sólo es de Mimicat.
Esperando que les guste,
Le habìa dado innumerables vueltas al concepto ese de “pesado”. Èl pasaba sus dìas pensando. Le encantaba estirar, encoger, ver por arriba y por abajo, dar otra ronda a su idea y, cuando habìa sacado algo en limpio, poner manos a la obra.
Habìa comprendido, hacìa mucho, que la chica a la que èl realmente amaba, nunca serìa para èl como èl lo anhelaba. Habìa tenido que renunciar a ella en màs de una oportunidad y, con cada renuncia, algo dentro de èl se iba solidificando… pesando cada vez màs.
Y cuando algo va solidificàndose y pesando cada vez màs dentro de uno mismo, pueden ocurrir dos cosas: o uno se endurece por ese peso o uno se hace màs fuerte. Y él habìa decidido volverse fuerte porque no estaba solo. Habìan demasiadas personas a su alrededor como para darse el lujo de, o endurecerse o darse por vencido o ceder a sus impulsos egoìstas.
Esa era la consecuencia principal de ser el mayor de los hermanos: aprender a no ser egoísta. Amaba a su hermano como a nadie… bueno, no, habìa alguien màs a quien le habìa entregado su corazòn pero ese alguien se habìa ido hacìa tiempo, llevàndose parte de sì mismo con èl.
Y Archie era tan delicado por dentro a pesar de su fachada de niño consentido y mimado -que sì lo era, ¿para què vamos a negarlo?-, pero su corazòn tambièn se habìa partido y Anthony se habìa llevado parte de èl consigo tambièn. Ambos lo sabìan, eso de que Anthony era especial. Màs especial que ellos dos y por eso, ambos sabìan tambièn que, a pesar de estar enamorados los tres de la misma chica, las cosas estaban claras entre ellos y era Anthony a quien ella habìa elegido.
Renunciar a Candy habìa sido la cosa màs difìcil que ambos habìan tenido que hacer hasta ese momento en sus cortas vidas. Y esa decisiòn habìa pesado. Mucho. Era un peso que Stear llevaba a diario en su corazòn: la renuncia. Èl, que preferìa retocar, remachar, reparar, componer, parchar, soldar, pegar, clavar, atornillar o hacer lo que fuera, con tal que sus inventos funcionaran, habìa tenido que renunciar sin màs, al amor de Candy.
Frecuentemente se le ocurrìan escenarios que dejaba inconclusos por considerarlos indignos de todos los involucrados en la situaciòn. Se le iba la mente pensando en Candy y él cuando trataba de esforzarse en algo y casi se veìa a sì mismo lazando los pensamientos como si de novillos se trataran para regresarlos al rebaño. Hasta que un dìa no pudo màs.
Ese dìa decidiò que iba a hacer algo para ella. Algo que jamàs habìa hecho para nadie y que jamàs repetirìa. Algo que iba a tomarle todos esos pesos que guardaba en el corazòn y que harìa que de ellos, naciera algo bello y ùnico como ella misma.
Reuniò los materiales, porque aquellos pesos que abarrotaban su corazón, debían transformarse en algo material. Metal, madera, piedra. Tenìa que ser lo mejor que creara porque era para ella. Delicado, como ella. Etèreo, como ella. Suave y dulce, como ella. Y que contuviera todo ese amor que èl guardaba dentro de su corazòn, por ella. Todo el amor que Anthony sentìa por ella. Todo el amor que Archie, sentìa por ella y todo el amor que ninguno de ellos tres, podrìan vivir con ella.
Creò con sus propias manos, una preciosa cajita y dentro de ella, una melodìa tan ùnica como ellos cuatro. Como èl mismo, como Anthony, como Archie y como Candy. Y resumiò, en treinta notas, todo el amor que los tres sentìan por ella. Toda la felicidad que ella habìa llevado a sus vidas, toda la alegrìa que ella les habìa proporcionado con su risa, con sus ojos, con cada una de sus palabras y sus gestos. Con la dulzura que ella los habìa hecho conocer. Con su ternura y, por què no decirlo, con su testarudez tambièn.
Pasò dìas inclinado en su mesa. Archie revoloteaba a su alrededor hacièndole mil preguntas que Stear respondìa con un “Mhjhm” o algùn sonido parecido un gruñido u otro tèrmino inteligible.
“Pero dime què es, Stear”, decìa Archie muerto de la curiosidad, “es tan pequeño…”
“Mmjmm…”
Archie lo encontrò un dìa, dormido sobre la mesa de trabajo, con una preciosa cajita de madera blanca con incrustaciones de alguna piedra veteada verde frente a él.
Sacudiò, carente de cualquier ceremonia a Stear, hasta que este despertò, sintiendo que lo arrancaban de otra dimensiòn.
“¡Dios mìo, ¿què pasa?!”
“¿Què es eso que tienes allì?, preguntò Archie, señalando con un elegante dedo ìndice a la cajita.
Stear se recompuso los lentes, mientras se acariciaba la mejilla donde tenìa impresos los botones de la manga de su camisa.
“¿Para eso me despiertas, Archie?”, inquiriò Stear viendo con ojos neblinosos a su hermano.
“Has estado trabajando dìas en eso. Me has dejado màs de cien veces con la palabra en la boca. Has estado desvelàndote semanas. No has comido. No has dormido. Pensè que serìa un invento monumental. El mejor de tu vida. ¿Y es una cajita?”, dijo Archie encarcando escépticamente una ceja.
Stear lo mirò mientras sus ojos se llenaban de làgrimas. El corazòn de Archie dio un vuelco pero antes de que pudiera decir nada, su hermano tomò la cajita en sus manos y, abrièndola, la melodìa màs maravillosa que Archie habìa escuchado en toda su vida, empezò a sonar.
No supo còmo ni por què, pero gruesas làgrimas empezaron a rodar por sus mejillas. La mùsica tenìa algo. Algo tan sublime, tan hermoso, tan fuera de este mundo que desnudò el corazòn de Archie sin la màs mínima vacilaciòn.
“La he nombrado 'La cajita de la felicidad'”, dijo Stear con un hilo de voz. “Es un regalo para Candy”.
Los dos hermanos se vieron fijamente a los ojos. Y en esa mirada, Archie comprendiò todo lo que Stear sentìa. Lo que èl mismo sentìa. Lo que Candy no sentìa y lo que Anthony habìa sentido. Toda la desesperanza que ambos sentìan y todo el amor que ellos no podìan darle a ella. Archie comprendiò todo lo que Candy representaba para los tres porque ambos, èl y Stear, habìan cedido su corazòn a Anthony, primero y a ella, despuès.
Y Archi comprendiò el por què de las noches de desvelo. De los monosìlabos de su hermano. De las horas interminables inclinado sobre su mesa de trabajo, sin comer ni dormir. Y Archie, tambièn comprendiò el por què del nombre que su hermano le habìa dado a su invento. “La cajita de la felicidad”.
Inclinàndose sobre èl, rodeò sus hombros con sus brazos y depositò un beso en los enmarañados cabellos oscuros de su hermano. Y ambos, llorando como niños, comprendieron cuàn pesado puede ser el amor.