Introducción
Capítulo 2
Capítulo 1
La noche la encontró llorando y la despidió con los restos de este sobre las mejillas. Sus ojos, a pesar de que a esas horas ya deberían estar dándole la bienvenida al nuevo día, continuaban cerrados, pues el sueño la alcanzó muy tarde. Durante la madrugada se mantuvo en un desgastante duermevela, tejiendo sueños con recuerdos del ayer y fantasías de futuro.
En la cocina de la recién reformada casa, una pequeña señora de pelo casi blanco, se sirvió una taza de ese brebaje amargo llamado café. Tenía la mirada cansada y una sombra bajo los ojos. La preocupación no la dejó dormir y por ello pudo escuchar con mucha nitidez los sollozos ahogados de su querida niña.
Se sentó a la mesa con la taza en la mano, pero no bebió, tan solo colocó la bebida sobre esta y mantuvo las manos alrededor, consolándose con la tibieza que emana el líquido.
«Mi niña, mi pobre niña», su mano izquierda abandonó el calor de la pieza de cerámica y la metió bajo los lentes para limpiar la humedad que casi le desbordaba en las esquinas de los ojos.
Cómo desearía que la hermana Lane estuviese ahí; quizá entre las dos pudieran ayudarla, encontrar una solución. Sin embargo, todavía faltan algunas semanas para que su eterna compañera vuelva del retiro.
«Espero poder estar a la altura, Lane», llevó la taza a su boca y bebió un poco, acostumbrándose a la quemante sensación.
Bebió en silencio, meditando en el momento en que recibió la carta. Fue ver el remitente y saber que el precario equilibrio emocional que sostenía a su pequeña niña se desmoronaría, devolviéndola a ese pasaje oscuro de su corazón que tanto se empeña en ocultarles.
Y no se equivocó.
No le hacía falta conocer el contenido de la misiva para concluir que Terrence Grandchester era, otra vez, el causante de la desdicha de su hija. Sin importar lo que dijera ese papel, ese muchacho tenía la capacidad de remover los cimientos de Candy. Y no, no se lo reprochaba, y tampoco lo culpaba. No conocía los detalles de su ruptura, pero sí que conoce el corazón noble y la disposición de sacrificio de su querida niña. No le hacía falta que le dijeran lo ocurrido, ella misma podía hacerse una clara idea.
Sacudió la cabeza, negando para sí. Si su intuición era correcta y no hallaba una pronta solución, la historia se repetiría.
«Señor Grandchester, necesito que sea firme y que luche. Sea fuerte porque su mayor contrincante será esta llorosa pecosa», sonrió a Candice, que en ese instante entraba a la cocina.
—Buen día, señorita Pony.
Fiel a su costumbre, Candice impostó una sonrisa alegre.
—Buen día, hija. —La señorita correspondió a la sonrisa, simulando que no notaba los labios lastimados, los párpados hinchados ni la nariz roja, cuyas pecas brillaban como polvo de hadas.
—Hoy voy a ir al pueblo. —Candice estaba de espaldas a su madre, rebuscando algo en la alacena, ocultándole el rostro a propósito.
—Bien, me gustaría que me trajeras algunas cosas que me hacen falta.
La joven no respondió con palabras, le estaba costando voluntad y vida no correr a pedir consuelo en los brazos que tantas veces se lo han dado. Pasados unos segundos hizo un movimiento con la cabeza, aceptando el pedido.
Candice desayunó en silencio. Avena. No tenía estómago para nada más. Poco a poco los niños fueron llegando y el bullicio de su cháchara llenó el ambiente. La joven rubia aprovechó el momento y huyó de la escrutadora miradora de la señorita Pony.
Pasó el día en el pueblo. Las compras no le llevaron más que un par de horas, no obstante, no se sentía con fuerzas para enfrentarse a la soledad de su habitación. Ni siquiera el padre árbol podía darle la paz que siempre le ha inspirado. Esa colina nunca fue la misma desde que él la visitó. Cada vez que se sentaba ahí, recordaba la angustia y el dolor que experimentó al no alcanzarlo.
«Quizá deba volver a Chicago». Necesitaba trabajar, ocupar su mente para no ceder a la tentación de responderle. Con las reformas del hogar de Pony hubo mucho que hacer, pero ya todo marchaba sobre ruedas.
Estaba en el parque del pueblo, sentada en una banca alejada de los paseantes. Con los ojos cerrados buscaba, por todos los medios, encontrar su centro, recobrar la falsa paz que cultivó estos años.
Quería olvidar. Hacer de cuenta que nunca leyó esa carta. Continuar su vida como la planeó después de aquella noche de invierno en que perdió lo que más amaba en la vida. No quería pensar en que si tan solo hubiese llegado un día antes… tan solo un día.
Sin embargo, las cosas no siempre suceden como uno las desea. Y ahora ya no podía echarse atrás.
La tarde comenzó a caer y tuvo que levantarse para volver al hogar. Esa sería, quizá, la última noche que pasaría ahí.
En la cocina de la recién reformada casa, una pequeña señora de pelo casi blanco, se sirvió una taza de ese brebaje amargo llamado café. Tenía la mirada cansada y una sombra bajo los ojos. La preocupación no la dejó dormir y por ello pudo escuchar con mucha nitidez los sollozos ahogados de su querida niña.
Se sentó a la mesa con la taza en la mano, pero no bebió, tan solo colocó la bebida sobre esta y mantuvo las manos alrededor, consolándose con la tibieza que emana el líquido.
«Mi niña, mi pobre niña», su mano izquierda abandonó el calor de la pieza de cerámica y la metió bajo los lentes para limpiar la humedad que casi le desbordaba en las esquinas de los ojos.
Cómo desearía que la hermana Lane estuviese ahí; quizá entre las dos pudieran ayudarla, encontrar una solución. Sin embargo, todavía faltan algunas semanas para que su eterna compañera vuelva del retiro.
«Espero poder estar a la altura, Lane», llevó la taza a su boca y bebió un poco, acostumbrándose a la quemante sensación.
Bebió en silencio, meditando en el momento en que recibió la carta. Fue ver el remitente y saber que el precario equilibrio emocional que sostenía a su pequeña niña se desmoronaría, devolviéndola a ese pasaje oscuro de su corazón que tanto se empeña en ocultarles.
Y no se equivocó.
No le hacía falta conocer el contenido de la misiva para concluir que Terrence Grandchester era, otra vez, el causante de la desdicha de su hija. Sin importar lo que dijera ese papel, ese muchacho tenía la capacidad de remover los cimientos de Candy. Y no, no se lo reprochaba, y tampoco lo culpaba. No conocía los detalles de su ruptura, pero sí que conoce el corazón noble y la disposición de sacrificio de su querida niña. No le hacía falta que le dijeran lo ocurrido, ella misma podía hacerse una clara idea.
Sacudió la cabeza, negando para sí. Si su intuición era correcta y no hallaba una pronta solución, la historia se repetiría.
«Señor Grandchester, necesito que sea firme y que luche. Sea fuerte porque su mayor contrincante será esta llorosa pecosa», sonrió a Candice, que en ese instante entraba a la cocina.
—Buen día, señorita Pony.
Fiel a su costumbre, Candice impostó una sonrisa alegre.
—Buen día, hija. —La señorita correspondió a la sonrisa, simulando que no notaba los labios lastimados, los párpados hinchados ni la nariz roja, cuyas pecas brillaban como polvo de hadas.
—Hoy voy a ir al pueblo. —Candice estaba de espaldas a su madre, rebuscando algo en la alacena, ocultándole el rostro a propósito.
—Bien, me gustaría que me trajeras algunas cosas que me hacen falta.
La joven no respondió con palabras, le estaba costando voluntad y vida no correr a pedir consuelo en los brazos que tantas veces se lo han dado. Pasados unos segundos hizo un movimiento con la cabeza, aceptando el pedido.
Candice desayunó en silencio. Avena. No tenía estómago para nada más. Poco a poco los niños fueron llegando y el bullicio de su cháchara llenó el ambiente. La joven rubia aprovechó el momento y huyó de la escrutadora miradora de la señorita Pony.
Pasó el día en el pueblo. Las compras no le llevaron más que un par de horas, no obstante, no se sentía con fuerzas para enfrentarse a la soledad de su habitación. Ni siquiera el padre árbol podía darle la paz que siempre le ha inspirado. Esa colina nunca fue la misma desde que él la visitó. Cada vez que se sentaba ahí, recordaba la angustia y el dolor que experimentó al no alcanzarlo.
«Quizá deba volver a Chicago». Necesitaba trabajar, ocupar su mente para no ceder a la tentación de responderle. Con las reformas del hogar de Pony hubo mucho que hacer, pero ya todo marchaba sobre ruedas.
Estaba en el parque del pueblo, sentada en una banca alejada de los paseantes. Con los ojos cerrados buscaba, por todos los medios, encontrar su centro, recobrar la falsa paz que cultivó estos años.
Quería olvidar. Hacer de cuenta que nunca leyó esa carta. Continuar su vida como la planeó después de aquella noche de invierno en que perdió lo que más amaba en la vida. No quería pensar en que si tan solo hubiese llegado un día antes… tan solo un día.
Sin embargo, las cosas no siempre suceden como uno las desea. Y ahora ya no podía echarse atrás.
La tarde comenzó a caer y tuvo que levantarse para volver al hogar. Esa sería, quizá, la última noche que pasaría ahí.
*****
De pie frente a la ventana, Terrence miraba la oscuridad. Era noche cerrada y la débil luz de las farolas era insuficiente para iluminarla. Las sombras que distinguía desde ahí caminaban con prisa, buscando alejarse de la inseguridad de las calles.
Sumido en la penumbra intentaba no pensar. El anochecer lo sorprendió en el estudio, sentado en su sillón favorito, leyendo un guion. Cuando la falta de luz ya no le permitió leer, simplemente lo dejó de lado. No encendió las luces ni se movió de ahí hasta que minutos atrás, su ama de llaves le informó que la cena estaba lista.
No fue a cenar, en cambio, ahí estaba, mirando a la nada mientras su plato se enfriaba en la mesa del comedor.
«Una semana… ¿La habrá recibido ya?», la incertidumbre le mataba un poco cada minuto.
Perdió seis meses a causa de sus malditos miedos y ahora no veía el momento de recibir la ansiada respuesta.
«¿Y si decide ignorar mis sentimientos y no responder? ¿Y si me castiga por haberla abandonado en esa fría noche? ¿Y si… ya me olvidó?».
Apretó las manos en puños y las descargó contra el frío cristal de la ventana.
«No. Si me amaba, tan solo una ínfima parte de lo que yo la he amado, no lo ha hecho. No puede haberme olvidado».
Recargó la frente contra los puños que continuaban sobre la ventana y cerró los ojos. Su mente rebelde evocó la bondadosa mirada de ella. Su sonrisa amable y su preciosa naricita. Apretó los párpados, esforzándose por recordar la textura de sus mejillas, el tacto de sus manos y el olor de su perfume; ese que tantas veces inhaló, mientras la cercaba con los brazos, con la excusa de unas clases de piano. Cuando su cerebro comenzó a reproducir ese baile de mayo abrió los ojos. Estos brillaban por las lágrimas que se negaba a derramar y que mojaban sus pestañas.
Dolía.
Dolía muchísimo.
Sin embargo, había aprendido a convivir con ese dolor punzante en su pecho; desde hace años solo se tienen el uno al otro, no lo ha abandonado ni un solo segundo desde que la vio salir del hospital sin mirar atrás. No obstante, ya estaba cansado de él. No quería seguir padeciendo la ausencia de la mujer que ha sido el centro de su vida, la generadora de su felicidad y también de su desdicha.
Tampoco quiso la muerte de la mujer que le salvó la vida, pero tras volver del sepelio, y aún durante los funerales, en lo único que podía pensar era en cuánto la necesitaba a ella, a su linda pecosa. Quizá por eso, porque se sentía culpable por no estar roto de dolor como cabría esperar, desistió de escribirle tantas veces. Primero se dijo que era respeto porque, aunque nunca fue su esposa, le debía esa consideración. Así que le guardo luto por un año. Luego, cuando el periodo prudente pasó, sus intentos fueron frustrados por la indecisión, por las malditas inseguridades que seguían cercándolo.
Y al fin, la semana pasada, dio un paso hacia adelante y envío la carta que decidiría su futuro. Más la espera está a punto de enloquecerlo. La falta de noticias lo tiene envuelto en una zozobra constante. Revisando la correspondencia aun cuando solo había transcurrido un día. No saber si la carta fue entregada ya… si recibirá respuesta.
—Y solo ha pasado una semana —musitó en medio de un pesado suspiro. Cerró los ojos y las lágrimas cayeron.
Nunca ha sido paciente y menos ahora que se estaba jugando la vida a una carta.
«Quizá si… no, era una locura», agitó la cabeza, lado a lado, sin despegarla de sus puños cerrados.
Pero… ¿qué es el amor si no una sucesión de encadenadas locuras?
Por eso, a medianoche estaba encaramado en un tren; iba en busca de la respuesta que tanto desea.
Continuará...Sumido en la penumbra intentaba no pensar. El anochecer lo sorprendió en el estudio, sentado en su sillón favorito, leyendo un guion. Cuando la falta de luz ya no le permitió leer, simplemente lo dejó de lado. No encendió las luces ni se movió de ahí hasta que minutos atrás, su ama de llaves le informó que la cena estaba lista.
No fue a cenar, en cambio, ahí estaba, mirando a la nada mientras su plato se enfriaba en la mesa del comedor.
«Una semana… ¿La habrá recibido ya?», la incertidumbre le mataba un poco cada minuto.
Perdió seis meses a causa de sus malditos miedos y ahora no veía el momento de recibir la ansiada respuesta.
«¿Y si decide ignorar mis sentimientos y no responder? ¿Y si me castiga por haberla abandonado en esa fría noche? ¿Y si… ya me olvidó?».
Apretó las manos en puños y las descargó contra el frío cristal de la ventana.
«No. Si me amaba, tan solo una ínfima parte de lo que yo la he amado, no lo ha hecho. No puede haberme olvidado».
Recargó la frente contra los puños que continuaban sobre la ventana y cerró los ojos. Su mente rebelde evocó la bondadosa mirada de ella. Su sonrisa amable y su preciosa naricita. Apretó los párpados, esforzándose por recordar la textura de sus mejillas, el tacto de sus manos y el olor de su perfume; ese que tantas veces inhaló, mientras la cercaba con los brazos, con la excusa de unas clases de piano. Cuando su cerebro comenzó a reproducir ese baile de mayo abrió los ojos. Estos brillaban por las lágrimas que se negaba a derramar y que mojaban sus pestañas.
Dolía.
Dolía muchísimo.
Sin embargo, había aprendido a convivir con ese dolor punzante en su pecho; desde hace años solo se tienen el uno al otro, no lo ha abandonado ni un solo segundo desde que la vio salir del hospital sin mirar atrás. No obstante, ya estaba cansado de él. No quería seguir padeciendo la ausencia de la mujer que ha sido el centro de su vida, la generadora de su felicidad y también de su desdicha.
Tampoco quiso la muerte de la mujer que le salvó la vida, pero tras volver del sepelio, y aún durante los funerales, en lo único que podía pensar era en cuánto la necesitaba a ella, a su linda pecosa. Quizá por eso, porque se sentía culpable por no estar roto de dolor como cabría esperar, desistió de escribirle tantas veces. Primero se dijo que era respeto porque, aunque nunca fue su esposa, le debía esa consideración. Así que le guardo luto por un año. Luego, cuando el periodo prudente pasó, sus intentos fueron frustrados por la indecisión, por las malditas inseguridades que seguían cercándolo.
Y al fin, la semana pasada, dio un paso hacia adelante y envío la carta que decidiría su futuro. Más la espera está a punto de enloquecerlo. La falta de noticias lo tiene envuelto en una zozobra constante. Revisando la correspondencia aun cuando solo había transcurrido un día. No saber si la carta fue entregada ya… si recibirá respuesta.
—Y solo ha pasado una semana —musitó en medio de un pesado suspiro. Cerró los ojos y las lágrimas cayeron.
Nunca ha sido paciente y menos ahora que se estaba jugando la vida a una carta.
«Quizá si… no, era una locura», agitó la cabeza, lado a lado, sin despegarla de sus puños cerrados.
Pero… ¿qué es el amor si no una sucesión de encadenadas locuras?
Por eso, a medianoche estaba encaramado en un tren; iba en busca de la respuesta que tanto desea.
Capítulo 2
Última edición por Jari el Vie Abr 20, 2018 1:31 pm, editado 1 vez