Ella, como un acto reflejo al verlo llegar, se alisó el vestido, se acomodó los rebeldes rizos e hizo algo que antes no le hubiera importado, se olfateó los hombros y brazos, para pillar si se había impregnado de olor a establo.
Observarle en estos actos tan naturales de coquetería femenina, no era de lo más común en mi pecosa amiga.
Sin embargo, tratándose de su príncipe, ella quería lucir lo más presentable. Esa pequeña ignoraba que parte de su atractivo era la seguridad y fortaleza que proyectaba y no, los vanos atributos físicos.
Ella era una rosa silvestre, única en el mundo, aquél mozalbete que gusta de cultivar rosas, como un experto jardinero, eligió la más original y bella flor.
-¡Candy!- acercándose efusivo hacia donde la chica realizaba sus actividades.
-¡Anthony!- obsequiándole la mejor de sus sonrisas y corriendo al encuentro de su niño príncipe.
Y yo, muda testigo de ese prodigio, la inocencia en persona encarnada en esos dos niños, que no saben de prejuicios, ni diferencias sociales. Emocionada hasta las herraduras, relincho jubilosa, participando de la dicha de observar ese tierno amor en ciernes.