Sus propietarios, habìan decidido hacer una nueva gira por el paìs, y aunque antes habìan obviado Chicago, habiendo estado lejos por 10 largos años, a todos les pareciò que ya era momento de volver.
La enorme carpa de brillante azul y escarlata, se alzaba imponente, ondeando sus banderillas de colores, recortando el cielo azul gris de “la ciudad de los vientos”.
Ya por las calles se escuchaba la algarabía de las personas mezclada con la música circense que amenizaba el desfile reglamentario con el que El Gran Circo de los Hermanos Cornwell, anunciaba sus próximas funciones.
Los payasos haciendo las delicias de los niños regalando globos, y los animales, dejàndose admirar por los pequeños que eran quienes màs gozaban.
Y los artistas tambièn se sentìan felices de volver; de entre la muchedumbre que los recibìa, alguien gritaba el nombre de algùn artista y este, emocionado, saludaba sin abandonar su posiciòn.
¡Y es que esa ciudad era su hogar!
Casi todos los artistas del gran espectáculo, eran oriundos de Chicago, y volver a recorrer sus calles después de tantos años de giras por el país y varios países del mundo, los llenaba de una gran felicidad, muy a pesar de que ninguno de ellos olvidaba lo sucedido la última vez que estuvieron en suelo natal, hace ya diez años...
Es que, era algo muy difícil de olvidar; sin embargo, volvían felices; porque para muchos de ellos, significaba volver a ver a sus familias a las que dejaron hace tiempo, persiguiendo el sueño de las luces y los aplausos.
Para Albert Andrew; lanzador de cuchillos de fama internacional y una de las atracciones principales del espectàculo, en cambio, no lo era tanto.
Ojalá él pudiera ser feliz volviendo a su ciudad; ojalá tuviera a quién visitar, porque los únicos recuerdos que le traía este regreso, solamente eran amargos.
Ya no tenìa familia que le esperara; una hermana y un sobrino, fallecidos hace tiempo era lo ùnico que tenìa ahì; y una tumba màs, que ahora mismo no sabìa si se detendrìa a visitar...
Sin embargo, por la tarde, antes de que comenzara la primera función; Albert se escabullía hacia el cementerio de la ciudad.
Nunca había vuelto ahí después de... pero, aunque ya no pudo dar con las tumbas de sus familiares, halló la otra sin dificultad alguna; muy a pesar de que la encontró mohosa y llena de maleza, la que retiró con sus propias manos como a bien pudo.
No pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas al admirar el nombre en la lápida y depositar un par de rosas blancas sobre ella.
Al volver al campamento del circo, su esposa lo vio entrar al carromato donde ella se preparaba, con apenas tiempo para salir a la función.
Se le había perdido toda la tarde, pero, ella no le dijo nada. Ya se imaginaba a dónde había estado, y francamente prefería no preguntar. No le gustaba sentir que competía con sus fantasmas...
La hora de la primera y esperada funciòn, llegó por fin, y todos fueron llamados al “coreto” para dar inicio a la función con la presentación de todos los artistas.
Mientras uno a uno aparecían tras el telón y desfilaban ante el público al son de la banda de mùsica, la gente aplaudía alborozada.
¡La carpa estaba a reventar! No cabía ni un alfiler, y no hay cosa que complazca más a un artista que la carpa llena y sus aplausos.
Cuando Albert salió, sonriente, llevando sus mejores cuchillos en una mano, y tomando de la otra a su bella esposa, algo en el público llamó su atención.
Aquella joven que le sonreía estaba hasta arriba en las gradas, y era como si uno de los reflectores la iluminara expresamente para que él la viera; tanto así que el traje de lentejuelas que llevaba, parecido a los que usan las artistas circenses, centelleaba haciéndola imposible de ovbiar.
Albert se quedó mudo, su brillante sonrisa se borró, mientras no podía despegar su mirada de la bella y sonriente joven que,
desde lo alto de las gradas, aplaudía con fervor la presentación de los artistas.
Un ligero tirón de su esposa lo obligó a seguir andando, sus ojos azules se encontraron con la mirada extrañada de ella, que silentemente le preguntaba si le sucedía algo.
Cuando él volvió su atención a las gradas, simplemente no pudo volver a ubicarla; dio la vuelta a la pista para volver a ingresar por donde mismo habían salido, y no pudo, por más que lo intentó, volver a ubicar a la bella joven de lentejuelas que le aplaudía.
Lo dejó como casualidad; sin duda uno de los reflectores fue mal colocado, y la joven simplemente iba “demasiado” vestida para una función de circo... Aunque no fue ni la luz ni su ropa lo que llamara su atención, sino ella misma... ya le parecía a él que volver a Chicago no iba a ser tan buena idea.
Se le revolvían cosas que, ni siquiera tener al lado a su amada esposa, iba a poder evitar que sintiera; y eso, no era nada bueno.
La función continuaba, número tras número, y cuando le tocó salir a su mujer al escenario, con la tropa de trapecistas, él tomó su sitio de siempre a un lado de la pista, oculto tras el telón, para observar como ella volaba, sin red, grácil como una paloma, ganándose siempre los aplausos de la concurrencia.
Pero entre vuelo y vuelo, una vez más, la imagen de la joven de lentejuelas se le aparecía; ya por un lado, ya por otro; llamando su atención siempre con su sonrisa enorme y brillante; aplaudiendo feliz ante el acto que presenciaba; maravillándose con las piruetas de los compañeros trapecistas.
Al final, èl ya ni siquiera miraba a su esposa; sus ojos azules se ubicaban solo sobre aquella mujer, y los destellos de fantasía que se desprendían de su ropa, y de su cabello rubio trenzado, lleno de delicadas ondas que le caían sobre los hombros, y que brillaban también a causa de la purpurina con la que ella solía adornarse completa para brillar “como una joya” cada vez que salía a la pista... ¿Qué? ¿Qué era lo que estaba pensando? ¡No!
La ubicaba nuevamente, pero en otro lado; como si ella se hubiera dedicado a saltar de puesto en puesto cada vez que él se distraía, pero siempre captando su atención estuviera donde estuviera; y de pronto, ya ella no miraba a los trapecistas, ni aplaudía con fervor haciendo destellar sus lentejuelas y la purprina de su cabello. Sino que lo miraba dulcemente a él.
A él, que apenas si asomaba un ojo por una pequeña hendija del telón, en una esquina donde nadie ¡nadie! habría podido descubrirlo; pero ella lo miraba. Con sus enormes ojos verdes como esmeraldas pulidas, poblados de tupidas pestañas negras que los volvían imposibles de dejar de mirar, y aquella sonrisa dulce que ahora ya no iba dirigida hacia los trapecistas, sino a él.
Al final, el redoble de tambores lo hizo como despertar de una ensoñación, y ella dejó de mirarlo para dirigir su mirada al acto estrella de los valientes trapecistas donde, sin red protectora, su esposa ejecutaría un peligrosísimo ejercicio de salto mortal.
Y al verla volar en lo alto de la carpa, le dio un vuelco el corazòn pues le pareció que al descender vertiginosamente, no alcanzaba a llegar el compañero y entonces ... ¡¡¡ELIZA!!! el grito del artista fue escuchado en todo el circo que guardaba reverencial silencio ante los valientes ejecutantes.
Afortunadamente, el pùblico pensarìa que era parte del show; como para imprimirle mayor dramatismo al nùmero.
El domador de leones y un payaso amigo le apartaron del telón, justo cuando le vieron intenciones de salir a la pista, como loco, angustiado; asegurándole que ella estaba bien, que su esposa estaba bien, que nada había sucedido para que se preocupe... La rugiente ola de aplausos le dio la razón a los compañeros, pues los laureles eran para la hermosa y valiente trapecista que había concluído con éxito su peligroso acto.
Terminando de entrar sonriente y agradeciendo a su pùblico, inmediatamente la mujer se liberaba de la capa y corría a los brazos de su amado a quien había escuchado llamarla con angustia, y ahora lo encontraba pálido y tembloroso.
No entendía ella por qué estaba en ese estado, la había visto llevar a cabo ese ejercicio miles de veces ¡Miles de veces! Sin fallar jamás y sin que nunca eso lo pusiera nervioso; pero lo estaba visiblemente, y ninguno de los compañeros comprendía el por qué de su estado.
Ella intentaba hacerlo recuperar la compostura con acariciando sus largos cabellos dorados y besando sus labios con dulzura...
“Es porque estamos de nuevo en Chicago...” comentaba alguno en un susurro “... todo se le viene a la memoria ahora.”
Él fingía no escuchar, pero todos se miraban dando razón al comentario.
Hasta Eliza, lanzaba miradas como cuchillas a los chismosos susurrantes para que se guardaran la lengua donde mejor les cupiera. Sin embargo, ella sabìa que razòn no les faltaba, pues ella tambièn estaba pensando igual.
Cuando llegó el momento de su número, la ayudante de Albert snegó hasta las lágrimas a salir al escenario; al hombre le temblaban visiblemente las manos y ella ya se habìa dejado influìr por los susurros de los compañeros; no se pondría en peligro asì.
Al final, la valiente trapecista, esposa del lanzador de cuchillos, salió ella misma a servir de blanco en el madero. Situación que, en realidad a èl le acrecentó la preocupación pero, ella intentaba convencerlo y le decìa que “el show debe continuar”, que no iba a claudicar ahora. Que no podía decepcionar a su patrón, a sus compañeros ¡a ella misma! Y lo más importante de todo; no podía decepcionar a su público que, ya extrañados por la demora, le llamaban por su propio nombre batiendo las palmas a compás.
Convencido, Albert aceptò.
Obligándose a sonreír, y llevando de la mano a su bella esposa; el lanzador de cuchillos salió a la pista y la gente aplaudió complacida.
Sus ojos buscaron por toda la cavia, pero no halló las lentejuelas centelleantes.
Más tranquilo, se concentró en su trabajo, y comenzó unos lanzamientos de prueba.
Ella le sostenía una pluma, y ¡zas! Una saeta dorada se la arrebataba de los dedos dejándola clavada en el madero.
Luego ella sujetaba una diana de madera justo frente a su pecho y ¡zas zas zas! Uno tras de otro, tres cuchillos clavados justo en el centro.
La música de la banda sonaba alegre y diáfana, la gente del público llevaba el compás; la pelirroja asistente mostraba su sonrisa y su belleza al público, mientras el ejecutante, cada vez más seguro de sí mismo; sonreía y saludaba, batiendo sus dorados cabellos para complacencia de las jovencitas.
Ella se ubica ya de espaldas sobre el madero, y se coloca una manzanita sobre la cabeza, que al momento cae, partida en dos, justo a sus pies.
Ella se coloca en una pose sugestiva, y ¡tac tac tac tac...! De frente, de espaldas, de lado, con los ojos cerrados; uno tras de otro los cuchillos quedan en el madero, dibujando la suscinta silueta de la pelirroja; haciendo que la gente se deshaga en aplausos.
Las gotas de sudor bajaban raudas por el rostro del apuesto artista, a traves de las largas hebras rubias que se le pegaban a la frente y al cuello; pero ya ni recordaba el incidente de hace un rato; ya era èl mismo de nuevo, con esas manos de acero templado que siempre le habìan caracterizado, certeras y capaces, que no fallaban ni una.
Ya era hora de cerrar el acto, y era necesaria la presencia de un ayudante adicional; pues la “vìctima” debìa ser sujeta por la cintura, tobillos y muñecas al madero, que comenzarìa a dar vueltas mientras el lanzador intentaba su hazaña de lograr acertar en cada una de las 10 dianas que requerìa el ejercicio.
Una, se colocaba entre las piernas de la modelo, dos màs en cada uno de sus pies; una a cada lado de su cintura, otras dos sobre sus manos, dos màs sobre sus hombros y la que coronaba el ejercicio, sobre su cabeza. Era un nùmero ideado por sì mismo hace muchos años ¡Nunca habìa fallado!
El madero comenzò a dar vueltas y Albert se preparò para lanzar. El primer cuchillo dio en su diana, justo en medio de las pantorrillas de la pelirroja. La gente aplaudiò complacida y el apuesto artista, saludaba.
De inmediato, dos màs, debajo de sus pies. El madero seguìa dando vueltas, mientras la sonriente esposa se mantenìa con los ojos cerrados para intentar evitar el mareo.
Un cuchillo màs sobre el costillar derecho, y otro del lado izquierdo de la cintura; la gente aplaudìa felìz.
Y de pronto, al voltearse a agradecer los aplausos, la vio nuevamente; pero esta vez no estaba hasta arriba en la cavia, sino en la primera fila al pie de la pista, donde pudo verla completa y sin dejarse caer en errores: llevaba su malla de lentejuelas, las zapatillas de tacòn que siempre usaba para lucir màs alta en la pista, y la purpurina de su pelo rubio que la hacìa centellear...
“¡Para brillar como una joya, mi amor...!”
El hombre se llevò una mano a las sienes, parpadeò un par de veces y ya no la vio màs.
Siguiò con su acto, lanzaba los cuchillos uno de cada mano, el acto se acercaba a su conclusiòn.
La diana sobre uno de los hombros fue cumplida y pronto, hacia el siguiente hombro se dirigìa, cuando vio a la centelleante joven rubia, caminando justo detràs del madero, que seguìa dando vueltas esperando por sus saetas.
La sonrisa dulce de ella y su mirada llena de luz, lo obligaron a mencionar su nombre en un susurro... era la primera vez que lo pronunciaba en años.
Ante la demora del acto, Eliza comenzò a golpear el madero para que detuvieran su giro; pero ese sonido, hizo volver a Albert de nuevo al momento y lugar, y aunque ella no desaparecìa de su presencia, èl tenìa que completar el acto; y su mente era una confusiòn, entre las lentejuelas centelleantes que no lo dejaban concentrar, y el remolino de colores que era el tablero; pero èl levantò la mano, tomò el chuchillo entre las puntas de sus dedos y lo lanzò...
Al instante un grito le taladrò los oìdos obligàndolo a dejar caer todos los cuchillos que llevaba entre sus manos.
El asistente detuvo el madero y Albert sintiò el corazòn salìrsele del pecho.
Quiso pronunciar el nombre de su esposa, pero solo era el nombre de la otra el que se le venìa a la mente.
Quiso correr hacia donde el asistente comenzaba a liberar a la vìctima del tablero, pero con tan mala suerte que se tropezò con sus propios cochillos, cayendo al piso y golpeàndose la cabeza; pero logrò levantarse y al momento, todo a su alrededor enmudeciò.
La gente se quedò muda, las luces se apagaron y solo quedaron en la pista èl y su esposa, que al ser liberada del tablero, caìa entre sus brazos, herida de muerte con el cuchillo clavado profundo justo en el corazòn.
Con el cuerpo inerte de la mujer entre sus brazos, él cayò al suelo llorando, gritando, llamàndola con desesperaciòn, sintiendo como la sangre que manaba del pecho de ella, lo mojaba completo.
Quiso verla, mirar su rostro, tratar de reanimarla...
“¿Por qué? ¿Por què?” preguntaba una y otra vez acunando su cabeza sobre su pecho “¿por què te moviste? ¿por què lo hiciste? ¡Si sabìas que debìas quedarte quieta! Lo siento, no volverè a hacerlo, te prometo que no vuelvo a hacerlo ¡No la verè màs, te lo prometo! ¡Perdòname por favor, perdòname...!"
La gente del circo se arremolinaba en torno a ellos, presenciando la dolorosa escena.
El lanzador de cuchillos, habìa cometido un error fatal, y habìa herido de muerte a su propia esposa... O al menos eso parecìa, pues de pronto con un profundo suspiro, la mano de ella se levantò, acariciando los largos cabellos dorados del hombre, y al levantar la mirada, logrò verse reflejado en el verde impoluto de esos ojos, que parecìan de esmeralda pura que lo miraban con dulzura.
“No llores amor mìo... aquì estoy, contigo...”
Albert hundiò el rostro entre las ondas doradas de ese cabello poblado de purpurina brillante, llorando ahora de alegrìa y alivio, repitiendo “mi joya... ¡mi joya!” mientras sentía las delicadas manos de ella, acariciar su espalda a modo de consuelo.
- Me prometiste que no la volverìas a ver, pero, te fuiste con ella ¡y me dejaste!
- No... no, no volverè a irme ¡Te lo prometo! ¡Te lo juro con mi vida! Me quedarè contigo, mi joya, mi niña hermosa ¡Amor mìo! Me quedarè contigo para siempre...
- ¡Oh Albert, mi amor! Te extrañado tanto ¡Tanto!
- Ya no màs mi amor. Ahora estaremos juntos, para siempre...
......................
- ¿¡Pero està usted seguro de que no hay actividad cerebra!?- preguntò exaltada la pelirroja al galeno
- Lamentablemente sì, señora. Lo siento.- respondìa el mèdico - Hasta hace un momento estaba respondiendo pero ahora... vèalo usted misma ¡el monitor està en blanco!
- ¡No puede ser!
- Parecìa haber una esperanza; cuando de la nada gritò ese nombre yo pensè que estaba volviendo pero, al contrario, parece que ese ùltimo esfuerzo terminò de fundir su mente.
- Pero ¡Es que fue un golpe de nada! - exclamó ella sollozando - se tropezò con sus cuchillos y cayò al suelo; no puede haberse golpeado tan fuerte ¡No puede ser!
- Y sin embargo, aquì ya llegò en coma. - respondiò el mèdico - Lo siento mucho, señora; pero su esposo ya no va a volver. Voy a declarar el estado vegetativo; ya me dirà usted cuando quiera tomar decisiones. Permiso.
- ¡Dios mìo...!- gimiò Eliza dejando salir su llanto.
- Disculpe señora - dijo levemente la enfermera que vigilaba la maquinaria- ¿Usted sabe quién es, la persona que él llamaba? - Ella asintiò.
- Candy... sí - respondiò en un balbuceo - ella, era su esposa hace 10 años. Con ella realizaba su nùmero de lanzamiento de cuchillos cuando yo lleguè al circo. Pero, una noche hubo un accidente, y uno de los cuchillos de Albert le dio justo en el corazòn, matàndola de contado...
- ¡Wow! ¡Què espeluznante! - respondiò la joven de blanco - y què raro ¿no? Que el ùltimo recuerdo de su mente en coma haya sido para ella.
- A mì no me extraña nada... - dijo Eliza secamente - todo eso sucediò aquì en Chicago, y yo sabìa desde que llegamos hace unos dìas, que èl no estaba bien. Lo notaba raro, esquivo, nervioso... No debiò ejecutar su acto ¡No debì obligarlo a salir a la pista!
Mientras la joven seguìa desconectando cables; Eliza se sumìa en un llanto silencioso. Sus ojos amielados se posaban sobre el cuerpo inerte de su marido en el lecho, rumiando para sì la parte de la historia que habìa obviado contar.
Habìa obviado que, desde que ella llegada al circo, se habìa encaprichado con el hermoso y alto rubio, y que se le habìa metido por los ojos hasta que, aùn consciente de que amaba a su esposa, consiguiò hacerlo caer en sus redes, seducièndolo.
Que aquella terrible noche, Candy los habìa sorprendido teniendo sexo ràpido, de pie, entre dos carromatos, justo antes de comenzar la funciòn.
Que èl intentò hablar con Candy tan desesperadamente, que toda la troop se habìa enterado de lo sucedido.
Que Candy se subiò al madero, aùn con el llanto en los ojos, y que se habìa movido a propòsito, porque el engaño del amor de su vida, le habìa quitado las ganas de vivir...
Pero ella habìa triunfado, o al menos asì se lo habìa creìdo Eliza; pues muy a pesar de la gran tristeza y la culpa que hizo presa del rubio durante mucho tiempo, ella habìa logrado consolarlo y al final, habia conseguido ser su esposa y, segùn ella creìa, hacerlo feliz...
Pero ahora le quedaba claro que, asì como la casa cimentada sobre escombros, termina por hundirse; asì mismo la felicidad fundada sobre el sufrimiento de otros, no dura ni es verdadera.
Eliza se retirò de la habitaciòn, dejando a la enfermera con su trabajo; y antes de salir del hospital, firmarìa la autorizaciòn de desconexiòn que necesitaba su marido para terminar de marcharse con el amor de su vida...
- ¡Oh Albert, mi amor! Te extrañado tanto ¡Tanto!
- Ya no màs mi amor. Ahora estaremos juntos, para siempre...
(Imágenes: manga "Timtim Circus" -Mizuki / Igarashi-)
Última edición por Wendolyn Leagan el Lun Abr 05, 2021 8:32 pm, editado 3 veces