** Musas Ardley ** Si hubiera sabido ayer ** Apología No. 18 para George y Marianne ** SongFic **
Los personajes pertenecen a Mizuki e Igarashi, los tomo prestados un ratito para armar estas historias, excepto Marianne, que es creación mía. Universo alterno. Inspirado en un hermoso regalo de parte de Marce Andrew ¡Gracias amiga, me hicieste muy, pero muy feliz!
SI HUBIERA SABIDO AYER (JOAN SEBASTIAN)
Si hubiera sabido ayer que un día ibas a llegar
me hubiera ahorrado los pasos
que gasté sin rumbo al vagabundear
Toda tu vida has corrido; por lo menos desde que yo te conocí, a pesar de ser tan joven, eras la persona más exigente que he conocido, excepto yo mismo. Querías ser la mejor, demostrarle a tu padre adoptivo que eras digna de pertenecer a la familia Andley. Parecía que no podías creer que eras lo suficientemente valiosa para amarte por ti misma. Fue lo que me sucedió a mí, supe descubrir en ti a una hermosa persona a los pocos días que te conocí. No me enamoré a primera vista, pues eras una niña, bella e inteligente; podías ser tímida y en ciertos momentos, muy necesitada de protección. Despertaste en mi interior sensaciones que creía totalmente muertas. Pero la diferencia entre tú y yo era tremenda: yo era ya un hombre hecho y derecho y tú eras una criatura que apenas vivía sus primeros años; te habías convertido en la hija de una familia de abolengo, a la cual he servido casi toda mi vida; tu carácter y el mío difieren por completo: yo tiendo a ser frío, a evitar el contacto físico y las relaciones cercanas; soy poco emotivo e incluso casi no sonrío.
Y tú en cambio, eres impulsiva y sumamente espontánea y expresiva. No me pediste permiso para tocarme, abrazarme, colgarte de mi brazo y mucho menos para besarme. Y me cimbraste con un terremoto del cual fui yo el epicentro. ¿Quién me iba a decir que desde esos primeros días en que te conocí y conviví contigo mi vida cambiaría? Ahora había un objetivo en el horizonte, del cual sólo William se dio cuenta: mantener tu amistad y cultivar tu cariño hacia mí, acrecentando el mío hacia ti.
Si lo hubiera sabido ayer en ese día que te conocí, o por lo menos lo hubiera sospechado ¿qué hubiera hecho? Lo sé muy bien: huir de ti. El dolor en el que vivía no remitía, porque yo mismo no había permitido que terminara, pues era lo único que aún me mantenía unido al gran amor de mi vida. Pero como no lo vi venir, permití que irrumpieras en mi vida y en mis sentimientos. El tiempo que yo dedicaba a recordar a Rosemary fue cambiando, poco a poco, por el tiempo que te dediqué a ti.
Si hubiera sabido ayer que un día llegarías tú
hubiera guardado mi cuerpo , mi primera caricia
y mi pijama azul
Sí, creo que he vivido corriendo desde que aprendí a caminar en el Hogar de Pony. “Demasiado despierta”, escuché alguna vez que decía de mí la Hermana María; durante muchos años temí que nadie me quisiera como parte de su familia, puesto que no cumplía con los cánones que muchos padres adoptivos buscan en los posibles hijos: no era tímida como Annie, quien despertó la simpatía de la señora Britter y pudo salir del Hogar desde los seis años de edad, no tengo el carisma y la dulzura de Candy, quien supo ganarse a los chicos Andley y contó con tres paladines y un príncipe magnífico que la defendieron a capa y espada.
¿Qué tenía yo? Un carácter explosivo y una impaciencia tremenda, sobre todo viendo transcurrir mi vida en el campo, sabiendo que no sería adoptada y deplorando el tiempo que no podía invertir en el estudio.
-No todo está perdido –me dijo alguna vez la señorita Pony-. Cuando seas mayor y te valgas por ti misma, podrás estudiar y ser alguien en la vida, ya que es tu más caro sueño.
Mi corazón brincó, ¡era cierto! Decidí estudiar una carrera aunque cuando me graduara usara bastón y llevara el cabello completamente cano. Y empecé a hacer planes: trabajaría y ahorraría lo más que pudiera, viviría muy austeramente. Y mientras cumplía la mayoría de edad y pudiera irme del Hogar de Pony, ayudaría en todo lo necesario a mis dos madres, con el mismo amor que ellas me habían cuidado. Me convertí en maestra a los doce años de edad, y leía con los chicos y les ayudaba en sus deberes; devoré cuanto libro cayó entre mis manos, a fin de sentirme lo más preparada posible.
Lo que nunca entró en mis planes, fue enamorarme y casarme, ni tener hijos. ¿Y si lo hubiese sabido? No sé qué hubiera hecho; puedo ser inteligente, y tenía muy claras mis metas, pero también era joven, sin experiencia alguna.
Para estrenarlos contigo amor
y ver juntitos salir el sol
cuantas cosas te habría guardado mi primer pecado
y todo lo mejor
Pero así fue, te metiste en mi alma desde muy niña; o tal vez no eras tan pequeña, sólo que yo debía verte así por mi posición y mi edad. De pronto, me encontré educando a una personita que, en el fondo, se parecía a mí. Eso sí, muy en el fondo, y cuando me di cuenta de este hecho, sonreí divertido, aunque sólo fuera para mí. Mi mejor amiga era una niña de trece años, precoz, inteligente, arrebatada y que se comportaba como un vendaval. Pero que tenía un carácter muy firme, ideas propias y que defendía sus opiniones a capa y espada, y terca a más no poder.
No lo puedo negar, mi primera impresión no fue la mejor, cuando con toda desfachatez me preguntaste el motivo por el cual William te quería adoptar, no quedaste conforme con la respuesta que te di sobre el cariño que el patriarca sentía hacia tu hermana. Y empezaron los “peros” y los “por qués” que durante años poblaron mi diálogo contigo. Yo no acostumbraba tratar niñas, y conocía las rígidas normas de la alta sociedad que daban por resultado damas recatadas en el hablar, el pensar y el conducirse. Pero tú pediste razones de todo lo que tenías qué hacer.
Y en los primeros días que convivimos, antes de entregarte en manos de madame Aloy, descubrí una persona curiosa y deseosa de pertenecer a una familia. Exactamente igual a mí. Acabé entendiendo que tu afán por preguntar y aprender obedecía al miedo a ser rechazada, como ya te había sucedido anteriormente; la ternura que se despertó en mí me movió a convertirme en tu maestro y guiarte para ingresar a la familia Andley. Y ya no te volví a ver como una chiquilla precoz y deslenguada, sino como una niña ávida de cariño y de seguridad.
Amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor…
¿Cuándo me enamoré de ti? Lo tengo muy presente Marianne, fue cuando regresamos de Londres a América, tú y yo solos, pues tuviste la ocurrencia de adelantarte a tu grado y salir antes del colegio san Pablo. Te había visto un par de veces mientras permanecías en el instituto, pero no caía en la cuenta de que ya te habías convertido en una mujer. Y entonces te vi, vestida con un traje de viaje, el cabello recogido en un elegante moño tras la nuca y me quedé sin habla. ¡Eras la más bella aparición a mis ojos! Hacía años que ninguna mujer me había impactado de esa manera.
El tiempo y los estudios tuvieron su efecto sobre ti: ya no eras tan arrebatada como recién te conocí, y aún cuando seguías demostrándome tu cariño con tu contacto físico, ya no brincabas sobre mí como en los primeros días. Pero conservabas tu esencia y tu carácter firme y alegre, incluso algo irreverente. Continuaban los “por qués” y los “peros” ante lo que yo proponía. Por órdenes de William, te llevé primero a París e igual me arrastrabas a museos y exposiciones como a boutiques. Igual me dabas tu opinión sobre la Mona Lisa, como me modelabas un exclusivo traje de diseñador.
¿Cómo no enamorarme de ti? Y comenzó mi calvario, yo debía verte como una niña; al igual que con Rosemary, pertenecías a la familia que me acogió con tanto cariño y estimación. Y además, eras demasiado joven para mí: diecisiete años. Durante mucho tiempo, me tuve que negar la oportunidad de confesarte lo que sentía por ti, incluso con miedo a que me rechazaras y perdiera tu preciosa amistad.
¿Cuándo me enamoré de ti George? Cuando nos separamos después de ese largo, larguísimo viaje de Europa a América. Me había acostumbrado a tu presencia y a tu compañía y prácticamente la daba por sentada; pero llegó el momento en que me vi sola, instalada en Nueva York y te empecé a echar de menos, hasta la madrugada que desperté con la certeza de que te amaba. Sí, eras demasiado mayor para mí, pero eras el hombre perfecto para complementarme, tu seriedad y tranquilidad sabían poner coto a mis propias locuras. Y amén de eso, desde que nos conocimos compartimos muchas cosas: nuestro gusto por la lectura, nuestro origen humilde y nuestro interés por aprender ¿cómo no enamorarme de ti? Y me di cuenta de que el amor nos vuelve cobardes; ni tú ni yo nos atrevíamos a confesarnos por el temor de vernos rechazados; recuerdo muy bien el nudo que se me formaba en la garganta al pensar en que tú rechazaras lo que yo sentía por ti, incluso los ojos se me llenaban de lágrimas ante la posibilidad de que te alejaras de mí. Y eras tan serio y frío, que sabías muy bien poner una barrera ante esta niña para que no la saltara, o eso pensaba yo.
Si hubiera sabido ayer que te iba a conocer
me hubiera gustado esperarte y compartir
contigo mi primer pastel
El amor da fuerza y nos hace cometer locuras; no me importaban los cientos de kilómetros que separan Chicago de Nueva York, gustoso los transitaba con tal de estar contigo unas horas. Paradójicamente, la desaparición de William me empujó a tu presencia. ¡Cómo anhelaba ser consolado por ti! Siempre has tenido una palabra de aliento para mí y sabes hacerme reír y distraerme. No buscaba que me solucionaras la vida, estaba muy consciente de que eso lo tendría que hacer yo, o el mismo William, como al final pasó. Pero tu presencia me daba fuerzas para continuar buscándolo. Y todo sin poder confesarte la verdad sobre la identidad del mítico tío abuelo William, pero tu confianza en mí era suficiente como para permanecer a tu lado en esos duros momentos.
¿Quién me iba a decir que nuestro primer beso tendría un sabor tan agridulce? Hacía un par de años que me moría por besarte, pero claro que no me atrevía. Y sabiéndote tan impulsiva y fuerte, deseaba con todas mis fuerzas que fueras tú quien tomara la iniciativa; algo totalmente fuera de lugar. Y sin embargo, fui yo quien acabé por rendirme a tu encanto y aproveché la cercanía de tu boca a la mía, y de tu dulce toque que me consolaba y me prometía amistad, así que cuando menos lo pensé, ya había aprisionado tus labios con los míos, nublándose mis sentidos, hasta que sentí como correspondías a mi beso y como intentabas abrazarme y me separé, totalmente asustado por mi atrevimiento.
Y me quedé vacía sin ti; ese primer beso no fue tan dulce y romántico como yo lo hubiera soñado (y eso que soy poco romántica); primero me tenías apresada con tu boca, y de pronto me vi abandonada. Lo sé, puedo ser exagerada cuando lo quiero ser. Pero en un primer momento, me sentía en la gloria cuando, transcurrida la sorpresa, procesé que me estabas besando y de pronto me soltaste para marcharte, enojado contigo mismo por lo que había sucedido. El miedo se apoderó de mí y salté tras tuyo ¡No te podías ir y dejarme así! Acabé por confesarte que te amaba y que sería para siempre, y permanecí estática ante tu decisión.
-Yo también te amo, Marianne.
Tu declaración me hizo perder pie y sentí un profundo mareo, hasta que me sujetaste y me recosté en tu pecho y la felicidad brotó de mis ojos en un raudal de lágrimas que tú secaste con todo el amor que me tienes.
Si hubiera sabido ayer que un día llegarías tú
hubiera guardado mi cuerpo, mi primera caricia
y mi pijama azul
Nunca te lo conté, Marianne, pero cuando hablé con William para formalizar nuestra relación, temblé y tartamudee como un adolescente en su primer amor. Por supuesto, el “tío abuelo William” se rio de mí hasta el cansancio. ¡Nunca me pasó por la cabeza que él ya estaba enterado que tú y yo manteníamos una relación romántica!
-Será mejor que te sirva un poco de whisky –me ofreció, cuando vio mi cara de estupor.
Así que mi último vestigio de temor fue totalmente infundado, William aprobó nuestro noviazgo, y tuvo el descaro de contarme que tú se lo habías confesado en ese viaje a Chicago donde paraste en el departamento de tu hermana, en lugar de la Mansión Andley, y te encontraste con Albert, el amigo de Candy que la había rescatado varias veces en el transcurso de los años, al cual consideraste un hermano y te atreviste a confesarle que amabas al apoderado de los Andley, pero que deseaban mantener en secreto su relación, hasta la reaparición del tío William.
¿Quién me iba a decir que al confesarme con Albert lo hacía con mi padre adoptivo? ¡Jamás se me ocurrió! Hacía añísimos que yo había dejado de pedirte información del mítico tío abuelo, a fin de que el patriarca del clan, este santo varón desconocido pero sumamente querido por mí y por mi hermana, supiera que yo confiaba en él con toda mi alma. Claro que me enteré prácticamente desde el principio que Candy y Albert vivían juntos. Pero cuando pensé en ti, George y en el tío abuelo me ruboricé, no puedo negarlo. ¿Qué pensaría este anciano caballero si se enteraba que una de sus hijas vivía con un hombre joven y guapísimo? Así que me tuve que morder la lengua y no contarte nada, a fin de que el tío William no se enterara de semejante desatino de parte de Candy.
Para estrenarlos contigo amor
y ver juntitos salir el sol
cuantas cosas te habría guardado
mi primer pecado y todo lo mejor
Así, junto al revuelo de la presentación de sir William Albert Andley como actual patriarca del clan, junto a los cambios que hubo a fin de que William asumiera la presidencia del corporativo y del Banco de Chicago, el anuncio de nuestro compromiso se vio relativamente eclipsado. Y puedo decir relativamente, porque sí hubo quien puso el grito en el cielo: madame Aloy, quien tenía la intención de casarte con uno de los hijos de una de las familias socias de los Andley. Igualmente, el Concejo de ancianos del clan se sublevó ante la decisión de William, primero dando autorización para nuestro próximo matrimonio y luego por convertirme en socio del corporativo.
-¿Así que este advenedizo al fin se salió con la suya? –fue el comentario de Ferguson.
A lo cual tanto William como yo saltamos.
-El aporta su propio capital, Ferguson –declaró William-. Y sus años de trabajo para mi familia han sido debidamente remunerados, no lo dude jamás.
Si, recuerdo muy bien el largo sermón de la tía abuela, tratando de convencerme que Edward Goldman era una mejor opción para mí que tú, mi amado George. Por supuesto estallé, ¿qué otra cosa se puede esperar de mí? Le dije que jamás me casaría con nadie que no fueras tú. Y el apoyo de William, como jefe de familia, de mi hermana y sobre todo, el saber que me correspondías, no dejó lugar a dudas de lo que deseaba hacer. Así, la tía abuela Aloy se rindió y se dedicó a preparar nuestra fiesta de esponsales y nuestra posterior boda.
-He de reconocer, querida Marianne, que George es el mejor esposo al cual puedes aspirar.
Ese fue el mejor regalo de bodas que esta anciana dama pudo haberme hecho, aunque aprecio muchísimo el hermosísimo juego de té que nos obsequió.
Amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor
Y contamos con el apoyo de una maravillosa pareja: William y Candy, a quienes ayudamos a reconocer el amor que se tienen. Y somos tan felices al verles.
Sonreímos los dos satisfechos y orgullosos cuando se atrevieron a anunciar su compromiso, lo que obviamente tuvo un impacto todavía más escandaloso que el que una de las “hijas de sir William Andley” se casara con “la mano derecha del patriarca”. Y reímos como locos cuando todo quedó arreglado.
-Somos muy afortunadas –me dijiste-, Candy y yo nos casaremos con los hombres que amamos.
Y me besaste profundamente en nuestra noche de bodas, sin restricciones y entregándote por completo a mí.
Te hubiera guardado mi cuerpo, mi primera caricia
y mi pijama azul
Y descubrí, después de entregarnos mutuamente la noche de bodas, que amaba recostarme en tu pecho y sentir tus caricias en mi cuerpo. Me haces vibrar y resonar a tu propio ritmo, y me gusta sentirme pequeñita y mimada entre tus brazos. Lo que nunca sucedió mientras crecía y te alcanzaba, a fin de convertirme en mujer, esposo mío. Nunca he sido más dichosa que las mañanas que amanecemos abrazados y en que puedo tocarte sin inhibición alguna. ¡Cuántos años no lo pude hacer! A pesar de que siempre he sido muy expresiva contigo.
El día de hoy, siendo esposos, la felicidad muchas veces se derrama en lágrimas de mis ojos, porque me siento totalmente amada y deseada por el mejor hombre del mundo: tú.
Sí amor, sí amor...
Sí amor, si hubiera sabido ayer que tú llegarías a mi vida, hubiera sido más abierto contigo… te hubiera acariciado cada vez que tuve oportunidad…
Te hubiera guardado mi cuerpo, mi primera caricia
y todo lo mejor
Si hubiera sabido ayer que un día llegarías tú, no hubiera corrido tanto y sin sentido, sino que hubiera permanecido a tu lado, esperando el momento de compartir nuestro amor…
Amor, amor...
Pero no hay nada de qué quejarnos, fuera del tiempo que perdimos para confesarnos nuestro mutuo amor y de la cobardía que experimentamos tú yo, Marianne. Porque ese fue el camino que debíamos recorrer para llegar a donde hoy estamos: unidos como esposos, compartiendo nuestra vida, amándonos más cada día y hoy, bendita esposa mía, me has regalado la mejor noticia del mundo.
Seremos padres.
*** FIN ***