La infatuación había comenzado mucho antes de que pudiera darse cuenta, habían crecido juntas en el hogar de Pony, entre carencias y deseos por cosas que parecían tan inalcanzables como unos padres amorosos.
Una habitación propia, juguetes, y hermosos vestidos.
Si…
Annie y Candy soñaban mucho por aquellos tiempos.
Candy le hablaba de lo bonito que debía ser tener una familia propia, y siendo una niña, todo lo que Annie podía hacer era seguirle la corriente.
La idea de una papa y una mamá le gustaba, no lo iba a negar, pero podía pasar de unos padres si para esto debía separarse de Candy.
Todos en el hogar querían mucho a Candy, incluyendo la hermana María y la señorita Pony. Había algo sobre Candy Blanca que la hacía diferente a los demás niños.
Pero sin duda quien más le quería de todos era Annie, era divertido cuando en el servicio de los domingos, influenciada por su amiga del alma, juntas se ponían a desentonar tan feo que las parejas que buscaban adoptar, las miraban con horror y se marchaban jurando nunca volver.
No podía decir que le preocupara que no les adoptaran; en realidad Annie no pensaba mucho en ello pues mientras estuviera con Candy lo demás carecía de importancia, tal vez fue en ese tiempo cuando había desarrollado una terrible dependencia a la compañía de su pequeña amiga.
No había momentos más dulces y felices que aquellos en el hogar de Pony al lado de Candy.
Y como era de esperarse, también llego el día que un matrimonio pretendió adoptar a su amiga, porque había que recalcar que los señores Britter en un principio habían preferido a Candy.
¿Cómo no hacerlo? ¿Quién en su sano juicio hubiera elegido a la chillona Annie, sobre Candy?
Los señores Britter querían quitarle a su amiga para siempre, pero incluso en ese entonces Candy había hecho que los Britter cambiaran de opinión respecto a ambas niñas, Candy se había sacrificado por ella.
De nuevo, no iba a negar que quería una familia, pero una parte de ella sentía que había traicionado a Candy al no reusarse, aún cuando era consciente de la baja en adopciones en los últimos tiempos, ambas estaban ya en un rango de edad desfavorable a los ojos de los prospectos que buscaban un hijo.
Tanto Annie como Candy pertenecían a los niños cuyas posibilidades de adopción disminuían más rápido con cada año que pasaba, a comparación de aquellos que aún tenían que cambiarles los pañales o los pequeños que no pasaban de los cinco años.
Annie y Candy eran como la mercancía de la tienda de abarrotes que se queda en los estantes y que se llena de polvo hasta vencer su fecha de caducidad.
Nadie quería a los chicos mayores, pues tenían fama de venir con mañas desagradables, de ser conflictivos y de ser poco menos que pequeños delincuentes.
No por nada nadie les había adoptado.
En cambio, un bebé era más maleable a los deseos de los nuevos padres, e incluso podía pasar por un miembro de sangre de la familia si no le contaban a los familiares y amigos.
Incluso en aquel tiempo Annie había sabido que sus probabilidades de tener una familia hubiesen sido nulas si Candy no le hubiese cedido aquella familia encumbrada.
Después de esa triste separación, Annie había olvidado un poco a su amiga del alma, su nueva madre la vestía como a una muñeca, la llenaba de regalos, pero también la llevaba a las fiestas de cumpleaños de los hijos de sus amistades, todos aquellos niñatos eran de lo más terribles, debía ser el mundo al revés cuando decían que el dinero iba de la mano de los buenos modales, esos chiquillos eran de lo mas crueles.
Había veneno en sus comentarios, en sus miradas, le veían con morbo por ser una adoptada.
Entonces había vuelto a recordar a Candy, nadie se comparaba con Candy y esa manera que tenia de hacerla sentir como una persona importante.
Candy que había sido capaz de llenar ese vacío, ese anhelo por unos padres, Candy que le había prometido que cuando ambas fuesen mayores vivirían en una casita pequeña y cuidarían la una de la otra, o que mejor, ambas administrarían el hogar de Pony.
Sus memorias con Candy eran como tesoros.
Todas las noches lloraba pensando en su pequeña amiga.
Pero un día en casa de esos chicos Leagan le volvió a ver…
Su querida Candy era poco menos que una sirvienta en la residencia Leagan, le dolía el corazón de verla así, esos chicos del demonio le maltrataban y si Annie hubiese tenido agallas, los hubiera puesto en su lugar, pero Annie se sabía insignificante, y no podía hacer mucho, su madre le había prohibido revelar sus origines y no se puede servir a dos amos sin quedar mal con uno, o los dos.
Había hecho oídos sordos a la humillación hacia su Candy.
Su querida Candy que le perdonaba todo sin ella merecer nada. Su Candy que había robado el corazón de los Ardlay y que conforme crecía se volvía más bonita y más simpática.
Risueña, atrevida, soñadora y empática con todos: esa era Candy.
No había nadie más.
Su Candy que aprendía de sus desgracias y seguía con su vida, porque su optimismo le ganaba a cualquier amargura pasajera.
Su rubia amiga que desde jovencita no pasaba desapercibida para el ojo masculino, primero había sido ese chico Anthony, después los hermanos Cornwell, también el hijo de un duque; tan apuesto como conflictivo.
Incluso el petulante de Neil Leagan. El pobre diablo había llegado a creer que podía casarse con Candy y no obtener solo a la chica, pero también la herencia Ardlay.
Aunque probablemente solo le importaba Candy, pues la herencia llevaría muchos años en cobrarse ya que William Albert Ardlay, tutor legal de Candy White A. era aún muy joven para morir y estaba tan fuerte como un roble.
Ironías de la vida el que Candice iba a terminar desposándose con su apuesto tutor, que no solo era el jefe del clan Ardlay, una familia de origen escoces de las más ricas de América.
Y al que había conocido cuando era aún muy pequeña mientras corría llorando lejos del hogar de pony, y todo porque ella, Annie, se había marchado con su nueva familia.
Annie no quería decir o pensar que, gracias a ella la pareja se había conocido, como una vez Candy le había dado a entender mientras le agradecía y le contaba una y otra vez sobre su príncipe de la colina.
La mera idea de que su partida fuese la razón de que ellos dos cruzaran sus caminos le perturbaba un poco, o mas bien dicho...le partía el corazón.
Una habitación propia, juguetes, y hermosos vestidos.
Si…
Annie y Candy soñaban mucho por aquellos tiempos.
Candy le hablaba de lo bonito que debía ser tener una familia propia, y siendo una niña, todo lo que Annie podía hacer era seguirle la corriente.
La idea de una papa y una mamá le gustaba, no lo iba a negar, pero podía pasar de unos padres si para esto debía separarse de Candy.
Todos en el hogar querían mucho a Candy, incluyendo la hermana María y la señorita Pony. Había algo sobre Candy Blanca que la hacía diferente a los demás niños.
Pero sin duda quien más le quería de todos era Annie, era divertido cuando en el servicio de los domingos, influenciada por su amiga del alma, juntas se ponían a desentonar tan feo que las parejas que buscaban adoptar, las miraban con horror y se marchaban jurando nunca volver.
No podía decir que le preocupara que no les adoptaran; en realidad Annie no pensaba mucho en ello pues mientras estuviera con Candy lo demás carecía de importancia, tal vez fue en ese tiempo cuando había desarrollado una terrible dependencia a la compañía de su pequeña amiga.
No había momentos más dulces y felices que aquellos en el hogar de Pony al lado de Candy.
Y como era de esperarse, también llego el día que un matrimonio pretendió adoptar a su amiga, porque había que recalcar que los señores Britter en un principio habían preferido a Candy.
¿Cómo no hacerlo? ¿Quién en su sano juicio hubiera elegido a la chillona Annie, sobre Candy?
Los señores Britter querían quitarle a su amiga para siempre, pero incluso en ese entonces Candy había hecho que los Britter cambiaran de opinión respecto a ambas niñas, Candy se había sacrificado por ella.
De nuevo, no iba a negar que quería una familia, pero una parte de ella sentía que había traicionado a Candy al no reusarse, aún cuando era consciente de la baja en adopciones en los últimos tiempos, ambas estaban ya en un rango de edad desfavorable a los ojos de los prospectos que buscaban un hijo.
Tanto Annie como Candy pertenecían a los niños cuyas posibilidades de adopción disminuían más rápido con cada año que pasaba, a comparación de aquellos que aún tenían que cambiarles los pañales o los pequeños que no pasaban de los cinco años.
Annie y Candy eran como la mercancía de la tienda de abarrotes que se queda en los estantes y que se llena de polvo hasta vencer su fecha de caducidad.
Nadie quería a los chicos mayores, pues tenían fama de venir con mañas desagradables, de ser conflictivos y de ser poco menos que pequeños delincuentes.
No por nada nadie les había adoptado.
En cambio, un bebé era más maleable a los deseos de los nuevos padres, e incluso podía pasar por un miembro de sangre de la familia si no le contaban a los familiares y amigos.
Incluso en aquel tiempo Annie había sabido que sus probabilidades de tener una familia hubiesen sido nulas si Candy no le hubiese cedido aquella familia encumbrada.
Después de esa triste separación, Annie había olvidado un poco a su amiga del alma, su nueva madre la vestía como a una muñeca, la llenaba de regalos, pero también la llevaba a las fiestas de cumpleaños de los hijos de sus amistades, todos aquellos niñatos eran de lo más terribles, debía ser el mundo al revés cuando decían que el dinero iba de la mano de los buenos modales, esos chiquillos eran de lo mas crueles.
Había veneno en sus comentarios, en sus miradas, le veían con morbo por ser una adoptada.
Entonces había vuelto a recordar a Candy, nadie se comparaba con Candy y esa manera que tenia de hacerla sentir como una persona importante.
Candy que había sido capaz de llenar ese vacío, ese anhelo por unos padres, Candy que le había prometido que cuando ambas fuesen mayores vivirían en una casita pequeña y cuidarían la una de la otra, o que mejor, ambas administrarían el hogar de Pony.
Sus memorias con Candy eran como tesoros.
Todas las noches lloraba pensando en su pequeña amiga.
Pero un día en casa de esos chicos Leagan le volvió a ver…
Su querida Candy era poco menos que una sirvienta en la residencia Leagan, le dolía el corazón de verla así, esos chicos del demonio le maltrataban y si Annie hubiese tenido agallas, los hubiera puesto en su lugar, pero Annie se sabía insignificante, y no podía hacer mucho, su madre le había prohibido revelar sus origines y no se puede servir a dos amos sin quedar mal con uno, o los dos.
Había hecho oídos sordos a la humillación hacia su Candy.
Su querida Candy que le perdonaba todo sin ella merecer nada. Su Candy que había robado el corazón de los Ardlay y que conforme crecía se volvía más bonita y más simpática.
Risueña, atrevida, soñadora y empática con todos: esa era Candy.
No había nadie más.
Su Candy que aprendía de sus desgracias y seguía con su vida, porque su optimismo le ganaba a cualquier amargura pasajera.
Su rubia amiga que desde jovencita no pasaba desapercibida para el ojo masculino, primero había sido ese chico Anthony, después los hermanos Cornwell, también el hijo de un duque; tan apuesto como conflictivo.
Incluso el petulante de Neil Leagan. El pobre diablo había llegado a creer que podía casarse con Candy y no obtener solo a la chica, pero también la herencia Ardlay.
Aunque probablemente solo le importaba Candy, pues la herencia llevaría muchos años en cobrarse ya que William Albert Ardlay, tutor legal de Candy White A. era aún muy joven para morir y estaba tan fuerte como un roble.
Ironías de la vida el que Candice iba a terminar desposándose con su apuesto tutor, que no solo era el jefe del clan Ardlay, una familia de origen escoces de las más ricas de América.
Y al que había conocido cuando era aún muy pequeña mientras corría llorando lejos del hogar de pony, y todo porque ella, Annie, se había marchado con su nueva familia.
Annie no quería decir o pensar que, gracias a ella la pareja se había conocido, como una vez Candy le había dado a entender mientras le agradecía y le contaba una y otra vez sobre su príncipe de la colina.
La mera idea de que su partida fuese la razón de que ellos dos cruzaran sus caminos le perturbaba un poco, o mas bien dicho...le partía el corazón.