SI QUIERES LEER LOS "SOLOS" DE OTROS AÑOS:
SOLO DE VIOLÍN
SOLO DE GUITARRA
24 de diciembre otra vez…
Eliza Leagan ha partido rumbo a su hogar; como hace cada año, para pasar la Navidad en su casa.
En la casa de su infancia, en la mansión victoriana de Lakewood que siempre fue la envidia de todas las amigas de su madre…
Mientras va conduciendo su automóvil, inevitablemente sonríe; porque, tras todos estos años y, a pesar de todo, volver a su hogar en Navidad, siempre es la mejor parte de todo su año.
Si tan solo Neil estuviera ahí con ella, podrían ir bromeando como antes; haciendo apuestas sobre qué tan feo será el suéter que tía Elroy le dará este año a Neil, o la millonésima vez que les contaría del primer William Andrew que llegó a América, sin nada más que un tartán un morral y un broche de oro, a hacer fortuna en esta tierra… siempre contaba lo mismo.
De niños les aburría bastante, la verdad. Pero ella, el algún momento, aprendió apreciarlo.
Lástima, que hubiera sido tan tarde…
Eliza dejó escapar una risita al revivir el recuerdo, pero la risa se extinguió pronto.
Después de todo, la tía Elroy ya no estaba, y aunque jamás iba a admitirlo; la extrañaba.
Se fijó en la hora y miró el elegante reloj de plata en su muñeca, por cierto, el último regalo navideño que le diera su papá: iban a dar las 3 am… no importaba cuánto quisiera apresurar sus ocupaciones; siempre terminaba llegando de madrugada.
Luego de un rato, alcanzó a divisar la hermosa mansión victoriana, recortada en el paisaje campestre, y una ligera sonrisa nostálgica se detuvo en sus labios.
“Neil… quisiera que estés ahí…” pensó; justo antes de cambiar de marcha para subir la ligera pendiente.
Llegando, descendió del auto y abrió el gran portón para ingresar. Solo fue abrir la portezuela para que el frío invernal que lo dominaba todo, la envolviera. Sus botas se hundían ligeramente en la nieve que, por el momento, remplazaba a la hierba y agradeció haber recordado colocarse esta vez, los guantes de piel de marta cibelina que le regalara su hermano la última vez que se vieran.
Al ingresar a la propiedad; el ruido de su auto fue amortiguado por la mullida alfombra que significaba la alta nieve que rodeaba la casa.
Al apagar el motor, sonrió.
No importaba la nieve, el frío, la niebla; ni lo oscura y lóbrega que se viera la mansión con todo apagado a esa hora de la madrugada. ¡Ese era su hogar! Y por fin, luego de otro año lejos, estaba de nuevo en casa.
Abrió la puerta de atrás del auto y sacó su maleta de mano. Llegó a la puerta y al girar la llave en la cerradura, esta hizo un ruido que no le agradó mucho.
“Hay que cambiar esa cerradura…” pensó ingresando, y tal como ya lo previera, adentro de su casa, el frío invernal se aplacaba lo suficiente. Un motivo más para sentirse bien de estar ahí.
Le pareció escuchar ruiditos en la madera de la escalera. “¿Silvia…?” pensó por inercia.
Pero no, era imposible. Ella no estaba ya en casa cuando la vieja gatita siamés había pasado a mejor vida, y de eso ya varios años. Pero aún le hacía falta verla bajar la escalera cada vez que llegaba a casa.
Se quitó el grueso abrigo y lo colgó en el perchero que estaba cerca y, sin hacer mayor ruido, se encaminó hacia la escalera, para subir a su habitación.
Obligadamente, tuvo que pasar por el salón.
Lo primero que, como siempre, atrajo su atención, fue el gran óleo sobre la chimenea.
No lograba verlo totalmente, y no quiso encender la luz. No le hacía falta; se lo sabía de memoria:
Su hermosa madre, con un hermoso vestido violeta y un bello collar de 25 perlas, herencia de su abuela; su padre, elegantísimo con un traje italiano; y frente a ellos, su hermano y ella; a las edades de 12 y 10 años respectivamente.
Ella amaba ese cuadro, y había jurado que algún día se lo llevaría con ella pero, no había tenido corazón. Lo cierto es que no luciría tanto en otro lado.
Más allá, a la ligera luz de la luna que se colaba por el ventanal de la estancia, pudo divisar el árbol de Navidad en su sitio de siempre.
Brillaban ante sus ojos, las esferas de cristal de colores, y las guirnaldas de oropel que bailaban entre sus ramas.
A los pies del árbol; yacía armada la representación del Nacimiento, con las efigies de San José, la Virgen María, los tres Reyes Magos y por supuesto, el niño Jesús.
Le dio gusto verlo; era un juego de porcelana que ella misma le había traído a su madre de uno de sus viajes. La mujer había quedado tan encantada con el, que en el mismo instante de recibirlo, había mandado el anterior al tacho de la basura, reemplazándolo de inmediato con el fino obsequio que le trajera su hija.
Se recargó un momento en el pasamanos de la escalera, admirando la escena frente a ella y suspiró profundamente, en medio de una sonrisa nostálgica.
Recordó entonces la primera Navidad de que la lograba tener memoria:
Ella tenía 7 años ¡casi 8! Su mamá le había dicho que tenía una gran sorpresa para ella ¡Y vaya que sí era grande!
A la mañana del 25, ella y su hermano bajaron eufóricos aún en piyamas.
La mañana de Navidad era, quizá, el único día de todo el año en que Eliza y Neil se levantaban muy temprano, sin necesidad de que los obligaran.
Bajo el árbol navideño, brillaban las cajas de todos los tamaños, forradas en bonitos papeles de colores, con moños grandes y vistosos coronándolas.
Pero el que no estaba bajo el árbol, era un gran estuche de cuero color caoba que reposaba arrimado a la pared, cerca del nacimiento.
No había sido envuelto, solo llevaba una tarjetita que decía “Para Eliza”, y ella no pudo evitar su emoción y su curiosidad por saber qué era aquello tan grande que Santa le había traído.
Cualquier otro niño de su edad, quizá se hubiera sentido absolutamente desilusionado con su contenido. Pero, inesperadamente, con ella no fue el caso.
Era cierto que, ella misma se había imaginado que ahí dentro quizá venía una gran casa de muñecas armable; o talvez era la caja-armario de un ajuar completo; o a lo mejor una muñeca de tamaño natural, considerando que aquella gran maleta, alcanzaba su propia estatura.
Cuando su madre, con una gran sonrisa, abrió el estuche, ella se esperaba cualquier cosa excepto lo que vio; y sí a cualquier otra niña le habría desilusionado, pero no a ella.
En el momento que vio aquel hermoso instrumento de color rojizo ¡se quedó maravillada!
Lo primero que se le figuró a ella, es que parecía un violín gigante ¡y a ella le encantaba el sonido de los violines!
- No es un violín…- le dijo su mamá – y aunque se interpreta de un modo parecido, su sonido es diferente. Vamos a ver si te gusta.
Su padre trajo al instante una silla del comedor y, colocándose el instrumento entre las rodillas ligeramente separadas, su madre comenzó a lanzar notas dispersas con el arco.
Mientras su hermano reía de la extraña posición que adoptaba su madre ante el extraño instrumento, que aparte era muy pequeño para ella; a Eliza cada una de esas notas se le introdujeron por todos los sentidos, y en cada poro de la piel.
La niña comenzó dar brinquitos mientras aplaudía de alegría.
- ¡Yo quiero! ¡Yo quiero! – repetía una y otra vez, ante la risa de sus padres.
Sarah Leagan le dio la primera lección de cómo sujetar el arco y cómo colocar los dedos; y cuando Eliza intentó dar la nota, un terrible quejido brotó del instrumento, haciendo que la niña emitiera un chillido descorazonado, mientras su hermano Neil reía a mandíbula batiente.
- Tocarlo, no es algo que se consiga de la noche a la mañana – le dijo su madre, consolándola – debes practicar mucho para llegar a hacerlo bien. Y cuando lo hayas conseguido ¡Será como escuchar un canto de ángeles!
Apenas empezó el nuevo año; Eliza comenzó a ir a clases de violonchelo con uno de los mejores maestros en instrumentos de cuerda de Chicago.
Para los 16 años, era ya una perfecta ejecutante; la delicia de su tía abuela Elroy, y el orgullo de su madre en cada recital.
Cuando partió al San Pablo, su padre prometió que ahí no le faltaría su instrumento; y lo mismo cuando, años más tarde, partió hacia la universidad.
Y se hizo costumbre desde que fueran adolescentes; que las cenas de Navidad y Noche Vieja, fueran amenizadas por algún pequeño recital de villancicos en chelo, con el acertado acompañamiento de su hermano en el piano.
Pero, de eso, hace mucho tiempo ya…
Con un nuevo suspiro, la mujer abandonó sus remembranzas y, cargando una vez más su maleta, se encaminó escaleras arriba.
Al llegar al segundo piso, se abrió ante ella el ancho pasillo de las habitaciones.
Era el único lugar de la casa que, a falta de ventanas o tragaluces, en la noche quedaba sumido en tinieblas. Generalmente, lo caminaba sin problemas; pero ahora mismo, y aunque faltaba poco para el amanecer, sintió la necesidad de encender la luz del descanso.
Al hacerlo, lo primero que le llamó la atención, fue la consola de varios pisos, de bronce y mármol, que reposaba recargada a la pared. En ella reposaban infinidad de fotografías y daguerrotipos de varios años de antigüedad; en todos estaban su padre y su madre; ella y su hermano.
Ella, con su vestido azul cielo con el que se presentó en sociedad; su hermano, con su traje de graduación.
Sus padres, en su matrimonio.
Ella de bebé, en los brazos de su madre… era un pequeño rinconcito, pero que representaba tanto.
Hace mucho tiempo que no se colocaba una fotografía nueva ahí.
Eliza caminó a través del pasillo, y ya no supo si fue su imaginación o la fuerza del recuerdo; pero juraría que logró percibir, en una ligera oleada, el aroma de la colonia de jazmines que usaba su madre.
Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación de sus padres, y colocó una mano sobre la cerradura; mas en breve se retiró. Ya casi amanecía, no valía la pena entrar ahora.
Pasó por la habitación de Neil, y posó una mano sobre la puerta, curvando sus labios en una ligerísima sonrisa. Ya volvería más tarde.
Llegó a su habitación, y al abrir la puerta lo primero que pudo notar, fue su colección de muñecas de porcelana, acomodadas sobre el arcón que reposaba a los pies de su cama, y junto al cual depositó su maleta.
Se acercó a la ventana y abrió las cortinas; la imagen que tuvo fue hermosa y sobrecogedora: los rosales del jardín, esqueléticos, y el patio completo copado de nieve de varios días.
Al fondo, la arboleda que rodeaba la casa, totalmente blanqueada de escarcha que brillaba como diamantina a la escasa luz de la luna que ya se retiraba.
A un costado de su ventana; su instrumento.
Un violonchelo que su madre le había comprado hace ya varios años; el último con el que hizo cambio mientras vivió en aquella casa.
Verlo, le hizo esbozar una sonrisa abierta.
Acercó la silla de su escritorio y, soplando ligeramente, procedió a sacar el hermoso instrumento de su estuche.
Se quitó los guantes con sumo cuidado, y los dejó sobre la cama.
Tomó asiento. Tensó el arco, apretó las clavijas; se arremangó la falda, separó las rodillas colocándose en posición… Siempre cerraba los ojos un minuto antes de comenzar, generalmente lo hacía para encontrar la melodía en su mente; pero esta vez no era esa la razón.
Ella ya sabía qué melodía tocaría, porque era la misma que tocaba cada vez que llegaba a su hogar para Navidad. Se había vuelto su firma, su modo de decir “¡Ya estoy en casa!”; su saludo personal para su familia, al amanecer el día de Navidad.
Porque, no importaba cuánto apresurara sus ocupaciones; siempre le tocaba viajar tarde en la noche y llegar a su casa de madrugada.
Por eso, siempre procuraba, como hoy, llegar y subir, sin hacer ningún ruido. Ya se le había hecho costumbre y, le parecía a ella, que hasta su familia se lo esperaba.
Que apenas despuntando el amanecer, a todos les despertara los acordes sublimes de aquel hermoso instrumento, llenando la planta alta con su sonido grave y angelical, entonando el villancico favorito de su madre; quien no demoraba en salir de su habitación y recorrer el pasillo, para entrar emocionada a escuchar ese privado concierto de chelo, que era sólo para ella; y después, abrazar a su hija, feliz de verla nuevamente siendo ese el mejor regalo de Navidad que como madre podría recibir.
Ya se la imaginaba ella, despertando con su música, y llegando a su habitación al mismo tiempo que los primeros rayos del sol…
Eliza comenzó a tocar, y como siempre, una vez más las notas perfectas y armoniosas, comenzaron a llenar el espacio.
En sus recuerdos, una vez más volvía a tener 7 años… casi 8, y veía a su madre tocando por primera vez ese extraño instrumento que era su regalo de Navidad.
Su tía Elroy, nuevamente llegaba a su memoria, entregando a Neil su paquete envuelto en papel de seda y cintas, con el suéter navideño más feo que se pudieran imaginar.
Su padre, la Navidad antes de que ella cumpliera sus 18 años, poniéndole él mismo en la muñeca, aquel elegante reloj de plata que ella no se había quitado jamás.
A su madre, la Navidad antes de que Eliza cumpliera sus 25 años; quitándose del cuello su collar de 25 perlas y poniéndolo en el suyo.
A su hermano, y su risa irreverente y algo burlona, riéndose de ella… “Pero hermana, ¡estás fría como un cadáver…!” le decía mientras la tomaba de las manos, y se sacaba del bolsillo aquella cajita que contenía los finísimos guantes de piel de marta que llevaba ahora.
Los cuidaba con su vida, y ahora solo los usaba en Navidad; los tenía hace ya tanto…
La pieza no era muy larga; pero ella siempre la alargaba a propósito; haciéndola languidecer entre sus dedos, como estirándola para que dure cada vez más.
Hoy como nunca, parecía estirarla más todavía; porque entre sus notas, que le llegaban directamente al alma; le llovían encima los recuerdos que parecían querer escapársele en la humedad que sentía entre las pestañas.
Le parecía que ya escuchaba esos cuchicheos alegres por el pasillo, alguna puerta abriéndose y cerrándose. Los pasos delicados y algo apurados acercándose en el pasillo y la perilla de su puerta dándose vuelta.
El aroma del perfume de su madre pareció envolverla por un instante, mientras la última nota se desvanecía en el aire.
Eliza abrió los ojos viéndose bañada por los primeros rayos del sol, que solían entrar por su ventana al mismo tiempo que entraba su madre.
Ella aguzó el oído una vez más; tanto que le pareció que podía escuchar su propio corazón latir acompasadamente; pero ya no escuchó los alegres cuchicheos, ni los pasos acercándose, ni la perilla de su puerta que nadie abriría porque, lo cierto es que estaba sola en aquella enorme mansión, a la que ella seguía yendo cada Navidad, aunque ya nadie la esperara ahí; porque su tía Elroy había partido pocos años después de la muerte de Stear, y a su padre lo atacó un infarto fulminante, cuando pasó lo de la “Gran Depresión”.
Y a su querida madre… se la había prácticamente comido el dolor luego del accidente automovilístico que había matado a Neil en Florida; algo de lo que nunca se pudo recuperar.
El Nacimiento de porcelana estaba ahí, juntando polvo bajo el reseco y apolillado árbol navideño que llevaba ahí, desde la muerte de su madre, poco antes de la llegada del año nuevo; hace mucho tiempo ya.
Y ella, seguía yendo. Porque a pesar de todo, esa seguía siendo su casa ¡Su hogar!
El único lugar del mundo donde se sentía realmente segura y en paz, porque aunque ahora estuviera completamente sola; sus recuerdos, y el amor que ella vuelve a revivir cada vez que toca, a solas, su chelo; es algo que ni siquiera su enorme soledad le logrará arrebatar jamás…
Gracias por leer...
SOLO DE VIOLÍN
SOLO DE GUITARRA
24 de diciembre otra vez…
Eliza Leagan ha partido rumbo a su hogar; como hace cada año, para pasar la Navidad en su casa.
En la casa de su infancia, en la mansión victoriana de Lakewood que siempre fue la envidia de todas las amigas de su madre…
Mientras va conduciendo su automóvil, inevitablemente sonríe; porque, tras todos estos años y, a pesar de todo, volver a su hogar en Navidad, siempre es la mejor parte de todo su año.
Si tan solo Neil estuviera ahí con ella, podrían ir bromeando como antes; haciendo apuestas sobre qué tan feo será el suéter que tía Elroy le dará este año a Neil, o la millonésima vez que les contaría del primer William Andrew que llegó a América, sin nada más que un tartán un morral y un broche de oro, a hacer fortuna en esta tierra… siempre contaba lo mismo.
De niños les aburría bastante, la verdad. Pero ella, el algún momento, aprendió apreciarlo.
Lástima, que hubiera sido tan tarde…
Eliza dejó escapar una risita al revivir el recuerdo, pero la risa se extinguió pronto.
Después de todo, la tía Elroy ya no estaba, y aunque jamás iba a admitirlo; la extrañaba.
Se fijó en la hora y miró el elegante reloj de plata en su muñeca, por cierto, el último regalo navideño que le diera su papá: iban a dar las 3 am… no importaba cuánto quisiera apresurar sus ocupaciones; siempre terminaba llegando de madrugada.
Luego de un rato, alcanzó a divisar la hermosa mansión victoriana, recortada en el paisaje campestre, y una ligera sonrisa nostálgica se detuvo en sus labios.
“Neil… quisiera que estés ahí…” pensó; justo antes de cambiar de marcha para subir la ligera pendiente.
Llegando, descendió del auto y abrió el gran portón para ingresar. Solo fue abrir la portezuela para que el frío invernal que lo dominaba todo, la envolviera. Sus botas se hundían ligeramente en la nieve que, por el momento, remplazaba a la hierba y agradeció haber recordado colocarse esta vez, los guantes de piel de marta cibelina que le regalara su hermano la última vez que se vieran.
Al ingresar a la propiedad; el ruido de su auto fue amortiguado por la mullida alfombra que significaba la alta nieve que rodeaba la casa.
Al apagar el motor, sonrió.
No importaba la nieve, el frío, la niebla; ni lo oscura y lóbrega que se viera la mansión con todo apagado a esa hora de la madrugada. ¡Ese era su hogar! Y por fin, luego de otro año lejos, estaba de nuevo en casa.
Abrió la puerta de atrás del auto y sacó su maleta de mano. Llegó a la puerta y al girar la llave en la cerradura, esta hizo un ruido que no le agradó mucho.
“Hay que cambiar esa cerradura…” pensó ingresando, y tal como ya lo previera, adentro de su casa, el frío invernal se aplacaba lo suficiente. Un motivo más para sentirse bien de estar ahí.
Le pareció escuchar ruiditos en la madera de la escalera. “¿Silvia…?” pensó por inercia.
Pero no, era imposible. Ella no estaba ya en casa cuando la vieja gatita siamés había pasado a mejor vida, y de eso ya varios años. Pero aún le hacía falta verla bajar la escalera cada vez que llegaba a casa.
Se quitó el grueso abrigo y lo colgó en el perchero que estaba cerca y, sin hacer mayor ruido, se encaminó hacia la escalera, para subir a su habitación.
Obligadamente, tuvo que pasar por el salón.
Lo primero que, como siempre, atrajo su atención, fue el gran óleo sobre la chimenea.
No lograba verlo totalmente, y no quiso encender la luz. No le hacía falta; se lo sabía de memoria:
Su hermosa madre, con un hermoso vestido violeta y un bello collar de 25 perlas, herencia de su abuela; su padre, elegantísimo con un traje italiano; y frente a ellos, su hermano y ella; a las edades de 12 y 10 años respectivamente.
Ella amaba ese cuadro, y había jurado que algún día se lo llevaría con ella pero, no había tenido corazón. Lo cierto es que no luciría tanto en otro lado.
Más allá, a la ligera luz de la luna que se colaba por el ventanal de la estancia, pudo divisar el árbol de Navidad en su sitio de siempre.
Brillaban ante sus ojos, las esferas de cristal de colores, y las guirnaldas de oropel que bailaban entre sus ramas.
A los pies del árbol; yacía armada la representación del Nacimiento, con las efigies de San José, la Virgen María, los tres Reyes Magos y por supuesto, el niño Jesús.
Le dio gusto verlo; era un juego de porcelana que ella misma le había traído a su madre de uno de sus viajes. La mujer había quedado tan encantada con el, que en el mismo instante de recibirlo, había mandado el anterior al tacho de la basura, reemplazándolo de inmediato con el fino obsequio que le trajera su hija.
Se recargó un momento en el pasamanos de la escalera, admirando la escena frente a ella y suspiró profundamente, en medio de una sonrisa nostálgica.
Recordó entonces la primera Navidad de que la lograba tener memoria:
Ella tenía 7 años ¡casi 8! Su mamá le había dicho que tenía una gran sorpresa para ella ¡Y vaya que sí era grande!
A la mañana del 25, ella y su hermano bajaron eufóricos aún en piyamas.
La mañana de Navidad era, quizá, el único día de todo el año en que Eliza y Neil se levantaban muy temprano, sin necesidad de que los obligaran.
Bajo el árbol navideño, brillaban las cajas de todos los tamaños, forradas en bonitos papeles de colores, con moños grandes y vistosos coronándolas.
Pero el que no estaba bajo el árbol, era un gran estuche de cuero color caoba que reposaba arrimado a la pared, cerca del nacimiento.
No había sido envuelto, solo llevaba una tarjetita que decía “Para Eliza”, y ella no pudo evitar su emoción y su curiosidad por saber qué era aquello tan grande que Santa le había traído.
Cualquier otro niño de su edad, quizá se hubiera sentido absolutamente desilusionado con su contenido. Pero, inesperadamente, con ella no fue el caso.
Era cierto que, ella misma se había imaginado que ahí dentro quizá venía una gran casa de muñecas armable; o talvez era la caja-armario de un ajuar completo; o a lo mejor una muñeca de tamaño natural, considerando que aquella gran maleta, alcanzaba su propia estatura.
Cuando su madre, con una gran sonrisa, abrió el estuche, ella se esperaba cualquier cosa excepto lo que vio; y sí a cualquier otra niña le habría desilusionado, pero no a ella.
En el momento que vio aquel hermoso instrumento de color rojizo ¡se quedó maravillada!
Lo primero que se le figuró a ella, es que parecía un violín gigante ¡y a ella le encantaba el sonido de los violines!
- No es un violín…- le dijo su mamá – y aunque se interpreta de un modo parecido, su sonido es diferente. Vamos a ver si te gusta.
Su padre trajo al instante una silla del comedor y, colocándose el instrumento entre las rodillas ligeramente separadas, su madre comenzó a lanzar notas dispersas con el arco.
Mientras su hermano reía de la extraña posición que adoptaba su madre ante el extraño instrumento, que aparte era muy pequeño para ella; a Eliza cada una de esas notas se le introdujeron por todos los sentidos, y en cada poro de la piel.
La niña comenzó dar brinquitos mientras aplaudía de alegría.
- ¡Yo quiero! ¡Yo quiero! – repetía una y otra vez, ante la risa de sus padres.
Sarah Leagan le dio la primera lección de cómo sujetar el arco y cómo colocar los dedos; y cuando Eliza intentó dar la nota, un terrible quejido brotó del instrumento, haciendo que la niña emitiera un chillido descorazonado, mientras su hermano Neil reía a mandíbula batiente.
- Tocarlo, no es algo que se consiga de la noche a la mañana – le dijo su madre, consolándola – debes practicar mucho para llegar a hacerlo bien. Y cuando lo hayas conseguido ¡Será como escuchar un canto de ángeles!
Apenas empezó el nuevo año; Eliza comenzó a ir a clases de violonchelo con uno de los mejores maestros en instrumentos de cuerda de Chicago.
Para los 16 años, era ya una perfecta ejecutante; la delicia de su tía abuela Elroy, y el orgullo de su madre en cada recital.
Cuando partió al San Pablo, su padre prometió que ahí no le faltaría su instrumento; y lo mismo cuando, años más tarde, partió hacia la universidad.
Y se hizo costumbre desde que fueran adolescentes; que las cenas de Navidad y Noche Vieja, fueran amenizadas por algún pequeño recital de villancicos en chelo, con el acertado acompañamiento de su hermano en el piano.
Pero, de eso, hace mucho tiempo ya…
Con un nuevo suspiro, la mujer abandonó sus remembranzas y, cargando una vez más su maleta, se encaminó escaleras arriba.
Al llegar al segundo piso, se abrió ante ella el ancho pasillo de las habitaciones.
Era el único lugar de la casa que, a falta de ventanas o tragaluces, en la noche quedaba sumido en tinieblas. Generalmente, lo caminaba sin problemas; pero ahora mismo, y aunque faltaba poco para el amanecer, sintió la necesidad de encender la luz del descanso.
Al hacerlo, lo primero que le llamó la atención, fue la consola de varios pisos, de bronce y mármol, que reposaba recargada a la pared. En ella reposaban infinidad de fotografías y daguerrotipos de varios años de antigüedad; en todos estaban su padre y su madre; ella y su hermano.
Ella, con su vestido azul cielo con el que se presentó en sociedad; su hermano, con su traje de graduación.
Sus padres, en su matrimonio.
Ella de bebé, en los brazos de su madre… era un pequeño rinconcito, pero que representaba tanto.
Hace mucho tiempo que no se colocaba una fotografía nueva ahí.
Eliza caminó a través del pasillo, y ya no supo si fue su imaginación o la fuerza del recuerdo; pero juraría que logró percibir, en una ligera oleada, el aroma de la colonia de jazmines que usaba su madre.
Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación de sus padres, y colocó una mano sobre la cerradura; mas en breve se retiró. Ya casi amanecía, no valía la pena entrar ahora.
Pasó por la habitación de Neil, y posó una mano sobre la puerta, curvando sus labios en una ligerísima sonrisa. Ya volvería más tarde.
Llegó a su habitación, y al abrir la puerta lo primero que pudo notar, fue su colección de muñecas de porcelana, acomodadas sobre el arcón que reposaba a los pies de su cama, y junto al cual depositó su maleta.
Se acercó a la ventana y abrió las cortinas; la imagen que tuvo fue hermosa y sobrecogedora: los rosales del jardín, esqueléticos, y el patio completo copado de nieve de varios días.
Al fondo, la arboleda que rodeaba la casa, totalmente blanqueada de escarcha que brillaba como diamantina a la escasa luz de la luna que ya se retiraba.
A un costado de su ventana; su instrumento.
Un violonchelo que su madre le había comprado hace ya varios años; el último con el que hizo cambio mientras vivió en aquella casa.
Verlo, le hizo esbozar una sonrisa abierta.
Acercó la silla de su escritorio y, soplando ligeramente, procedió a sacar el hermoso instrumento de su estuche.
Se quitó los guantes con sumo cuidado, y los dejó sobre la cama.
Tomó asiento. Tensó el arco, apretó las clavijas; se arremangó la falda, separó las rodillas colocándose en posición… Siempre cerraba los ojos un minuto antes de comenzar, generalmente lo hacía para encontrar la melodía en su mente; pero esta vez no era esa la razón.
Ella ya sabía qué melodía tocaría, porque era la misma que tocaba cada vez que llegaba a su hogar para Navidad. Se había vuelto su firma, su modo de decir “¡Ya estoy en casa!”; su saludo personal para su familia, al amanecer el día de Navidad.
Porque, no importaba cuánto apresurara sus ocupaciones; siempre le tocaba viajar tarde en la noche y llegar a su casa de madrugada.
Por eso, siempre procuraba, como hoy, llegar y subir, sin hacer ningún ruido. Ya se le había hecho costumbre y, le parecía a ella, que hasta su familia se lo esperaba.
Que apenas despuntando el amanecer, a todos les despertara los acordes sublimes de aquel hermoso instrumento, llenando la planta alta con su sonido grave y angelical, entonando el villancico favorito de su madre; quien no demoraba en salir de su habitación y recorrer el pasillo, para entrar emocionada a escuchar ese privado concierto de chelo, que era sólo para ella; y después, abrazar a su hija, feliz de verla nuevamente siendo ese el mejor regalo de Navidad que como madre podría recibir.
Ya se la imaginaba ella, despertando con su música, y llegando a su habitación al mismo tiempo que los primeros rayos del sol…
Eliza comenzó a tocar, y como siempre, una vez más las notas perfectas y armoniosas, comenzaron a llenar el espacio.
En sus recuerdos, una vez más volvía a tener 7 años… casi 8, y veía a su madre tocando por primera vez ese extraño instrumento que era su regalo de Navidad.
Su tía Elroy, nuevamente llegaba a su memoria, entregando a Neil su paquete envuelto en papel de seda y cintas, con el suéter navideño más feo que se pudieran imaginar.
Su padre, la Navidad antes de que ella cumpliera sus 18 años, poniéndole él mismo en la muñeca, aquel elegante reloj de plata que ella no se había quitado jamás.
A su madre, la Navidad antes de que Eliza cumpliera sus 25 años; quitándose del cuello su collar de 25 perlas y poniéndolo en el suyo.
A su hermano, y su risa irreverente y algo burlona, riéndose de ella… “Pero hermana, ¡estás fría como un cadáver…!” le decía mientras la tomaba de las manos, y se sacaba del bolsillo aquella cajita que contenía los finísimos guantes de piel de marta que llevaba ahora.
Los cuidaba con su vida, y ahora solo los usaba en Navidad; los tenía hace ya tanto…
La pieza no era muy larga; pero ella siempre la alargaba a propósito; haciéndola languidecer entre sus dedos, como estirándola para que dure cada vez más.
Hoy como nunca, parecía estirarla más todavía; porque entre sus notas, que le llegaban directamente al alma; le llovían encima los recuerdos que parecían querer escapársele en la humedad que sentía entre las pestañas.
Le parecía que ya escuchaba esos cuchicheos alegres por el pasillo, alguna puerta abriéndose y cerrándose. Los pasos delicados y algo apurados acercándose en el pasillo y la perilla de su puerta dándose vuelta.
El aroma del perfume de su madre pareció envolverla por un instante, mientras la última nota se desvanecía en el aire.
Eliza abrió los ojos viéndose bañada por los primeros rayos del sol, que solían entrar por su ventana al mismo tiempo que entraba su madre.
Ella aguzó el oído una vez más; tanto que le pareció que podía escuchar su propio corazón latir acompasadamente; pero ya no escuchó los alegres cuchicheos, ni los pasos acercándose, ni la perilla de su puerta que nadie abriría porque, lo cierto es que estaba sola en aquella enorme mansión, a la que ella seguía yendo cada Navidad, aunque ya nadie la esperara ahí; porque su tía Elroy había partido pocos años después de la muerte de Stear, y a su padre lo atacó un infarto fulminante, cuando pasó lo de la “Gran Depresión”.
Y a su querida madre… se la había prácticamente comido el dolor luego del accidente automovilístico que había matado a Neil en Florida; algo de lo que nunca se pudo recuperar.
El Nacimiento de porcelana estaba ahí, juntando polvo bajo el reseco y apolillado árbol navideño que llevaba ahí, desde la muerte de su madre, poco antes de la llegada del año nuevo; hace mucho tiempo ya.
Y ella, seguía yendo. Porque a pesar de todo, esa seguía siendo su casa ¡Su hogar!
El único lugar del mundo donde se sentía realmente segura y en paz, porque aunque ahora estuviera completamente sola; sus recuerdos, y el amor que ella vuelve a revivir cada vez que toca, a solas, su chelo; es algo que ni siquiera su enorme soledad le logrará arrebatar jamás…
Gracias por leer...