Ese Novio Es Mío!
By. Jari Grand
Art. Cici Grandchester
—Si alguno de los presentes conoce algún impedimento para que está unión se celebre, que hable ahora... o calle para siempre.
La novia, cuyo rostro estaba cubierto por un velo de tul, contuvo el aliento ante las palabras del juez. Pasados unos segundos mientras exhalaba de alivio, una potente voz sonó a su espalda.
—¡Yo me opongo!
Los murmullos de sorpresa y consternación opacaron la exclamación ahogada de la mujer vestida de blanco, su mano aferrada a la del hombre con el que desde hacía tiempo soñaba formar una familia.
—¡Silencio! ¡Silencio, por favor! —El juez, acostumbrado a este tipo de situaciones, fue el primero en recobrar la compostura. No así la novia, cuya mirada llena de lágrimas y desesperación atestiguaba lo destrozada que se sentía.
El repiqueteo de unos tacones resonó en medio de los cuchicheos de los invitados. Paso a paso, la persona que acababa de detener la boda, se acercaba al frente del salón. Las conversaciones se detuvieron unos segundos cuando la gente sentada a los lados del pasillo reconoció a la persona que, sin prisa, avanzaba por este.
—Señor juez, por favor, continúe. —La madre de la novia, una mujer delgada, de estatura media y entrada en la cincuentena, se acercó al hombre. Sus pechos, apenas contenidos por el generoso escote de su vestido, subían y bajaban agitados.
—Lo siento, señora, pero no puedo obviar el protocolo. Si existe un obstáculo para este matrimonio debo saberlo y actuar en consecuencia.
La mujer dedicó a su hija una mirada nerviosa y luego se dirigió al hombre de pie junto a ella.
—Terrence, por favor, di algo.
Terrence, el novio de esta boda, permanecía callado; ajeno al nerviosismo de su suegra y de la mujer que sostenía su mano como si su vida dependiera de ello, no sé atrevía a girarse y comprobar que la voz que acababa de escuchar no era producto de su imaginación.
—Señorita. —La voz del juez atrajo la atención de los presentes—. Si es verdad que conoce un motivo de peso para que esta boda no se celebre, dígalo ahora, por favor.
La mujer detuvo su andar poco antes de llegar al arco de flores bajo el que estaban parados los novios y el juez. Traía el pelo enmarañado, como si hubiera estado expuesta a un fuerte viento. Su vestido de color azul eléctrico lucía arrugado, uno de los tirantes caía por su brazo. Su aspecto desaliñado contrastaba con la elegancia con la que todos vestían.
—Sí, lo tengo. —Su voz clara y firme sin rastro de titubeo.
—Dígalo entonces —animó el juez.
Sin embargo, ella no habló. No de inmediato. Retomó su andar hasta colocarse detrás de la pareja. Tras unos segundos extendió las manos y, sin que nadie lo esperara, rompió la unión de las manos de los novios.
2 / 3
—¿¡Qué estás haciendo, sinvergüenza!? —La madre de la novia se apresuró a sostener el tambaleante cuerpo de esta. En su mente, buscaba mil maneras de impedir que la mujer destruyera la felicidad de su hija.
—Lo que debí hacer esa noche que le salvé la vida a ella. —La señaló con un movimiento de la cabeza, su mano derecha sustituía a la de la novia en la palma de Terrence.
—Lo prometiste —susurró la chica vestida de blanco.
La mujer la escuchó, pero la ignoró. No dispuesta a honrar una promesa de la que la joven no era merecedora.
—Terrence no puede casarse con la señorita Marlowe porque...
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡No voy a dejar que me lo quites! —Susana Marlowe, la novia de esta boda, quiso abalanzarse sobre la mujer que hacía unas semanas le prometió que se iría para siempre de la vida de Terrence.
—No necesito tu permiso para llevarme a mi esposo.
El «oh» susurrado de los invitados retumbó en el salón.
—¿Qué está diciendo, señorita? —En ese punto, el juez estaba más que intrigado por la trama que presenciaba.
No obstante, el más sorprendido era el «esposo».
—Esposo —susurró para sí, sin poder creerlo.
—Este hombre es mi esposo, señor juez, por lo tanto no puede casarse con nadie más.
El juez desvió la mirada hacia el bígamo frente a él.
—¿Es esto cierto, señor Graham?
—¡Mentira! ¡Es una vil mentira! —Quien respondió no fue Terrence.
—Señorita Marlowe, es el señor Graham quien debe responder.
—¡Terry, dile! ¡Dile que está mintiendo!
—¿Cariño? —Terrence miró la dulce sonrisa que la joven le dedicaba y por instinto también sonrió.
—Candy...
—Perdóname, Terry. Me equivoqué. — La que pedía perdón no era Candy, sino la señorita Marlowe.
—¿Señor Graham? —insistió el juez.
—Lamento hacerle perder el tiempo —respondió al fin.
—Terry, ¿qué dices? —Susana estiró la mano para tomarlo del brazo, pero Candy se interpuso.
—Lo siento, Susana. —Terrence miró a la joven con remordimiento—. Me haré cargo de todo lo que necesites, pero la boda no puede continuar.
3 / 3
Al obtener la respuesta que buscaba, Candy se apresuró a arrastrarlo fuera de la iglesia. Los murmullos de la gente los siguieron mientras recorrían casi corriendo el pasillo.
Afuera, un caballo pifiaba. Candy se detuvo frente a este y luego urgió a Terrence para que lo montara.
—¿Un caballo, Candy? Al menos hubieses conseguido uno con más carne, no creo que este pobre animal pueda con los dos.
El equino, de pelaje rojizo y con las costillas resaltando sobre la piel, lucía un tanto descuidado.
—No lo menosprecies. Es bastante rápido, sin él no habría llegado a tiempo y ya estarías casado con Susana. —La última frase fue dicha con un tinte de reclamo.
—Si no te hubieras ido esa noche no habrías tenido que venir a impedir ninguna boda —contratacó él.
Terrence agarró las riendas del animal y montó de un salto.
—Si no me hubiera ido esa noche, todavía estarías pensando cómo resolver la situación y no habría descubierto que todo era un ardid de las Marlowe. —Cruzó los brazos, indignada.
—¿Ardid? ¿Qué ardid? —preguntó confundido.
—¡Terry! ¡Terry! —El llamado de Susana se escuchaba cada vez más cerca.
—Ven, esposa mía, sube antes de que llegue. —Le tendió la mano para ayudarla a montar delante de él.
—¿Esposa? ¿Qué esposa? —Candy, aunque molesta, tomó su mano y trepó al caballo—. Solo lo dije para que no arruinaras tu vida casándote con esa mentirosa —aseguró mientras se acomodaba.
Terrence la rodeó con sus brazos para dirigir las riendas.
—No te preocupes, mi amor, yo me encargaré de hacerlo realidad —murmuró tras posar un sonoro beso en su mejilla.
Para su pesar, Candy se sonrojó.
—¿Quién dijo que estaba preocupada? —se cruzó de brazos, con la espalda erguida, pero la orgullosa pose no le duró mucho. Terrence lanzó a galope el caballo y la inercia la hizo derrumbarse sobre el pecho de su marido de mentiras.
En la puerta del salón, la señorita Marlowe observó a los jinetes que se alejaban, llevándose con ellos la felicidad que quería para ella y que estuvo a punto de robar.
Fin…