(ESTA CANCIÓN INSPIRÓ ESTA PEQUEÑA HISTORIA)
Come little children
The time’s come to play
Here in my garden of shadows...
Profunda, en la mitad de la madrugada, comenzaba el asedio.
Primero la puerta, que con su chirriar tétrico, se abría lentamente sin que mano alguna la dirigiera.
Luego la manta, que con parsimonia, se deslizaba de sobre su cuerpo dormido, como si una mano juguetona tirara de ella, hasta caer hacia un lado de la cama.
“¡Candy...!” de pronto, un susurro... “¡Candy...!” nuevamente, y ella se revolvía en su cama.
“Ya es hora Candy, ven... ven con nosotros. Candy...” y entonces, ella abría los ojos, intentando escrutar en la negrura cerrada de la madrugada en medio del prado donde se situaba el Hogar, de dónde venían esos susurros que le cortaban el merecido descanso.
Se incorporaba, abrazándose a sí misma; echando volutas de vapor por la boca, evitando colocar los pies en el suelo de vieja madera. Mirando en derredor con los ojos muy abiertos, sin lograr ver pero sin poder dejar de escuchar...
Un par de risas susurradas; pasos saliendo y entrando a su humilde habitación. Alguien corre por el pasillo. Aquellas risitas otra vez...
Una manito helada se posa en su mejilla, y ella no puede evitar ahogar un grito y dar un repullo que la obliga a levantarse.
“Ven Candy... ya es hora, acompáñanos. ¡Ven...!”
La joven da un profundo suspiro, que se materializa en volutas nebulosas al escapar de su boca; se coloca el grueso albornoz de franela y se envuelve, como buscando protección, en el viejo chal azul que le perteneciera a Miss Pony, antes de colocarse las pantuflas y salir, hacia donde las voces y los pasos invisibles le piden que los acompañe...
Ella no lo recuerda, pero cuando era niña, cosas extrañas sucedían en el Hogar de Pony.
No importa cuántas veces al día la religiosa que apoyaba a la anciana, doblara la cintura recogiendo juguetes, ni cuántos regaños aguantaran los niños del orfanato, por desordenados.
Los juguetes seguían apareciendo desperdigados.
- ¡Hermana María, mi pelo... me tiró del pelo...! lloraba alguno corriendo en llanto hacia su regazo.
- ¿Te tiró del pelo, quién? - preguntaba ella, limpiando el llanto.
- Yo... no lo sé...-
Y Miss Pony llegaba entonces, con su sonrisa amable “Ya, ya...” decía “ya pasó, yo los regaño luego...” Mientras levantaba en brazos al agraviado ofreciendo una cocoa o alguna galletita.
Más tarde se la esuchaba...
- ¡Esos no son juegos, niños! Hay que ser amables con nuestros hermanitos menores. Paul, tú eres el mayor ¡cuida la disciplina un poco!
Pero, no tenían un Paul en el hogar; nunca lo habían tenido.
La Hermana María, en una época llegó a pensar que la edad a Miss Pony, ya le estaba jugando chueco; especialmente cuando la veía de soslayo por la ventana de la cocina, parada sola en medio del patio, agitando un dedo como si regañara a alguien.
Y bueno... ya estaba mayor la Miss Pony ¿Qué más quedaba? Sonreír y comprender.
Seguirle el amén como dicen por ahí. Ella, que siempre ha sido tan buena, no se iba a merecer otra cosa.
A veces, la sentía levantarse por la madrugada; justo en las noches en que más frío hacía. Que había noches muy heladas, incluso aunque no fuera época. Noches, en las que el aliento de uno se materializaba en volutas de vapor...
No la molestaba; ella comprendía que a cierta edad, se cogen ciertos “temas” que ya no son de pelearlos sino de entenderlos; y ella entendía. Solo a veces le preocupaba que se resintiera su salud.
Llegó el día, aquella mañana soleada, luego de una de esas noches frías, en que Miss Pony no se levantó de su cama, y un silbido pernicioso se escapaba de su pecho cuando intentaba respirar.
“Miss Pony está bien, Candy. No debes preocuparte...” escribiría la religiosa a su pequeña traviesa. Pero, no era totalmente cierto.
Una noche, Miss Pony hizo venir a la Hermana María a su habitación...
- Le quiero presentar a alguien Hermana María, porque ahora esta será su responsabilidad... - La religiosa no entendía, y de la nada un frío calante se tomó la habitación cuando se abrió la puerta, y un muchachito de cabello oscuro ingresó a la habitación... - Este es Paul, mi hermano menor; que murió en esta casa cuando tenía 12 años...
Cuando llegó el turno de ella, habiéndose ocupado sola por varios años, no se le ocurrió nadie de mayor confianza que Candy, para pedir que viniera a ayudarle, mientras se recuperaba
Pero no habría tal, y María lo sabía; mientras la enfermedad la consumía casi delicadamente y sin mayor sufrimiento, Candy se hacía cargo del hogar, consolando lágrimas y tirones de cabello misteriosos... recogiendo juguetes que acababa de acomodar y regañando inocentes por galletas mordisqueadas.
Mal lo pasó Candy durante sus primeros días, pues una de las más pequeñas moría en sus brazos a causa de una tosferina fulminante que no quiso esperar la llegada del médico.
- No sufras, Candy... - susurraba la religiosa acariciando la rubia cabeza - está bien pequeña, está todo bien.
Con el tiempo, Candy se percató de que la Hermana María a veces vagaba de madrugada por el Hogar.
Escuchaba risitas susurradas, y la religiosa “shhhh...” como si alguien le contara un secreto.
La brisa fría se colaba bajo la puerta de su habitación, que había sido la de Miss Pony, y al asomarse a ver qué pasaba; veía la puerta del Hogar abierta, y a la Hermana María sentada en un banquito cerca del seto de margaritas, sonriendo dulcemente mientras se colocaba el dedo sobre los labios “Shhh...” una vez más, sin que la pecosa comprendiera.
Una noche, María la llamó a su habitación...
-Candy, hay algo que debes saber... Pronto te quedarás sola cuidando del Hogar...
- Hermana María, por favor no hable así.
-No me interrumpas niña; que nuestro tiempo es valioso. Tú sabes que en este lugar recibimos y cuidamos de los niños a los que dejan aquí, ya sea porque sus padres han muerto o porque los han abandonado. Hay niños, querida Candy, que nunca dejan de extrañar a su papá y su mamá, y pasan toda su vida esperando que vuelvan por ellos; y cuando esa pequeña vida se corta por algún motivo, ellos aún siguen esperando...
- Hermana María... ¿De qué habla?
- Quiero presentarte a alguien, Candy - respondió María - Alguien que será a partir de ahora, tu responsabilidad...
La puerta dela habitación se abrió, a causa de una helada brisa que de pronto lo cubrió todo; un jovencito de cabello oscuro se presentó ante ellas, y Candy, espantada, no pudo evitar ponerse de pie de un salto.
- ¡Él es Paul..! - exclamó la mujer sujetando la mano de Candy tan fuerte como podía - ...el hermano menor de Miss Pony, quien murió en esta casa cuando tenía 12 años. Murió esperando a su padre, que salió de casa una tarde y no volvió jamás, abandonándoles. Sigue aquí, no quiere irse sin volver a verle, aunque con seguridad eso no suceda jamás...
Poco a poco otros niños y niñas, fueron apareciendo en el lugar mientras la hermana intentaba presentarlos uno a uno, aunque Candy se cubría los ojos gimiendo de terror, arrinconada a la pared cercana al lecho.
- ¿Recuerdas a Johnny? Solía subirse al gran árbol a vigilar, porque estaba seguro que un día veía llegar el elegante carruaje en el que vendría su mamá a buscarlo. Johnny se cayó del árbol sin siquiera darse cuenta ¿te acuerdas Candy? Por eso nunca me gustó que te subieras tan arriba...
Candy se dejó caer sentada al piso, mientras el frío en la habitación se hacía insoportable y los espectros de los niños muertos del Hogar de Pony, seguían haciéndose presentes ante quien sería su nueva gobernanta. Ella se recogía las rodillas al pecho y trataba de esconder el rostro, horrorizada, cuando una manito helada le tocó una mejilla.
Candy gritó y quiso salir corriendo pero, no pudo hacerlo, al ver a la pequeña figura que la acariciaba.
- Recuerdas a Minnie ¿verdad? Intentaste ayudarla pero fue inútil. Ella recuerda muy bien que la acunaste entre tus brazos y le cantaste una nana para que se calmara; tu cariño funcionó tan bien que pensaste que genuinamente se había quedado dormidita; ella ni cuenta se dio cuando la vida la abandonó. Y se quedó aquí, porque nunca conoció más casa que esta, ni más madre que tú y yo.
- ¿Por qué...? - balbuceó apenas la joven - ¿Por qué está sucediendo esto? ¿Por qué están aquí? ¡No pertenecen aquí! ¡Deberían ir al Cielo, al amor de Dios que es lo que merecen!
- Ellos siguen esperando, Candy - respondió María - y no dejarán de hacerlo jamás. Miss Pony y yo nunca averiguamos cómo hacer que subieran al Cielo. Bendiciones, rezos, misas... nada sirvió. Supongo que no hay nada que funcione si ellos no desean hacerlo. Pero tú podrás seguir intentándolo si quieres. Sin embargo, mientras tanto, debes cuidar de ellos.
- ¿¡Cuidar de ellos!? Pero... ¿¡Cómo!?
- Son solo niños, Candy; nunca dejarán de serlo. Y como todo niño, necesitan amor y disciplina. Miss Pony lo hizo toda su vida, y yo, el tiempo que me tocó. Ahora te toca a ti. Por eso te hice venir, no confío en nadie más para dejarle esta labor.
- ¿Cómo ha podido hacerme esto, Hermana María? - preguntó Candy, sollozando y tiritando de frío - Yo he venido a ocuparme de todo con mi corazón lleno de amor, por usted y por los niños pero... ¡Pero esto! ¡Yo no sé cómo enfrentarme a esto! ¡Me aterra...! No lo haré ¡¡No lo haré!! Me marcharé ¡mañana mismo! Volveré a Londres ¡¡NO VOY A HACERLO!!
- Candy... ¡Candy! - exclamó la Hermana María incorporándose trabajosamente - Son solo niños, y estás asustándolos... Míralos, son niños pequeños que solamente desean amor, una familia, y a veces, jugar. Les gustan mucho las noches de luna llena. Supongo que es porque la luz de la luna les alumbra y así no les da miedo la noche...
- ¿¡Miedo!? - chilló Candy - ¿¡Cómo les va a dar miedo nada si ellos...!?
- ¡Son niños, Candy! - exclamó la monja, sentándose en el suelo ante ella y haciendo que levantara el rostro - Son solo niños, y como todo niño le temen a la oscuridad. No pueden jugar en el sol porque no pertenecen a la luz del día, pero la noche es suya, y si la luna se las ilumina es mejor todavía. Mira, Paul es el mayor de ellos; siempre fue buen chico, es disciplinado y hacendoso; si te hacen muchas travesuras, tú acúsalos con Paul que él se encarga. Johnny es molestoso; ya recordarás que te traía con las coletas chuecas de tanto tirar de ellas. No ha perdido la costumbre. Minnie es dulce sin embargo encontrarás que ahora corre y salta sin problemas, porque su pecho ya no le duele más.
- Hermana María... - balbuceó Candy sorbiendo por la nariz - entonces ¿los juguetes regados...?
- Es Karl, ¡Es un terco desordenado!
- ¿Y las galletas mordisqueadas...?
- Ralph ¡Siempre fue un glotoncito!
- ¡Y yo regañando a los niños..!
¡Pues ahora ya sabes a quién regañar! - exclamó la monja riendo -pero hazlo cuando nadie te vea. Se verá muy raro que comiences a echar regaños al aire. Los niños del Hogar pueden pensar que te volviste loquita. - Candy rió suavemente.-
- ¿Qué tengo que hacer?
- Solo cuidar de ellos, que no molesten a los niños, que no les falten juguetes pero que no los dejen regados, la comida no es una necesidad pero la mañosería de los niños es inevitable, y este tipo de niños no es la excepción. Así que no estaría de más que algunas noches, dejaras por ahí “olvidado” algún trocito de pastel o unas cuantas galletas. Ellos lo agradecerán.
- Y en las noches, juegan... ¿en luna llena, dijo? Necesitaré un calendario...
- Tú no te preocupes; ellos te avisarán...- babuceó María, antes de ser presa de un acceso de tos, que puso en aviso a la joven de que debía tomar carácter y dejar de portarse como una niña asustada.
Candy se incorporó, ayudando a María a volver a su cálido lecho. Se adelantó un par de pasos hacia donde los niños espectrales la observaban, algunos la miraban con susto, temerosos de que no quisiera quedarse con ellos.
Una manito helada se unió a la suya, haciéndola triritar, pero se armó de valor para no rechazarla.
“Solo son niños...” pensó, mirando esas caritas inocentes que ya no pertenecían a este mundo “solo niños que necesitan quién los cuide...”
- Lo haré, Hermana María...- dijo Candy volteando a mirarla sin obtener respuesta - ¿Hermana María?
- Ella ya se fue al cielo... - respondió suavemente la pequeña que le sujetaba - se fue a ver a su papá y a su mamá...
La santa mujer parecía dormir plácidamente entre las cálidas colchas; una delicada sonrisa de paz reposaba en sus labios. Se había ido tranquila, sabiendo que dejaba a sus niños en muy buenas manos. A todos, a los niños vivos, y también a los que ya no lo estaban más.
Entonces, la labor de Candy comenzó realmente.
Se quedó sola en el Hogar, porque sentía que no podía confiar en nadie más para que le ayudara a dirigirlo; especialmente, cuando sabía que no sabría explicar a nadie las cosas extrañas que a veces sucedían.
“Ven Candy... ya es hora, acompáñanos. ¡Ven...!”
Y ella se incorporaba, abriendo mucho los ojos, esperando no ver en la oscuridad cerrada, algo que la hiciera gritar.
Una manito helada se posaba en su cara y ella, daba un saltito empuñando la cobija crispando los puños, para obligarse a no soltar un alarido... Seguro que algún día se acostumbraría, pero todavía llegaba a sorprenderla.
Se acercaba a la ventana para entreabir la cortina y ver el prado frente a la casa, brillando plateado a la luz de la luna llena; y ya las veía aparecer, como desprendiéndose de algún haz de luz, una a una las pequeñas siluetas fantasmales que comenzaban a correr y a saltar, y que desde lejos le hacían señas para que saliera con ellos.
“Ven Candy... ven con nosotros...”
Y ella iba, calzándose las pantuflas especiales que había designado para aquellas madrugadas, con mucha lana porque ella era de pies fríos.
Ya se encontraba la puerta abierta, y ella la entrecerraba un poquito para que el frío no llegara a las habitaciones, mientras “shhhh...” susurraba con el dedo sobre los labios, y se sentaba en un banquito cercano al seto de margaritas, abrazada de su chal azul, sin poder evitar sonreir al verlos corriendo tan felices; hasta que la luna comenzaba a ocultarse, y la aurora rayaba ya, clareando de a poco el cielo.
Y entonces los veía entrar uno a uno por la puerta del hogar, y perderse desapareciendo entre la oscuridad de los pasillos que poco a poco la luz del día iba iluminando tenuemente.
Cuando el sol aparecía en el horizonte, con todo su esplendor, Candy se ponía de pie, entraba al Hogar, y comenzaba con sus labores del día, no sin antes recoger los platitos vacíos, donde la noche anterior había “olvidado” un puñado de galletitas de chocolate...