EL RETRATO
Se sabía poco agraciada sin embargo siempre pensó que eso podía suplirlo con su mente aguda, inteligencia y dinero. Sobre todo, lo último. Quien la desposara se llevaría una buena dote. No obstante, los años seguían su curso y ella permanecía casadera. Elroy mantuvo la calma, eso hasta que su hermana menor, Janet, fuera pedida en matrimonio. No es que fuera una persona tan ruin como para no estar feliz por su hermana, pero ¿Qué la hacía mejor? La belleza física no era un rasgo para destacar entre los Andley, además la dote era la misma para ambas. Lo que más le molestaba, su hermana era una mujer absolutamente banal. Los libros eran adornos, las fiestas a la orden del día, el despilfarro máximo. Ni hablar de sentarla en una clase: música, idiomas, tejido. Nada, si no había diversión de por medio escapaba, ella escapaba.
El día de la boda pudo ver que su hermana de tonta no tenía nada. El hombrecito era bastante bien parecido, pero se veía a leguas que era un idiota, un monigote que Janet ordenaba a placer. Llegó a sentir pena por el desdichado. No quiso ni imaginar que hizo su hermana para atraparlo. Tampoco era un tema que le interesara. Sólo su situación le comenzaba a preocupar.
Dos años más pasaron, ahora se enlazaba su hermano. Su padre gastó una considerable suma de dinero para festejar a su heredero. La chusma pululaba, feliz, murmurando por los rincones ¿sus temas favoritos? La actual señora Andley, su sublime belleza. Y la desgracia familiar, la que se quedaba para vestir santos, ella. Enferma a causa de los comentarios, se movió entre la gente, sonriendo siempre, manteniendo una falsa compostura, hasta lograr alejarse de todos, encerrándose en la biblioteca. Lloró en silencio al recordar los espantosos comentarios “será un problema para la familia” “¿su hermano se hará cargo de ella?” “ya no está en edad de engendrar ¿o sí?” Se sentía acabada.
La preocupación de su padre, le cayó como una jarra de agua fría. Parafraseando palabras que tuvo que soportar toda una noche. El taciturno hombre ahora expresaba las mismas inquietudes que el resto. Pero a diferencia de ellos, él se propuso encontrar una solución a su “problema”. Fue así como le llamó al despacho una tarde. Le indicó el asiento frente a su escritorio, mientras él se sentaba en el propio, girándose hacia la ventana, dándole la espalda.
-¿Recuerdas a nuestro vecino, el Sr. Briand?- preguntó.
-Vagamente- respondió con sinceridad.
-Esta mañana fui a entregar nuestro aporte mensual a la parroquia- comenzó diciendo, acto seguido se levantó para acercarse más a la ventana. – Fue ahí donde me encontré con el hombre, estaba junto a su pequeña hija, encendiendo una vela por su difunta mujer- se giró para, por fin, hablarle de frente. – Es sólo un poco mayor que tú, tiene una excelente situación económica, es buen padre y una persona temerosa de nuestro señor.
Su padre no tenía que decir nada más, estaba implícito en sus palabras, el compromiso estaba hecho.
-¿Cuándo lo conoceré?- dijo sin emoción alguna.
-Esta tarde
Al contrario que sus hermanos, su fiesta de matrimonio fue una sin aspavientos ni lujos. Del mismo modo llevaron adelante su vida juntos, durante todos los años que el Sr. Briand vivió a su lado. No fue un enlace nacido del amor, o en la conveniencia económica. Él necesitaba una mujer que le ayudará criar a su hija, alguien que llevara las riendas de su casa mientras trabajaba. Ella, por su parte, no quería ser señalada como un problema.
Su vida fue pacífica, Sarah era una buena muchacha, con la que no tenía que lidiar en demasía. Su marido, un hombre cortés, sereno, trabajador, sin vicios. En lo único que gastaba algo de dinero, que no era para la manutención, era en su afición, el arte. Por costumbre del señor Briand, los tres pasaban las últimas horas de la tarde en la biblioteca familiar. Mientras ella bordaba, su hijastra leía en voz alta y su marido dibujaba. En más de una ocasión se vio a sí misma contemplando esta escena, sintiéndose agradecida y en paz. Sin embargo, el destino quería algo distinto para ella. A la repentina pérdida de su marido, se sumó la de su hermano y su mujer. No sólo tendría que hacerse cargo Sarah, sino que además de los niños de William. No podía siquiera imaginar viéndolos con su hermana.
Presenció el entierro como si fuera espectadora de una obra teatral, todo parecía lejano, ajeno. El marido de Janet la contenía con genuino cariño, secando sus lágrimas. La hija mayor de William cargaba a su hermanito en brazos, ambos destrozados. A su lado, Sarah llorando, recordando su propia pérdida, mientras presenciaba la de sus sobrinos. Fue bajo esta observación que por primera vez era consciente de sus sentimientos. Por años había resentido y envidiado a sus hermanos. Como habían sido capaces de crear reales conexiones: amor, hijos, familia. Sin embargo, ella buscando salvar las apariencias, y para no quedarse en absoluta soledad, había formalizado con un hombre al que nunca llegó realmente a conocer, menos amar.
La mansión Andley era enorme, Elroy lo sabía muy bien, podía llevar consigo a todos los empleados de la propia, más su hijastra y todavía habría dormitorios que llenar. No quería dañar más a sus sobrinos, moviéndolos del que fuera su hogar. Así que llevaría a Sarah consigo, los criaría a todos juntos en ese lugar. Con inusual pesar se paseó por las distintas habitaciones, inspeccionando al personal mientras estos embalan sus pertenencias. Avanzó por los corredores, hasta llegar a la biblioteca familiar. Visualizo al Sr. Briand en su rincón favorito, pintando. Este le devolvió la mirada sonriendo, mientras le decía “gracias”. Sintió las lágrimas escocerle en los ojos. La visión comenzó a diluirse al sonido de unos pasos.
-¡Tía! ¡Tía! ¿Eres tú, tía?
El pequeño William llegaba corriendo a su lado, con un cuadro que a duras penas se podía.
-¿Dónde sacaste esto?- dijo sorprendida, quitándole de las manos la pintura.
-El estudio- señaló. -Al lado.
Las lágrimas brotaron solas. No podía recordar un solo instante en que ella le dedicara esa dulce sonrisa que veía retratada. En el borde derecho del cuadro una pequeña dedicatoria: “A Elroy, mi salvadora”
Alzó la vista al cielo, y en silencio ella también le dio las gracias. Ya no había dolor o resentimiento. Abrazaría con fuerza a sus pequeños, y con ellos formaría una nueva familia.
El día de la boda pudo ver que su hermana de tonta no tenía nada. El hombrecito era bastante bien parecido, pero se veía a leguas que era un idiota, un monigote que Janet ordenaba a placer. Llegó a sentir pena por el desdichado. No quiso ni imaginar que hizo su hermana para atraparlo. Tampoco era un tema que le interesara. Sólo su situación le comenzaba a preocupar.
Dos años más pasaron, ahora se enlazaba su hermano. Su padre gastó una considerable suma de dinero para festejar a su heredero. La chusma pululaba, feliz, murmurando por los rincones ¿sus temas favoritos? La actual señora Andley, su sublime belleza. Y la desgracia familiar, la que se quedaba para vestir santos, ella. Enferma a causa de los comentarios, se movió entre la gente, sonriendo siempre, manteniendo una falsa compostura, hasta lograr alejarse de todos, encerrándose en la biblioteca. Lloró en silencio al recordar los espantosos comentarios “será un problema para la familia” “¿su hermano se hará cargo de ella?” “ya no está en edad de engendrar ¿o sí?” Se sentía acabada.
La preocupación de su padre, le cayó como una jarra de agua fría. Parafraseando palabras que tuvo que soportar toda una noche. El taciturno hombre ahora expresaba las mismas inquietudes que el resto. Pero a diferencia de ellos, él se propuso encontrar una solución a su “problema”. Fue así como le llamó al despacho una tarde. Le indicó el asiento frente a su escritorio, mientras él se sentaba en el propio, girándose hacia la ventana, dándole la espalda.
-¿Recuerdas a nuestro vecino, el Sr. Briand?- preguntó.
-Vagamente- respondió con sinceridad.
-Esta mañana fui a entregar nuestro aporte mensual a la parroquia- comenzó diciendo, acto seguido se levantó para acercarse más a la ventana. – Fue ahí donde me encontré con el hombre, estaba junto a su pequeña hija, encendiendo una vela por su difunta mujer- se giró para, por fin, hablarle de frente. – Es sólo un poco mayor que tú, tiene una excelente situación económica, es buen padre y una persona temerosa de nuestro señor.
Su padre no tenía que decir nada más, estaba implícito en sus palabras, el compromiso estaba hecho.
-¿Cuándo lo conoceré?- dijo sin emoción alguna.
-Esta tarde
Al contrario que sus hermanos, su fiesta de matrimonio fue una sin aspavientos ni lujos. Del mismo modo llevaron adelante su vida juntos, durante todos los años que el Sr. Briand vivió a su lado. No fue un enlace nacido del amor, o en la conveniencia económica. Él necesitaba una mujer que le ayudará criar a su hija, alguien que llevara las riendas de su casa mientras trabajaba. Ella, por su parte, no quería ser señalada como un problema.
Su vida fue pacífica, Sarah era una buena muchacha, con la que no tenía que lidiar en demasía. Su marido, un hombre cortés, sereno, trabajador, sin vicios. En lo único que gastaba algo de dinero, que no era para la manutención, era en su afición, el arte. Por costumbre del señor Briand, los tres pasaban las últimas horas de la tarde en la biblioteca familiar. Mientras ella bordaba, su hijastra leía en voz alta y su marido dibujaba. En más de una ocasión se vio a sí misma contemplando esta escena, sintiéndose agradecida y en paz. Sin embargo, el destino quería algo distinto para ella. A la repentina pérdida de su marido, se sumó la de su hermano y su mujer. No sólo tendría que hacerse cargo Sarah, sino que además de los niños de William. No podía siquiera imaginar viéndolos con su hermana.
Presenció el entierro como si fuera espectadora de una obra teatral, todo parecía lejano, ajeno. El marido de Janet la contenía con genuino cariño, secando sus lágrimas. La hija mayor de William cargaba a su hermanito en brazos, ambos destrozados. A su lado, Sarah llorando, recordando su propia pérdida, mientras presenciaba la de sus sobrinos. Fue bajo esta observación que por primera vez era consciente de sus sentimientos. Por años había resentido y envidiado a sus hermanos. Como habían sido capaces de crear reales conexiones: amor, hijos, familia. Sin embargo, ella buscando salvar las apariencias, y para no quedarse en absoluta soledad, había formalizado con un hombre al que nunca llegó realmente a conocer, menos amar.
La mansión Andley era enorme, Elroy lo sabía muy bien, podía llevar consigo a todos los empleados de la propia, más su hijastra y todavía habría dormitorios que llenar. No quería dañar más a sus sobrinos, moviéndolos del que fuera su hogar. Así que llevaría a Sarah consigo, los criaría a todos juntos en ese lugar. Con inusual pesar se paseó por las distintas habitaciones, inspeccionando al personal mientras estos embalan sus pertenencias. Avanzó por los corredores, hasta llegar a la biblioteca familiar. Visualizo al Sr. Briand en su rincón favorito, pintando. Este le devolvió la mirada sonriendo, mientras le decía “gracias”. Sintió las lágrimas escocerle en los ojos. La visión comenzó a diluirse al sonido de unos pasos.
-¡Tía! ¡Tía! ¿Eres tú, tía?
El pequeño William llegaba corriendo a su lado, con un cuadro que a duras penas se podía.
-¿Dónde sacaste esto?- dijo sorprendida, quitándole de las manos la pintura.
-El estudio- señaló. -Al lado.
Las lágrimas brotaron solas. No podía recordar un solo instante en que ella le dedicara esa dulce sonrisa que veía retratada. En el borde derecho del cuadro una pequeña dedicatoria: “A Elroy, mi salvadora”
Alzó la vista al cielo, y en silencio ella también le dio las gracias. Ya no había dolor o resentimiento. Abrazaría con fuerza a sus pequeños, y con ellos formaría una nueva familia.