** Musas Ardley ** Compras - Universo muy, muy alterno ** Apología No. 3 para George ** Fic **
Va la segunda parte de este fic, esperando les guste y me honren con algún comentario (aunque sea chiquito).
Candy despertó con la conocida sensación de hambre; no es que en el Hogar de Pony le hicieran pasar hambre. ¡Vamos! Ni siquiera en la casa Leagan, con lo odiosos que eran los miembros de la familia con ella, exceptuando a Raymond Leagan, podía quejarse de que la mataran de hambre. No, en el Hogar de Pony, de una u otra manera, las dos Hermanas encargadas del orfanato, siempre contaron con los recursos suficientes para alimentar a los chicos. Y si bien no se podría decir que gozaban de suntuosos banquetes, los chicos contaban con lo suficiente para tener una sana alimentación.
Y en casa de los Leagan, al ser considerada parte de la servidumbre, Doug el cocinero, Mary el ama de llaves y Dorothy la mucama, se habían constituido en amigos y defensores suyos, por lo que siempre contó con ellos para no sufrir de hambre. Por el contrario, los horarios de las comidas, pasadas en compañía de la servidumbre de la casa, eran algo maravilloso y ameno. Incluso, podía recordar con sumo cariño, la cena de despedida la noche anterior a su partida hacia México con García.
Es más, los días pasados en compañía del traficante tampoco estuvieron marcados por la falta de alimentos. Claro que sufrieron con la escasez de agua potable, pero debía reconocer que el señor García era ducho a la hora de racionar los alimentos y de que nunca la había dejado sin ellos, durante los pocos días que estuvo en su compañía. Los reproches a García tenían otros motivos.
No, Candy no se quejaría nunca de que padecía tanta hambre como para no dejarla conciliar el sueño; solamente podía reconocer que era bastante glotona. Cada mañana, el hambre la hacía salir de su sueño, por muy profundo que fuera. Y ese era el caso en este momento. Además, era más tarde de lo que acostumbraba desayunar. La sensación de relativo malestar, por la falta de alimento, provocaba sonidos en su barriga que ya no la dejaban dormir. Sin embargo, el mullido colchón, las frazadas limpias y tibias y la almohada suave, donde su cabeza de alborotados rizos reposaba, le provocaban una sensación de pereza que luchaba contra la tentación de ponerse en pie y buscar alimento.
Podía escuchar voces apagadas a través de la puerta cerrada del dormitorio; una grave y profunda de hombre y otra más aguda y suave, de niña. Cerró los ojos por un momento, respirando acompasadamente, puesta de espaldas y gozando de la suavidad de la cama, tratando de alargar el momento de placer de estar cómodamente recostada en una verdadera cama, después de los días de viaje en la carreta destartalada de García y durmiendo incluso en el suelo, con un par de cobijas para contrarrestar la dureza del mismo. La risa musical y aguda de Constanza acabó por hacerle abrir los ojos de par en par y la decidió a levantarse de la cama.
Descubrió una bata a juego con el camisón que vestía, así como un par de pantuflas suaves que se ajustaron bastante bien a sus pies; sintiéndose tímida, Candy abrió la puerta y descubrió a George y a Constanza sentados ante una mesa llena de comida. Su estómago sonó nuevamente y Candy agradeció que en ese momento, Constanza se riera nuevamente, cubriendo el sonido y ahorrándole la vergüenza de ser escuchada. Padre e hija volvieron la vista hacia Candy, el hombre con un gesto afable y la chica con una franca sonrisa de bienvenida.
-¡Ven a desayunar! -invitó Constanza-. Seguro te mueres de hambre.
Candy se acercó con un poco más de seguridad, recordando la charla que tuviera ese día más temprano con Constanza; cuando ocupó una silla, asistida por George, quien se puso en pie en cuanto la chica se acercó, se dio cuenta de que los otros dos ocupantes estaban correctamente vestidos y aseados, a diferencia de su desaliñado aspecto. Pudo más el apetito que sentía, así que decidió desayunar sin preocuparse de nada más por el momento.
-Disculparás que empezáramos sin ti, pero yo me moría de hambre -inició Constanza, sirviendo leche en un vaso para Candy-. Pensábamos que dormirías un poco más.
-Me despertó el hambre -confesó Candy, recobrando poco a poco su carácter jovial, campechano y seguro
Se dedicó a comer con deleite lo que había en la mesa, mientras George bebía una última taza de café y Constanza untaba con mantequilla un último panecillo. El caballero procuró no intervenir en el diálogo entre su hija y Candy, el cual poco a poco, se tornó amigable. Odiaba reconocer que su joven jefe tenía una especie de sexto sentido muy bien desarrollado, al decirle que Candy y Constanza podría volverse muy buenas amigas.
-Papá ha dicho que iremos de compras -comentó Constanza con aire de deleite-. Necesitas ropa nueva.
Nada le gustaba más a la hija de George que recorrer multitud de tiendas, eligiendo ropa y accesorios.
-Te ayudaré a arreglarte, puedo prestarte un vestido, mientras compramos lo que necesites -ofreció Constanza.
George llamó al servicio, a fin de recoger los platos del desayuno y dejar a las chicas prepararse para la salida.
-Debo bajar al vestíbulo a checar si hay correspondencia, las esperaré para dentro de media hora -avisó a las niñas y salió con paso mesurado.
oOoOo
-Creo que te irá bien el vestido verde -comentó Constanza, mirando con ojo crítico un par de vestidos sacados de su armario.
En realidad, Constanza contaba con un año más que Candy, aunque físicamente no había mucha diferencia, por lo que la ropa de aquella le iba bastante bien a esta.
-Es muy bonito -admiró Candy.
Recordó los recargados vestidos que Eliza usaba, de gran calidad pero de un gusto bastante execrable, como dando a entender la posición social de la señorita Leagan. Candy no lo podía saber, ni Constanza había puesto atención a un hecho que daba por sentado: su padre le compraba vestidos de la misma calidad y precio que los de sus amigos los Andley. Solo que el gusto de Constanza tendía más a lo sobrio, como digna hija de George Johnson que era. Además, contaba con cierta cantidad de fotografías de su difunta madre, la cual siempre mostró un gusto elegante y ella sabía que en el vestir, lo sobrio y sencillo era lo mejor. No se dejaba llevar por la moda y George tampoco lo hubiese permitido. Además, ella y Eliza Leagan jamás habían congeniado, puesto que para la heredera Leagan, Constanza solamente era la hija del empleado de confianza del tío abuelo William, por lo que ella, como digna miembro de socialité que era, no podía tener tratos con Constanza. Hecho que su madre, Sarah Leagan, aprobó inmediatamente.
-Le sienta muy bien el color verde oscuro a tu piel blanca -alabó Constanza.
Ella tenía la piel ligeramente apiñonada y vestía un traje color burdeos, con encajes en color crema, lo que hacía resaltar su cabello caoba.
-Constanza -Candy tragó saliva, antes de continuar-. ¿En verdad me llevarán con los Andley?
Constanza la miró tratando de dilucidar el sentir de Candy, los ojos de George se repetían en el rostro de su hija y esta tenía además, la misma suspicacia del caballero francés.
-Por supuesto -le sonrió con seguridad.
La sonrisa era de Catalina, la madre de Constanza.
-Es que… no puedo creerlo -murmuró Candy, procesando la información.
Constanza se armó con un cepillo, para peinar a Candy, a quien ató las acostumbradas coletas con un par de lazos de terciopelo de color verde, a juego con el vestido.
-Bien, vamos o papá se enfadará por nuestra tardanza -comentó la chica morena, abriendo la puerta de la suite y siendo seguida por Candy.
Constanza parecía bailar al caminar, recorriendo los pasillos y bajando las escaleras con prontitud y gracia y Candy, que se sabía patosa, sintió una ligera punzada de envidia, decidiendo, de manera insconsciente, imitar a su nueva amiga, por lo que trató de acompasar su paso al de su nueva amiga.
-Estamos listas, papi -llamó Constanza, cuando alcanzaron el vestíbulo, donde George se encontraba sentado, leyendo el periódico del día.
-Vamos entonces.
Se puso en pie, dejando el diario en el sillón y, mirando a Candy, comentó.
-Estás muy guapa.
La sonrisa paternal que le dirigía habitualmente a su hija, le fue regalada a Candy.
-Gracias -murmuró azorada, la chica.
Fuera del día de la fiesta en la casa Andley, en la cual sus paladines le regalaron el precioso vestido que usó en le baile, Candy nunca había vestido con ropa fina. Los ojos se le iban de uno a otro traje, mientras que, junto a Constanza, elegía vestido tras vestido. Aunque en un momento dado, Candy se preocupó por la cantidad de ropa y de accesorios a llevar, se dejó ganar por el entusiasmo de Constanza, quien elegió un par de trajes para ella.
George sonreía y daba su aprobación a las elecciones de las chicas. Ninguna de las dos se dio cuenta de que el señor Johnson abrió dos cuentas: una donde colocó los gastos de Candy, que serían pagados por sir William Andley y otra con los gastos de Constanza, que él pagaría. Se negaba a cargar todo en la cuenta de su jefe. Aún a sabiendas que el joven patriarca no se enojaría si lo hiciera. Para George, Constanza era responsabilidad suya y no del joven Andley.
oOoOo
La comida transcurrió en el mejor restaurante de la pequeña ciudad donde se encontraban hospedados. George se sorprendió de la facilidad con que su hija y Candy se habían hecho amigas. En carácter, Constanza era una copia de su madre: encantadora y de agradable trato, simpática y divertida. Y conocía el carácter de Candy por referencia de William, quien le había hecho grandes halagos a la pequeña rubia que charlaba por los codos con su hija. Se adivinaba su generosidad y simpatía. Por no mencionar el foruito parecido con la difunta hermana de William y madre de Anthony, con su cabello rubio rizado, los ojo verdes y las pecas salpicando su rostro.
George intervino poco en la plática de las dos niñas, la cual versó se centró principalmente en los sobrinos de sir William; tanto su hija como Candy hicieron grandes elogios de los tres chicos. Aunque George se dio cuenta de que Candy estaba prendada de Anthony Brown, mientras que Constanza siempre había preferido a Stear, con quien gustaba de hablar de libros y de quien le atrían sus locos inventos. Y vaya que cuando Constanza era más pequeña, debía vigiliar muy estrechamente al par, ya que la chica se prestaba muy fácilmente para ayudar al primogénito de los Cornwell en sus locuras.
Constanza enseñó a Candy a comer spaguettis, riendo las dos cuando alguna cometía algún error, George tuvo muy poco qué hacer para ayudar a la chiquilla rubia, futura hija de los Andley. Su mente comenzó a sopesar las posibles consecuencias que la decisión de William traerían a la familia. De lo que estaba seguro, era de que los chicos Andley recibirían felizmente a Candy.
-No, Candy, no tomes más de dos o tres spaguettis juntos -escuchó a su hija corregir a su nueva amiga.
Ya plantarían cara a la amargura de los Leagan y de la propia madame Aloy cuando llegasen a la mansión.
oOoOo
-Niñas, es hora de dormir, mañana partiremos temprano.
George había llamado ya tres veces al orden a las chicas, sin lograr su cometido de que se retiraran a descansar.
Encerradas en la alcoba que compartían por algunos días, las escuchaba hablar, reir, incluso dejaron escapar gritos de admiración ante la variopinta multitud de vestidos y accesorios que componían el vestuario de Candy.
-¡Lo siento, papá! -escuchó disculparse a Constanza.
-Quiero luces apagadas en diez minutos, entraré a revisar -avisó el caballero.
Al final, las risas y las charlas cesaron y poco a poco, el silencio se hizo presente en la habitación. George pudo terminar su propio equipaje. Mientras se entregaba a una tarea que para él era rutinaria, su mente voló a tiempos más felices: cuando su esposa vivía y el breve tiempo de su matrimonio, mas la espera ansiosa y feliz del nacimiento de su hija única.
-Será un niño moreno y de ojos negros -aseguraba Catalina, acariciando su vientre.
-No, yo quiero una niña con tus ojos y tu cabello castaño, tan mandona y cariñosa como tú -pedía George, posando su mano sobre la de su esposa.
Al final, su deseo se cumplió, la pequeña que nació se parecía en todo a su madre, excepto en los ojos y en el porte, que eran de él. La muerte reclamó la vida de Catalina en el nacimiento de Constanza; dejando a George devastado y con una niña recién nacida a quien cuidar. Fueron los Andley quienes lo apoyaron incondicionalmente, a fin de aliviar su dolor y haciéndose cargo de la pequeña Constanza.
Desde del nacimiento de su hija, George pudo darse cuenta de que sería una copia de su madre: con el cabello, la piel y los rasgos de Catalina. Físicamente, tenía poco de él, los ojos y algunos gestos. Sin embargo, Constanza era una Johnson de pies a cabeza, con un carácter de acuerdo al de su padre. Aunque también contara con el encanto de la joven dama que dio la vida para que ella naciera. George se volcó totalmente en su hija, a quien adoró desde el primer momento en el que la niña respiró. La familia Andley se sorprendió por el amor arrebatador que el serio y pragmático caballero mostraba con su niña, a quien protegía como un león.
Ya la tía abuela Aloy le había sugerido que la dejase a su total cargo, a fin de que las responsabilidades de George como administrador, vocero y guardián del joven patriarca no se vieran afectadas por su papel de padre, pero el hombre se negó de plano. Cuando se recuperó de la muerte de su esposa, se mudó con su hija a una casa relativamente cercana de la Mansión Andley en Chicago, contratando personal que se hiciera cargo de la casa y de su hija. Supo orquestar magistralmente su tiempo y sus ocupaciones, a fin de estar presente en la vida de la niña.
El internamiento en uno de los mejores colegios de Chicago obedecía a que deseaba que su hija se educara de la manera más esmerada posible, sabiéndola inteligente y con las mejores aptitudes para el estudio. Sin embargo, siempre que podía, George pasaba tiempo con su hija. William Andley, el patriarca cuyo secreto había depositado en la confianza del francés, era también el más cercano a él, a pesar de la diferencia de edad. Vio el cambio que el amor por la niña operó en George; el hombre serio, ecuánime y que no parecía sudar ni una gota ante cualquier eventualidad que pusiese en juego su estabilidad, se volvió impaciente, sonriente, hasta tierno. Claro que esta última faceta solo le pertenecía a su hija. Sin embargo, William fue beneficiado por este cambio, contando no solo con un guardián, un tutor o un mentor seco y desapegado de él, sino con un verdadero amigo y hermano.
Algo que extrañó en un principio al muy joven patriarca, y que luego fue motivo de cierto regocijo y de bromas por parte del escocés, fueron los celos que George sentía ante el amor de su hija. Los primeros meses, George sucumbió al dolor de la muerte de Catalina. Y si bien no descuidió ni desatendió a la niña, se podía palpar en él la pérdida sufrida y lo mucho que le costaba superarla. Madame Aloy, junto con Rosemary, atendieron a la pequeña. El hijo de Rosemary, Anthony, encontró en la bebé una muñeca con la cual jugar. Los Andley tomaron gran cariño por Constanza, incluido Vincent Brown. Así que la tía Aloy, tomando en cuenta el sentir de la casa Andley, propuso a George dejara a Contanza bajo el cargo de ella y Rosemary. La hermana de William le aseguró a su amigo francés que la niña sería una hija para ella y una hermana para Anthony. Ninguno se esperó la reacción de George.
William podía recordar muy bien e incluso lo platicó un par de veces con su hermana, antes de esta falleciera, todo lo sucedido esa tarde, puesto que él, a pesar de ser muy joven, estuvo presente cuando su tía y su hermana le propusieron tal cosa a George. El caballero se puso pálido primero, quedándose en silencio, probablemente buscando la forma de rebatir sin faltar a la caballerosidad propia que le caracterizaba y respetando a las dos damas que le proponían tal desatino: ¡Separarse de su hija! Willliam, sagaz ya en su juventud, pudo intuir el peligro que se avecinaba, cuando le vio respirar profundamente y empuñar las manos.
-George, es lo mejor para la niña, Rosemary y yo la cuidaremos muy bien, la verás siempre que lo desees y podrás cumplir a cuenta cabal con la misión de cuidar de William.
Los ojos oscuros de George se fijaron en los ojos azules de su pupilo y el rubio patriarca pudo ver en esa mirada, la fuerza con la que el hombre salió de su dolor por amor. Y supo ver que ese amor no solo era hacia su hija, si no a él, el hijo del hombre que quiso a George como a un hijo, que le proporcionó un futuro prometedor y un hogar seguro. George le miró durante un largo momento, en lo que organizaba sus pensamientos y después, se volvió hacia las dos mujeres para responder.
-Madame Aloy, le agradezco mucho su interés por mí y por Constanza, estoy seguro que usted y la señora Rosemary actúan pensando en el bien de mi hija -se inclinó ligeramente, en deferencia a las dos mujeres-. Sin embargo, debo declinar su ofrecimiento. Constanza es responsabilidad mía y seré yo quien decida sobre su futuro y el mío. Se lo debo a mi esposa, quien dio su vida por la de nuestra hija -sonrió con una sonrisa sincera y llena de sinceridad-. Cumpliré mi misión de ayudar al joven William, madame Aloy, no dude jamás de ello.
Al poco tiempo, George junto con Constanza, abandonó la mansión Andley y se instaló en su propia casa; manteniéndose firme ante las protestas de las dos damas Andley, quienes solamente pudieron recomendarle a la mejor ama de llaves, la señora Gertrude Fisher, quien se constituyó niñera de Constanza, a pesar de la joven Betty, a quien se le confió el cuidado de la pequeña. El caballero cumplió cabalmente con su trabajo y con su nuevo rol de padre de familia. Soportó, igualmente estoico, el reproche de madame Aloy cuando decidió ingresar a su hija al internado en Chicago.
-¡Es mejor que la dejes a mi lado, George! Te aseguro que estará muy bien atendida.
Lo sé, madame Aloy -respondió el padre con todo el respeto que la anciana dama le merecía-. Sin embargo, sé que lo mejor para mi hija es que estudie.
-¡Aquí conmigo lo haría! -exclamó la anciana dama, sin cuidarse de sus modales al interrumpir al varón impetuosamente.
George supo ver lo mucho que la matriarca quería a su hija, pero aún así, se mantuvo firme. Constanza era responsabildiad suya, por mucho cariño que hubiese despertado en madame Aloy, en la señora Rosemary e incluso en el joven patriarca Andley.
Ahora, mientras permanecía en el lecho, en espera del sueño, George reflexionaba en lo que la vida le había deparado junto a su niña. Constanza era una jovencita segura y elegante, además de hermosa e inteligente. Claro que él se sabía subjetivo por el amor que le cegaba. Con una sonrisa feliz, George se durmió, sabiendo igualmente feliz a su hija.
oOoOo
El día siguiente no fue nada diferente al anterior; aunque George pudo evaluar una faceta diferente en el carácter de su hija. Prácticamente nunca la había visto interactuar con chicas de su edad, ya que en el colegio él no tenía ingerencia, al ser internado. Los chicos Andley, como varones que eran, la trataban con el mayor respeto posible, inculcado por madame Aloy, además de la vigilancia de George. Eliza Leagan, la niña perteneciente al clan Andley, no era amiga de Cosntanza, pues poseía los mismos prejuicios de clase de su madre, Sarah Leagan. Esa era una de las razones por las cuales George no había aceptado que la niña viviese bajo la tutela de madame Aloy, madrastra de Sarah Leagan, ya que temía que su hija se convirtiese en la “dama de compañía” de la joven Leagan. La deuda de gratitud para con William C. Andley era de él, no de su hija, lo que le dejó muy en claro al joven patriarca cuando este tocó el tema a instancias de su tía paterna.
Pero ahora, Candy y ella reían y platicaban felices, ignorándolo olímpicamente, mientras caminaban por las calles de la ciudad donde se encontraban hospedados. El día siguiente partirían muy temprano a Sunville, a fin de entregar a Candy a su nueva familia.
-No charlen hasta muy tarde, mañana tenemos que madrugar -fue la orden, en tono severo, antes de que las chiquillas se retiraran a dormir.
Constanza se despidió de su padre con el acostumbrado beso de buenas noches, Candy solo asintió. De nada valió la severidad y seriedad del caballero francés, escuchó cuchichear a las chiquillas hasta muy tarde, aunque no acudió a reprenderlas. Por la mañana, las llamó un par de veces, preparado para una reprensión si había remoloneo. Sin embargo, las chicas le obedecieron lo más pronto posible y durante el desayuno, George pudo observar que Candy imitaba, tal vez de manera inconsciente, los modales de su hija, lo que le hizo sonreír internamente.
Candy vestía un precioso vestido bordeado de encaje, en color oscuro, resaltando lo blanco de su piel y sus ojos verdes. La inquietud que la chiquilla huérfana pudiese sentir ante su nuevo futuro fue calmada por su nueva amiga. George se mantuvo al margen de la charla entre las dos chicas, mientras duró el viaje a la Casa Andley.
-Ya casi llegamos -aviso cuando entraron al pueblo.
Candy se ruborizó de emoción. Volvería a ver a sus amigos.
Continuará…
Capítulo anterior:
Sorpresa