Douglas Kent. — ¡Con su permiso, su excelencia! — ¡Douglas!, ¿Terminaste lo que te ordené? — ¡Se cumplieron a la perfección sus instrucciones! — ¿Los delincuentes? — ¡Encarcelados! — ¿Cuál fue el cargo? — ¡Robo, su gracia! — ¿El nombre de los Grandchester no se verá involucrado? — ¡De ninguna manera!, los sujetos no podrán hablar y al entregarlos a la comandancia mostré el botín, así como las declaraciones de algunos de los chicos en su contra. El comisionado no dudó en remitirlos de inmediato al penal, sabiendo que robaron a un miembro de la corona inglesa. — ¡Perfecto!, prepara todo para el viaje, partiremos en unos minutos. — ¡A sus órdenes, señor! — Kent abandonó la habitación llevando consigo la urna, al tiempo que sonaba el aparato telefónico con la llamada que Richard esperaba. Con una sonrisa de lado agradeció a Jennings, para luego solicitar una conferencia a Lakewood. Al escuchar la voz de su primogénito le informó que todo estaba resuelto con el comandante de la policía local, que podrían seguir con lo planeado. Al concluir esos pendientes su valet de cámara le colocó su capa y ambos salieron rumbo al puerto, quería partir esa misma noche.
Los faros emitían una ambarina luz, que se veía disminuida por la neblina que comenzaba a cubrir el puerto, en las inmediaciones Lucrecia observaba con nostalgia el gran barco RMS Olympic, que aguardaba en el muelle a que todos los pasajeros subieran para emprender su travesía a Inglaterra. Sucia, vestida con andrajos y una vieja manta que la cubría del frío nocturno, era totalmente diferente a lo que un día fue, la falta de alimento provocó que perdiera peso, aunque era todavía una mujer obesa, no quedaba rastro de la elegante dama enorgullecida por ser la duquesa de Grandchester. Arthur, que buscaba entre la basura algo que les pudiera servir, le llamó. — ¡Greta!, ¿Qué haces?, En lugar de mirar embobada ese navío que está muy lejos de tu alcance, mejor ponte a buscar comida o algo que podamos vender. — La mujer pegó un respingo ante el grito de su amigo, justo lo iba a obedecer, cuando vio que llegaba un carruaje que a lo lejos le pareció conocido, caminó lentamente para corroborar lo que veía. — ¿A dónde vas? — Arthur que se iba acercando a ella, le preguntó; ella no le hacía caso, comenzó a caminar de prisa, sí, estaba segura, era el carruaje de su esposo. En ese momento no pensó en las represalias que traería encontrarse con el duque, lo único que le importaba era regresar a su país, aunque para ello, tuviera que humillarse. — ¡Es Richard, es Richard! — ¿De qué hablas mujer? — ¡Es mi marido, el duque del que te hablé! — Arthur incrédulo corrió junto con ella. — ¿Estás segura?, ¡No te dejarán acercarte!, ¡Mira cuantos guardias tiene! — ¡Sí, me dejarán, soy la duquesa! — Ellos no se fijaron que los demás indigentes escuchaban lo que decía a quién ya conocían por Greta; dejaron lo que estaban haciendo para presenciar si era verdad lo que decía. Con todas las fuerzas que tenía corrió más cuando observó la imponente figura de su consorte bajando del vehículo. — ¡Richard! — Gritó; él no la escuchó, se enfiló para subir la escalinata. Con los pulmones a reventar llegó hasta el carruaje, no vio a su marido, por lo que comenzó a gritar. — ¡Déjenme pasar, inútiles!, ¡Debo hablar con el duque! — Los guardias la detuvieron, aunque, ella forcejeaba volviendo a vociferar. — ¡Los mandaré a azotar por esto!, ¡Soy la duquesa de Grandchester!, ¡Debo ir con mi esposo! — El personal se detuvo por breves instantes, para verla detenidamente, en tanto se escuchaba la sirena que anunciaba la inminente salida del lujoso buque. — ¡Malditos, que me dejen pasar! — Los hombres soltaron tremendas carcajadas aventando a Lucrecia. — ¡Vete ya andrajosa! — Ella, no se daba por vencida, intentó subir, mas, uno de los guardias le volvió a decir. — ¡Si no te largas llamaré a la policía para que te encierren en un manicomio, loca! — Arthur que presenció todo, la tomó por un brazo. — ¡Vamos!, ¡Te dije que no te dejarían! — Lucrecia derramaba gruesas lágrimas de impotencia y dolor, negándose a retirarse del lugar. Con fuertes sollozos se aferró al pecho de Arthur. —¡No, no!, ¡Se va, se va, no le importa dejarme aquí! — ¡Cálmate Greta! — ¡No soy Greta!, ¡Yo soy una duquesa! — ¡Creo que ya no!, ¡Acostúmbrate a lo que eres ahora! — Las ondas que dejaba el barco a su paso, para Lucrecia representaban espasmos de realidad, esa verdad que por dolorosa que fuera, le gritaba lo que ahora era, una indigente.
En Lakewood los siguientes días fueron para los Ardlay de gran movimiento, debido al revuelo que causó la entrevista en exclusiva que Albert diera para el The Wall Street Journal, donde el magnate narró el espantoso intento por raptar a la única heredera del clan, y que, gracias al valor de los jóvenes Ardlay, se detuvo al delincuente, aunque resultaron heridos en la reyerta. La noticia fue publicada en los diarios locales y nacionales, ocasionando que los reporteros se apostaran a las afueras de la residencia para obtener algún comentario de los miembros de la acaudalada familia. Una sonrisa de satisfacción surcó el rostro de Elroy Ardlay, quien leía la nota en el periódico, ufana pensaba. — ¡Solo eso faltaba, que tuviera que ir a la cárcel!, ¡William, no es tonto, sabe que no nos conviene un escándalo! — Dobló el diario y lo aventó sobre la cama, tenía unos días que había sido dada de alta del hospital, puesto que los médicos no podían hacer nada más, su invalidez era de por vida; testaruda como siempre había sido, se negó a volver a la residencia, utilizando a la enfermera como porta voz le hizo saber a Albert que no regresaría hasta que la mujerzuela, como decidió llamar a Candy abandonara la mansión. Estaba segura de que su sobrino mayor no podría obligarla. Unos leves toques a la puerta le anunciaron la visita de alguien. Albert entró sin obtener el permiso. — ¡Hola tía abuela! — Saludó acercándose para darle un beso a la anciana; ella movió su cara dejando en el aire la caricia. — ¡Veo que sigues en tu postura! — Le comentó él; la mujer dirigiéndose a la enfermera espetó. — ¡Dígale que no deseo hablar con él, que ya sabe mis condiciones! — Albert suspiró hondo. — ¡Me hace favor de dejarnos solos! — Le dijo a la muchacha, quien obedeció de inmediato. — ¡Tía es necesario que hablemos! — Ella no se inmutó, por el contrario, tomó de nuevo el periódico, haciendo caso omiso a las palabras de él, como si no existiera. — ¡Aún, así tendrás que escuchar lo que tengo que decirte!, cómo pudiste leer se ha dado otra versión de lo que realmente pasó, eso ¡Debes agradecérselo a Candy, quien no quiso colocarte en una posición por demás vergonzosa ante el escrutinio público! — La cólera se apoderó de la matriarca, que de inmediato clamó. — ¡Estás demente!, ¡Yo no tengo nada que agradecer a esa mujerzuela!, ¡Todos ustedes se han vuelto locos por ella!, ¡Me han hecho a un lado a mí, que los he criado! — ¡Te prohíbo que te expreses así de Candice!, ¡Quieras o no es una Ardlay, eso no cambiará nunca! — ¡Pues nunca regresaré!, ¡Es inconcebible que no pueda vivir en mi propia casa! — ¡Qué bien que así lo has decidido porque eso vine a decirte!, ¡Te irás a Florida con los Leagan!, ¡Esa fue una de las condiciones para no encarcelar a Elisa y prestarles el dinero que necesitan para su cadena de hoteles!, ¡Allá te podré una enfermera que se hará cargo de tu cuidado, asimismo estaré pendiente de que nada te falte! — ¿Quién eres tú para decidir por mí? — ¡Soy el jefe de la familia, no lo olvides! — ¡Yo sigo siendo la matriarca del clan! — La mirada azul cielo, serena como siempre se cruzó con los fieros ojos de la mujer que destellaban chispas, cual si fueran dagas. William jamás se imaginó que su tía guardara tanto odio para Candy, la tristeza lo embargó por un instante, recobrándose volvió a hablar. — ¡Lo seguirás siendo de nombre, aunque, te anuncio que reuní al consejo de los Ardlay, en esa reunión se acordó que ya no serás parte de la toma de decisiones! — El rostro de Elroy se descompuso en su totalidad, con la furia contenida le respondió. — ¿Cómo pudiste?, ¡Volveré a convocarlos y serás tú quien quede fuera! — ¡Te equivocas tía, todos votaron a favor porque saben de tu invalidez!, ¡Nadie responderá a tu llamado! — ¡No te atreverás!, ¡Yo soy como una madre para ti! — ¡Está decidido, tía!, ¡Tú actitud no me ha dejado otra opción!, le diré a la enfermera que arregle tus cosas, ¡Saldrás hoy mismo! — Concluyó Albert saliendo de la habitación y cerrando tras de sí, lo que él pensaba como una conversación apacible, terminó por convertirse en una batalla, que su tía ya había perdido desde que decidió apoyar a Elisa. Apretando los párpados, se quedó recargado en la puerta escuchando los sollozos de Elroy, le tenía un profundo cariño y esperaba que después de un tiempo ella modificara sus sentimientos para que se reintegrara al seno familiar. Los pasos de la enfermera le hicieron abrir los ojos e instruirle que organizara el equipaje de la paciente.
El estrés por el que pasaba Albert, se había acumulado durante días, aunque Terry se estaba haciendo cargo de preparar las cuestiones legales en la comandancia, él tuvo que reunirse con los involucrados para llegar a acuerdos conjuntos. Al visitar a Christian lo primero que sintió fueron ganas de golpearlo hasta que su cuerpo no pudiera dar ni un solo golpe más, la cara del tipo le provocaba repugnancia, no merecía la ayuda que se le iba a brindar, sabía que, con la decisión de Candice, él sería el más beneficiado. Sin preámbulos le planteó la estrategia a seguir, el joven desconfiado se negó en un inicio, ya que quería hundir a su ex amante junto con él. Astuto por naturaleza, optó por escuchar a su interlocutor, quien no dudó en señalar las ventajas que traería consigo el acuerdo, ya que le redituaría menos años en prisión, prácticamente le ofrecía un salvo conducto para salir lo menos dañado posible, definitivamente comprendió que se enfrentaría a una guerra sin sentido, así que terminó por aceptar, tanto el convenio, como su exilio. En el caso de los Leagan, tampoco representó mayor problema, ya que Raymond al igual que Neil aceptaron sin objeciones, para ellos resultaba más que conveniente no verse involucrados en una polémica legal que los sumiría en una vergonzosa situación que terminaría por ahuyentar a sus socios inversionistas, por otra parte, tendrían el capital suficiente para ser los accionistas mayoritarios de la cadena de hoteles que pensaban construir en Florida. El único contratiempo con el que se enfrentó fue la actitud de Sara, quien sintió la decisión como una sentencia que los excluiría de la alta sociedad de Chicago; más cuando se enteró que tendrían que mantener a su hija bajo estricta vigilancia o de lo contrario, aparte de no contar con la fuerte inversión de los Ardlay, los confinarían a otro país. Las protestas de Sara subían cada vez de nivel, no obstante, Neil apoyó a Albert aludiendo a que era lo mejor para todos. A pesar de que la altiva mujer no estaba de acuerdo, acabó por consentir, finalmente, no tenía otra opción. En el momento que se le mencionó que la tía abuela también viviría con ellos sus sentidos se crisparon, estaba enterada de la invalidez de la anciana y ella no estaba dispuesta a cuidarla, cautamente, se abstuvo de decirlo, porque la escrutiñadora mirada de William fue como la advertencia para que se atreviera a confesar que el supuesto afecto que le prodigaba a la matriarca había sido una farsa para ser aceptados como parte del clan. Con esa conclusión los Leagan iniciaron los preparativos para mudarse por tiempo indefinido a la ciudad de Miami, lugar donde comenzarían la construcción de su primer hotel. Finalmente, la conversación con el padre de Annie, fue como él esperaba, tranquila, incluso el hombre se mostró agradecido por el apoyo de la familia de Candy, daba por hecho que su hija pasaría muchos años en la cárcel, aunque, con la alternativa de llevar el juicio por separado, les daba la libertad de alegar debilidad mental, como atenuante tenía que nadie hubiese muerto cuando ella accionó el arma, mucho más porque ninguno de los heridos iba a levantar cargos en su contra. Albert no pudo más que desearle suerte al señor Britter, sentía pena por él, ya que se enfrentaba solo a la defensa de su hija, dado que su esposa se había ido del país para evitar enfrentar el oprobio ocasionado por las acciones de Annie.
Continuará...