Hola de nuevo, aquí les traigo otra cosita de ¿Te acuerdas? pero ahora sobre otros personajes. Contiene algo distinto a lo que normalmente escribo.
Ese domingo de Pascua por la tarde, Annie y Candy se dirigían al hogar de Ponny a desear felices pascuas a sus madres adoptivas. Habían asistido a misa en el pueblo de Lakewood y después habían tenido un almuerzo y un festejo con toda la familia en la mansión del mismo nombre. Sus hijos se habían quedado al cuidado de sus padres. Llevaban regalos para los niños y para la señorita Ponny y la hermana María, también llevaban algo para Tom y su padre.
–Ojalá vaya Tom no lo veo desde el día que festejamos su santo en enero –dijo Annie.
–No, que va –respondió Candy–. Si tú vienes más seguido y yo aquí y no lo has visto. Nueva York está tan lejos –suspiró melancólica–, y Terry habla cada vez más de irnos a California.
–¡California! Eso es muy lejos –exclamó Annie–. Pero no te preocupes, estoy segura que Stear hallará la forma que todos quepamos en un avión e ir a visitarte.
–Por supuesto que nosotros también vendríamos muy seguido, no sabes cuánto me gusta venir y disfrutar con ustedes estas fiestas –Candy dejó de hablar porque miró por la ventana del auto y se dio cuenta que estaban llegando a su destino.
Una vez ahí saludaron alegremente a las dos mujeres que las habían criado y les entregaron los presentes; éstas, a su vez, les ofrecieron una sencilla pero deliciosa merienda. En eso estaban cuando llegó su hermano de crianza, Tom. El muchacho por lo regular se mostraba alegre y siempre dispuesto a bromear con las dos chicas, por eso les extrañó que en esta ocasión se mostrara más bien taciturno y distraído. La señorita Ponny preguntó por el señor Stevens, quien había preferido quedarse en casa pues su rodilla le dolía un poco, pero nada grave.
–¿Qué tienes Tom? –preguntó la siempre curiosa Candy–. No pareces tú mismo.
–No es nada –respondió el vaquero, y sonrió brevemente.
Una no muy convencida Annie, le dijo:
–Tom, el chofer sólo vino a dejarnos y le dijimos que llamaríamos para que viniera por nosotros, pero no quisiéramos importunarlo. ¿Te importaría llevarnos a la casa Ardley?
–De ninguna manera, Annie. Yo las llevaré.
Momentos más tarde, iban los tres rumbo a la mansión en el automóvil de los Stevens.
–Muy bien, Tom –empezó Annie–. Ahora que estamos solos, ¿nos dirás qué te sucede?
–Annie, eres brillante –se adelantó a decir Candy y se volvió a Tom–. Sí Tom, cuéntanos. ¿Se trata de alguna chica?
A Tom se le subieron los colores al rostro y mantuvo los ojos fijos en el camino. Al fin, suspiró aliviado, si bien su padre lo amaba, no era alguien con quien pudiera expresar sus sentimientos libremente, y lo admitió.
–Sí. Es una chica, la más hermosa que he visto jamás. En febrero la vi al salir de la iglesia y la he vuelto a ver de paseo con sus niños...
–¡Es casada! –exclamaron las dos mujeres al unísono.
–No, no –corrigió Tom de inmediato–. Es maestra de la escuela del pueblo. Es lo único que he podido averiguar; eso y que es hija del viejo Jensen. No me sorprende no conocerla, papá y Jensen hace tiempo que no se llevan bien. Espero que eso no le importe.
–Oh, estoy segura que no –le aseguró Candy–. Pero dinos, ¿cómo es?
–Bueno, tiene el cabello negro, sedoso y brillante, aunque muchas veces lo oculta con esos ridículos sombreritos que se usan ahora, como ese que traes Annie.
–¡Hey! –reclamó Annie, fingiendo molestia, pero en realidad le alegraba que Tom confiara en ellas.
–Ya viene la feria del pueblo, ¿no? –dijo Candy–. Seguro irá y ahí puedes buscar una oportunidad para abordarla.
–Es verdad, en la mañana estaré ocupado con la muestra de ganado, pero más tarde podré buscarla –guardó silencio por un momento y luego prosiguió–. Aunque tal vez no sea tan buena idea…
–¡Tom! Claro que sí es una buena idea. Tú no eres un vaquero salvaje, tú te criaste con la señorita Ponny, la hermana María y nosotras, sabes perfectamente como tratar a una chica.
–Tienen razón. Hemos llegado –dijo mientras estacionaba el auto para que pudieran bajar–. Por favor, saluden a Terry y Archie de mi parte. También a Stear, Patty, Albert y Jill –las chicas le aseguraron que así lo harían y se despidieron.
Tom condujo en silencio hasta su hogar, pensando en cómo acercarse a la hermosa señorita Jensen, qué decirle. Aunque solo la había observado de lejos, sentía como si la conociera, su forma de trata a los pequeños alumnos demostraba firmeza y ternura a la vez, siempre parecía estar muy limpia y ocupada en algo. En definitiva, la mujer perfecta para él.
Por fin llegó el día de la feria del pueblo; por la mañana, tal y como había dicho a las chicas, estuvo muy ocupado con la exhibición de su ganado. Su padre, como todos los años, fungió como juez del concurso de rodeo y una vez concluidas las actividades de la mañana los dos fueron a su casa para asearse y quedar presentables para la tarde, que era principalmente social: un baile y puestos con juegos, bebida y comida. Era ahí donde los más viejos aprovechaban para reunirse y contarse novedades, los jóvenes para buscar pareja y los pequeños para corretear y comer dulces.
Al llegar a la feria, Tom y su padre se separaron, cada quien para buscar a su grupo de amigos. El joven Stevens divisó a lo lejos al corro de muchachos con los que se reunía de vez en cuando en la taberna o para pescar, pero decidió que primero daría a una vuelta para buscar al motivo de sus desvelos: la hermosa señorita Jensen. El lugar estaba muy animado, la música era alegre y algunas parejas ya hacían acto de presencia en la pista, el aire estaba inundado de deliciosos olores: cerveza fresca, algodón de azúcar, guisos variados; la gente lucía sus mejores galas y estaban animados. Tom no pudo sino sentir que la suerte estaba de su lado, aunque tras dar un par de vueltas por ahí y no ver ni rastro de la chica, el desánimo lo invadió.
Pronto, ese sentimiento desapareció, se podría decir que el mundo entero desapareció cuando la vio frente a él. Vaya si tenía suerte Tom, porque casi todas las chicas que había visto esa noche andaban en grupitos –y más de una dirigió miradas anhelantes en dirección del joven Stevens–, pero a quien él buscaba, se hallaba sola. Al principio se sintió paralizado, pero después recordó las palabras de Annie y Candy, se armó de valor y se dijo que pretendería que estaba hablando con ellas. Se acercó con paso seguro, al llegar frente a ella, se quitó el sombrero y la saludó.
–Buenas noches, señorita.
Ella estaba mirando un puesto con artesanías y al oír el saludo se volvió. Tom se quedó sin aliento al contemplar de cerca la belleza de la chica: sus grandes ojos negros, con largas pestañas, una hermosa y dulce sonrisa. En ese momento supo que estaría perdido si no podía ver esos ojos todos los días y si no lograba robar un beso de esos labios.
–Buenas noches.
–Permítame presentarme, soy Stevens, Tom Stevens. Para servirle. Usted es la señorita Jensen, ¿cierto?
–Así es, señor Stevens –dijo la chica con tono educado.
Tom no podía evitar sentirse nervioso, a pesar de que la chica sonreía había algo que lo hacía sentirse incómodo, algo más allá de los nervios habituales que seguro sentían todos los enamorados del mundo.
–M-m-me preguntaba si me concedería usted el honor de bailar esta pieza.
–Claro que sí –fue la respuesta, la señorita Jensen tomó el brazo que le ofrecían y ambos se encaminaron a la pista.
Una pieza se convirtió pronto en varias, muy alegres y movidas, que en algún momento dieron paso a un par de canciones más lentas y con aire más romántico. Lentamente Tom guió a su pareja fuera de la pista y caminaron para alejarse de las luces y la algarabía.
Una vez lejos del ruido, platicaron largo rato, él le contó de lo bien que iban las cosas en el rancho, de los cursos que había tomado en la universidad estatal. Ella había pasado un tiempo lejos, estudiando para poder ser maestra y recién había terminado. Al fin, Tom declaró a la chica sus sentimientos, le pidió que le permitiera cortejarla, que hablaría con sus padres si ella así lo consideraba necesario, le prometió ser siempre caballeroso y, sobre todo, le aseguró que era un hombre de palabra, que sus intenciones eran serias y jamás jugaría con sus sentimientos. La chica escuchó todo atentamente, y al fin dijo
–Me gustaría creerle, señor Stevens…
–Tom, por favor, llámame Tom –le pidió.
–Me gustaría creerte, Tom –prosiguió ella–. Pero ya una vez estuve comprometida, y no cumplieron su palabra.
–Señorita, yo jamás haría tal cosa, por favor…
–¿No? –dijo entornando los ojos–. ¿Es qué ya no te acuerdas Tom Stevens, que fuiste tú quien rompió nuestro compromiso? Soy yo, Diana, Diana Jensen, hará cosa de unos diez años de eso, tal vez once –para entonces ya reía divertida.
Tom se había quedado sin habla. Después de tantos años, se volvía a encontrar con aquella niña, que ya no lo era más, ahora era una hermosa e inteligente mujer.
–Es por eso que el viejo Jensen y mi padre no se llevan bien –pensó en voz alta.
–Así es –confirmó Diana–. Le he dicho a papá que es algo que ya no tiene importancia, pero es algo testarudo.
–Diana, en ese entonces éramos unos chiquillos, pero ya no, ¿me aceptarías de nuevo?
–¿Por qué no? Podemos intentarlo –dijo sonriendo, esta vez de forma sincera.
Tom le ofreció de nuevo el brazo y regresaron a la feria muy contentos, pero no habían avanzado mucho cuando Tom se detuvo.
–Hay algo que debo hacer primero –se volvió hacia Diana la miró a los ojos, con toda la delicadeza que fue capaz la tomó de la barbilla con sus grandes manos, se inclinó hacia ella y la besó. Ella correspondió a la tierna caricia, y aunque se separó pronto, ambos sonreían.
–Mucho mejor de lo que imaginaba –dijo él, ella se ruborizó levemente y continuaron su camino a la pista de baile, donde sonaba una romántica melodía.
Al día siguiente, Tom se presentó en el rancho Jensen a solicitar permiso para visitar a Diana. Su padre se mostró receloso, pero al fin aceptó. El señor Stevens, no cabía de felicidad, pues estaba seguro que nunca se había equivocado al elegir a la chica para su hijo. Tom, por su parte, no podía creer que había intentado escapar de su destino y este lo había alcanzado, golpeándolo en la cara. Diana, por su parte, no había olvidado a Tom, puesto que siempre que algún chico se le acercaba, no podía evitar compararlo con él.
Después de no mucho tiempo, la pareja contrajo matrimonio, tuvieron dos guapos varones: Thomas y Theodore; como querían una niña y no llegaba, adoptaron una pequeña del Hogar de Ponny, como el señor Stevens hiciera años atrás.
FIN
¿TE ACUERDAS? 2
Ese domingo de Pascua por la tarde, Annie y Candy se dirigían al hogar de Ponny a desear felices pascuas a sus madres adoptivas. Habían asistido a misa en el pueblo de Lakewood y después habían tenido un almuerzo y un festejo con toda la familia en la mansión del mismo nombre. Sus hijos se habían quedado al cuidado de sus padres. Llevaban regalos para los niños y para la señorita Ponny y la hermana María, también llevaban algo para Tom y su padre.
–Ojalá vaya Tom no lo veo desde el día que festejamos su santo en enero –dijo Annie.
–No, que va –respondió Candy–. Si tú vienes más seguido y yo aquí y no lo has visto. Nueva York está tan lejos –suspiró melancólica–, y Terry habla cada vez más de irnos a California.
–¡California! Eso es muy lejos –exclamó Annie–. Pero no te preocupes, estoy segura que Stear hallará la forma que todos quepamos en un avión e ir a visitarte.
–Por supuesto que nosotros también vendríamos muy seguido, no sabes cuánto me gusta venir y disfrutar con ustedes estas fiestas –Candy dejó de hablar porque miró por la ventana del auto y se dio cuenta que estaban llegando a su destino.
Una vez ahí saludaron alegremente a las dos mujeres que las habían criado y les entregaron los presentes; éstas, a su vez, les ofrecieron una sencilla pero deliciosa merienda. En eso estaban cuando llegó su hermano de crianza, Tom. El muchacho por lo regular se mostraba alegre y siempre dispuesto a bromear con las dos chicas, por eso les extrañó que en esta ocasión se mostrara más bien taciturno y distraído. La señorita Ponny preguntó por el señor Stevens, quien había preferido quedarse en casa pues su rodilla le dolía un poco, pero nada grave.
–¿Qué tienes Tom? –preguntó la siempre curiosa Candy–. No pareces tú mismo.
–No es nada –respondió el vaquero, y sonrió brevemente.
Una no muy convencida Annie, le dijo:
–Tom, el chofer sólo vino a dejarnos y le dijimos que llamaríamos para que viniera por nosotros, pero no quisiéramos importunarlo. ¿Te importaría llevarnos a la casa Ardley?
–De ninguna manera, Annie. Yo las llevaré.
Momentos más tarde, iban los tres rumbo a la mansión en el automóvil de los Stevens.
–Muy bien, Tom –empezó Annie–. Ahora que estamos solos, ¿nos dirás qué te sucede?
–Annie, eres brillante –se adelantó a decir Candy y se volvió a Tom–. Sí Tom, cuéntanos. ¿Se trata de alguna chica?
A Tom se le subieron los colores al rostro y mantuvo los ojos fijos en el camino. Al fin, suspiró aliviado, si bien su padre lo amaba, no era alguien con quien pudiera expresar sus sentimientos libremente, y lo admitió.
–Sí. Es una chica, la más hermosa que he visto jamás. En febrero la vi al salir de la iglesia y la he vuelto a ver de paseo con sus niños...
–¡Es casada! –exclamaron las dos mujeres al unísono.
–No, no –corrigió Tom de inmediato–. Es maestra de la escuela del pueblo. Es lo único que he podido averiguar; eso y que es hija del viejo Jensen. No me sorprende no conocerla, papá y Jensen hace tiempo que no se llevan bien. Espero que eso no le importe.
–Oh, estoy segura que no –le aseguró Candy–. Pero dinos, ¿cómo es?
–Bueno, tiene el cabello negro, sedoso y brillante, aunque muchas veces lo oculta con esos ridículos sombreritos que se usan ahora, como ese que traes Annie.
–¡Hey! –reclamó Annie, fingiendo molestia, pero en realidad le alegraba que Tom confiara en ellas.
–Ya viene la feria del pueblo, ¿no? –dijo Candy–. Seguro irá y ahí puedes buscar una oportunidad para abordarla.
–Es verdad, en la mañana estaré ocupado con la muestra de ganado, pero más tarde podré buscarla –guardó silencio por un momento y luego prosiguió–. Aunque tal vez no sea tan buena idea…
–¡Tom! Claro que sí es una buena idea. Tú no eres un vaquero salvaje, tú te criaste con la señorita Ponny, la hermana María y nosotras, sabes perfectamente como tratar a una chica.
–Tienen razón. Hemos llegado –dijo mientras estacionaba el auto para que pudieran bajar–. Por favor, saluden a Terry y Archie de mi parte. También a Stear, Patty, Albert y Jill –las chicas le aseguraron que así lo harían y se despidieron.
Tom condujo en silencio hasta su hogar, pensando en cómo acercarse a la hermosa señorita Jensen, qué decirle. Aunque solo la había observado de lejos, sentía como si la conociera, su forma de trata a los pequeños alumnos demostraba firmeza y ternura a la vez, siempre parecía estar muy limpia y ocupada en algo. En definitiva, la mujer perfecta para él.
Por fin llegó el día de la feria del pueblo; por la mañana, tal y como había dicho a las chicas, estuvo muy ocupado con la exhibición de su ganado. Su padre, como todos los años, fungió como juez del concurso de rodeo y una vez concluidas las actividades de la mañana los dos fueron a su casa para asearse y quedar presentables para la tarde, que era principalmente social: un baile y puestos con juegos, bebida y comida. Era ahí donde los más viejos aprovechaban para reunirse y contarse novedades, los jóvenes para buscar pareja y los pequeños para corretear y comer dulces.
Al llegar a la feria, Tom y su padre se separaron, cada quien para buscar a su grupo de amigos. El joven Stevens divisó a lo lejos al corro de muchachos con los que se reunía de vez en cuando en la taberna o para pescar, pero decidió que primero daría a una vuelta para buscar al motivo de sus desvelos: la hermosa señorita Jensen. El lugar estaba muy animado, la música era alegre y algunas parejas ya hacían acto de presencia en la pista, el aire estaba inundado de deliciosos olores: cerveza fresca, algodón de azúcar, guisos variados; la gente lucía sus mejores galas y estaban animados. Tom no pudo sino sentir que la suerte estaba de su lado, aunque tras dar un par de vueltas por ahí y no ver ni rastro de la chica, el desánimo lo invadió.
Pronto, ese sentimiento desapareció, se podría decir que el mundo entero desapareció cuando la vio frente a él. Vaya si tenía suerte Tom, porque casi todas las chicas que había visto esa noche andaban en grupitos –y más de una dirigió miradas anhelantes en dirección del joven Stevens–, pero a quien él buscaba, se hallaba sola. Al principio se sintió paralizado, pero después recordó las palabras de Annie y Candy, se armó de valor y se dijo que pretendería que estaba hablando con ellas. Se acercó con paso seguro, al llegar frente a ella, se quitó el sombrero y la saludó.
–Buenas noches, señorita.
Ella estaba mirando un puesto con artesanías y al oír el saludo se volvió. Tom se quedó sin aliento al contemplar de cerca la belleza de la chica: sus grandes ojos negros, con largas pestañas, una hermosa y dulce sonrisa. En ese momento supo que estaría perdido si no podía ver esos ojos todos los días y si no lograba robar un beso de esos labios.
–Buenas noches.
–Permítame presentarme, soy Stevens, Tom Stevens. Para servirle. Usted es la señorita Jensen, ¿cierto?
–Así es, señor Stevens –dijo la chica con tono educado.
Tom no podía evitar sentirse nervioso, a pesar de que la chica sonreía había algo que lo hacía sentirse incómodo, algo más allá de los nervios habituales que seguro sentían todos los enamorados del mundo.
–M-m-me preguntaba si me concedería usted el honor de bailar esta pieza.
–Claro que sí –fue la respuesta, la señorita Jensen tomó el brazo que le ofrecían y ambos se encaminaron a la pista.
Una pieza se convirtió pronto en varias, muy alegres y movidas, que en algún momento dieron paso a un par de canciones más lentas y con aire más romántico. Lentamente Tom guió a su pareja fuera de la pista y caminaron para alejarse de las luces y la algarabía.
Una vez lejos del ruido, platicaron largo rato, él le contó de lo bien que iban las cosas en el rancho, de los cursos que había tomado en la universidad estatal. Ella había pasado un tiempo lejos, estudiando para poder ser maestra y recién había terminado. Al fin, Tom declaró a la chica sus sentimientos, le pidió que le permitiera cortejarla, que hablaría con sus padres si ella así lo consideraba necesario, le prometió ser siempre caballeroso y, sobre todo, le aseguró que era un hombre de palabra, que sus intenciones eran serias y jamás jugaría con sus sentimientos. La chica escuchó todo atentamente, y al fin dijo
–Me gustaría creerle, señor Stevens…
–Tom, por favor, llámame Tom –le pidió.
–Me gustaría creerte, Tom –prosiguió ella–. Pero ya una vez estuve comprometida, y no cumplieron su palabra.
–Señorita, yo jamás haría tal cosa, por favor…
–¿No? –dijo entornando los ojos–. ¿Es qué ya no te acuerdas Tom Stevens, que fuiste tú quien rompió nuestro compromiso? Soy yo, Diana, Diana Jensen, hará cosa de unos diez años de eso, tal vez once –para entonces ya reía divertida.
Tom se había quedado sin habla. Después de tantos años, se volvía a encontrar con aquella niña, que ya no lo era más, ahora era una hermosa e inteligente mujer.
–Es por eso que el viejo Jensen y mi padre no se llevan bien –pensó en voz alta.
–Así es –confirmó Diana–. Le he dicho a papá que es algo que ya no tiene importancia, pero es algo testarudo.
–Diana, en ese entonces éramos unos chiquillos, pero ya no, ¿me aceptarías de nuevo?
–¿Por qué no? Podemos intentarlo –dijo sonriendo, esta vez de forma sincera.
Tom le ofreció de nuevo el brazo y regresaron a la feria muy contentos, pero no habían avanzado mucho cuando Tom se detuvo.
–Hay algo que debo hacer primero –se volvió hacia Diana la miró a los ojos, con toda la delicadeza que fue capaz la tomó de la barbilla con sus grandes manos, se inclinó hacia ella y la besó. Ella correspondió a la tierna caricia, y aunque se separó pronto, ambos sonreían.
–Mucho mejor de lo que imaginaba –dijo él, ella se ruborizó levemente y continuaron su camino a la pista de baile, donde sonaba una romántica melodía.
Al día siguiente, Tom se presentó en el rancho Jensen a solicitar permiso para visitar a Diana. Su padre se mostró receloso, pero al fin aceptó. El señor Stevens, no cabía de felicidad, pues estaba seguro que nunca se había equivocado al elegir a la chica para su hijo. Tom, por su parte, no podía creer que había intentado escapar de su destino y este lo había alcanzado, golpeándolo en la cara. Diana, por su parte, no había olvidado a Tom, puesto que siempre que algún chico se le acercaba, no podía evitar compararlo con él.
Después de no mucho tiempo, la pareja contrajo matrimonio, tuvieron dos guapos varones: Thomas y Theodore; como querían una niña y no llegaba, adoptaron una pequeña del Hogar de Ponny, como el señor Stevens hiciera años atrás.
FIN