En un día de mayo y en el cumpleaños número veinticinco de Candy White, la familia y los amigos de la joven se reunieron para festejar con ella en la mansión de los Ardlay.
Era una tarde perfecta de primavera en el jardín, con mesas cubiertas con manteles blancos y caminos de mesa de encaje, pimpollos de rosas en los centros, la antigua vajilla de porcelana que había estado en la familia por generaciones, los cubiertos de plata y todos los arreglos pertinentes, la servidumbre iba y venía con la comida y mientras tanto, los invitados que llegaban eran recibidos por el mayordomo que los conducía hacia el grandísimo patio que parecía no tener fin.
Candy se veía preciosa con un vestido suelto de la cintura y tablones en la falda color durazno y el cabello tan corto hasta la mejilla muy a la garçonne, aún seguía robando suspiros entre el sexo masculino, a pesar de ser siempre muy independiente para una mujer de principios del siglo XX, tampoco dejaba de exudar femineidad que a muchos atraía, pero lo más bonito de la señorita White era ese candor autentico que solo pocas personas tienen.
A su lado, no podía faltar su mejor amiga de toda la vida y fiel confidente: Annie Britter, una mujercita callada y tímida, que todo lo contrario a Candy, gustaba de vestir sobria pero elegantemente en colores neutros mientras su cabello negro azabache seguía tan largo como el de las sirenas, con modas o sin ellas, a Annie no le gustaban mucho los cambios.
Le producían demasiados conflictos internos cuando las cosas dejaban de ser como eran para tornase en algo completamente diferente.
Algo en lo que Candy no tenía ningún problema.
En sí, las dos eran muy distintas, una podía decir blanco y la otra negro, una era demasiado escandalosa mientras la otra era demasiado pudorosa e introvertida.
A Candy le gustaba seguir sus sueños cuando Annie no podía dejar de cumplir los de sus padres porque temía a decepcionarlos y por ende hacerles lamentar haber escogido una chica sobre un varón el día de las adopciones en el hogar de pony, o de haberles privado de tener una hija tan maravillosa como Candy, era verdad que de eso ya habían pasado casi veinte años, pero aquel pensamiento rondaba por su cabeza cada día de su vida, como si hubiese contraído una gran deuda desde aquel entonces.
Los pobres de sus padres ya tenían bastante con que Annie hubiese dejado a su novio de la juventud, pues Archivald Cornwell era un estupendo partido para cualquier mujer casadera y echar a la basura los planes de boda pasando a convertirse en una simple maestra de música no era algo que el matrimonio Britter quisiera para su hija.
En relación a ello, Annie había querido retribuirles siendo la mejor hija que podían tener, ya fuera acompañando a su madre a todos los recitales de su agenda o a los eventos de caridad, tampoco faltaba a sus compromisos con la iglesia.
Y en cuanto a su padre, Annie se esforzaba en pretender que le gustaba la pesca con mosca y navegar en el bote de vela todos los veranos con él.
Pero algo que si disfrutaba mucho era jugar al ajedrez juntos, o una partida de naipes y platicar todos los días sobre las noticias del periódico mientras desayunaban por la mañana, la madre de Annie no creía que eso fuese muy propio de una dama, pero su esposo estaba la mar de contento de poder hablar con alguien de la casa ya fuese desde un tema de sociales hasta la sección de política.
En cambio, Candy no tenía mucha cabeza para los juegos de mesa y las noticias del mundo le agobiaban terriblemente, prefería ser ignorante a ellas y leerse alguna novela de romance después de una ardua guardia de hospital, a su favor podía decir que ya tenía demasiado con los diagnósticos de sus pacientes más queridos y con ver sus camas vacías al día siguiente.
No gustaba de los eventos sociales o de ir a la iglesia cuando podía relajarse en casa o en su tina, no, Candy tenía otras prioridades. Pero respetaba las de Annie. Eso hacían, se respetaban y se apoyaban mutuamente.
Sorprendentemente, después de tantos años ambas seguían siendo mejores amigas, claro que, desde que estuvieran en pañales y como cualquier amistad también tenía sus desacuerdos y sus momentos difíciles, pero también había momentos maravillosos.
Momentos para los que Annie Britter vivía, instantes que la hacían vibrar y épocas de su vida que jamás cambiaría por nada, con el paso del tiempo su amistad con Candy se había convertido en algo sagrado, a no ser porque siempre había sido así.
Además de sus padres, para Annie, Candy era su familia.
Significaba su mundo y a donde ella fuera, Annie espera ir también, cualquiera que no le conociera podría confundir sus acciones hacia su amiga como ataques de envidia, como aquella vez que no le permitió a Archie declararse a Candy, pero eran todo lo contrario, Annie se había sacrificado, era verdad que Archie se le hacía muy mono en aquel entonces, pero desde ese tiempo ya sabía que los motivos que la movían iban más allá de la sororidad, era un sentimiento más complejo, tabú tal vez.
Y no se podía imaginar su vida sin ella, la sola idea le parecía un sin sentido, era cierto que en algunas ocasiones se agotaba de vivir en el mundo de Candy y sus decepciones amorosas o ver como casi todo el mundo parecía apreciarla demasiado, mientras ella bien y podía relegarse a un ser gris.
Nadie notaba la presencia de Annie Britter.
Cuando Candy les dio la buena noticia de su compromiso con Albert solo hubo tres personas que no se alegraron del todo:
La señora Elroy, Neil y Annie.
Claro que, la primera aun oponía resistencia a las buenas nuevas pues aún tenía sus reservas en lo que a Candy respectaba.
En cuanto a Annie, era algo muy extraño, se dijo así mismo Neil Leagan, quien tenía todo el derecho del mundo a poner su cara agria pues no era secreto para nadie que en su adolescencia había intentado llegar al altar con Candy por la coacción.
Le había tomado años hacerse de la buena estima de los Ardlay e incluso de su propia familia, quienes lejos de ser un dechado de virtudes no eran más que un nido de víboras, pero Neil sentía estar ya más allá de todo eso.
Por lo que no entendía la reacción de la extraña señorita Britter, quien tenía la cara pálida, con la expresión triste y derrotada que solo observaba en esos hombres que se veían rechazados en el ejercicio del cortejo amoroso, todo mundo les felicito, pero ella estaba de piedra, por un momento sintió ganas de ir hacia ella y comprobar si no era una estatua, después de un buen rato donde todo el mundo congratulaba a la feliz pareja, Annie Britter al fin había caído en cuenta que ella debía hacer lo mismo.
Primero se acercó con Albert y le dio un abrazo, le dijo lo feliz que se sentía por ambos y en cuanto a Candy, a ella simplemente le dio un beso en la mejilla y le dio la en hora buena, después de eso la señorita Britter se despidió de todo el mundo aludiendo un terrible dolor de cabeza.
Como enfermera que era, Candy intento ofrecerle, alguna píldora, o algún otro remedio para que no se marchara, este día era muy importante para su rubia amiga.
Pero era quedarse y complacer a Candy, o marcharse y proteger su paz mental.
Una vez más la vieja deuda se hizo presente en su memoria y decidió a quedarse, se juró a si misma que como máximo duraría unas dos horas y después se escaparía sin anunciar nada.