El placer de acercarse a la belleza
[i
]“Ven también ahora y de amargas penas
líbrame, y otorga lo que mi alma
ver cumplido ansía, y en esta guerra,
sé mi aliada.”
Safo. Inmortal celeste, extracto
[/i]líbrame, y otorga lo que mi alma
ver cumplido ansía, y en esta guerra,
sé mi aliada.”
Safo. Inmortal celeste, extracto
El placer de acercarse a la belleza, a la chica inocente pero indómita. A la joven cuyo sentido de la ética, le indica, no debe pervertir. Y sin embargo, cede. Porque es la joven a quien la misma Afrodita hubiese distinguido. Porque en un mundo ideal sería ella y solo ella la mujer a quien cortejaría. Aunque nunca tuvieran un hermoso y rollizo bebé, porque en el fondo lo sabía: tampoco lo deseaba. Cuando joven, alguna vez lo consideró, y la magnificencia de que su cuerpo pudiera preñar a la mujer amada, le parecía una utopía sin igual. La experiencia, le había arrebatado aquel absurdo sueño, y la madurez, le había permitido no solo aceptarlo, sino aferrarse a la certeza de que no anhelaría jamás tener un hijo. Porque esa vida de señalamientos, podía afrontarla con dignidad, pero nadie más debía pasar algo así por su culpa.
Por esa maldita culpa que se había encargado de enterrar. Y que jamás volvería a surgir de su ser; porque el rebosante orgullo de conseguir sus metas, avasallaban con cualquier ínfima duda sobre su capacidad. Era, después de todo, un médico que había ayudado a mucha gente; un médico, cuyos pacientes, a pesar de lo exasperantes que podían llegar a ser, eran su prioridad; un médico, que había debido esforzarse el doble que sus compañeros, para obtener el respeto de sus docentes y posteriormente, colegas; y finalmente, un médico sin miedo de aceptar su realidad.
Esa realidad de la que había intentado huír años atrás, pero de la que se dio cuenta, era imposible. Porque formaba parte de sí, porque negarlo, sería como negar su propia existencia. Esa realidad que ahora abrazaba con gusto, porque sabía, había tantas personas en su misma condición. Personas, que el día de mañana, no tendrían que esconder de los demás, esa realidad que había aprendido a aceptar y que había terminado amando. Porque era parte de sí.
Solo los pájaros que vuelan alto, el río que corre libre, y la brisa a la deriva, podrían saber como se sentía. Y se sentía bien. Dormir en paz cuando el día ha terminado. Eso es lo que quiero decir.
Y ella… Aquella enfermera seductora ¿Sentiría lo mismo? ¿Habría pasado por lo mismo? ¿Habría aceptado ya su propia realidad? Podía ver su ligera turbación al saberle cerca, aunque intentara disimularla con la frente en alto y esa mirada feroz que alejaba a cualquiera que intentase pasar su barrera. ¿Por qué ponía una barrera? ¿Qué había pasado en su vida para que una criatura tan delicada se convirtiese en una mujer tan fría en apariencia? Sí, en apariencia, porque podía ver la pasión exultante de todo su ser. Era fuego puro, no solo sus sinuosas curvas tan firmes por la lozanía; su andar, tan seguro de sí; su voz ligeramente grave para lo pequeña y femenina que luce; su cabello largo, tan oscuro como los pensamientos del médico sobre su cuerpo y con esas rebeldes ondas que invitaban a enredar los dedos en su sedosidad; y los labios ¿Cómo resistir la tentación de besar esos carnosos labios rosas? Cada vez más cerca de mordisquearlos, de pasar la lengua húmeda sobre ellos. Pero era un sueño. Un anhelo cada vez más difícil de resistir.
¿Y si hablase directo con ella? La preciosa enfermera ¿Correría? Pero ¿A dónde? De todos los lugares recónditos donde había estado, debía haber llegado justo a aquel hospital de Chicago ¡Todo por hacerle caso a esa otra enfermera rubia y necia que había insistido en que debía asentarse en la ciudad! Y para su buena suerte, la enfermera preciosa, regresaba también de un sitio inhóspito. La chica valiente, había auxiliado en la guerra. Admiró su fortaleza cuando supo que había asistido de forma voluntaria. Adoró su nombre cuando lo supo: Flammy.
Había conocido muchas mujeres hermosas en su vida, y había seducido a algunas de ellas. Pero era la primera vez que una le hacía sentir algo así. No solo era atracción, el verla, alegraba su día entero. Se levantaba cada día con el entusiasmo de mirarla. Pedía sus servicios constantemente durante su guardia, y al ser una enfermera tan eficiente, de nadie levantaba sospechas. Su secreta atracción parecía encontrarse a salvo. Excepto con ella. Flammy parecía poder ver sus intenciones. Y se alejaba cada vez que sus cuerpos se hallaban en cercanía. Podía verla revolverse en su asiento al sentir su mirada. Le rehuía y era claro. Pero nunca se negaba a trabajar a su lado, aunque podía hacerlo. No se limitaba a asentir en sus indicaciones como cualquier otra enfermera, siempre parecía dispuesta a aprender más sobre los procedimientos y no temía preguntar sobre casos similares. Pero lo que más le seducía era que nunca, a pesar de todo, rehuía su mirada. Esa templanza, a pesar de su visible incomodidad, era algo que podía llevarle a la locura. ¡La amaba! Podía adorarla durante toda su vida. La enfermera preciosa era perfecta.
Ni siquiera pedía poseerla. Siempre sería virgen si así lo quería, dejaría su himen intacto mientras accediera a amarle, para permitirle tener un futuro con el caballero ideal. Para permitirle complacer a sus padres. Su alma, no tenía ya salvación, pero la inocente enfermera apenas entraba en la boca del lobo. ¿Estaría dispuesta? ¿Aceptaría? ¿Y si se había equivocado al notar su turbación, y era incomodidad al tenerle cerca? Podría perder su trabajo. No sería la primera vez que debería empezar de cero, así que eso no resultaba un temor. El no verla más, ese era su mayor miedo.
“Es un nuevo amanecer, una nueva vida, un nuevo día para mí”, día a día, repetía su mantra con el afán de desechar esos sentimientos impropios que podrían cambiar para siempre, la vida de la joven.
Hasta que un día, sin más, sucedió. La tensión era tal, que se había roto. Miró sus ojos y supo que no había marcha atrás, esa mirada fría de la muchacha, se había transformado en una vulnerable, abierta a lo que vendría, dispuesta… Sabía que la libertad era suya, y sabía lo que sentía.
Y este viejo mundo, es un nuevo mundo, y un valiente mundo, para mí.
Supo que esa barrera que Flammy ponía ante los demás, había caído ante sí. Porque le deseaba de la misma forma, porque se hallaba tan enamorada como tanto había soñado. Y la besó. Y al probar esos labios que había anhelado en secreto durante tanto tiempo, supo que no podría cumplir su promesa, que no la dejaría ser virgen por mucho tiempo más, que se pertenecían y que no la dejaría ir. “Tu libertad, es mía”, pensó con devoción. Y supo que no había marcha atrás cuando escuchó al fin, salir su nombre con la misma ternura y adoración, de esos labios tentadores que ahora le pertenecían y sintió tan bien:
-¡Kelly!
Por esa maldita culpa que se había encargado de enterrar. Y que jamás volvería a surgir de su ser; porque el rebosante orgullo de conseguir sus metas, avasallaban con cualquier ínfima duda sobre su capacidad. Era, después de todo, un médico que había ayudado a mucha gente; un médico, cuyos pacientes, a pesar de lo exasperantes que podían llegar a ser, eran su prioridad; un médico, que había debido esforzarse el doble que sus compañeros, para obtener el respeto de sus docentes y posteriormente, colegas; y finalmente, un médico sin miedo de aceptar su realidad.
Esa realidad de la que había intentado huír años atrás, pero de la que se dio cuenta, era imposible. Porque formaba parte de sí, porque negarlo, sería como negar su propia existencia. Esa realidad que ahora abrazaba con gusto, porque sabía, había tantas personas en su misma condición. Personas, que el día de mañana, no tendrían que esconder de los demás, esa realidad que había aprendido a aceptar y que había terminado amando. Porque era parte de sí.
Solo los pájaros que vuelan alto, el río que corre libre, y la brisa a la deriva, podrían saber como se sentía. Y se sentía bien. Dormir en paz cuando el día ha terminado. Eso es lo que quiero decir.
Y ella… Aquella enfermera seductora ¿Sentiría lo mismo? ¿Habría pasado por lo mismo? ¿Habría aceptado ya su propia realidad? Podía ver su ligera turbación al saberle cerca, aunque intentara disimularla con la frente en alto y esa mirada feroz que alejaba a cualquiera que intentase pasar su barrera. ¿Por qué ponía una barrera? ¿Qué había pasado en su vida para que una criatura tan delicada se convirtiese en una mujer tan fría en apariencia? Sí, en apariencia, porque podía ver la pasión exultante de todo su ser. Era fuego puro, no solo sus sinuosas curvas tan firmes por la lozanía; su andar, tan seguro de sí; su voz ligeramente grave para lo pequeña y femenina que luce; su cabello largo, tan oscuro como los pensamientos del médico sobre su cuerpo y con esas rebeldes ondas que invitaban a enredar los dedos en su sedosidad; y los labios ¿Cómo resistir la tentación de besar esos carnosos labios rosas? Cada vez más cerca de mordisquearlos, de pasar la lengua húmeda sobre ellos. Pero era un sueño. Un anhelo cada vez más difícil de resistir.
¿Y si hablase directo con ella? La preciosa enfermera ¿Correría? Pero ¿A dónde? De todos los lugares recónditos donde había estado, debía haber llegado justo a aquel hospital de Chicago ¡Todo por hacerle caso a esa otra enfermera rubia y necia que había insistido en que debía asentarse en la ciudad! Y para su buena suerte, la enfermera preciosa, regresaba también de un sitio inhóspito. La chica valiente, había auxiliado en la guerra. Admiró su fortaleza cuando supo que había asistido de forma voluntaria. Adoró su nombre cuando lo supo: Flammy.
Había conocido muchas mujeres hermosas en su vida, y había seducido a algunas de ellas. Pero era la primera vez que una le hacía sentir algo así. No solo era atracción, el verla, alegraba su día entero. Se levantaba cada día con el entusiasmo de mirarla. Pedía sus servicios constantemente durante su guardia, y al ser una enfermera tan eficiente, de nadie levantaba sospechas. Su secreta atracción parecía encontrarse a salvo. Excepto con ella. Flammy parecía poder ver sus intenciones. Y se alejaba cada vez que sus cuerpos se hallaban en cercanía. Podía verla revolverse en su asiento al sentir su mirada. Le rehuía y era claro. Pero nunca se negaba a trabajar a su lado, aunque podía hacerlo. No se limitaba a asentir en sus indicaciones como cualquier otra enfermera, siempre parecía dispuesta a aprender más sobre los procedimientos y no temía preguntar sobre casos similares. Pero lo que más le seducía era que nunca, a pesar de todo, rehuía su mirada. Esa templanza, a pesar de su visible incomodidad, era algo que podía llevarle a la locura. ¡La amaba! Podía adorarla durante toda su vida. La enfermera preciosa era perfecta.
Ni siquiera pedía poseerla. Siempre sería virgen si así lo quería, dejaría su himen intacto mientras accediera a amarle, para permitirle tener un futuro con el caballero ideal. Para permitirle complacer a sus padres. Su alma, no tenía ya salvación, pero la inocente enfermera apenas entraba en la boca del lobo. ¿Estaría dispuesta? ¿Aceptaría? ¿Y si se había equivocado al notar su turbación, y era incomodidad al tenerle cerca? Podría perder su trabajo. No sería la primera vez que debería empezar de cero, así que eso no resultaba un temor. El no verla más, ese era su mayor miedo.
“Es un nuevo amanecer, una nueva vida, un nuevo día para mí”, día a día, repetía su mantra con el afán de desechar esos sentimientos impropios que podrían cambiar para siempre, la vida de la joven.
Hasta que un día, sin más, sucedió. La tensión era tal, que se había roto. Miró sus ojos y supo que no había marcha atrás, esa mirada fría de la muchacha, se había transformado en una vulnerable, abierta a lo que vendría, dispuesta… Sabía que la libertad era suya, y sabía lo que sentía.
Y este viejo mundo, es un nuevo mundo, y un valiente mundo, para mí.
Supo que esa barrera que Flammy ponía ante los demás, había caído ante sí. Porque le deseaba de la misma forma, porque se hallaba tan enamorada como tanto había soñado. Y la besó. Y al probar esos labios que había anhelado en secreto durante tanto tiempo, supo que no podría cumplir su promesa, que no la dejaría ser virgen por mucho tiempo más, que se pertenecían y que no la dejaría ir. “Tu libertad, es mía”, pensó con devoción. Y supo que no había marcha atrás cuando escuchó al fin, salir su nombre con la misma ternura y adoración, de esos labios tentadores que ahora le pertenecían y sintió tan bien:
-¡Kelly!