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Terrence
Eran los inicios del verano de 1997, yo tenía 17 años y un futuro prometedor, pues ya contaba con varias opciones para estudiar la universidad, algo que, no muchos chicos de mi edad tenían. En aquellos días de locura, no medía las graves consecuencias de mis actos. Creía que era sencillo engañar a todo mundo, sin embargo, con aquel asunto del auto, las cosas no salieron como yo las había planeado.
Me costó mucho trabajo reconocerlo, pero, después del sermón que me dio mi padre, estuve tan avergonzado de mí mismo, que automáticamente, admití el error cometido. Conducir el automóvil, sin permiso, había sido lo más tonto que pude haber hecho.
El Porsche de mi padre, había regresado intacto. Dios sabe que hasta estudié las distancias, para que el kilometraje no subiera de forma dramática y que, en términos generales, fui en extremo cuidadoso con aquel “tesoro” de la familia. Lo estacioné de vuelta en el garaje, tan magistralmente, que hasta me sentí orgulloso. Todo había sido perfecto.
«Soy un genio», pensé, al tiempo que atravesaba el jardín y me dirigía hacia la casa.
¿Quién iba decir que, mis juiciosos padres, estaban observándome, desde el pórtico del atelier? ¡Se suponía que ellos no llegarían a casa, sino hasta el fin de semana!
Está de más decir que, el alma, se desprendió de mi cuerpo, cuando escuché la voz de mi padre, él me sorprendió, hablándome, mientras yo caminaba como si nada. Desde ese preciso momento supe que estaba metido en un gran problema y que el castigo, por haber conducido el Porsche, sin supervisión, sería muy duro.
«Adiós a las vacaciones de verano», dije, porque casi estaba seguro de que mi padre, me obligaría a trabajar con él, en la oficina... ¿qué puedo decir? ¡En aquel entonces, era un tonto niño ingenuo! Pues evidentemente, el castigo no podía ser tan simple. Papá fue quien seleccionó el empleo de verano, platicó con uno de sus clientes: un hombre que tenía un importante almacén, al otro lado de la ciudad y así, sin más, me anunció que pasaría mis vacaciones, trabajando en aquel lugar.
El empleo, era como la descripción del infierno. Mi padre dijo que tendría que estar encerrado en una bodega, capturando datos, ¡en pleno verano! con todo ese calor insoportable. El lugar estaba muy lejos de nuestra zona residencial y él no me llevaría, ni tampoco iría por mí... yo tendría que, esperar un autobús en la parada más cercana, todos los días, hasta culminar con aquella misión que se me había sido impuesta.
—Fue muy irresponsable de tu parte, Terrence —expresó la voz de mi padre, después de varios minutos de incómodo silencio.
—Sí, Richard. Lo entendí desde la primera vez que me lo dijiste, no te preocupes, no soy tan estúpido como piensas —contesté sintiendo que la molestia invadía cada poro de mi cuerpo.
—Lo repetiré las veces que sea necesario —anunció él, observándome de soslayo—. ¿Tienes idea de cuántos jóvenes mueren al año, debido a una imprudencia como la que tú cometiste?
—Supongo que mueren muchos —repliqué con simpleza, pues no estaba interesado en volver a lo mismo.
—No quiero que seas parte de una estadística, ¿entiendes?, ni tú madre, ni yo queremos eso —dijo Richard, mientras yo vislumbraba la, no muy inspiradora, parada de autobuses.
El automóvil se estacionó a un costado y yo, me preparé para salir. Claro, lo hice no sin antes, lanzar el comentario desagradable que tenía guardado...
—¿Sabías que cada año se presentan 500,000 accidentes de autobús? —cuestioné, mostrándole una sonrisa burlona, pues sabía que estaba escandalizándolo—. Esperemos que yo no sea parte de esa estadística, ¿verdad padre?
—Esperemos que no, hijo... —respondió papá. Él ya estaba acostumbrado a mis impertinencias, así que se mostró imperturbable. Me seguía la corriente, porque no quedaba más por hacer.
—Mas vale que no me ocurra nada, porque te quedarías sin un heredero —dije al tiempo, que bajaba del auto.
—Dios sabe que el humor negro, es lo tuyo —replicó mi padre, mirándome con severidad—. En fin, vendré por ti, cuando la jornada termine. Cuídate, por favor —pidió mientras yo le hacía una seña y me alejaba del vehículo—. ¡Te olvidas del paraguas! —gritó él, haciendo que yo regresara.
—Gracias, papá... —Me despedí, sintiéndome más tranquilo. Yo me había buscado ese problema, así que lo mejor era dejar de quejarme—. Te veré en la tarde —agregué, para tranquilizarlo y no dejarle preocupado.
Después de varios años, Richard Grandchester, me confesó que ese día se sintió fatal. El clima estaba empeorando y “su querido niño tenía que esperar por el autobús”, me dijo que le rompió el corazón hacerme eso, pero, que era algo que tenía que hacer. Ahora lo comprendo perfectamente... ¿de qué otra forma, yo entendería que estaba mal lo que hice? Me aproveché de la confianza que mis padres me otorgaron. Eso, no fue correcto.
Al final no todo fue tan malo, porque, aquel día en la parada de autobuses, inició una nueva etapa de mi vida, una que, de hecho, me había negado a vivir.
Aún recuerdo cómo inició todo...
La lluvia comenzó a caer, justo después de que mi padre se fue. El autobús estaba retrasado así que, no había otra opción mas que esperar. La gente que, aguardaba en la parada, se había aglomerado debajo del pequeño techo. Yo en cambio, me alejé un poco, porque con el paraguas me podía proteger perfectamente.
A unos cuantos pasos de mí, se encontraba una chica, una que no había alcanzado a colocarse debajo del techo... «¡Demonios!», pensé, al verla intentando cubrirse con una bolsa de plástico. Era justo lo que me faltaba, para perder mi pequeña dosis de paciencia, no obstante, no pude evitar acercarme a ella y pedirle que compartiéramos el paraguas.
—¿En serio? —cuestionó la chica, como no creyendo lo que le decía.
—Sí, ¿por qué te mentiría? —expresé, mirándola con atención... sin duda, ella era lo más extraño que había visto en la vida. Usaba un feo uniforme, parecía que su peor enemigo lo había confeccionado, además, era mucho más bajita que yo, así que me sentía como un troll a su lado. En ese instante, no reparé en su aspecto físico, porque no hubo mucho tiempo para hacerlo. El inoportuno autobús llegó, dejándonos sin oportunidad de nada.
—Gracias, has sido muy amable... —Me dijo, volteando para mirarme directo a los ojos, sus ojos eran tan verdes que me impresionó verlos... ciertamente, jamás había visto unos como esos.
Esperé a que ella subiera y enseguida, subí yo. No sé por qué, pero, la seguí con la mirada, la observé sentarse junto a una mujer de la tercera edad y me lamenté por saber que el único asiento libre, estaba muy lejos. Caminé por el angosto pasillo que dividía las dos fijas de asientos, lo hice, sin mirar en dirección a la chica, a pesar de eso, pude sentir que ella sí me miraba. Me senté en mi sitio y me dediqué a ver por la ventana, no había más por hacer en 45 minutos de trayecto... La chica se bajó antes que yo, entonces, supe que trabajaba en una heladería.
«Me gustan los helados», admití , mientras la observaba entrando a ese lugar... «Y también me gustó ella...», añadí, sonriendo y sintiéndome mucho más animado.
Por supuesto, el empleo de verano era horrible. Yo nunca me llevé bien con el trabajo de oficina, sin embargo, regresé a casa con una actitud que dejó anonadada a mi madre.
—Terry, cariño... —mencionó, con emoción—. ¡Gracias a Dios estás aquí! Este diluvio se ha vuelto insoportable, ¿no te mojaste? —preguntó quitándome la chaqueta, para asegurarse de que el agua, no me hubiera tocado.
—Me mojé los zapatos, pero no es nada... —contesté, sonriéndole.
Eleanor miró a mi padre, de una manera que, indicaba lo molesta que estaba. No le dijo nada, mas, cuando yo subí a mi habitación la escuché quejándose.
«Si nuestro hijo se enferma, será tu culpa», mencionó ella, mientras que mi padre respondió:
«Ellie, nadie se enferma por un poco de agua en los zapatos, relájate, todo está bien.»
Al día siguiente, el sol iluminó el cielo, con demasiada intensidad y yo, bueno, yo llegué a la parada de autobuses a la misma hora que el día anterior. Observé, atento, a las personas que esperaban el transporte, mas, para mi mala suerte, la chica de los ojos verdes no estaba.
Subí, creyendo que quizá la vería después. No sabía ni por qué estaba pensando en ella, pero, no podía evitarlo. Quizás era porque me hacía falta salir con alguna de las chicas que frecuentaba. Me olvidé del asunto y tal como lo hice el día anterior, observé por la ventana.
—¿Puedo sentarme, contigo? —cuestionó alguien, supe que se trataba de una chica por la voz, sin embargo, no imaginé que se tratara de ella, de la muchacha de los ojos verdes—. ¿Quieres uno? —preguntó, ofreciéndome una galleta cubierta de chocolate.
—Sí, gracias... —dije, tomando aquella cosa entre mis dedos, no era amante de las golosinas y eso parecía ser demasiado dulce.
—Me llamo Candy, ¿y tú?
«¿Candy?», me pregunté, evitando no reírme, porque esa chica era dulce de verdad. Tan dulce, ¡que su nombre era Candy!
—Yo me llamo Terry —contesté rápido—, bueno, en realidad es Terrence.
—Y el mío realmente es Candice, pero, Candy suena mejor, ¿no lo crees? Siempre me ha gustado más —confesó, con tanta seguridad que, me hizo sentir demasiada admiración.
—Sí, suena mejor —afirmé, porque de verdad lo sentía.
Al recordar ese día, me da un poco de pena, porque parecía que me había quedado mudo de repente. Candy hablaba y hablaba, yo en cambio, escuchaba sin saber qué decir.
—Nos vemos mañana, Terry —Me dijo de pronto, dejándome a solas en aquel asiento. Ella tenía que bajarse en la parada así que se apresuró para marcharse.
—¡Hasta mañana! —alcancé a decir, o más bien, alcancé a gritar, porque todo el autobús me escuchó.
Recuerdo que Candy volteó de nuevo y me sonrió emocionada. Eso me bastó para seguir mi camino, con un inaudito ánimo.
Desde luego, el trabajo seguía apestando; apestó todo el verano, pese a ello, no me importó demasiado, porque Candy y yo nos veíamos cada día, en la parada de autobuses. Alguna veces compartíamos almuerzos, otras platicábamos y así, creamos un gran vínculo, que al menos yo, nunca había experimentado.
Mi actitud debió haber sufrido un drástico cambio, porque mi padre notó “algo raro” en mí. No dijo nada, pero lo escuché decir: «Quizás está madurando». Mi mamá era más observadora y evidentemente emocionada, mencionó: «Tal vez, conoció a una chica».
Me divertí mucho escuchando sus teorías, porque, de alguna manera, ambos tenían razón... A mis 17 años, me sentía más maduro y, además, había conocido a una chica maravillosa, que me robó el corazón. Alguien, quien a pesar de las dificultades, se convertiría en el amor de mi vida… la única mujer a la que he amado y a quien, estoy seguro, amaré por siempre.
Me costó mucho trabajo reconocerlo, pero, después del sermón que me dio mi padre, estuve tan avergonzado de mí mismo, que automáticamente, admití el error cometido. Conducir el automóvil, sin permiso, había sido lo más tonto que pude haber hecho.
El Porsche de mi padre, había regresado intacto. Dios sabe que hasta estudié las distancias, para que el kilometraje no subiera de forma dramática y que, en términos generales, fui en extremo cuidadoso con aquel “tesoro” de la familia. Lo estacioné de vuelta en el garaje, tan magistralmente, que hasta me sentí orgulloso. Todo había sido perfecto.
«Soy un genio», pensé, al tiempo que atravesaba el jardín y me dirigía hacia la casa.
¿Quién iba decir que, mis juiciosos padres, estaban observándome, desde el pórtico del atelier? ¡Se suponía que ellos no llegarían a casa, sino hasta el fin de semana!
Está de más decir que, el alma, se desprendió de mi cuerpo, cuando escuché la voz de mi padre, él me sorprendió, hablándome, mientras yo caminaba como si nada. Desde ese preciso momento supe que estaba metido en un gran problema y que el castigo, por haber conducido el Porsche, sin supervisión, sería muy duro.
«Adiós a las vacaciones de verano», dije, porque casi estaba seguro de que mi padre, me obligaría a trabajar con él, en la oficina... ¿qué puedo decir? ¡En aquel entonces, era un tonto niño ingenuo! Pues evidentemente, el castigo no podía ser tan simple. Papá fue quien seleccionó el empleo de verano, platicó con uno de sus clientes: un hombre que tenía un importante almacén, al otro lado de la ciudad y así, sin más, me anunció que pasaría mis vacaciones, trabajando en aquel lugar.
El empleo, era como la descripción del infierno. Mi padre dijo que tendría que estar encerrado en una bodega, capturando datos, ¡en pleno verano! con todo ese calor insoportable. El lugar estaba muy lejos de nuestra zona residencial y él no me llevaría, ni tampoco iría por mí... yo tendría que, esperar un autobús en la parada más cercana, todos los días, hasta culminar con aquella misión que se me había sido impuesta.
—Fue muy irresponsable de tu parte, Terrence —expresó la voz de mi padre, después de varios minutos de incómodo silencio.
—Sí, Richard. Lo entendí desde la primera vez que me lo dijiste, no te preocupes, no soy tan estúpido como piensas —contesté sintiendo que la molestia invadía cada poro de mi cuerpo.
—Lo repetiré las veces que sea necesario —anunció él, observándome de soslayo—. ¿Tienes idea de cuántos jóvenes mueren al año, debido a una imprudencia como la que tú cometiste?
—Supongo que mueren muchos —repliqué con simpleza, pues no estaba interesado en volver a lo mismo.
—No quiero que seas parte de una estadística, ¿entiendes?, ni tú madre, ni yo queremos eso —dijo Richard, mientras yo vislumbraba la, no muy inspiradora, parada de autobuses.
El automóvil se estacionó a un costado y yo, me preparé para salir. Claro, lo hice no sin antes, lanzar el comentario desagradable que tenía guardado...
—¿Sabías que cada año se presentan 500,000 accidentes de autobús? —cuestioné, mostrándole una sonrisa burlona, pues sabía que estaba escandalizándolo—. Esperemos que yo no sea parte de esa estadística, ¿verdad padre?
—Esperemos que no, hijo... —respondió papá. Él ya estaba acostumbrado a mis impertinencias, así que se mostró imperturbable. Me seguía la corriente, porque no quedaba más por hacer.
—Mas vale que no me ocurra nada, porque te quedarías sin un heredero —dije al tiempo, que bajaba del auto.
—Dios sabe que el humor negro, es lo tuyo —replicó mi padre, mirándome con severidad—. En fin, vendré por ti, cuando la jornada termine. Cuídate, por favor —pidió mientras yo le hacía una seña y me alejaba del vehículo—. ¡Te olvidas del paraguas! —gritó él, haciendo que yo regresara.
—Gracias, papá... —Me despedí, sintiéndome más tranquilo. Yo me había buscado ese problema, así que lo mejor era dejar de quejarme—. Te veré en la tarde —agregué, para tranquilizarlo y no dejarle preocupado.
Después de varios años, Richard Grandchester, me confesó que ese día se sintió fatal. El clima estaba empeorando y “su querido niño tenía que esperar por el autobús”, me dijo que le rompió el corazón hacerme eso, pero, que era algo que tenía que hacer. Ahora lo comprendo perfectamente... ¿de qué otra forma, yo entendería que estaba mal lo que hice? Me aproveché de la confianza que mis padres me otorgaron. Eso, no fue correcto.
Al final no todo fue tan malo, porque, aquel día en la parada de autobuses, inició una nueva etapa de mi vida, una que, de hecho, me había negado a vivir.
Aún recuerdo cómo inició todo...
La lluvia comenzó a caer, justo después de que mi padre se fue. El autobús estaba retrasado así que, no había otra opción mas que esperar. La gente que, aguardaba en la parada, se había aglomerado debajo del pequeño techo. Yo en cambio, me alejé un poco, porque con el paraguas me podía proteger perfectamente.
A unos cuantos pasos de mí, se encontraba una chica, una que no había alcanzado a colocarse debajo del techo... «¡Demonios!», pensé, al verla intentando cubrirse con una bolsa de plástico. Era justo lo que me faltaba, para perder mi pequeña dosis de paciencia, no obstante, no pude evitar acercarme a ella y pedirle que compartiéramos el paraguas.
—¿En serio? —cuestionó la chica, como no creyendo lo que le decía.
—Sí, ¿por qué te mentiría? —expresé, mirándola con atención... sin duda, ella era lo más extraño que había visto en la vida. Usaba un feo uniforme, parecía que su peor enemigo lo había confeccionado, además, era mucho más bajita que yo, así que me sentía como un troll a su lado. En ese instante, no reparé en su aspecto físico, porque no hubo mucho tiempo para hacerlo. El inoportuno autobús llegó, dejándonos sin oportunidad de nada.
—Gracias, has sido muy amable... —Me dijo, volteando para mirarme directo a los ojos, sus ojos eran tan verdes que me impresionó verlos... ciertamente, jamás había visto unos como esos.
Esperé a que ella subiera y enseguida, subí yo. No sé por qué, pero, la seguí con la mirada, la observé sentarse junto a una mujer de la tercera edad y me lamenté por saber que el único asiento libre, estaba muy lejos. Caminé por el angosto pasillo que dividía las dos fijas de asientos, lo hice, sin mirar en dirección a la chica, a pesar de eso, pude sentir que ella sí me miraba. Me senté en mi sitio y me dediqué a ver por la ventana, no había más por hacer en 45 minutos de trayecto... La chica se bajó antes que yo, entonces, supe que trabajaba en una heladería.
«Me gustan los helados», admití , mientras la observaba entrando a ese lugar... «Y también me gustó ella...», añadí, sonriendo y sintiéndome mucho más animado.
Por supuesto, el empleo de verano era horrible. Yo nunca me llevé bien con el trabajo de oficina, sin embargo, regresé a casa con una actitud que dejó anonadada a mi madre.
—Terry, cariño... —mencionó, con emoción—. ¡Gracias a Dios estás aquí! Este diluvio se ha vuelto insoportable, ¿no te mojaste? —preguntó quitándome la chaqueta, para asegurarse de que el agua, no me hubiera tocado.
—Me mojé los zapatos, pero no es nada... —contesté, sonriéndole.
Eleanor miró a mi padre, de una manera que, indicaba lo molesta que estaba. No le dijo nada, mas, cuando yo subí a mi habitación la escuché quejándose.
«Si nuestro hijo se enferma, será tu culpa», mencionó ella, mientras que mi padre respondió:
«Ellie, nadie se enferma por un poco de agua en los zapatos, relájate, todo está bien.»
Al día siguiente, el sol iluminó el cielo, con demasiada intensidad y yo, bueno, yo llegué a la parada de autobuses a la misma hora que el día anterior. Observé, atento, a las personas que esperaban el transporte, mas, para mi mala suerte, la chica de los ojos verdes no estaba.
Subí, creyendo que quizá la vería después. No sabía ni por qué estaba pensando en ella, pero, no podía evitarlo. Quizás era porque me hacía falta salir con alguna de las chicas que frecuentaba. Me olvidé del asunto y tal como lo hice el día anterior, observé por la ventana.
—¿Puedo sentarme, contigo? —cuestionó alguien, supe que se trataba de una chica por la voz, sin embargo, no imaginé que se tratara de ella, de la muchacha de los ojos verdes—. ¿Quieres uno? —preguntó, ofreciéndome una galleta cubierta de chocolate.
—Sí, gracias... —dije, tomando aquella cosa entre mis dedos, no era amante de las golosinas y eso parecía ser demasiado dulce.
—Me llamo Candy, ¿y tú?
«¿Candy?», me pregunté, evitando no reírme, porque esa chica era dulce de verdad. Tan dulce, ¡que su nombre era Candy!
—Yo me llamo Terry —contesté rápido—, bueno, en realidad es Terrence.
—Y el mío realmente es Candice, pero, Candy suena mejor, ¿no lo crees? Siempre me ha gustado más —confesó, con tanta seguridad que, me hizo sentir demasiada admiración.
—Sí, suena mejor —afirmé, porque de verdad lo sentía.
Al recordar ese día, me da un poco de pena, porque parecía que me había quedado mudo de repente. Candy hablaba y hablaba, yo en cambio, escuchaba sin saber qué decir.
—Nos vemos mañana, Terry —Me dijo de pronto, dejándome a solas en aquel asiento. Ella tenía que bajarse en la parada así que se apresuró para marcharse.
—¡Hasta mañana! —alcancé a decir, o más bien, alcancé a gritar, porque todo el autobús me escuchó.
Recuerdo que Candy volteó de nuevo y me sonrió emocionada. Eso me bastó para seguir mi camino, con un inaudito ánimo.
Desde luego, el trabajo seguía apestando; apestó todo el verano, pese a ello, no me importó demasiado, porque Candy y yo nos veíamos cada día, en la parada de autobuses. Alguna veces compartíamos almuerzos, otras platicábamos y así, creamos un gran vínculo, que al menos yo, nunca había experimentado.
Mi actitud debió haber sufrido un drástico cambio, porque mi padre notó “algo raro” en mí. No dijo nada, pero lo escuché decir: «Quizás está madurando». Mi mamá era más observadora y evidentemente emocionada, mencionó: «Tal vez, conoció a una chica».
Me divertí mucho escuchando sus teorías, porque, de alguna manera, ambos tenían razón... A mis 17 años, me sentía más maduro y, además, había conocido a una chica maravillosa, que me robó el corazón. Alguien, quien a pesar de las dificultades, se convertiría en el amor de mi vida… la única mujer a la que he amado y a quien, estoy seguro, amaré por siempre.
Relato inspirado en: "Bus Stop" by The Hollies
Si llegaron hasta aquí, ¡muchas gracias por leer! Es un gusto estar nuevamente con ustedes, después de 4 años de no participar en este evento 
Espero que me acompañen en este proyecto, consistirá en una serie de memorias de nuestra pareja favorita, ¡saludos y nos leemos pronto!
Espero que me acompañen en este proyecto, consistirá en una serie de memorias de nuestra pareja favorita, ¡saludos y nos leemos pronto!
Me encantó 
es un honor para nosotras que pertenezca a Bandoleras De Terry. 
Que bonito fue ese encuentro, donde con la convivencia, nació el amor verdadero 
, desde ahorita siguiendo tu linda historia 
