Desde las altas colinas de Terryland (aunque el Monasterryo aún no se haya presentado) esto es...
Gracias por leer...
OTROS TRABAJOS EN ESTA GF
EL RELOJ DE BOLSILLO
Richard de Granchester volvía a su hogar temprano.
La asamblea en la Cámara de los Lores, aquel día no se había extendido demasiado; su semblante estoico no dejaba entrever que, de cierta manera, le alegraba volver mientras aún hubiera luz de día.
Durante el último año, llegaba a encontrar a sus hijos ya dormidos; nunca les veía. Pero hoy cenaría con ellos, con su primogénito de diez años, un pequeño varón de cuatro, y una niña de apenas un año.
El elegante automóvil entró por el ancho portón enrejado que un mozo abrió con diligencia. Avanzó por el camino empedrado que atravesaba una especie de prado verde en el que se perdía la vista. A lo lejos, la imponente mansión con tintes palaciegos, era una vista imposible de ignorar para cualquiera.
El auto estacionó, y se bajó un joven alto y esbelto, vestido de negro, con botas y gorra, procediendo a abrir la portezuela trasera del auto, mientras hacía una reverencia.
El ama de llaves, y una serie de mucamas, se estacionaron en la puerta de la mansión; mientras Richard subía la escalinata, podía verlas ya, con los uniformes impolutos, las manos sobre el regazo en amable y reglamentaria reverencia.
- Buenos tardes, Su Excelencia – exclamaron todas suavemente.
- Bienvenido a casa, Sr. Duque – dijo el ama de llaves. Él respondió al saludo con un ligero movimiento de cabeza.
Al ingresar al salón, le sorprendió el silencio; él se imaginaría que, teniendo hijos pequeños, mínimamente escucharía alguna risa, si es que no a alguno de ellos, correteando por ahí. En cambio, solo el silencio le recibía.
- ¿Y mis hijos? – preguntó el Duque, al ama de llaves que, tenía por costumbre quedarse de pie en la entrada del salón hasta que veía a Su Excelencia, subir por la escalera; por si se le ofreciera algo.
- Bueno Su Excelencia; la Duquesa salió y se llevó con ella a los niños pequeños.
- ¿Y a Terry no? – Inquirió el Duque.
- No, Su Excelencia. La Duquesa se llevó solo a los dos menores.
- Entonces ¿dónde está? – preguntó una vez más el Duque – Quiero verlo. He llegado temprano, como nunca, y quiero ver a mis hijos ¿Dónde está Terry? ¿Arriba?
- No, Su Excelencia. El joven Terrence está ahí – respondió la doméstica, señalando una puerta doble, cerrada – en el salón de música.
El Duque asintió y sonrió ligeramente ¡Claro! Le hacía sentido.
Dentro de poco se llevaría a cabo la celebración del cumpleaños del Rey Jorge V, su tío; y su hijo Terry estaba incluido en el programa, con una corta intervención en el piano.
Con seguridad se había quedado ensayando alguna pieza que la Duquesa habría elegido para él.
Richard se acercó a las puertas, colocó ambas manos en las manijas y tiró suavemente de ellas. Las puertas no se abrieron.
Lo intentó nuevamente. Nada.
Volteó ligeramente a mirar al Ama de Llaves, quien ya se acercaba a paso firme revisando el manojo de llaves para auxiliar a su señor.
No cabía duda: el salón de música estaba cerrado con llave, y su hijo, dentro.
Richard no lo podía creer.
Se retiró un instante, para dar paso a la doméstica que procedió a quitar el seguro de la puerta mientras él la observaba, imperturbable.
Una vez la cerradura estuvo libre, la mujer dio un paso atrás, notando la mirada persistente del Duque.
- La Duquesa ordenó que no se abriera esta puerta hasta que ella volviera, señor.
- ¿La Duquesa…?
- Sí, Su Excelencia. La Duquesa dijo que el niño tenía que practicar en el piano… pero, no ha salido ni un sonido de este lugar desde que ella se fue.
- Y de eso ¿hace mucho?
- Pues, casi todo el día, señor…
- Dígame una cosa – dijo levemente el Duque - ¿Esto es común?
- ¿Perdone usted?
- Esto ¿es común? – volvió a preguntar el Duque – Que mi hijo se quede solo en casa; más aún, que se le encierre de esta manera ¿es costumbre?
La mujer desvió la vista; tratando de mantener la compostura que exige su puesto, imperceptiblemente se estrujaba las manos.
- Bueno, es que… es que La Duquesa es estricta… y el joven Terrence, pues… Señor Duque ¡por favor entienda mi posición, yo…!
- Ya… no se preocupe. Retírese.
La mujer hizo como se le ordenara, y con una rápida y profunda reverencia; se retiró del salón.
Richard abrió las puertas, y de primera mano, la luz que inundaba el salón desde los grandes vitrales que daban a los amplios jardines, le hirió los ojos.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, ubicó el gran piano de cola y, sentado en el banquillo frente a él, el hermoso niño de piel blanca y enormes ojos azules, lo miraba boquiabierto.
- Terry, hijo…
- ¡Papá! – exclamó el niño con asombro - ¡¡Papááááá!!
El pequeño dio un brinco del banquillo, y el sonido de sus zapatos resonó en la duela del suelo, al correr feliz al encuentro de su padre, a quien casi nunca veía.
Terry había corrido a sentarse frente al piano apenas sintió ruido en la puerta del salón. Pensando que era su madrastra, no convenía que lo encontrara en otro sitio.
Había pasado parte de su tiempo ahí encerrado, en mirar arrobado a través de los vitrales el gran jardín, la fuente cantarina, las mariposas y las aves entre las plantas de raras floraciones, orgullo de su dueña, y más allá el gran prado que formaba parte de la propiedad, donde ya quisiera él correr sin rumbo fijo. Practicando a ratos, las notas que ya se sabía de memoria, pero no en las teclas del piano, sino tamborileando los dedos contra el brillante cristal.
- ¡Hijito! ¿Qué haces aquí encerrado? – preguntó el Duque, recibiendo el abrazo del niño.
- ¡Papá! Papá ya no quiero estar aquí ¡Déjame salir a jugar un rato! Te prometo que seré bueno, ya no me voy a portar mal ¡Sí me aprendí la pieza de piano! Solo que, ella dice que no le gusta cómo suena y por eso tengo que practicar todo el día ¡Pero yo sí me la sé toda, papá, te lo prometo! Déjame salir un ratito, por favor.
- ¡Ya, ya hijo! Tranquilo… tranquilo.
Richard de Granchester abrazó a su hijo. El niño estaba desesperado.
No podía imaginarse él, cuántas veces había pasado su hermoso niño todo un día encerrado encerrado ahí ¡o en cualquier otra habitación de la casa!
Nunca pensó tal cosa.
Sabía que a su esposa no le hacía gracia la presencia de Terry ¡Nunca lo terminaría de aceptar!
A pesar de que el niño era fruto de una relación que sucedió antes de que se arreglara su matrimonio, de que no había manera en la que ella se ofendiera con su presencia; de todas maneras la mujer resentía enormemente que no fuera su hijo quien heredaría los títulos, sino él, aquel “bastardo” hijo de una actriz americana.
- Así que ya te sabes la pieza ¿eh? – el niño asintió – A ver, veamos si es verdad que tienes que seguir practicando ¡déjame escucharla!
Contento, Terry corrió al banquillo y abrió la tapa del piano. Sus dedos comenzaron a bailar sobre las teclas de ébano y marfil. Efectivamente, se sabía toda la pieza, tan pero tan bien, que parecía tocarla con prisa, con apuro. Como si fuera a participar en una carrera y no en un recital para el rey.
Una pieza corta, y relativamente fácil, que no dura más de 2 minutos y medio; pero el niño hizo menos de un minuto. La había aprendido bien ¡de eso no cabía duda! Pero no era la manera de tocarla.
- Bien, muy bien – le dijo su padre sonriéndole sobriamente cuando el niño concluyera de tocar – Pero ¿sabes, Terry? Nadie viene siguiéndote, y esta pieza suena mucho más hermosa si la tocas con “tempo” correcto… A ver, hazme espacio.
Terry se corrió hacia un lado, dejando que su padre se siente a su lado.
- Yo a tu edad, también tuve que aprenderme esta melodía, y sí entiendo que, a tu edad, puede ser difícil tener la paciencia para tocarla como se debe; pero, estoy seguro que al señor Bach no le haría ninguna gracia. Él creó esta pieza para sonar suavemente. Dulcemente ¡Casi como si fuera una canción de cuna!... Vamos a ver si todavía me acuerdo.
El hombre posó las manos sobre las teclas delicadamente y cerró los ojos, aspiró profundamente y, mientras dejaba el aire salir lentamente de sus pulmones, sus dedos comenzaron la melodía.
La asamblea en la Cámara de los Lores, aquel día no se había extendido demasiado; su semblante estoico no dejaba entrever que, de cierta manera, le alegraba volver mientras aún hubiera luz de día.
Durante el último año, llegaba a encontrar a sus hijos ya dormidos; nunca les veía. Pero hoy cenaría con ellos, con su primogénito de diez años, un pequeño varón de cuatro, y una niña de apenas un año.
El elegante automóvil entró por el ancho portón enrejado que un mozo abrió con diligencia. Avanzó por el camino empedrado que atravesaba una especie de prado verde en el que se perdía la vista. A lo lejos, la imponente mansión con tintes palaciegos, era una vista imposible de ignorar para cualquiera.
El auto estacionó, y se bajó un joven alto y esbelto, vestido de negro, con botas y gorra, procediendo a abrir la portezuela trasera del auto, mientras hacía una reverencia.
El ama de llaves, y una serie de mucamas, se estacionaron en la puerta de la mansión; mientras Richard subía la escalinata, podía verlas ya, con los uniformes impolutos, las manos sobre el regazo en amable y reglamentaria reverencia.
- Buenos tardes, Su Excelencia – exclamaron todas suavemente.
- Bienvenido a casa, Sr. Duque – dijo el ama de llaves. Él respondió al saludo con un ligero movimiento de cabeza.
Al ingresar al salón, le sorprendió el silencio; él se imaginaría que, teniendo hijos pequeños, mínimamente escucharía alguna risa, si es que no a alguno de ellos, correteando por ahí. En cambio, solo el silencio le recibía.
- ¿Y mis hijos? – preguntó el Duque, al ama de llaves que, tenía por costumbre quedarse de pie en la entrada del salón hasta que veía a Su Excelencia, subir por la escalera; por si se le ofreciera algo.
- Bueno Su Excelencia; la Duquesa salió y se llevó con ella a los niños pequeños.
- ¿Y a Terry no? – Inquirió el Duque.
- No, Su Excelencia. La Duquesa se llevó solo a los dos menores.
- Entonces ¿dónde está? – preguntó una vez más el Duque – Quiero verlo. He llegado temprano, como nunca, y quiero ver a mis hijos ¿Dónde está Terry? ¿Arriba?
- No, Su Excelencia. El joven Terrence está ahí – respondió la doméstica, señalando una puerta doble, cerrada – en el salón de música.
El Duque asintió y sonrió ligeramente ¡Claro! Le hacía sentido.
Dentro de poco se llevaría a cabo la celebración del cumpleaños del Rey Jorge V, su tío; y su hijo Terry estaba incluido en el programa, con una corta intervención en el piano.
Con seguridad se había quedado ensayando alguna pieza que la Duquesa habría elegido para él.
Richard se acercó a las puertas, colocó ambas manos en las manijas y tiró suavemente de ellas. Las puertas no se abrieron.
Lo intentó nuevamente. Nada.
Volteó ligeramente a mirar al Ama de Llaves, quien ya se acercaba a paso firme revisando el manojo de llaves para auxiliar a su señor.
No cabía duda: el salón de música estaba cerrado con llave, y su hijo, dentro.
Richard no lo podía creer.
Se retiró un instante, para dar paso a la doméstica que procedió a quitar el seguro de la puerta mientras él la observaba, imperturbable.
Una vez la cerradura estuvo libre, la mujer dio un paso atrás, notando la mirada persistente del Duque.
- La Duquesa ordenó que no se abriera esta puerta hasta que ella volviera, señor.
- ¿La Duquesa…?
- Sí, Su Excelencia. La Duquesa dijo que el niño tenía que practicar en el piano… pero, no ha salido ni un sonido de este lugar desde que ella se fue.
- Y de eso ¿hace mucho?
- Pues, casi todo el día, señor…
- Dígame una cosa – dijo levemente el Duque - ¿Esto es común?
- ¿Perdone usted?
- Esto ¿es común? – volvió a preguntar el Duque – Que mi hijo se quede solo en casa; más aún, que se le encierre de esta manera ¿es costumbre?
La mujer desvió la vista; tratando de mantener la compostura que exige su puesto, imperceptiblemente se estrujaba las manos.
- Bueno, es que… es que La Duquesa es estricta… y el joven Terrence, pues… Señor Duque ¡por favor entienda mi posición, yo…!
- Ya… no se preocupe. Retírese.
La mujer hizo como se le ordenara, y con una rápida y profunda reverencia; se retiró del salón.
Richard abrió las puertas, y de primera mano, la luz que inundaba el salón desde los grandes vitrales que daban a los amplios jardines, le hirió los ojos.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, ubicó el gran piano de cola y, sentado en el banquillo frente a él, el hermoso niño de piel blanca y enormes ojos azules, lo miraba boquiabierto.
- Terry, hijo…
- ¡Papá! – exclamó el niño con asombro - ¡¡Papááááá!!
El pequeño dio un brinco del banquillo, y el sonido de sus zapatos resonó en la duela del suelo, al correr feliz al encuentro de su padre, a quien casi nunca veía.
Terry había corrido a sentarse frente al piano apenas sintió ruido en la puerta del salón. Pensando que era su madrastra, no convenía que lo encontrara en otro sitio.
Había pasado parte de su tiempo ahí encerrado, en mirar arrobado a través de los vitrales el gran jardín, la fuente cantarina, las mariposas y las aves entre las plantas de raras floraciones, orgullo de su dueña, y más allá el gran prado que formaba parte de la propiedad, donde ya quisiera él correr sin rumbo fijo. Practicando a ratos, las notas que ya se sabía de memoria, pero no en las teclas del piano, sino tamborileando los dedos contra el brillante cristal.
- ¡Hijito! ¿Qué haces aquí encerrado? – preguntó el Duque, recibiendo el abrazo del niño.
- ¡Papá! Papá ya no quiero estar aquí ¡Déjame salir a jugar un rato! Te prometo que seré bueno, ya no me voy a portar mal ¡Sí me aprendí la pieza de piano! Solo que, ella dice que no le gusta cómo suena y por eso tengo que practicar todo el día ¡Pero yo sí me la sé toda, papá, te lo prometo! Déjame salir un ratito, por favor.
- ¡Ya, ya hijo! Tranquilo… tranquilo.
Richard de Granchester abrazó a su hijo. El niño estaba desesperado.
No podía imaginarse él, cuántas veces había pasado su hermoso niño todo un día encerrado encerrado ahí ¡o en cualquier otra habitación de la casa!
Nunca pensó tal cosa.
Sabía que a su esposa no le hacía gracia la presencia de Terry ¡Nunca lo terminaría de aceptar!
A pesar de que el niño era fruto de una relación que sucedió antes de que se arreglara su matrimonio, de que no había manera en la que ella se ofendiera con su presencia; de todas maneras la mujer resentía enormemente que no fuera su hijo quien heredaría los títulos, sino él, aquel “bastardo” hijo de una actriz americana.
- Así que ya te sabes la pieza ¿eh? – el niño asintió – A ver, veamos si es verdad que tienes que seguir practicando ¡déjame escucharla!
Contento, Terry corrió al banquillo y abrió la tapa del piano. Sus dedos comenzaron a bailar sobre las teclas de ébano y marfil. Efectivamente, se sabía toda la pieza, tan pero tan bien, que parecía tocarla con prisa, con apuro. Como si fuera a participar en una carrera y no en un recital para el rey.
Una pieza corta, y relativamente fácil, que no dura más de 2 minutos y medio; pero el niño hizo menos de un minuto. La había aprendido bien ¡de eso no cabía duda! Pero no era la manera de tocarla.
- Bien, muy bien – le dijo su padre sonriéndole sobriamente cuando el niño concluyera de tocar – Pero ¿sabes, Terry? Nadie viene siguiéndote, y esta pieza suena mucho más hermosa si la tocas con “tempo” correcto… A ver, hazme espacio.
Terry se corrió hacia un lado, dejando que su padre se siente a su lado.
- Yo a tu edad, también tuve que aprenderme esta melodía, y sí entiendo que, a tu edad, puede ser difícil tener la paciencia para tocarla como se debe; pero, estoy seguro que al señor Bach no le haría ninguna gracia. Él creó esta pieza para sonar suavemente. Dulcemente ¡Casi como si fuera una canción de cuna!... Vamos a ver si todavía me acuerdo.
El hombre posó las manos sobre las teclas delicadamente y cerró los ojos, aspiró profundamente y, mientras dejaba el aire salir lentamente de sus pulmones, sus dedos comenzaron la melodía.
Terry seguía las manos de su padre por las delgadas teclas, y a ratos sus ojos azules se perdían en el armonioso y sereno rostro de su padre.
Las notas acariciaron su oído como nunca antes, la pieza se le hizo hermosa ¡Hermosísima! Dulce, como había dicho su padre, tan dulce como una canción de cuna; tanto que, en manos de su padre, le pareció que fuera otra melodía diferente. Una mucho más dulce y mucho más bella que la que su madrastra le estaba obligando a aprender.
- La tocas mucho más bonito que mi profesor, papá... – dijo el niño cuando su padre hubo concluido.
- Entonces, quizá debamos despedir a ese maestro y conseguirte otro; porque si yo sueno mejor, es que él no es tan bueno…
- Para mí sería mejor que tú fueras mi maestro.
- Me gustaría… - respondió el Duque, acariciando el cabello castaño de su hijo – Eso me gustaría mucho pero, desafortunadamente tengo obligaciones para con el reino, y es mi deber atenderlas… Pero ¿sabes qué? – preguntó, cuando vio la resignación en los ojos azules de su hijo- ¡Hoy puedo ser tu maestro! Al menos, hasta la hora de la cena. Ya sé que debes estar aburrido de estar aquí todo el día, y que preferirías salir a jugar pero ¿te gustaría que practicáramos un rato más? Solo hasta que te familiarices con el tempo; ya después practicas tú solito. Igual, ya te sabes muy bien la melodía ¿Sí?
El niño asintió feliz.
No le importaba si no podía salir a jugar; solamente no quería seguir ahí solo; y pasar un momento en compañía de su padre, era para él mejor que cualquier cosa.
Se estiró en el banquillo, posó las manos sobre las teclas y, como le hubiera visto hacer a su padre, inspiró profundamente y luego exhaló con lentitud, mientras comenzaba a tocar.
Ciertamente, al tocar más despacio, la pieza sonaba diferente. Con los ojos cerrados, Terry sonrió ligeramente, complacido al ver que, de alguna manera, estaba siendo como su padre en ese momento.
El Duque sonreía, veía el intento de su hijo por emularlo y le hacía dulce gracia. A su interpretación, le faltaba todavía pulirse; pero sabía que el niño había entendido y, terminaría por hacerlo bien.
La mirada del Duque se detuvo sobre las blancas manos de su hijo, su sonrisa desapareció de a poco.
Una serie de líneas violáceas cruzaba el dorso de la mano, y parte de los dedos de su hijo.
Las reconoció de inmediato, a él también alguna vez le habían tratado con dureza.
Le dolió el corazón, y habría querido tomar esas manitos y llenarlas de besos para aplacar el morado de esas marcas.
Cuando la Duquesa volvió a casa, era casi la hora del ocaso.
Pasó por el salón, seguida de la nana de sus hijos, y las mucamas cargadas de cajas de compras.
Se paró en la puerta y vio a su esposo dando directrices al niño mientras él, muy concentrado, asentía y las seguía.
- Buenas tardes. – exclamó ella, retirándose el sombrero – Veo que has llegado temprano, querido.
- Ojalá hubiera podido decir lo mismo de ti, querida – respondió el Duque en cierto tono – conversaremos más tarde.
Padre e hijo practicaron el resto de la tarde, cenaron juntos riendo y bromeando, ante la mirada amarga de la Duquesa.
Tarde en la noche, cuando los niños ya estaban en cama, Richard de Granchester se escabulló a la habitación de su hijo y lo observó dormir.
Tomó una silla y se sentó al lado de la cama, tomando una de las manos de su hijo entre las suyas, la acarició con ternura y besó cada una de las marcas en ella.
Lamentaba tanto esa situación. Muchas veces, lamentaba incluso haber vuelto a Inglaterra.
Había separado a Terry de su madre para que recibiera la educación de un Lord, y tener la oportunidad de ser parte de la nobleza… ¿para qué? ¿Para esto?
¿Para que fuera maltratado e ignorado? ¿Encerrado, como si fuera un pajarito enjaulado?
- Mimas demasiado a ese chico…
La Duquesa se preparaba para dormir cuando vio a su marido ingresar a la habitación.
Mientras ella seguía hablando, el Duque se acercó al neceser de ella; no tuvo que buscar mucho para encontrar lo que buscaba, se ve que a ella le gustaba tenerlo a la mano.
La Duquesa fue interrumpida en su fastidiosa perorata, por su propio alarido al sentir un ligero ardor en el anca izquierda. Al voltear, su esposo tenía entre las manos, una delgada varita de pino, que le pertenecía a ella.
- ¿¡Qué crees que estás haciendo, Richard!? – preguntó ella, enfadada, sobándose el glúteo.
- ¿Te ha dolido? – preguntó él, inocentemente.
- ¡Pero claro que me ha dolido, qué crees…!
- Entonces imagina… - le susurró él, poniéndole la varita delante de los ojos -… si tú lo has sentido, por encima del albornoz que llevas puesto, imagínate cómo se sienten varios de estos en las manos de un niño de diez años.
- Tu hijo es muy rebelde, Richard… - exhaló ella, sabiéndose descubierta.
- No quiero volver a saber que golpeas a nuestros hijos. – interrumpió él.
- ¿Nuestros? – inquirió ella - ¡Yo jamás golpearía a un hijo mío!
- Bien, si así eres de clara. Yo he de ser igualmente claro también – exclamó Richard, entendiendo que la mujer se ensañaba adrede con el niño por ser hijo de otra – no quiero volver a ver marcas en el cuerpo de Terry ¡de ninguno de mis hijos! Escúchame bien porque esto no quiero tener que volver a repetirlo jamás: Si esto vuelve a suceder ¡Te quedas sola!
- ¿¡Qué dices!? – preguntó ella con asombro.
- ¡Que te quedas sola! Solicito la nulidad y me regreso a América con Terry y te quedas sola.
- ¡Estás loco! ¡La Corona jamás permitiría…!
- ¡¡ME IMPORTA UNA MIERDA LA OPINIÓN DE LA CORONA!!- gritó el Duque exasperado.
- ¡¡Richard!!
- Esta casa, te pertenece… - respondió ya más calmado – y la crianza de los niños, es potestad tuya… Pero si vuelves a tocar a mi hijo Terry, me voy. No estoy bromeando, ni es una bravata, espero que eso te esté quedando muy claro. ¡Me voy! Y me importa un comino lo que ocurra con los títulos y propiedades, y mi reputación me interesa aún menos. Me importa Terry. Si lo vuelves a tocar, te quedas sola.
- ¡Tu hijo es un malcriado en toda regla! – exclamó ella - ¡Es rebelde, majadero y respondón!
- ¡Críalo! – exclamó él - ¡Edúcalo! ¡Para eso te casaste conmigo! No eras ajena a su existencia, sabías que yo tenía un hijo y conocías su procedencia; aceptaste casarte sabiendo que tenías que asumir la responsabilidad de su crianza. No me vengas con pretextos ahora. ¡Edúcalo, es tu trabajo! Si Terry es malcriado, si es majadero, es porque no estás cumpliendo con tu labor.
- ¡Quiero que nuestros hijos tengan gobernantas y tutores distintos! – exclamó la Duquesa, roja de furia - ¡Unos para Terry y otros para mis pequeños! ¡¡No quiero que esté cerca de ellos, me los va a malograr con su mala conducta!!
- ¡Es un niño de diez años!
- ¡¡Es hijo de una mujerzuela!! – exclamó ella- ¡Y lo que se hereda no se hurta, ya lo veo bien!
- Has lo que te dé la gana… - respondió Richard abatido - ¿quieres otra gobernanta para Terry y un tutor distinto? Contrátalos, no me importa. Pero no te pongas en la tarea de indisponerlo con sus hermanos, y que no vuelva yo a llegar a encontrar a Terry encerrado todo el día, ni quiero volver a ver marcas en su cuerpo; porque te lo juro que mando todo al cuerno. Tomo a mi hijo y me largo. Sabes bien que lo haría, y sabes bien que no importa cómo quede yo, de cualquier modo la perjudicada socialmente serás tú. A mi esas cosas me importan un bledo.
Richard rodeó la gran cama que compartían, se quitó el albornoz y entró a la cama.
- Espero que todo te haya quedado muy claro; cualquier duda, me la preguntas en la mañana. Estoy cansado, buenas noches.
El Duque apagó la lámpara de su buró y se metió entre las sábanas.
La mujer se quedó sentada en la cama, con la mirada perdida; imaginando cómo sería su vida si Richard de Granchester decidiera dejarla. Sabía bien que la corona jamás permitiría la nulidad, pero también sabía que, como bien le había dicho él; le importaba un comino. Tomaría a Terry y se marcharía, abandonándola.
Ella seguiría siendo su esposa ¡La Duquesa de Granchester! Y él, sería visto siempre como el mal marido que se había atrevido a abandonarla, su reputación desaparecería pero la vergüenza… ¡Esa sería únicamente suya para cargarla de por vida!
A la mañana siguiente, Terry recibió de nuevo a su maestro de piano y este se sorprendió con la mejor interpretación que el niño le había dado hasta el momento.
Cuando el maestro llamó a la Duquesa para que observara el buen desempeño del niño, la mujer le felicitó y agradeció su dedicación en educarlo.
Ni una palabra para Terry.
Días después, en la celebración del cumpleaños del Rey Jorge, el pequeño virtuoso se llevó los plausos de la concurrencia; el Rey Jorge aplaudió de pie la corta interpretación del joven pianista, y le abrazó sin ceremonias batiéndole los cabellos con alegría; el gran rey, que dicen, era como un niño. Las felicitaciones efusivas fueron para el Duque y la Duquesa de Granchester.
Desde aquel día, a veces Terry pasaba sus tardes en el salón de música; practicando, sin que nadie se lo ordenara, en el gran piano de cola siguiendo las directrices de su padre; respirando profundamente antes de comenzar, cerrando los ojos para no perder la concentración.
A veces, simplemente al llegar la tarde, entraba ahí y se sentaba en el banquillo; observando a través de los anchos ventanales, cómo el cielo cambiaba de color; esperando que quizá un día, su padre volviera a llegar temprano.
Sucedió, muy pocas veces; y a medida que él crecía, más bien nunca.
Terry dejó de esperarlo en el salón.
Las obligaciones de él y la austeridad en la que lo obligaban a vivir dentro de una casa que jamás sintió propia, donde le alejaban de hermanos que podrían haber sido buenos amigos, los llevaron a que se abriera inevitablemente una brecha muy difícil de franquear.
Con los años Terry fue internado en el Real Colegio San Pablo, para ver si así modelaba su carácter rebelde y adusto. Un carácter que con un poco de amor y compañía, muy posiblemente habría sido mucho más dócil.
Con el tiempo y las circunstancias, los caminos de padre e hijo terminaron separándose inevitablemente para siempre.
Pero Terry siempre guardó en la memoria aquella tarde en que su padre fue su mejor maestro de piano.
A veces, Terry sueña que todavía es ese pequeño solitario de diez años, que sentado frente a un piano de cola, mira a través de los vitrales del salón, esperando con alegre ilusión la llegada de su padre…
Las notas acariciaron su oído como nunca antes, la pieza se le hizo hermosa ¡Hermosísima! Dulce, como había dicho su padre, tan dulce como una canción de cuna; tanto que, en manos de su padre, le pareció que fuera otra melodía diferente. Una mucho más dulce y mucho más bella que la que su madrastra le estaba obligando a aprender.
- La tocas mucho más bonito que mi profesor, papá... – dijo el niño cuando su padre hubo concluido.
- Entonces, quizá debamos despedir a ese maestro y conseguirte otro; porque si yo sueno mejor, es que él no es tan bueno…
- Para mí sería mejor que tú fueras mi maestro.
- Me gustaría… - respondió el Duque, acariciando el cabello castaño de su hijo – Eso me gustaría mucho pero, desafortunadamente tengo obligaciones para con el reino, y es mi deber atenderlas… Pero ¿sabes qué? – preguntó, cuando vio la resignación en los ojos azules de su hijo- ¡Hoy puedo ser tu maestro! Al menos, hasta la hora de la cena. Ya sé que debes estar aburrido de estar aquí todo el día, y que preferirías salir a jugar pero ¿te gustaría que practicáramos un rato más? Solo hasta que te familiarices con el tempo; ya después practicas tú solito. Igual, ya te sabes muy bien la melodía ¿Sí?
El niño asintió feliz.
No le importaba si no podía salir a jugar; solamente no quería seguir ahí solo; y pasar un momento en compañía de su padre, era para él mejor que cualquier cosa.
Se estiró en el banquillo, posó las manos sobre las teclas y, como le hubiera visto hacer a su padre, inspiró profundamente y luego exhaló con lentitud, mientras comenzaba a tocar.
Ciertamente, al tocar más despacio, la pieza sonaba diferente. Con los ojos cerrados, Terry sonrió ligeramente, complacido al ver que, de alguna manera, estaba siendo como su padre en ese momento.
El Duque sonreía, veía el intento de su hijo por emularlo y le hacía dulce gracia. A su interpretación, le faltaba todavía pulirse; pero sabía que el niño había entendido y, terminaría por hacerlo bien.
La mirada del Duque se detuvo sobre las blancas manos de su hijo, su sonrisa desapareció de a poco.
Una serie de líneas violáceas cruzaba el dorso de la mano, y parte de los dedos de su hijo.
Las reconoció de inmediato, a él también alguna vez le habían tratado con dureza.
Le dolió el corazón, y habría querido tomar esas manitos y llenarlas de besos para aplacar el morado de esas marcas.
Cuando la Duquesa volvió a casa, era casi la hora del ocaso.
Pasó por el salón, seguida de la nana de sus hijos, y las mucamas cargadas de cajas de compras.
Se paró en la puerta y vio a su esposo dando directrices al niño mientras él, muy concentrado, asentía y las seguía.
- Buenas tardes. – exclamó ella, retirándose el sombrero – Veo que has llegado temprano, querido.
- Ojalá hubiera podido decir lo mismo de ti, querida – respondió el Duque en cierto tono – conversaremos más tarde.
Padre e hijo practicaron el resto de la tarde, cenaron juntos riendo y bromeando, ante la mirada amarga de la Duquesa.
Tarde en la noche, cuando los niños ya estaban en cama, Richard de Granchester se escabulló a la habitación de su hijo y lo observó dormir.
Tomó una silla y se sentó al lado de la cama, tomando una de las manos de su hijo entre las suyas, la acarició con ternura y besó cada una de las marcas en ella.
Lamentaba tanto esa situación. Muchas veces, lamentaba incluso haber vuelto a Inglaterra.
Había separado a Terry de su madre para que recibiera la educación de un Lord, y tener la oportunidad de ser parte de la nobleza… ¿para qué? ¿Para esto?
¿Para que fuera maltratado e ignorado? ¿Encerrado, como si fuera un pajarito enjaulado?
- Mimas demasiado a ese chico…
La Duquesa se preparaba para dormir cuando vio a su marido ingresar a la habitación.
Mientras ella seguía hablando, el Duque se acercó al neceser de ella; no tuvo que buscar mucho para encontrar lo que buscaba, se ve que a ella le gustaba tenerlo a la mano.
La Duquesa fue interrumpida en su fastidiosa perorata, por su propio alarido al sentir un ligero ardor en el anca izquierda. Al voltear, su esposo tenía entre las manos, una delgada varita de pino, que le pertenecía a ella.
- ¿¡Qué crees que estás haciendo, Richard!? – preguntó ella, enfadada, sobándose el glúteo.
- ¿Te ha dolido? – preguntó él, inocentemente.
- ¡Pero claro que me ha dolido, qué crees…!
- Entonces imagina… - le susurró él, poniéndole la varita delante de los ojos -… si tú lo has sentido, por encima del albornoz que llevas puesto, imagínate cómo se sienten varios de estos en las manos de un niño de diez años.
- Tu hijo es muy rebelde, Richard… - exhaló ella, sabiéndose descubierta.
- No quiero volver a saber que golpeas a nuestros hijos. – interrumpió él.
- ¿Nuestros? – inquirió ella - ¡Yo jamás golpearía a un hijo mío!
- Bien, si así eres de clara. Yo he de ser igualmente claro también – exclamó Richard, entendiendo que la mujer se ensañaba adrede con el niño por ser hijo de otra – no quiero volver a ver marcas en el cuerpo de Terry ¡de ninguno de mis hijos! Escúchame bien porque esto no quiero tener que volver a repetirlo jamás: Si esto vuelve a suceder ¡Te quedas sola!
- ¿¡Qué dices!? – preguntó ella con asombro.
- ¡Que te quedas sola! Solicito la nulidad y me regreso a América con Terry y te quedas sola.
- ¡Estás loco! ¡La Corona jamás permitiría…!
- ¡¡ME IMPORTA UNA MIERDA LA OPINIÓN DE LA CORONA!!- gritó el Duque exasperado.
- ¡¡Richard!!
- Esta casa, te pertenece… - respondió ya más calmado – y la crianza de los niños, es potestad tuya… Pero si vuelves a tocar a mi hijo Terry, me voy. No estoy bromeando, ni es una bravata, espero que eso te esté quedando muy claro. ¡Me voy! Y me importa un comino lo que ocurra con los títulos y propiedades, y mi reputación me interesa aún menos. Me importa Terry. Si lo vuelves a tocar, te quedas sola.
- ¡Tu hijo es un malcriado en toda regla! – exclamó ella - ¡Es rebelde, majadero y respondón!
- ¡Críalo! – exclamó él - ¡Edúcalo! ¡Para eso te casaste conmigo! No eras ajena a su existencia, sabías que yo tenía un hijo y conocías su procedencia; aceptaste casarte sabiendo que tenías que asumir la responsabilidad de su crianza. No me vengas con pretextos ahora. ¡Edúcalo, es tu trabajo! Si Terry es malcriado, si es majadero, es porque no estás cumpliendo con tu labor.
- ¡Quiero que nuestros hijos tengan gobernantas y tutores distintos! – exclamó la Duquesa, roja de furia - ¡Unos para Terry y otros para mis pequeños! ¡¡No quiero que esté cerca de ellos, me los va a malograr con su mala conducta!!
- ¡Es un niño de diez años!
- ¡¡Es hijo de una mujerzuela!! – exclamó ella- ¡Y lo que se hereda no se hurta, ya lo veo bien!
- Has lo que te dé la gana… - respondió Richard abatido - ¿quieres otra gobernanta para Terry y un tutor distinto? Contrátalos, no me importa. Pero no te pongas en la tarea de indisponerlo con sus hermanos, y que no vuelva yo a llegar a encontrar a Terry encerrado todo el día, ni quiero volver a ver marcas en su cuerpo; porque te lo juro que mando todo al cuerno. Tomo a mi hijo y me largo. Sabes bien que lo haría, y sabes bien que no importa cómo quede yo, de cualquier modo la perjudicada socialmente serás tú. A mi esas cosas me importan un bledo.
Richard rodeó la gran cama que compartían, se quitó el albornoz y entró a la cama.
- Espero que todo te haya quedado muy claro; cualquier duda, me la preguntas en la mañana. Estoy cansado, buenas noches.
El Duque apagó la lámpara de su buró y se metió entre las sábanas.
La mujer se quedó sentada en la cama, con la mirada perdida; imaginando cómo sería su vida si Richard de Granchester decidiera dejarla. Sabía bien que la corona jamás permitiría la nulidad, pero también sabía que, como bien le había dicho él; le importaba un comino. Tomaría a Terry y se marcharía, abandonándola.
Ella seguiría siendo su esposa ¡La Duquesa de Granchester! Y él, sería visto siempre como el mal marido que se había atrevido a abandonarla, su reputación desaparecería pero la vergüenza… ¡Esa sería únicamente suya para cargarla de por vida!
A la mañana siguiente, Terry recibió de nuevo a su maestro de piano y este se sorprendió con la mejor interpretación que el niño le había dado hasta el momento.
Cuando el maestro llamó a la Duquesa para que observara el buen desempeño del niño, la mujer le felicitó y agradeció su dedicación en educarlo.
Ni una palabra para Terry.
Días después, en la celebración del cumpleaños del Rey Jorge, el pequeño virtuoso se llevó los plausos de la concurrencia; el Rey Jorge aplaudió de pie la corta interpretación del joven pianista, y le abrazó sin ceremonias batiéndole los cabellos con alegría; el gran rey, que dicen, era como un niño. Las felicitaciones efusivas fueron para el Duque y la Duquesa de Granchester.
Desde aquel día, a veces Terry pasaba sus tardes en el salón de música; practicando, sin que nadie se lo ordenara, en el gran piano de cola siguiendo las directrices de su padre; respirando profundamente antes de comenzar, cerrando los ojos para no perder la concentración.
A veces, simplemente al llegar la tarde, entraba ahí y se sentaba en el banquillo; observando a través de los anchos ventanales, cómo el cielo cambiaba de color; esperando que quizá un día, su padre volviera a llegar temprano.
Sucedió, muy pocas veces; y a medida que él crecía, más bien nunca.
Terry dejó de esperarlo en el salón.
Las obligaciones de él y la austeridad en la que lo obligaban a vivir dentro de una casa que jamás sintió propia, donde le alejaban de hermanos que podrían haber sido buenos amigos, los llevaron a que se abriera inevitablemente una brecha muy difícil de franquear.
Con los años Terry fue internado en el Real Colegio San Pablo, para ver si así modelaba su carácter rebelde y adusto. Un carácter que con un poco de amor y compañía, muy posiblemente habría sido mucho más dócil.
Con el tiempo y las circunstancias, los caminos de padre e hijo terminaron separándose inevitablemente para siempre.
Pero Terry siempre guardó en la memoria aquella tarde en que su padre fue su mejor maestro de piano.
A veces, Terry sueña que todavía es ese pequeño solitario de diez años, que sentado frente a un piano de cola, mira a través de los vitrales del salón, esperando con alegre ilusión la llegada de su padre…
Gracias por leer...
OTROS TRABAJOS EN ESTA GF
EL RELOJ DE BOLSILLO