1957
Los Cornwell eran una familia muy respetable en las altas esferas de la sociedad de Chicago.
El señor Archivald Cornwell era vicepresidente de las empresas Ardlay y reconocido filántropo junto a su esposa Anne, además de ser un importante miembro del prestigioso club de caza y amado esposo y padre de familia.
Era como se dice: un caballero en toda la extensión de la palabra, la mayoría había perecido en esa década, si, la extinción se aproximaba.
El señor Cornwell era muy cuidadoso en su vestimenta y apariencia, pero había sido así desde que fuera un chico, su esposa Anne, daba fe de ello.
Y todos los que le conocían por aquella época.
El muchacho espigado de cabellos arena y ojos ambarinos, el dandy de la familia, carente del carácter sumiso que diferenciaba a los de su clase con los de abajo. El hijo menor de un matrimonio viajero y hermano de un inventor precoz.
Ese mismo muchacho era ahora un hombre de casi sesenta años, pero el lector no debe confundirse… pues a pesar de su edad, Archie seguía siendo un hombre bastante atractivo, se conservaba muy bien con el ejercicio diario que le proporcionaba ir a correr por las mañanas alrededor de su basta propiedad y una breve extensión del exclusivo vecindario donde residían los Cornwell.
Ni hablar de los partidos de tenis con algunos amigos en el club, y las agotantes horas remando cada verano con su hijo menor, Tony, quien era aficionado a este deporte.
Archie seguía en muy buena forma, sus músculos no muy protuberantes, pero de considerable tamaño aún se marcaban con ese bronceado dorado que había adquirido en su último viaje con su mujer a la Riviera francesa, no sufría de ninguna enfermedad crónico – degenerativa y sus signos vitales eran casi los de un hombre sano de treinta años, también conservaba todas sus piezas dentales en perfecto estado, que su sonrisa bien y era digna de un comercial de pasta dentífrica.
Con los años su cabello fue cambiando a un color rubio cenizo, eso sí, tenía menos arrugas que el promedio de los hombres de su edad debido al gran cuidado que tenía con su piel, porque falta decir que Archie era un hombre bastante vanidoso.
Era un esteta por naturaleza.
Su esposa Anne no se podía quejar, debido a que ella era igual.
Annie había sido una chica guapa en sus años de juventud, claro, no la más hermosa, pero si bonita.
Con su metro sesenta y su cabello espeso y negro como la noche, la piel cremosa y pálida de muñeca de porcelana y tímidos ojos azules, Annie era casi una belleza clásica, actualmente era considerada una señora guapa: esbelta y con una piel fabulosa, envidia de muchas, pero de aspecto casi soso, ciertamente no era una hermosura deslumbrante como Deborah Kerr y nunca lo había sido.
Ese título siempre se lo había ganado su amiga del alma, Candy, quien después de tener muchos pretendientes en la primavera de su vida y que, incluso en el verano y el otoño, estos seguían surgiendo. Irónicamente, al final la mujer se había quedado más sola que una planta.
Su único consuelo, era ser la directora de ese antiguo orfanato que la había visto crecer, porque después de varios golpes de la vida, su amiga había decidido retornar a ese lugar donde siempre había sido feliz, volvió al hogar de Pony y esta vez para siempre.
Era como si se hubiese despedido de su vida y su profesión, faltaba decir que Candy había logrado ser jefa de enfermeras en el hospital de Chicago y era respetada en el gremio de la salud, tenía sus amistades y sus citas fortuitas, pero un día todo eso termino y Candy lo tiro al garete.
Nadie sabía si era un impulso o simplemente ya no aguantaba la rutina, su amiga no dio explicaciones a nadie, simplemente dijo que quería volver a ser feliz.
Annie no entendía como podía ser feliz cuidando de un montón de niños ajenos, pero suponía que la felicidad tenia formas diferentes para cada uno.
Claro que, sin la ayuda de Albert y sus cuantiosos donativos, el hogar no hubiese podido reformarse por completo.
A veces, Annie sentía un poco de lastima por su amiga, Candy era casi una hermana para ella, pero el tiempo la había convertido en un ser bastante triste…
En cambio, ella, Anne Cornwell, tenía todo lo que alguna vez hubiese podido soñar y más.
Nadie era tan feliz como ella.
Nadie.
Tenía una casa preciosa en un barrio muy exclusivo de Chicago, un marido que la amaba y que ella había amado desde el primer segundo, tres hijos maravillosos que ahora vivían sus propias vidas exitosas y dichosas. Y por supuesto, tenía amistades a las cuales podía presumir todo eso.
Eran un matrimonio envidiado.
Solo que a veces… la casa en la que habitaban se volvía demasiado grande para la pareja Cornwell, en especial para Annie, pues su esposo no había dejado de trabajar aludiendo que no sabría qué hacer con tanto tiempo libre, su hijo menor los había dejado el verano pasado pues acababa de ingresar a la universidad de Dartmouth, en New Hampshire, su Tony.
Tony, era un muchacho con un corazón de oro, físicamente se parecía a ambos, aunque era más alegre que los dos juntos y tenía un talento especial para las personas, también era muy inteligente, sobre todo en ciencias y todo lo que requiriera hacer cálculos, a nadie le sorprendió cuando se decidió por una ingeniería.
Tony, era un chico excelente y todo mundo le quería, a Annie le recordaba mucho al hermano de Archie, y sabía que Archie sentía lo mismo, cuando Tony había nacido, todos habían dado por sentado que el niño se llamaría Alistar, como su hermano que había fallecido en la guerra.
Pero Archie había preferido darle el nombre de su primo, Anthony, que al igual que su hermano, había muerto muy joven.
Nadie hablaba de Alistar en esos días, Archie simplemente no podía soportar el tema y todos se aseguraban en no mencionarle nunca.
A veces parecía que a Archie no le gustaba recordar que alguna vez había tenido un hermano, un mejor amigo que lo había acompañado a lo largo de toda su infancia hasta su juventud, esa persona que había significado todo lo que era una familia, la persona más buena que había conocido en su vida, (además de Candy), y la persona que lo había traicionado de la peor manera: abandonándolo.
Su hermano había muerto a causa de un idealismo estúpido, ahora sabía que había sido la victima perfecta para ser usado como carne de cañón: demasiado joven para razonar y demasiado incauto para dejarse llevar.
Era curioso como de los dos, Archie era el más patriota, o al menos así parecía, cuando se hacía de palabras y defendía con tanto fervor a su país desde el extranjero cuando eran unos críos en aquel internado católico inglés, también recordaba a la persona con la que peleaba y como Stear venia enseguida a calmar a todos.
Aun recordaba cuando se le había informado que Stear se había enlistado y no solo eso, que ya estaba en camino para reunirse con su regimiento en Europa.
Archie había querido ir detrás de él, pero ya era demasiado tarde para impedirlo y la propia tía Elroy se lo había prohibido.
También recordaba el que sería el peor día de su vida, cuando le avisaron que Stear estaba muerto.
Parte de Archie había muerto con él también, se podría decir que a partir de ahí solo comenzó a vivir en automático, nadie podía entender cómo se sentía, Stear no era cualquier hermano, la vida se había equivocado llevándose al hermano incorrecto.
Stear era ese hermano mayor al que admiras toda la vida, esa persona que podía comprenderte antes que todos los demás y que te escuchaba a pesar de estar diciendo un sinfín de barbaridades para aconsejarte con tranquilidad. La aburrición no existía con Stear, siempre había algo que hacer, algo que aprender…
Lo cierto era que Archie nunca había superado su muerte.
Y a raíz de ello, en la magnífica casa de los Cornwell no existían fotografías de Alistar Cornwell, los retratos de su hermano mayor yacían guardados en el ático, bajo cajas polvorientas con contenido sin importancia.
Además de Tony, sus dos hijas estaban felizmente casadas: una con un senador republicano y la otra con un corredor de bolsa de Wall Street.
Tristemente ambas vivían en diferentes estados y estaban muy ocupadas atendiendo a sus familias y a sus hijos pequeños.
A veces Annie tomaba un tren y las visitaba para el fin de semana, pero cuando regresaba a casa se sentía igual de sola.
En su casa no había nadie para recibirla a excepción de la servidumbre.
Las noches en cambio eran fantásticas porque su esposo estaba con ella, aunque Archie era más de leer una revista y tomar una copa de vino frente a la chimenea totalmente absorto en su actividad e ignorando a su esposa quien se había esmerado demasiado en un nuevo platillo o en su arreglo personal.
A veces le gustaba darle el día libre a la servidumbre y entregarse a las labores del hogar, que para entonces no eran muchas porque las mucamas se habían ido dejando todo listo.
Su madre nunca le había advertido de todo el tiempo que tendría que matar cuando sus hijos partieran de casa para hacer sus propias vidas.
Ya en cama, Annie volteo a mirar a su esposo quien parecía dormir plácidamente, era un veinticinco de mayo y no era una fecha cualquiera, en un día como hoy Stear Cornwell habría cumplido sesenta años.
Pero los muertos no cumplen años, claro que nadie le menciono en casa, no, nadie mencionaba al hermano fallecido de Archie.
Annie cerró los ojos y se dispuso a dormir, afuera las hojas de los arboles golpeaban contra las ventanas de su habitación, el viento era fuerte y Annie odiaba el sonido que hacían, siempre había sido algo miedosa, no lo iba a negar.
Por estas mismas ventanas apenas se filtraba la luz de la luna, Annie trato de abrazar a su esposo y se sumió en un sueño muy breve cuando a media noche el teléfono comenzó a sonar sin parar.
— ¿Pero quién coño habla a esta hora? — gruño su esposo tapando su cabeza con la almohada. — Juro que si es alguna de tus amigas del bridge no volverás a sus estúpidas reuniones.
Annie no dijo nada, siempre que discutía con Archie él tenía que ganar y en vez de pelear, Annie prefería disculparse o estar de acuerdo, así le duraba menos el enojo y seguían con su vida tranquila.
Lo cierto era que las señoras del bridge no sabían su número telefónico, muchas de ellas no tenían ni idea de cómo marcar el teléfono de línea rotativa y se conformaban con mandar cartas.
Probablemente era una llamada equivocada. El matrimonio volvió a dormir.
A las tres de la mañana el teléfono volvió a sonar despertándoles de inmediato, había sonado tres veces, pero ninguno de los dos se paró de la cama.
La casa de los Cornwell era muy grande y el único teléfono se encontraba en el recibidor, el ama de llaves vivía en una casita adyacente dentro de la propiedad del matrimonio, pero la mujer estaba más sorda que una tapia.
La señora Cornwell miro al techo, ahí en la oscuridad de su habitación junto con Archie, el matrimonio se preguntó quién podría ser, si Anne Cornwell sintió algo de inquietud no lo hizo notar a su esposo, después de todo ya era una mujer mayor y las llamadas de la gente bromista no debían espantarla, ante todo prefería que fuera solo una estúpida broma y no malas noticias, su imaginación era muy fértil en aquellas horas de la noche, una serie de cosas espantosas empezaban a cruzarle por la cabeza.
Pero también era imposible porque Annie sabía que sus hijos no llamaban a esas horas y apenas habían instalado un teléfono en el hogar de pony, Albert estaba de viaje y sus amistades rara vez llamaban.
Una hora después el teléfono sonó de nuevo, pero aquella sería la última vez.
Por ahora.