Si pudiera pedir un deseo, Annie hubiese deseado no ser…ella.
Estaba convencida que había algo mal con ella misma, con la forma en que pensaba y con los sentimientos que tenía por Candy.
Pensamientos así iban contra la naturaleza, la sola idea de confesarse en una iglesia la ponía pálida, el sacerdote de castigo le excomulgaría por albergar aquellas cavilaciones aberrantes y la expondría como el fenómeno que era.
No tenía a nadie que le comprendiera.
Era como una broma cruel el tener que estar sentada en el canapé del salón de una casa de modas para que Candy le modelara su vestido de novia que tanto le hacía ilusión y que solo ella como su mejor amiga debía ser la primera en ver.
— ¿Crees que me veo gorda con este? — le pregunto su amiga buscando por algún halago que por supuesto Annie siempre le regalaba.
— Te ves muy bonita. — respondió la morena con sinceridad. — Todos opinaran lo mismo ese día.
— ¿Pero tú crees que le guste a Albert?
Albert. Albert. Albert.
Siempre era Albert, el mundo de Candy siempre giraba alrededor de su pareja en turno, no es que hubiera habido muchas… pero si tenía más pretendientes que la chica promedio.
También odiaba como Candy le animaba a que se diera una oportunidad con los prospectos que su madre le presentaba en fiestas con ayuda de su círculo de amistades, tanto Candy como su madre, creían que Annie era una inútil para conseguir pareja.
El problema era que ningún hombre le interesaba demasiado, de alguna forma algo había salido mal en el camino y Annie no era una mujer normal, no se consideraba así, de lo contrario estaría casada ya y no pondría los ojos en blanco cuando pensaba en la faena que era tratar de agradar a un ser del sexo masculino.
Eso sí.
Era lo bastante femenina o más que cualquiera y había tenido una relación muy larga con Archivald Cornwell.
Así que en favor de eso y porque quería ser normal como todos los demás, Annie había accedido a las presentaciones con dichos pretendientes, pero como era de esperarse nada en claro había salido al final, una vez más había perdido su tiempo y el de su compañero.
Anne Britter no era lo demasiado bonita para que un caballero siguiera insistiendo en vista del desinterés de la dama, pero ella se esforzó, había accedido a citas con chaperón e incluso fue al encuentro de uno de ellos por la noche sin que nadie supiera cuando creyó sentir una chispa entre ella y el caballero, (cosa que al final cambio), también tuvo suerte que el tipo la había encontrado demasiado aburrida para pensar en cosas desagradables.
En verdad se había esforzado…por Candy.
Pero como bien dicen: si al principio no tienes éxito, ríndete y manda todo a la mierda. Eso había hecho Annie.
Por un tiempo.
Cuando su madre había bromeado en una fiesta frente a algunos amigos el cómo su hija se estaba convirtiendo en una solterona, solo Candy había salido en su defensa, aludiendo que las jóvenes de hoy en día eran muchachas descocadas y Annie era una chica respetable.
Una mujer que se debía a sus padres y que era querida en la academia de música donde se desarrollaba como ayudante de maestro de música.
Además de eso, solo un buen corazón como el de la señorita Britter se ofrecía de voluntaria como maestra de piano en la iglesia y además participaba en la colecta de asilos y orfanatos de la ciudad.
Ni hablar de las veces que la hacía de dama de compañía de su madre y bailaba con quien esta le anotara en el carnet.
Si eso no era una buena hija, entonces nadie lo era.
A consecuencia de tal sermón la señora Britter se llenó de vergüenza y termino disculpándose con su propia hija.
Aquella velada había hecho algo en Annie, la forma en que Candy le había defendido le dejo una sonrisa que no se borró por horas, días y semanas. Su Candy era un ser amable y hermoso.
Una vez más le había demostrado que siempre estaría ahí para ella, al menos mientras fuera solo Candy White. Porque cuando se volviera la señora Ardlay probablemente estaría muy ocupada para la insignificante Annie.
Por ahora se veía hermosa en ese vestido de novia, parecía un hada del bosque convertida en mujer, con esos ojos tan verdes como la hierba, la nariz pequeña y respingada cubierta con pecas y la cabellera rizada y dorada cual querubín del renacimiento.
Tal vez no era un hada después de todo, tal vez se asemejaba más a un ángel, con esa mirada dulce.
El vestido resaltaba lo fino de su talle y un pecho generoso que se cubría con encaje y pequeños botones forrados con seda.
Annie volvió al rostro de la joven y la escuchó hablar sin poner más atención que al movimiento de sus labios, rojos y carnosos.
Tal vez debió nacer hombre.
De ser así todo sería diferente, no es que Annie Britter quisiera volverse hombre porque eso era prácticamente imposible y no quería comenzar a pretender algo que jamás seria y que además le ganaría el escarnio de la sociedad.
Pero le frustraba ver como alguien más compartiría el resto de su vida con su alma gemela.
Solo ella le conocía de toda la vida, y era con Candy con quien compartía los recuerdos más felices que tenía.
Pero Annie nunca iba olvidar la mirada de incredulidad y aversión en el último día de picnic que compartieron juntas.
La señorita Britter había llevado una botella de vino en el canasto, algunos baguettes, carnes frías y quesos que ella misma corto en pedazos pequeños para la degustación.
Lo que había empezado como una merienda a la tarde noche, se convirtió en intervalos de siestas y olisqueadas y pequeños mordiscos a la comida, la botella se había acabado ya, Annie no estaba segura quien de las dos había tomado más, pero nadie podía retarles, pues ambas eran dos mujeres adultas con juicio propio.
El sol estaba por ponerse, ahí tiradas sobre los manteles que las protegían del picor del pasto, Annie alcanzo la mano de su amiga hasta tomarla entre las suyas.
Candy tenía una sonrisa risueña y miraba el cielo con el mismo anhelo y la misma ilusión que cuando era una niña.
Candy amaba la vida, en ella nada había cambiado mucho, más que su aspecto ahora el de una mujer.
La rubia cerro los ojos y Annie se permitió acariciar su mejilla con torpeza, Candy soltó una risita y Annie puso la mano en la otra, Candy creía que ella jugaba, pero no tenía ni idea lo que pasaba por su cabeza.
Estaba completamente perdida.
Annie tomo su rostro con suavidad y sin pensarlo beso sus labios sabiendo que ya no habría marcha atrás y tal vez… si mucho que lamentar.
Jamás iba a olvidar la expresión en el rostro de Candy cuando después de permanecer sin saber qué hacer, al fin se decidió por detenerla.
Annie, no había encontrado la mirada de repulsión que tanto había esperado y temido desde siempre, pero si encontró asombro y total decepción.
El rechazo… estaba implícito, marcado en cada gesto y palabra que Candy emitía, excusándose entre oraciones sin terminar sobre el porqué se tenía que marchar tan repentinamente.
Después de eso, algo se rompió entre ambas para siempre.
Solía ser tan fácil. Todavía recordaba las conversaciones que solían tener, esas cálidas y ventosas noches de verano que compartían cuando Candy la invitaba a volver al hogar de pony o a su departamento en Magnolia.
Esos años llenos de buenas memorias.
Estaba convencida que había algo mal con ella misma, con la forma en que pensaba y con los sentimientos que tenía por Candy.
Pensamientos así iban contra la naturaleza, la sola idea de confesarse en una iglesia la ponía pálida, el sacerdote de castigo le excomulgaría por albergar aquellas cavilaciones aberrantes y la expondría como el fenómeno que era.
No tenía a nadie que le comprendiera.
Era como una broma cruel el tener que estar sentada en el canapé del salón de una casa de modas para que Candy le modelara su vestido de novia que tanto le hacía ilusión y que solo ella como su mejor amiga debía ser la primera en ver.
— ¿Crees que me veo gorda con este? — le pregunto su amiga buscando por algún halago que por supuesto Annie siempre le regalaba.
— Te ves muy bonita. — respondió la morena con sinceridad. — Todos opinaran lo mismo ese día.
— ¿Pero tú crees que le guste a Albert?
Albert. Albert. Albert.
Siempre era Albert, el mundo de Candy siempre giraba alrededor de su pareja en turno, no es que hubiera habido muchas… pero si tenía más pretendientes que la chica promedio.
También odiaba como Candy le animaba a que se diera una oportunidad con los prospectos que su madre le presentaba en fiestas con ayuda de su círculo de amistades, tanto Candy como su madre, creían que Annie era una inútil para conseguir pareja.
El problema era que ningún hombre le interesaba demasiado, de alguna forma algo había salido mal en el camino y Annie no era una mujer normal, no se consideraba así, de lo contrario estaría casada ya y no pondría los ojos en blanco cuando pensaba en la faena que era tratar de agradar a un ser del sexo masculino.
Eso sí.
Era lo bastante femenina o más que cualquiera y había tenido una relación muy larga con Archivald Cornwell.
Así que en favor de eso y porque quería ser normal como todos los demás, Annie había accedido a las presentaciones con dichos pretendientes, pero como era de esperarse nada en claro había salido al final, una vez más había perdido su tiempo y el de su compañero.
Anne Britter no era lo demasiado bonita para que un caballero siguiera insistiendo en vista del desinterés de la dama, pero ella se esforzó, había accedido a citas con chaperón e incluso fue al encuentro de uno de ellos por la noche sin que nadie supiera cuando creyó sentir una chispa entre ella y el caballero, (cosa que al final cambio), también tuvo suerte que el tipo la había encontrado demasiado aburrida para pensar en cosas desagradables.
En verdad se había esforzado…por Candy.
Pero como bien dicen: si al principio no tienes éxito, ríndete y manda todo a la mierda. Eso había hecho Annie.
Por un tiempo.
Cuando su madre había bromeado en una fiesta frente a algunos amigos el cómo su hija se estaba convirtiendo en una solterona, solo Candy había salido en su defensa, aludiendo que las jóvenes de hoy en día eran muchachas descocadas y Annie era una chica respetable.
Una mujer que se debía a sus padres y que era querida en la academia de música donde se desarrollaba como ayudante de maestro de música.
Además de eso, solo un buen corazón como el de la señorita Britter se ofrecía de voluntaria como maestra de piano en la iglesia y además participaba en la colecta de asilos y orfanatos de la ciudad.
Ni hablar de las veces que la hacía de dama de compañía de su madre y bailaba con quien esta le anotara en el carnet.
Si eso no era una buena hija, entonces nadie lo era.
A consecuencia de tal sermón la señora Britter se llenó de vergüenza y termino disculpándose con su propia hija.
Aquella velada había hecho algo en Annie, la forma en que Candy le había defendido le dejo una sonrisa que no se borró por horas, días y semanas. Su Candy era un ser amable y hermoso.
Una vez más le había demostrado que siempre estaría ahí para ella, al menos mientras fuera solo Candy White. Porque cuando se volviera la señora Ardlay probablemente estaría muy ocupada para la insignificante Annie.
Por ahora se veía hermosa en ese vestido de novia, parecía un hada del bosque convertida en mujer, con esos ojos tan verdes como la hierba, la nariz pequeña y respingada cubierta con pecas y la cabellera rizada y dorada cual querubín del renacimiento.
Tal vez no era un hada después de todo, tal vez se asemejaba más a un ángel, con esa mirada dulce.
El vestido resaltaba lo fino de su talle y un pecho generoso que se cubría con encaje y pequeños botones forrados con seda.
Annie volvió al rostro de la joven y la escuchó hablar sin poner más atención que al movimiento de sus labios, rojos y carnosos.
Tal vez debió nacer hombre.
De ser así todo sería diferente, no es que Annie Britter quisiera volverse hombre porque eso era prácticamente imposible y no quería comenzar a pretender algo que jamás seria y que además le ganaría el escarnio de la sociedad.
Pero le frustraba ver como alguien más compartiría el resto de su vida con su alma gemela.
Solo ella le conocía de toda la vida, y era con Candy con quien compartía los recuerdos más felices que tenía.
Pero Annie nunca iba olvidar la mirada de incredulidad y aversión en el último día de picnic que compartieron juntas.
La señorita Britter había llevado una botella de vino en el canasto, algunos baguettes, carnes frías y quesos que ella misma corto en pedazos pequeños para la degustación.
Lo que había empezado como una merienda a la tarde noche, se convirtió en intervalos de siestas y olisqueadas y pequeños mordiscos a la comida, la botella se había acabado ya, Annie no estaba segura quien de las dos había tomado más, pero nadie podía retarles, pues ambas eran dos mujeres adultas con juicio propio.
El sol estaba por ponerse, ahí tiradas sobre los manteles que las protegían del picor del pasto, Annie alcanzo la mano de su amiga hasta tomarla entre las suyas.
Candy tenía una sonrisa risueña y miraba el cielo con el mismo anhelo y la misma ilusión que cuando era una niña.
Candy amaba la vida, en ella nada había cambiado mucho, más que su aspecto ahora el de una mujer.
La rubia cerro los ojos y Annie se permitió acariciar su mejilla con torpeza, Candy soltó una risita y Annie puso la mano en la otra, Candy creía que ella jugaba, pero no tenía ni idea lo que pasaba por su cabeza.
Estaba completamente perdida.
Annie tomo su rostro con suavidad y sin pensarlo beso sus labios sabiendo que ya no habría marcha atrás y tal vez… si mucho que lamentar.
Jamás iba a olvidar la expresión en el rostro de Candy cuando después de permanecer sin saber qué hacer, al fin se decidió por detenerla.
Annie, no había encontrado la mirada de repulsión que tanto había esperado y temido desde siempre, pero si encontró asombro y total decepción.
El rechazo… estaba implícito, marcado en cada gesto y palabra que Candy emitía, excusándose entre oraciones sin terminar sobre el porqué se tenía que marchar tan repentinamente.
Después de eso, algo se rompió entre ambas para siempre.
Solía ser tan fácil. Todavía recordaba las conversaciones que solían tener, esas cálidas y ventosas noches de verano que compartían cuando Candy la invitaba a volver al hogar de pony o a su departamento en Magnolia.
Esos años llenos de buenas memorias.