Hola a todas.
Este fic es chiquito.
Muy chiquito porque sòlo es un momento en el tiempo.
Muchas gracias por pasar por aquì.
Este fic es chiquito.
Muy chiquito porque sòlo es un momento en el tiempo.
Muchas gracias por pasar por aquì.
-¿Estàs segura?
-Confìa en mì.
-Siempre.
El cucù de las cuatro de la mañana
Las tres de la mañana. Albert lo sabìa porque el reloj cucù de la señora Smith cantaba a cada hora, inclemente, con su mecànico trinar. Adormilado, sonriò. No sabìa por què ese cucù lo hacìa sonreìr, cuando al principio, lo ùnico que querìa era estrangular su pequeño, cafè y articulado cuello.
Albert no estaba seguro de còmo sabìa èl que el cuello del pàjaro cucù era de color cafè, pero casi podìa asegurarlo. Ese pequeño torturador nocturno, tenìa el cuello de madera y era de color cafè.
Saliendo de su sueño, recordò que su ahora amigo cucù, le permitìa aquellos valiosos minutos. Esos en los que podìa escucharla respirar. Albert conocìa los sonidos de la noche. El sonido del viento nocturno. El de la madera que crujìa en aquella vieja casona. El de los ratoncillos que caminaban por las vigas del techo y que ella no terminaba de poder escuchar.
La noche era su momento favorito del dìa. Era cuando la ciudad estaba en calma. Cuando todo el mundo dormìa y èl, ademàs de esperar a su amigo cucù, la escuchaba respirar. Si Candy durante el dìa llenaba su vida de luz y de color, por la noche, llenaba su vida de paz y esperanza.
Albert amaba su pequeño universo. Ese diminuto departamento que compartìan y que contenìa todo el mundo para èl. Era increìble còmo un lugar tan chico albergaba tanto... y còmo èl, en tan poco tiempo, se habìa hecho a esta nueva vida a la que amaba tanto como temìa porque desconocìa si ese pasado que ignoraba terminarìa con la vida perfecta que ahora tenìa.
En el fondo, tenìa la total certeza de que, un dìa, recordarìa todo. Y ese pensamiento lo atenazaba a diario porque sabìa que toda su vida quedarìa reducida a un recuerdo nada màs.
Un dìa, todo aquello, serìa solamente un recuerdo. Y por eso valoraba cada minuto del dìa, pero de la noche, mucho màs.
Porque en el silencio habìa logrado encontrar aquello que calmaba su alma: la certeza de que Candy existìa y vivìa con èl. La certeza de que, en este preciso momento en el tiempo, ella dormìa y èl velaba su sueño. No importaba la separaciòn, el podìa cuidarla durante la noche, como ella lo cuidaba durante el dìa. Mientras ella respirara, èl la cuidarìa.
Mientras los ojos de Albert empezaban a cerrarse, el cucù trinò cuatro veces. Eran las cuatro de la mañana y entre sueños recordò que habìan seis horas de diferencia entre Amèrica y Àfrica y no sabìa por què escuchaba el reloj cucù de la Tìa Abuela, si Stear lo habìa transformado en la alarma del horno de la cocina desde que a Mary se le quemò el pavo del Dìa de Acciòn de Gracias...
Y Albert abriò los ojos. Y vio la oscuridad. Y escuchò los pasitos de los ratones caminando por las vigas del pequeño departamento. Y apretò los puños porque un reloj cucù, un dìa cualquiera a las cuatro de la mañana, lo habìa despertado del mejor momento de su vida.
Albert no estaba seguro de còmo sabìa èl que el cuello del pàjaro cucù era de color cafè, pero casi podìa asegurarlo. Ese pequeño torturador nocturno, tenìa el cuello de madera y era de color cafè.
Saliendo de su sueño, recordò que su ahora amigo cucù, le permitìa aquellos valiosos minutos. Esos en los que podìa escucharla respirar. Albert conocìa los sonidos de la noche. El sonido del viento nocturno. El de la madera que crujìa en aquella vieja casona. El de los ratoncillos que caminaban por las vigas del techo y que ella no terminaba de poder escuchar.
La noche era su momento favorito del dìa. Era cuando la ciudad estaba en calma. Cuando todo el mundo dormìa y èl, ademàs de esperar a su amigo cucù, la escuchaba respirar. Si Candy durante el dìa llenaba su vida de luz y de color, por la noche, llenaba su vida de paz y esperanza.
Albert amaba su pequeño universo. Ese diminuto departamento que compartìan y que contenìa todo el mundo para èl. Era increìble còmo un lugar tan chico albergaba tanto... y còmo èl, en tan poco tiempo, se habìa hecho a esta nueva vida a la que amaba tanto como temìa porque desconocìa si ese pasado que ignoraba terminarìa con la vida perfecta que ahora tenìa.
En el fondo, tenìa la total certeza de que, un dìa, recordarìa todo. Y ese pensamiento lo atenazaba a diario porque sabìa que toda su vida quedarìa reducida a un recuerdo nada màs.
Un dìa, todo aquello, serìa solamente un recuerdo. Y por eso valoraba cada minuto del dìa, pero de la noche, mucho màs.
Porque en el silencio habìa logrado encontrar aquello que calmaba su alma: la certeza de que Candy existìa y vivìa con èl. La certeza de que, en este preciso momento en el tiempo, ella dormìa y èl velaba su sueño. No importaba la separaciòn, el podìa cuidarla durante la noche, como ella lo cuidaba durante el dìa. Mientras ella respirara, èl la cuidarìa.
Mientras los ojos de Albert empezaban a cerrarse, el cucù trinò cuatro veces. Eran las cuatro de la mañana y entre sueños recordò que habìan seis horas de diferencia entre Amèrica y Àfrica y no sabìa por què escuchaba el reloj cucù de la Tìa Abuela, si Stear lo habìa transformado en la alarma del horno de la cocina desde que a Mary se le quemò el pavo del Dìa de Acciòn de Gracias...
Y Albert abriò los ojos. Y vio la oscuridad. Y escuchò los pasitos de los ratones caminando por las vigas del pequeño departamento. Y apretò los puños porque un reloj cucù, un dìa cualquiera a las cuatro de la mañana, lo habìa despertado del mejor momento de su vida.