Bandoleras
By Rossy Castaneda
By Rossy Castaneda
La hora del té era sin duda el mejor momento para esparcir chismes de la gente, y eso lo sabían muy bien las mas cotillas de todas las habitantes de cierto condado de Londres.
Dichas damas, se encargaban de esparcir los rumores y los hechos de todos los habitantes sin importarles si estos eran ciertos o no, o eran justos o negativos. Muchos decían que una era la reencarnación de Feme, diosa del cotilleo, la otra de Eris, diosa de la diacordia y la última la reencarnación de Mercurio, dios de la elocuencia.
A pesar de ser tan chismosas y provocar desórdenes y malentendidos entre las damas presentes, el ser damas de alta sociedad, les permitía ingresar a todas las tertulias que se organizaban.
Parecía que tenían un par ojos en sus espaldas y una lengua por cada ojo que repetía sin cesar todo lo que escuchaban y veían.
Ellas eran unas mujeres tan chismosas que a todos sin importar estatus social, les inventaban una historia de su vida. Decían cosas feas, falsos testimonios que perjudicaban la reputación de sus víctimas.
No se ocupaban de sus deberes como esposas, ni sabían en dónde estaban sus esposos y sus odiosos hijas, ni mucho menos que hacían.
¡Por Dios del cielo! No era para nada descabellado asumir que a aquellas mujeres no pegaban el ojo por la noche, y si lo hacían, maquinaban el chisme del día siguiente mientras sus cuerpos reposaban.
Su poder de hacer grande lo pequeño y pequeño lo grande las hacía peligrosas, y algunas damas que al principio se mostraban reacias a sus relatos, terminaban tomando como cierto todos sus argumentos, por la seguridad con la que los decían. Y otras, aún cuando sabían que eran unas chismosas, se enemistaban y peleaban entre ellas por las cosas falsas que decían.
En fin, pasaban todo el día imaginando una historia dañina para exponerla a la hora del té, la cual esperaban con ansias para contar algo que según ellas se habían enterado, y esa tarde no fue la excepción.
—¡Ay Por Dios! ¿ya se enteraron de las barbaridades que ha hecho Lord Terrence Granchester, en lo va del año? —cuestionó la más cotilla de las tres, captando la atención del grupo de damas con quienes compartia el té.
—Es indignante que con el título que ostenta se comporte de esa manera tan escandalosa —secundó la otra —lo mejor que podría hacer, es no presentarse más a la fiesta esa que ofrecen cada año en donde cientos de jovencitas se presentan solo para verlo —apretó los labios, para luego sorber el contenido de su tasa.
—Ciertamente, no entiendo por que razón las organizadoras le permiten la entrada —la tercera arrugó la nariz en un claro gesto de repugnancia —dudo mucho que ese muchachito de la talla, se la pasa en las casas de apuestas, bares y burdeles de la zona roja de Londres —hizo un gesto con sus manos para que se acercaran a ella —ha cambiado hasta sus gustos —sus ojos se abrieron desmesuradamente —se pasea con hombres —abanicó su rostro con indignación.
—¿Y ustedes como saben eso, quien se los dijo? Cuestionó una joven de cabellera rubia rizada y ojos tan verdes como las mismísimas esmeraldas, sin escandalizarse siquiera por las palabras de aquella chismosa mujer. Bajo su ya estudiada sonrisa cortés, la chica ocultó el fastidio que le provocaba aquella absurda historia.
—Se dice el pecado, mas no el pecador —respondió una de ellas abanicando su rostro varias veces incrédula que alguien cuestionara de aquella manera lo que acababan de decir.
Al escuchar aquellas palabras, otra joven de cabellera negra lacia giró ligeramente su rostro, miró a otro pequeño grupo de discretas damas y todas rodaron los ojos. Sabían de primera mano que aquel trio de cotillas se la pasaban inventando historias de todo los habitantes de la region, y Lord Terrence, Marquez de Granchester era su blanco en esa ocasión.
—Señora Marlowe, señora Leagan, en vista que les encanta esparcir rumores, vengan —las llamó la joven rubia —allá afuera hay un chisme fresco que puede interesarle a ambas —abrió su abanico y lo colocó a la altura de la barbilla para ocultar la sonrisa que se dibujó en sus labios. No cabía duda que lo que decían en los campos Londinenses era cierto.
“El mono deja de ver su cola por ver la ajena” —recordó. Pero todo cambiaría esa tarde; se les había llegado la hora de recibir una porción de su propio veneno, a aquel par de cotillas.
Mientras ellas esparcían rumores sobre los demás, sus hijas hacían de las suyas en el jardín y de eso fueron testigo todas las damas presentes.
—No cabe duda que un pueblo chico se convierte en un infierno grande —la señora Hamilton sonrió al ver el rostro desencajado de sus compañeras de cotilla.
Tras el espectáculo que sus hijas estaban ofreciendo, el camino para que su hija Flammy se quedara con el marqués de Granchester, quedaba libre, o eso pensaba antes de ver como esta salía de detrás de unos arbustos junto Daniel Leagan. Abrió ampliamente los ojos, la falda del vestido de la muchacha estaba arrugada y su cabello completamente alborotado.
—Saben, bellas damas —Candice se acercó a ellas —antes que ustedes tres se juntaran para crear chismes, en la hora del té reinaba la paz, la armonía y el amor —las miró una a una —la verdad no entiendo como siendo tan diferentes —tomó una bocanada de aire, dejó escapar este ruidosamente y continuó —pueden ser tan amigas.
—Usted, señora Marlowe —se dirigió a ella —tiene unos ojos tan curiosos, capaz de ver lo que nadie más ve, y le encanta ser vista por los demás.
—Usted señora Leagan, —giró ligeramente el rostro en su dirección —a pesar de los años, es una mujer muy hermosa y con mucha elegancia, sin embargo, no necesita de una chalina para resguardar su cuello de los vientos fríos, puesto que puede perfectamente utilizar su lengua para tal menester.
—Y usted, señor Hamilton —la miró con severidad —es la mayor de las tres, la mas moralista de todas, pero tiene dos defectos insuperables —suspiró —su cerebro no funciona como debe y repite todo cuanto estas dos cotillas dicen —las señaló.
—¿Como te atreves a faltarme el respeto de ese modo, mocosa insolente? —replicó la señora Hamilton roja de cólera —¿Es esa la educación que te dan en casa?
—Mi sobrina no le ha faltado el respeto en absoluto —replicó con toda tranquilidad Emilia Elroy, llamando la atención de todas las damas presentes —ya era hora que alguien las pusiera en su sitio —dijo tras sorber té de su tasa —en vez de estar pendiente de los demás viendo la paja en sus ojos, deberían de preocuparse por sus propias vidas y sacar la viga de los suyos y concretar el matrimonio de sus hijos que hoy han dado un vergonzoso espectáculo frente a todas nosotras.
Candy sonrió al escuchar a su tía respondiéndole de aquella manera a aquel trio de chismosas que enmudecieron por su intervención.
Generalmente, Emilia Elroy Ardley, una mujer severa y discreta solía ignorar al trio de cotillas, pero en esa ocasión se vio obligada a abrir su boca para defender a su sobrina cuando fue cuestionada por la educación que recibía en casa.
—Gracias, Tia Elroy —Candy la abrazó.
—No me agradezcas y mejor deja de perder el tiempo y acepta de una condenada vez la propuesta de ese muchacho, o los chismes de ese trio de cacatúas se volverán ciertos —le susurró al oido
—Ni Dios lo quiera —respondió la joven sonriendo.
Emilia Elroy reprimió un bufido. Ella tenía sus medios para enterarse de lo que era de su interés.
Tras descubrir a su sobrina escapándose de la casa por la ventana de su habitación a mitad de la noche vistiendo ropa masculina y una capa negra, le encomendó a uno de los criados que la siguiera discretamente.
Cuando Tom vino a ella y la puso al tanto de lo que descubrió, la estricta mujer palideció, pero se relajó cuando el muchacho le contó que el grupo de jóvenes no estaban solas en todo aquello, que Lord Granchester era el cabecilla y aguardaba por ellas en la zona roja de la cuidad para posteriormente dirigirse a los lugares mas marginados de la ciudad.
Al final, Emilia Elroy terminó riendo y con el pecho inflado de orgullo.
Mientras aquel trio de cotillas cuidaban la viña ajena, descuidaban la suya, dejándola a merced de las aves de rapiña.
Si tiempo atrás, le hubiesen dicho, que su sobrina Candice, sus amigas y aquel apuesto joven de ojos azules como la profundidad del océano, eran las temidos bandoleros que se habían levantado en la ciudad para robar a los libertinos caballeros de la alta sociedad que derrochaban sus fortunas en bares, burdeles y casas de apuestas, y lo repartían entre los más pobres y desvalidos, no les hubiera creído.
Fin
Gracias por leer
Última edición por RossyCastaneda el Dom Abr 03, 2022 4:26 pm, editado 1 vez (Razón : Corrección)