Expiación
Su primera mañana en libertad...
Candy le echó un vistazo a la celda de nuevo, la había dejado tal cual la había encontrado tres años atrás, de las paredes grises arrancó las fotografías y los dibujos que los niños de la casa de acogida le enviaron a través de este tiempo con el buen Albert, quien era por cierto la única persona a la que ella esperaba ver a las afueras del reformatorio cuando por fin las puertas de la libertad se abrieran para ella esa misma mañana.
Al escuchar la alarma del reloj despertador dio un brinco, la noche anterior no pudo conciliar el sueño y se puso de pie mucho antes de que el aparato cumpliera su función de despertarla, se sentía ansiosa con un nudo atándole el estómago, su cabeza seguía dando tantas vueltas como en las últimas semanas luego de recibir la orden del juez decretando su libertad condicional por buena conducta. Muchas preguntas se habían agolpado en su mente y en su corazón. A dónde iría era la primera de ellas, qué haría afuera para ganarse la vida, cómo comenzar de nuevo... suspiró profundo y tomó de la caja de libros su favorito: Mujercitas. Candy quería tener la entereza y la fuerza de Josephine, y conservar la poca dulzura que cree vive en ella como Beth. Quiere cambiar su vida como Amy, pero quiere llegar a amar como Margaret, aunque todos los sueños estén rotos, hay un atisbo de deseo en ella, como una chispa en la oscuridad que la ha rodeado todos estos años.
Mientras revisa en su interior en los pocos minutos que quedan para que una celadora venga a buscarla, repasa en silencio su corta vida, la que no ha sido fácil, antes de entrar ella era una chica llena de ira con una rebeldía que no le permitía contralar tal ira, molesta permanentemente con la vida, deseando que en algo le fuera benevolente. Pero la realidad fue otra y tuvo que enfrentarla con los duros acontecimientos que sobrevinieron sobre ella hasta llevarla a la cárcel.
—Candice ¿estás lista?
Escuchó desde el otro lado de la puerta de hierro que la separaba del pasillo central de las celdas. Entonces se levantó de la cama que estaba perfectamente hecha para dar los cortos pasos que la separaban de aquella puerta que sería la primera en abrirse para ella esa mañana. Tomó la caja con sus pocas pertenencias y se quedó parada en medio del pequeñísimo espacio.
¡Tú puedes Candy! —Creyó escuchar en su interior la voz de Jo.
—Estoy lista —dijo en voz alta y la puerta se abrió para ella. Sonrió tímidamente, volvió a respirar mientras sentía como el nudo en su estómago seguía apretándose y las piernas comenzaban a temblarle dando pasos vacilantes hacía el pasillo a donde debía detenerse para permitir que la celadora revisara la celda y le permitiera caminar de nuevo tras ella. Cerró los ojos antes de escuchar las voces de sus compañeras diciéndole adiós.
—¡Vamos a extrañarte ricitos de oro...! ¡tú puedes Candy...! ¡Adiós maldita perra! ¡no regreses nunca más demuéstrales de lo que eres capaz! —esa última era la voz de Martha la única verdadera amiga que dejaba en aquel lugar.
La celadora no encontró nada fuera de lo normal en la celda, así que con un gesto con la mano le indicó a Candy que podían continuar, así que caminó tras ella en silencio hasta la reja que separaba ese gran corredor del pasillo que conducía hasta otro pasillo por el que podían ir hasta el comedor, el patio, y las salas de distracción y clases. En los tres años que había permanecido allí ella nunca había atravesado más allá de esa reja, y ahora estaba a punto de salir a un espacio de oficinas que apenas recordaba de cuando llegó una mañana como esta, pero en medio de un frío invierno.
—Coloca la caja sobre la mesa —le ordenaron, mientras una celadora comenzaba a sacar uno a uno los libros, los dibujos, los cuadernos y revistas que guardó allí y eran su única posesión. —¿Qué son estos? —dijo la dura mujer hojeándolos.
—Mis anotaciones del curso de enfermería, revistas médicas y libros, regalos de un amigo —se explicó aún con miedo en la voz.
—Ya veo. Puedes ir a vestirte —la mujer sacó una bolsa plástica y transparente, la alargó hasta ella. Pudo ver perfectamente doblado un jeans, una blusa y tenis deportivos... gracias —dijo trémula sin saber quién o cómo le habían hecho llegar aquella ropa. Pasó al baño a solas y se quitó el uniforme, se vistió poco a poco con el corazón estrellándose contra su pecho, se recogió el cabello en una cola alta y salió con la ropa que le quedaba perfectamente, para recibir de nuevo la caja con sus cosas. En ese instante vio el reflejo de una puerta de vidrio, y atónita observó su figura en cuerpo entero después de mucho tiempo. Había cambiado, no quedaban rastros de la adolescente que entró a ese lugar con la etiqueta de culpable clavada en su frente.
—Firma —escuchó de nuevo y vio frente a sí en un escritorio unas cuantas hojas que debía firmar, lo hizo en silencio. Antes de terminar se acercó a ella la trabajadora social.
—Hola Candice.
—Hola señorita Cruz.
La cabeza de Candy seguía dando vueltas, una sensación de desasosiego se apoderaba de ella, tan absorta estaba en sí misma que no se dio cuenta que la señorita Cruz le pedía seguirla, parpadeó varias veces antes de concentrarse de nuevo y escuchar las palabras de aquella mujer que le hablaba con peculiar familiaridad y cortesía. Un tono bastante inusual en aquellas paredes que amenazaban con tragársela viva allí mismo, finalmente asintió y ahora la seguía hasta una pequeña oficina de paredes blancas y pocos muebles, apenas un escritorio y dos sillas.
—Te pregunté si sabes qué harás de ahora en adelante ¿pudiste pensarlo?
—Ah, no, ni siquiera sé a dónde iré.
—El señor Albert está afuera esperándote.
Escuchar aquellas palabras fueron como aire fresco para sus pulmones, después de todo no estaría sola con sus miedos, pensó.
—Si no tienes un lugar a donde ir puedes ir a la residencia de chicas ya hablamos de eso Candice, la idea es que puedas reinsertarte a la sociedad de nuevo, que consigas un trabajo, guardes buen comportamiento durante el próximo año y termines tu condena en paz. Después serás verdaderamente libre para hacer tu vida como mejor te plazca, comenzar de nuevo y no volver atrás.
Candy sintió con estas palabras como la bruma de su mente se disipaba. Ella sólo tenía que idear un plan para seguir adelante, sonaba muy fácil, y sabía que no lo era, pera al igual que su personaje favorito ella no desistiría de conseguir algo afuera que la motivara a continuar y afianzarse con sus fuerzas de ellos para recomenzar.
La conversación con la señorita Cruz fue vaga por unos minutos más, ella estaba demasiado conmocionada para seguirla y su interlocutora entendió aquello viéndolo como una señal para dejarla ir, poniendo toda su confianza en aquella muchacha que se había convertido en mujer en medio del más hostil de los ambientes.
—Bien, no tengo más nada que decirte... buena suerte Candice.
—Gracias señorita Cruz. En verdad le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Por favor, despídame de la señorita Lane. No tuve tiempo de visitarla ayer, dígale que no olvidaré ni sus consejos, ni todo lo que hizo por mí.
—Se lo diré, pierde cuidado.
Candy experimentó un hilo de dolor al dejar estas palabras para la señorita Lane, ella además de la señorita Cruz fueron las únicas personas que creyeron en ella mientras estuvo recluida. Primero la señorita Cruz la trató como humana, y luego la señorita Lane, la bibliotecaria, que puso el primer libro que leyó en sus manos, vio su potencial escondido bajo una superficie de chica rebelde y contumaz, descubriendo a una adolescente inteligente y lista de aprender. Ella la animó a continuar la escuela, terminar la preparatoria e inscribirse en el curso de enfermería para obtener el beneficio de la libertad condicional. Ambas se habían comportado como verdaderos ángeles en la tierra con ella, y por eso estaba más que agradecida. Cuando la puerta de ese lugar se cerrase tras de sí esa mañana, se llevaría el sabor agridulce de su estancia siendo ellas y Martha la única parte agradable para recordar, lo demás eran experiencias duras y amargas que también la habían moldeado para convertirla en la joven mujer que era ahora. Candy se detuvo en la puerta antes de salir y se giró para caminar de nuevo hasta la señorita Cruz, le sonrió con su mejor sonrisa y por primera vez le dio un abrazo.
—No voy a olvidarla —le dijo casi en un susurro.
—Yo tampoco a ti Candice. Pero no quiero verte nunca más ¿me entiendes verdad?
—La entiendo, gracias de nuevo.
—Ve y sé feliz.
Volvió a caminar hasta la puerta para salir de allí ya sin seguir a nadie, atravesó unas puertas más hasta llegar a un patio que poco recordaba, era la antesala a la salida del estructurado edificio. El sol chocó con su cuerpo acariciándolo con su luz y calor, ella elevó más el rostro y disfrutó de la sensación de sus mejillas pecosas expuestas a los rayos solares, cerró los ojos y volvió a sonreír, se encaminó hasta el último obstáculo entre ella y la libertad, y esperó que aquel portón se abriera para dar un paso al frente temeroso pero firme.
Lo primero que vio Candy fue la imponente y espigada figura de un hombre rubio con gafas oscuras y cabello hasta los hombros. No tardó en correr a sus brazos abiertos para refugiarse en ellos y recibir todo su calor. Albert era su único amigo incondicional, él único que no la abandonó en aquellos años tan aciagos.
—¡Bienvenida a la libertad!
—Albert.
—¿Lista para ir a casa?
—¿A casa? Albert ya no puedo ir a tu casa, ya no eres mi padre adoptivo temporal, soy una adulta. Ya estoy fuera del sistema de custodia adoptiva por si no lo recuerdas.
—Nada impide que puedas venir a casa conmigo, además ya preparé un lugar para ti.
—Tu casa es un hogar de acogida temporal, no crees que tendrás problemas por tener a una exconvicta allí con esos niños.
—No tienes a donde ir y los niños te esperan. Les he hablado de ti lo suficiente como para que ya te conozcan, no estarás mejor en otro lugar.
—La señorita Cruz dijo que podía ir a la residencia estatal de chicas.
—Hablé con tu oficial de custodia, y ninguna ley impide que vuelvas, así que no se diga más dame tus cosas y vayamos a casa y a la vida nueva que te espera.
Candy sonrió resignada, pero en el fondo aliviada de no tener que ir a otro lugar donde pudiera sentirse de nuevo encerrada, tenía que reconocerlo, su mejor opción era sin duda volver a la casa de Albert. Caminaron hasta el viejo auto de él. Albert guardó la caja con las pertenencias de ella en la cajuela y se dirigió a abrirle la puerta, cuando subieron ella no dudó ni un segundo en poner la vieja radio como lo hizo algunas veces en el pasado cuando iban de paseos los domingos. Allí estaba la misma estación del pasado, Albert era un hombre apegado, aunque nada convencional, al que le costaba un poco los cambios, y aferrarse a la misma estación radial por años formaba parte de esas manías, así como conservar el mismo auto por décadas. Candy volvió a sonreír, una sensación de confort la invadió con tan sólo encender la radio, de un impulso se arrimó más al cuerpo de Albert ya frente al volante y recostó su cabeza en su hombro. Cerró los ojos, y dejó que la música invadiera sus sentidos, era libre y por primera vez respiraba su libertad. Tenían una hora casi de camino por delante hasta Naperville.
—No vas a preguntarme qué hare ahora —dijo ella de pronto alzando el rostro.
—No, imagino que debes tener un plan y esperaba que lo compartieras conmigo cuando quisieras hacerlo.
—No tengo un plan, todo lo que sé es que no debo cometer las mismas estupideces que en el pasado, y comportarme como el sistema espera que me comporte para ser libre de verdad.
—Yo esperaba que pudieras descansar y adaptarte de nuevo a la vida aquí afuera para que pusieras un plan en marcha. No te quiero abrumar, pero hablé con Jimmy, te dará trabajo en la cafetería si así lo deseas.
Candy entornó los ojos, Jimmy era un viejo compañero suyo de hogares adoptivos, habían coincidido en al menos dos hogares temporales, el último de ellos y donde pasaron más tiempo juntos fue en la casa de Albert. El muchacho siempre tuvo un buen comportamiento, aunque se le podían contar unas cuantas travesuras juntos, pero con la conducción de Albert él había terminado la preparatoria y obtenido un trabajo decente en una cadena de cafeterías de la que ahora era gerente, sentía un gran aprecio por Candy, y no dudó ni un segundo en aceptarla ya que tenía una vacante.
—¿Hablas en serio?
—Sí, muy en serio, le dije que te diera unos días para que pudieras descansar y comenzarías con el trabajo.
—No necesito tantos días para descansar puedo comenzar a trabajar el lunes, mientras más rápido comience a hacer mi vida, más rápido pasará este año. Te lo agradezco, cuando tenga el dinero suficiente alquilaré un lugar...
—¿Y quién te está echando de casa?
—Albert necesitas el espacio para algún niño que te den.
—Tengo suficientes niños ahora, y también suficiente espacio por eso no te preocupes. Y si llega uno nuevo me las arreglaré.
Ella volvió a sonreír, así era Albert, él no había cambiado en nada. Así que volvió a recostarse en su hombro y cerró los ojos para tratar de dormir al menos un poco. Después de toda la excitación inicial sus parpados se habían vuelto pesados.
Albert la despertó llamándola suavemente, la movió otro tanto y Candy abrió los ojos para comprobar que estaban frente a la casa. Se estrujó los ojos y se movió en el asiento para acercarse a la puerta para abrirla y salir. Se paró frente a la casa mientras Albert sacaba su caja de la cajuela. Subieron las escaleras hasta el porche y entraron, todo estaba en inusual silencio.
—Todos están en la escuela —explicó él para justificar el silencio.
Candy se detuvo antes de seguir adelante, justo en el vestíbulo recorriendo con la mirada la sala del único lugar al que ella alguna vez llamó hogar. Todo continuaba igual, salvo por algunos detalles, todo estaba casi intacto a como ella lo recordaba.
¡Tú puedes Candy! —Creyó volver a escuchar en su interior la voz de Jo.
Yo puedo se dijo.
Subió las escaleras sin esperar las instrucciones de Albert, él sólo se quedó detrás mirando como ella iba subiendo escalón por escalón.
—Dormirás en la antigua habitación de los chicos —le dijo.
Ella conocía suficientemente bien esa habitación, allí una noche de verano había recibido su primer beso de parte de un chico llamado Tommy y que sólo había estado en casa de Albert tres meses antes de que su verdadero padre apareciera y se lo llevara con él a Cincinnati. Apenas entró a aquel lugar se sintió en casa, dejó la caja de sus cosas sobre una pequeña mesa y se dejó caer en la cama jalando luego la manta que la cubría para arroparse y tratar de volver a dormir, de un momento a otro ella experimentó como todos sus músculos se soltaron finalmente, como si todo su cuerpo hubiese abandonado un gran peso. Albert entró unos minutos después para ofrecerle algo de desayunar, pero ella sólo quería dormir y lo hizo durante toda la tarde hasta que el bullicio de los niños de vuelta desde la escuela logró despertarla.
—Oh despertaste pequeña.
La cálida y suave voz de Albert la envolvió en una sensación de confort y nostalgia como hacía tiempo no sentía. No había escuchado una expresión dulce dirigida más que de los labios de Albert. Sintió entonces que su corazón se inundaba, que en su garganta se acumulaban miles de palabras y que su cuerpo no lo resistiría más. Se acercó a él y se arrojó a sus brazos para sollozar ruidosamente. Él se quedó en silencio y le permitió llorar todo lo que ella creyera necesario. Con voz suave comenzó a consolarla.
—Ya pequeña... ya todo pasó... ahora estas en casa Candy.
—Albert arruinaron mi vida.
—No, no digas eso —Albert se separó de ella y tomó su rostro entre sus manos limpiando las lágrimas derramadas con sus pulgares. Tu vida no está arruinada, tu vida está por comenzar y podrás hacer con ella todo lo que desees hacer, tienes frente a ti un nuevo comienzo y puede ser tan bueno como algún día soñaste.
—Ya no tengo sueños, me los robaron todos.
—Nuestros sueños nos pertenecen y estoy seguro de que en este buen corazón aún quedan muchos anhelos, así como en esta bella cabecita.
—No sé qué es lo que quiero.
—Es muy pronto para saberlo, por ahora te conviene descansar antes de aceptar el trabajo que te ofrece Jimmy, debes cumplir con tu libertad condicional y todo habrá terminado.
—Albert ¿él sigue aquí?
—Sí.
Candy cerró los ojos con dolor y volvió a aferrarse al cuerpo de Albert hundiendo su rostro en el pecho.
—¿Qué haré si vuelvo a verlo?
—Ignorarlo. Fingir que no existe y todo estará bien.
—¿Crees en verdad que podamos vivir en el mismo pueblo sin que haya más problemas?
—Si eres lo suficientemente inteligente sí.
—¿Sabrá que salí?
—Me temo que pudo averiguarlo. Pero por favor ya no te preocupes por él. Concéntrate en ti y de lo que harás de ahora en adelante. ¡Ah, pero mira quienes están aquí! —expresó Albert con alegría al tiempo que se giraba a la puerta de la cocina —¿chicos vienen por la cena? Cenaremos en cinco minutos.
—¡Candy! —Dijo una de las chicas sorprendida —en verdad estas aquí
Candy se acercó a ella y se abrazaron.
—Hola Isabella.
—Bueno cariño ya conoces a Isabella y a Nathan, y ellos son Mia, Jason y Nicolas —habló Albert presentándole a los niños que ella no conocía.
—Hola Nathan.... saludó Candy con una sonrisa —luego se acercó al resto de los niños y le dio la mano a cada uno pronunciando su nombre.
—¿Eres la novia de Albert? —preguntó de inmediato Mia
Albert y Candy rieron de buena gana, sobre todo Albert, la pequeña Mia le adjudicaba a cualquier mujer que hablara con él más de cinco minutos. Candy se agachó para ponerse a la altura de ella y mirando sus hermosos ojos azules le aclaró.
—Albert también fue mi padre adoptivo, sólo que tuve que hacer un largo viaje y estoy de regreso.
La niña sonrió y asintió con la cabeza luego tomó uno de los rizos de Candy entre sus dedos, esa melena llamó su atención.
—Me gusta tu cabello.
—Gracias es muy dulce de tu parte Mia.
—¡Hora de cenar! Espero que todos se hayan lavado sus manos... chicos a la mesa... cariño me ayudas por favor pidió mirando a Candy.
El olor a comida casera inundo todos los sentidos de Candy, cuántas veces en su encierro no extrañó el olor de una comida recién hecha saliendo de la cocina e invadiendo la casa. La remontaba a su infancia más temprana cuando le tocó vivir con una amable señora con la que apenas permaneció dos años, la recordaba como la mujer más amable del mundo. Una mujer regordeta de sonrisa fácil y ojos grises como el cielo cuando se llena de nubes antes de llover, con un regazo tan suave y cálido a donde se podía refugiar cuando los niños de la escuela la molestaban y jaloneaban sus coletas. Sus ojos se volvieron acuosos al recordar a esa buena mujer, pero su apetito reaccionó más rápido y de pronto se dio cuenta que no había probado bocado en todo el día. Halagó a Albert por el olor que emanaban las viandas mientras las llevaba a la mesa y como una niña ávida de llenar su estómago, pero también su alma con aquella preparación se sentó a la mesa al lado de Mia.
Después de la divertida cena ella estaba poniendo orden en la cocina, mientras Albert estaba en el piso de arriba atendiendo a los niños y preparándolos para ir a dormir. Enjuagaba y colocaba los platos en el lavavajillas cuando Isabella irrumpió sin hacer ruido, observándola en la tarea por unos segundos, se atrevió apenas a mascullar su nombre. Candy levantó el rostro y la miró haciendo una mueca con los labios un gesto dulce pero tímido, y pudo apenas escuchar.
—Lo lamento... lo lamento tanto —entre sollozos —por favor, perdóname.
Candy dejó a un lado el plato que estaba a punto de llevar a la máquina y se acercó a ella para abrazarla.
—Sh sh sh no hay nada que perdonar... ya todo pasó.
Candy levantó la cara de Isabella con sus manos, estaba bañado en lágrimas, observó el rostro tierno y juvenil de la muchacha y se vio a ella misma a esa edad reflejada cuando no le habían interrumpido la inocencia, una que ella estaba dispuesta a defender una vez más sin importarle el costo ya conocido.
Continuará...