** Musas Ardley ** Cuando Albert conoció a Marianne ** Apología No. 16 para Albert, Candy y Marianne ** Fic **
Los personajes pertenecen a Mizuki e Igarashi, los tomo prestados un ratito para armar estas historias, excepto Marianne, que es creación mía. Universo alterno. Casi siempre, Marianne interactúa con George (como que fue creada para él), pero me pregunté ¿cómo fue que la conoció Albert? Aquí está la respuesta.
-¿Y ahora? –el tono aprensivo de Candy hizo detenerse a su hermana.
Las calles de Londres estaban en la penumbra, y muchos callejones estaban en franca oscuridad. Candy había salido muy decidida del colegio, arrastrando a su adormilada melliza, quien se dedicó por unos minutos a murmurar muy enojada contra los jóvenes a quienes se les ocurría pelearse a altas horas de la noche y contra las ingenuas que gustaban fungir como enfermeras. Pero aún así, la acompañó, preocupada por las locuras que se le ocurrían a su impetuosa hermana.
-Ni idea –respondió la rubia de ojos azules, mirando malamente a su hermana.
Una ligera neblina, muy propia de la ciudad donde residían desde hacía algunos meses, alfombraba el piso de las calles. Marianne y Candy estudiaron el pobre barrio donde habían ido a parar, después de caminar durante más de quince minutos. Marianne estaba preocupada, pues la noche corría muy deprisa y temía que las descubrieran, lo que acarrearía su expulsión del exclusivo y estricto colegio donde habían sido internadas por órdenes del tío William, su padre adoptivo.
-¡Hey, nenas! –les llamó un tipejo cayéndose de borracho-. ¿No quieren venir a beber una copa conmigo?
Candy abrió los ojos asustada, pero Marianne la jaló y se alejó junto con su hermana, escuchando los improperios que el alcoholizado tipo les dirigía.
-Ni un maldito policía cuando se le necesita… -murmuró Marianne, mirando alrededor de la calle.
-Necesitamos preguntar –precisó Candy.
-Ya me di cuenta, hermanita –le replicó molesta Marianne, con venenosa ironía impregnando sus palabras.
Candy puso en blanco los ojos, su hermana odiaba desvelarse, pero ella no se había animado a ir sola a la ciudad a buscar las medicinas que necesitaba para atender a Terry. Cuando le contó la manera en que el muchacho británico había irrumpido en su habitación, Marianne la había amonestado, preocupada de que una de las monjas la pescara y se metiera en un buen lío. Sin embargo, Marianne estaba de su lado y siempre podía contar con ella; cuando le dijo que iría a Londres, se apresuró a acompañarla, aunque ahora estuviera enojada.
-Creo que lo mejor que podemos hacer es preguntar en alguno de los locales abiertos –comentó Marianne.
Antes de que Candy respondiera, escucharon una varonil voz que las sobresaltó a las dos.
-¡Eh, señoritas!
Marianne volvió la vista discretamente, descubriendo un alto y musculoso hombre veinteañero que las miraba y lo peor, se encaminaba hacia ellas. La chica se asustó y tomó a su hermana de la mano para prepararse a correr.
-¡Candy! –llamó con voz profunda el muchacho, antes de que pudieran correr.
-¡No tanta confianza! –respondió su hermana zafándose de Marianne-. ¡No tengo amigos en Londres!
Marianne volvió a sujetarla y la arrastró un par de pasos, pero el muchacho, con una zancada mucho más larga que el paso de las jóvenes, se acercaba con rapidez.
-¡Candy! ¡Soy yo! –insistió-. ¿Acaso no me reconoces?
Candy se negó a huir con su hermana y se quedó mirando a su interlocutor: el pelo rubio largo, la altura, los rasgos en el rostro, los ojos tras un par de anteojos ahumados, a pesar de ser de noche… ¿podría ser…? No… ¿cómo habría llegado a Londres?
-¡Candy, vámonos! –suplicó Marianne, parada junto a su hermana y mirando con precaución al muchacho.
El joven se detuvo al otro lado de la calle y dejó que las mellizas lo observaran, hasta que el reconocimiento llenó a Candy y a este siguió la alegría por reencontrar a su amigo.
-¡Albert! –gritó y corrió velozmente hacia él.
Marianne la siguió por inercia, ¿Albert? ¿el amigo del cual le había hablado su hermana? La chica de ojos azules acabó por llegar al lado de su hermana, mirando todo el tiempo al muchacho, que abrazaba a Candy muy estrechamente.
-¡Albert, no sabes cuánto te he extrañado! –exclamó Candy con la voz temblándole y con las lágrimas derramándose por sus mejillas.
-¡Yo también! –coincidió el muchacho y la estrechó aún más-. ¡Estás preciosa!
Se volvió a ver a Marianne.
-Tú debes ser Marianne –declaró.
La muchacha sonrió, mucho más tranquila y se dio cuenta, al mirarle de cerca, que Albert era sumamente guapo y alto.
-Mucho gusto en conocerte, Marianne, Candy me ha hablado muchísimo de ti –declaró con voz firme Albert.
Soltó a Candy y no se limitó a darle sólo la mano a Marianne, sino que también la abrazó, como si la conociera de hacía tiempo. Marianne le dejó hacer, correspondiendo al abrazo.
-Yo también sé mucho sobre ti y tenía muchos deseos de conocerte –declaró sonriendo.
Cuando la soltó, las miró brevemente, regalándose con la figura de dos bellas señoritas y de pronto, los ojos del trotamundos se llenaron de seriedad, confiriéndole un tono más oscuro al azul que le caracterizaba.
-¿Qué hacen aquí y a estas horas? –preguntó-. Es peligroso para dos niñas andar por estos rumbos en la noche.
-¡Me olvidaba! –Candy se dio una ligera palmada en la frente-. Buscamos una farmacia, tenemos un amigo enfermo y venimos a comprar medicinas.
-¿Un amigo enfermo? –preguntó Albert, frunciendo el ceño.
¡Qué curioso! El había tenido una pelea hacía unas pocas horas y le tocó salvar a un jovencito pendenciero que llevaba todas las de perder por enfrentarse en un estado inconveniente con una palomilla que le sobrepasaba.
-¿Sabes dónde hay una farmacia? –preguntó Marianne, inquieta.
Las horas corrían deprisa y cada vez estaban más expuestas a ser sorprendidas en su aventura.
-Sí, conozco una que está a un par de calles de aquí. Vamos, las acompañaré –Albert se echó a caminar, mientras que Candy se apresuró a tomarle el brazo y Marianne se emparejaba a su paso.
-¿Y cómo es que llegaste a Londres? –indagó de pronto Candy.
Los ojos azules de Marianne se posaron en su cara y Albert pudo sentir toda la fuerza que la muchacha sabía desplegar. “Trágame, tierra” pensó. No debía ser tan difícil convencer a un par de adolescentes de la historia que se había armado para explicar su presencia en la fría ciudad europea.
-Pues, mis animales fueron capturados y decidí seguir con ellos, así que estoy trabajando en el zoológico Blue River –informó.
-Te visitaremos cuando tengamos permiso de salir del colegio –declaró una entusiasta Candy.
-¿Y llegaste a Londres trabajando en un barco? –indagó Marianne.
La chica era inquisitiva, ya lo sabía él.
-Así es, trabajé para pagar mi pasaje –continuó Albert, aparentando tranquilidad.
-Que coincidencia, que te encontremos en Londres… -murmuró la muchachita de ojos azules.
-¿Y cómo están los animalitos? –intervino Candy, nada maliciosa.
-Muy bien, yo soy el cuidador de ellos, y vivo en el mismo zoo, espero que puedan venir a verme muy pronto –agregó Albert-. Hemos llegado a la farmacia.
La compra y la paga, que Albert deseaba hacer y que las chicas no le permitieron, alejaron la suspicacia de Marianne. El parloteo de Candy, quien estaba totalmente feliz de volver a ver a su amigo, a quien quería mucho, impidió a su hermana continuar interrogándole sobre su presencia en la ciudad. Las acompañó hasta la barda por donde habían escapado y las ayudó a trepar a fin de regresar al colegio.
-¡Iremos a verte en cuanto podamos! –prometió Candy, antes de saltar al interior del colegio.
-¡Hasta luego, Albert! ¡Encantada de conocerte! –agregó Marianne, siguiendo a su hermana.
-¡Cuídense, chicas! –advirtió el muchacho y se marchó al zoo.
OoOoOoOoO
-¡Es guapísimo! –alabó Marianne mientras regresaban a sus habitaciones.
-¡En qué te fijas! –replicó su hermana.
-¿Me lo vas a negar? –picó Marianne.
-Vete a dormir, gracias por acompañarme –cortó Candy.
-Echa pronto a ese convaleciente a su habitación, o te meterás en un lío –advirtió Marianne y la dejó para entrar por el balcón de su propia habitación, riendo ante la mueca de enfado de su hermana.
OoOoOoOoO
Albert mira las jaulas con pena, no se acostumbra aún a que sus amados animales se encuentren presos tras rejas, resguardados de la maledicencia de la gente y a las personas de un ataque imprevisto. Y como cada vez que la tristeza le invade, se repite en voz baja:
-Vale la pena por estar cerca de Candy.
Ya tiene más de dos meses trabajando en el Blue River, y no encontraba la forma de acercarse a la chiquilla rubia de coletas y ojos verdes, tan parecidos a los de su amada hermana. Por George recibe noticias de sus pupilas, pero no es suficiente. ¡Menos mal que la casualidad las puso en su camino! Se frota distraídos los nudillos magullados por la pelea en la que participó hace un par de días. También el muchacho al cual ayudó estudia en el san Pablo, y se pregunta si conocerá a Candy. Un ligero dolor hace que deje en paz sus dedos y recuerda la reprimenda que George le echó el día anterior, al darse cuenta de lo que había sucedido.
La noche que encontró a las mellizas regresó bastante contento al desvencijado cuartucho del zoo y se dispuso a curar sus nudillos lastimados, haciendo muecas de malestar. Nadie explica que en una pelea, duele tanto dar como recibir. Se distrajo, mientras se lavaba y se ponía un ungüento curativo, pensando en sus dos amigas y en el joven moreno y totalmente alcoholizado que salvó de daños muy graves. La tristeza le invadió por un momento al pensar en la forma en que una joven y naciente vida se desperdicia entre los efluvios “mágicos” del licor.
Al día siguiente, recibió a un preocupado George Johnson, que le puso malos ojos cuando se dio cuenta de los nudillos lastimados y de un moretón en la barbilla.
-No deberías arriesgarte, William –le comentó, reprendiéndole con cierta firmeza-. Ya tenemos bastante con tu locura de emplearte como un simple cuidador de animales.
Albert se veía venir un largo sermón, que precedería la atención de asuntos relacionados con su verdadera posición como patriarca de clan; así que le cortó de manera rápida.
-Por cierto, conocí a tu Marianne.
George se quedó en silencio por unos instantes, mirándole fijamente; a William le gustaba hacerle rabiar bromeando sobre su relación con la señorita de ojos azules.
-¿Y ese hecho cómo y cuándo tuvo lugar? –respondió con cierta pomposidad.
Para un juego de dos, se necesitan dos.
¡Tonto! Por salvarse él, Albert había descubierto a sus pupilas. George tenía la particular gracia de hacerle sentir todavía como un mocoso de diez años, al cual podía reprender en su actitud de hermano mayor.
-No importa… -murmuró y se irguió ante su guardián.
George le estudió y se permitió una fugaz sonrisa de triunfo, pero dejó pasar su intención pedir más explicaciones, William ya no era un niño de diez años a quien pudiera reprender. Su decisión de vivir en el zoo aparentando ser un trabajador manual no le convencía, pero no podía contravenir sus órdenes.
-¿Y qué te pareció? –preguntó, refiriéndose a la niña.
-Bueno, es tal como me la describiste, además, las cartas que me ha enviado ya me habían dado una idea muy clara de su carácter –acabó por extender sus largas piernas y se recargó en el respaldo de la silla vieja en la que se encontraba sentado-. ¿Sabes algo? Si no fuera porque sé que son mellizas, pensaría que ella es la mayor, es sumamente protectora con su hermana.
George se permitió reír ligeramente, divertido ante la impresión de William.
-¿Qué? –indagó el muchacho confundido.
-No te ha tocado verlas pelear –informó George y volvió a reír.
William levantó una ceja ante la declaración de George.
-Pueden ser muy protectoras la una con la otra, como buenas hermanas, pero cuando discuten, pueden llegar a los golpes, como dos muchachos –agregó y rió francamente divertido ante la cara de asombro de William.
-De todas formas, es una chica muy bonita, tal como Candy –Albert decidió desviar la conversación hacia otro derrotero-. Yo tenía la idea de que físicamente era muy parecida a Candy…
-Y no es así, ya te lo había dicho…
-Pero no es lo mismo el verle –Albert tomó un largo sorbo de agua-. Te confesaré que tenía mucha curiosidad por verla con mis propios ojos.
Era lógico, desde la adopción de las mellizas, William se había mantenido alejado de la casa de Lakewood, por lo cual no había tenido ningún contacto con las dos adolescentes, excepto cuando se le presentó a Candy y la consoló por la muerte de Anthony, algo que George le reprochó por ponerse en riesgo de ser descubierto.
De todas maneras, William tenía una idea muy clara del carácter de la chica de ojos azules, pues Marianne le había dedicado un sinfín de cartas, al igual que su hermana. Recordó las primeras semanas posteriores a la fuga de las mellizas de la Casa Andley y el regreso al Hogar de Pony, Candy escribió al tío William pidiendo perdón por su escapada, pero Marianne le dedicó una larga carta solicitando paciencia para con su melliza y él decidió dejarlas en el Hogar hasta su recuperación, sin mantener contacto con las chiquillas rubias.
Se equivocó con Marianne, quien se mostró muy inquieta ante la incertidumbre de su futuro, sobre todo cuando supo de la decisión de mandar a los jóvenes Cornwell a estudiar a Londres; y la chica se permitió preguntar, a través de George, sobre las decisiones del tío William. George, como galante caballero, intercedió por la muchachita. Así se enteró William del deseo de Marianne de estudiar. Ya era hora de que las niñas regresaran a la familia que las había acogido y fue cuando envió a Johnson, a informar a la tía Aloy de la decisión de que también las mellizas ingresaran al Real Colegio San Pablo y a recoger a las chicas del Hogar de Pony y acompañarlas a Londres, a fin de entregarlas en el prestigioso instituto.
Por boca de George se enteró del drama que había armado Candy ante la decisión de su padre adoptivo, y también se enteró de la alegría de Marianne por continuar sus estudios. Vaya que las gemelas podían ser totalmente diferentes, pero eran sumamente unidas, eso se notaba a leguas, los informes académicos hablaban de los avances y el aventajamiento de Marianne, quien parecía una esponja absorbiendo agua con los estudios, y de un buen aprovechamiento de parte de Candy.
-Seguramente la señorita Marianne ayuda a estudiar a la señorita Candy –indicó George, cuando entregó el informe y William le reveló el contenido.
William siempre sonreía ante el orgullo que la voz de George destilaba cuando hablaba de Marianne; por eso trataba de picarlo siempre que podía. Desde que se dio cuenta de la cantidad de cartas que los dos intercambiaban, la niña se había vuelto “la Marianne de George”, tratando de hacerle enfadar, cosa que el caballero francés no se permitía. Y en la mayoría de los casos, Albert salía mal parado, pues George tenía habilidad para cambiar el juego. La última jugada (por llamarla de alguna forma) de la firme muchacha había sido enviar una carta al tío William, solicitando la revocación de su permiso para salir del colegio los días de visita, pues “si Candy no tenía permiso para pasear, ella tampoco debía tenerlo”. Extrañado, pidió explicaciones a la tía Aloy, quien viajó esa primera vez que los muchachos salieron y se enteró de que la anciana dama había citado a los Cornwell, a los Leagan y a Marianne, pero no a Candy, por lo que la muchacha de ojos verdes tuvo que permanecer en el colegio ese domingo.
George fue un poco más allá y se enteró de que una muy enfadada Marianne había dado media vuelta y regresado al colegio, después de reclamar airada a madame Aloy por el trato a su melliza. William acabó por enviar un comunicado al colegio, autorizando a sus dos pupilas a salir los días de descanso y recriminó su actitud a su tía. Pero algo habían observado los dos caballeros: la paciencia y sentido de sacrificio de Candy, al no quejarse, y el sentido de solidaridad y fraternidad de Marianne. William era muy joven cuando Rosemary había fallecido, pero recordaba muy bien ese sentimiento que le había unido a ella y se dio cuenta de lo parecidas que eran las White a los Andley y a los Cornwell, para ser sinceros. Sin embargo, había algo más profundo entre Candy y Marianne, tal vez debido a que eran mellizas, aunque no fueran idénticas, era más lógico pensar que ese sentido de pertenencia y de protección hubiese nacido al ser huérfanas, él y Rosemary habían vivido algo muy parecido, pero el caso de los Andley, nunca se vieron a deriva, como pasó con las mellizas White.
Aún recordaba las cartas de Marianne, agradeciendo profundamente la oportunidad de haberla adoptado y darle un lugar en una familia, y supo por George nuevamente, lo maravillada y feliz que la chiquilla de ojos azules estaba. Así, pudo hacerse una idea muy fiel a la realidad de la desconocida hija adoptiva a la cual acogió por cariño a Candy y en atención a la petición de sus sobrinos.
-Bueno, supongo que tendrás oportunidad de volverlas a ver –indicó George, interrumpiendo el tren mental del joven magnate-. Será mejor que revises esto detenidamente y lo devuelvas mañana, debidamente firmado.
-De acuerdo –Albert recibió la carpeta negra de manos de su guardián.
*** FIN ***