Se incorporó en su cama y miró hacia la ventana; la delicada cortina de gasa blanca no le permitía dormir más allá del amanecer. Estaba así hace tiempo.
Y hace tiempo que esperaba la visita de su hermano, ella sabía que llegaría cualquier día de estos. Todos los días pensaba en lo mismo.
“¡Talves sea hoy!” pensó una vez más la joven pelirroja, y sonriendo ligeramente, retiró las gruesas mantas que la protegían del frío.
Y hablando de frío, el piso estaba helado... como siempre, pero se calzó las pantuflas, y se echó encima un grueso chal de punto; con seguridad regalo de la tía abuela. Bajó las escaleras y se dirigió hacia la cocina, a prepararse un té; como hacía todos los días...
Al pasar por la sala pudo ver desde el ancho ventanal, que una vez más la nieve lo cubría todo. Estaba recio el invierno, pero ella sabía que era solo cuestión de tiempo para que cambie la estación... ¿verdad?
Enfundada en un grueso abrigo rojo de lana, de dedicó a sus quehaceres.
En esa casa hace tiempo que no había servidumbre; ya no se acordaba por qué había despedido a la última sirvienta que tuvo, pero en estos días haría poner un anuncio en el periódico ofreciendo contratar... Sí, todos los días tenía el mismo pensamiento.
Por la tarde, mientras leía por enésima vez la página 30 de su libro, un ligero rumor la hizo levantar la mirada hacia la ventana. Afuera nevaba.
Una lenta pero insistente capa de copos blancos caía sin cesar ante ella, envolviéndolo todo de aquel sopor helado. Las esquinas de la ventana, comenzaron a empañarse; Eliza se abrazó a sí misma con cierto sentimiento de desasosiego que le empuñó el corazón, y se levantó a encender, como todos los días, la chimenea del salón.
“¿Vendrás, Neil...?” Pensó nuevamente “¿Vendrás hoy?”
Se acercó a la ventana con la tristeza marcada en el rostro, al mirar más allá de los límites de su propiedad, la oscuridad del bosque parecía cernirse en torno a ella, y la nieve, que caía a mansalva, le acrecentaba el sentimiento de que todo a su alrededor se oscurecía.
Eliza suspiró profundamente y un escalofrío la recorrió, esta vez, nada que tuviera que ver con el frío que la rodeaba.
No le gustaba la nieve. Ahora mismo ya no se acordaba por qué, pero no le gustaba. Ver nevar como estaba nevando ahora, le hacía encoger el corazón, y un sentimiento muy parecido a la ansiedad se le instalaba en el pecho.
De pronto, comenzó a oscurecer, y Eliza supo que su hermano, ya no llegaría...
Con la noche, el frío se incrementaba y la insistente nevada parecía no querer cejar en su empeño de mantener el jardín cubierto eternamente de blanco.
Resignada, la joven subió las escaleras de su gran casa, y se encaminó hacia su habitación. Se puso el abrigado y pudoroso pijama , y se metió de nuevo entre las gruesas colchas, esperando que pronto la nevada se detuviera, para ver si, por la mañana, podía ir a poner ese anuncio, y quizá, enviar un telegrama a su hermano Neil...
Al día siguiente... salió el sol, y de nuevo Eliza se levantó de su cama al sentir el beso luminoso justo sobre su faz.
Se incorporó de su cama y miró hacia la ventana; la delicada cortina de gasa no le permitía dormir más allá del amanecer. Estaba así hace tiempo.
Y hace tiempo que esperaba la visita de su hermano, ella sabía que llegaría cualquier día de estos. Todos los días pensaba en lo mismo... Sí, todos, todos los días.
Su rutina se repetía exactamente igual cada día de su vida. Despertando siempre a la misma hora; bebiendo siemrpe el mismo té. Llevando siempre el mismo suéter y sin adelantar jamás su libro más allá de la página 30.
Todos los días, justo al atardecer, comenzaba la nieve que ella, sin saber bien por qué, odiaba y temía de igual manera.
Eliza subía nuevamente las escaleras de su mansión, para ir a su cuarto y dormir, para volver a despertar en un día exactamente igual al anterior, y al anterior, y al anterior; en los que siempre esperaba al hermano que nunca llegaría...
La nieve comenzaba siempre al atardecer; porque esa era la hora en que aquella hada oscura y vengativa batía con verdadero brío el globo de cristal en el que, hace varios años, y durante una tarde de nieve, había encerrado a la cruel y altanera joven, condenándola al frío y la soledad eterna, como pago a todos los males que cometiera a lo largo de su aún joven vida, y que ni siquiera bajando al Averno, sería capaz de purgar jamás...