Capítulo final
Cuarenta y dos días después.
Epílogo
Cuarenta y dos días después.
El tren silbó y una densa nube de vapor se extendió sobre la bestia de hierro. En uno de los vagones, una joven aguardaba el momento de bajar en su destino. Llevaba la maleta llena de sueños, tal como aquél invierno, no obstante, esta vez ya estaban realizándose.
Bajó la mirada a la sortija que adorna su dedo anular. Un precioso anillo de matrimonio que es la prueba sólida de que, en esta ocasión, no habrá nada que convierta sus sueños en pesadillas.
Hace tres meses no tenía esperanza ni ilusión. Había aceptado una oferta de matrimonio, impulsada por el miedo y la soledad. Y de nuevo, por su terquedad y tendencia a sacrificarse en favor de los demás, estuvo a punto de perder la última oportunidad que la vida le brindaba.
Se llevó la mano a la boca y besó el anillo. Feliz de estar viviendo lo que siempre soñó, miró por la ventana, reconociendo las primeras pinceladas de la ciudad.
En la estación de Nueva York, Terry esperaba ansioso a que el tren de Chicago arribara. Hacía una semana que Candy había viajado hasta allá para despedirse de sus madres y amigos, y no veía el momento de verla descender directo a sus brazos.
Debido a los preparativos de su próxima gira por Europa no pudo acompañarla, y a punto estuvo de pedirle que no fuera, pero se esforzó por mostrarse como un esposo comprensivo y nada mandón. Sin embargo, luego de estos días sin ella, se prometió que sería la última separación. Así el mundo se estuviera cayendo a pedazos, no volvería a permitir que cientos de millas les separaran.
A lo lejos se escuchó el silbato del tren, y su corazón latió como loco. Igual que el día en que unió su vida a la única mujer que ha amado.
Hogar de Pony, un mes atrás.
El ambiente festivo tenía contagiado a todos los niños del hogar. La más feliz era Jasmine, pues tenía la importantísima tarea de esparcir flores delante de la novia en su camino hacia el novio.
Dicho novio tenía los nervios de punta. Estaba parado junto al juez, esperando a que la feliz novia se dignara a aparecer. Los pocos invitados ya estaban en sus puestos; los cuales se resumían en los Cornwall, Eleonor y los amigos de Candy del hogar. Albert estaba fuera por negocios y no le dio tiempo de volver para la boda. Fuera de él, estaban todos los que importaban. Aunque no es que a él le interesara la presencia de Archibald, todo hay que decir.
No obstante, todo pensamiento fue sustraído de su mente en cuanto la figura de blanco apareció al inicio del camino, marcado por los dos bloques de sillas.
«Sí, Terry, me casaré contigo», el eco de la respuesta que los llevó a ese momento y lugar, retumbó en su mente como una bella melodía.
Terry no se daba cuenta que, mientras veía a Candy avanzar por el pasillo de flores, todo su rostro sonreía.
Candice sí lo veía. Caminaba hacia él sin perderse ningún detalle. Recreándose con la felicidad que él irradiaba y que, estaba segura, era reflejo de la propia.
«Sé mía para siempre», la voz de Terry sonó nítida en su cabeza, igual que la segunda vez que le propuso matrimonio; un familiar escalofrío la recorrió.
Llegó junto a él y tomó la mano que él le ofreció.
—Para siempre —musitó bajito, agradeciendo en silencio el que este momento llegara.
Actualidad.
El tren apareció en la lejanía y con él el vibrante sonido de la maquinaria. Terry se acercó al andén, ansioso.
Pasados varios minutos, con el tren ya frente a la estación, la gente comenzó a bajar. Hombres, mujeres, niños, ancianos, abandonaban el andén, pero ninguno era la rubia con pecas que el actor deseaba ver.
«Candy, Candy, ¿dónde te metiste? ¿Acaso no sabes que muero un poco cada segundo que no te tengo cerca?», desesperado comenzó a caminar por el andén, asomándose por las ventanas… buscando.
Con el pasar de los minutos, su preocupación se fue tornando en enfado; viajando de un sentimiento al otro en segundos.
Hasta que, por fin, en uno de los vagones, la vio caminando del brazo de una pequeña viejecita. Con una sonrisa resignada agitó la cabeza, negando, y se apresuró a esperarla en la puerta del vagón.
Ayudó a la anciana a bajar y luego a ella. En el momento que quiso abrazarla y saludarla como deseaba, la chica posó una mano en los labios masculinos, bloqueando sus intenciones.
—Terry, por favor. —Candy tenía las mejillas incendiadas de vergüenza. La ancianita estaba junto a ellos, observándolos.
—Por mí no te preocupes, querida, saluda a tu marido como Dios manda. —La viejecita sonrió y luego se giró para irse a paso lento.
Terrrence también sonrió bajo la mano femenina. Con la suya la retiró y depositó un pequeño beso en la palma antes de colocarla en su pecho, sobre su corazón.
—Ya escuchaste a esta sabia mujer. —La tomó de la cintura y se inclinó un poco, acercando sus rostros—, haz caso a su consejo y déjame que te dé la bienvenida.
La voz de Terry era tan atrayente que Candy no tuvo voluntad para resistirse. Olvidándose de la anciana recibió la caricia de bienvenida que su marido le obsequió.
—¿Me extrañaste? —preguntó ella, dibujando una boba sonrisa en sus labios luego del beso.
—Como desquiciado —confesó, abrazándola con fuerza.
—También yo.
Terry deshizo el abrazo y la tomó del rostro, enfocando esos ojos verdes que tantas noches de sueño le han robado.
—Prométeme que, pase lo que pase, no volverás a irte sin mí —deslizó los pulgares por los pómulos de la rubia, disfrutando de la suavidad de su tacto.
—Lo prometo.
—Te amo, pecosa atolondrada —murmuró, a punto de tomar sus labios otra vez.
—Y yo a ti, mocoso arrogante.
—¿Para siempre? —Terry presionó su frente contra la de ella y cerró los ojos, permitiendo que la paz que el amor de Candy le transmite, inundara su ser.
—Para siempre —confirmó ella, sintiendo esa comunión que solo con él logró encontrar.
Minutos después, ya con la maleta de la joven, salieron de la estación tomados de la mano.
Esa misma tarde salía el barco hacia Inglaterra, donde comenzaría la gira de la compañía. Fue por eso que él, que ya tenía conocimiento de que viajaría, se empeñó en realizar la boda con tanta celeridad, apenas doce días después de que ella lo aceptara en aquella cocina.
¡Ni loco viajaría al otro lado del mundo sin ella!
Y también sería su viaje de novios, el cual pospusieron por la carga de trabajo de Terry.
Así que una condición, innegociable para su participación, es que pudiera tomar suficientes días libres para recorrer las ciudades con su esposa. Iba a trabajar, sí, sin embargo, ya era un actor reconocido y respetado que podía darse ciertos caprichos.
Y ahora mismo, mientras conducía hacia el departamento con Candy de copiloto, se le ocurrían muchos. Lástima que no tuviera tiempo suficiente.
«Eso es lo que tú crees», sonrió de medio lado y aceleró a fondo.
¡Y vaya que le alcanzó el tiempo!
Tal como atestiguó la pequeña Adeline Grandchester, nueve meses después.
Fin.
Bajó la mirada a la sortija que adorna su dedo anular. Un precioso anillo de matrimonio que es la prueba sólida de que, en esta ocasión, no habrá nada que convierta sus sueños en pesadillas.
Hace tres meses no tenía esperanza ni ilusión. Había aceptado una oferta de matrimonio, impulsada por el miedo y la soledad. Y de nuevo, por su terquedad y tendencia a sacrificarse en favor de los demás, estuvo a punto de perder la última oportunidad que la vida le brindaba.
Se llevó la mano a la boca y besó el anillo. Feliz de estar viviendo lo que siempre soñó, miró por la ventana, reconociendo las primeras pinceladas de la ciudad.
En la estación de Nueva York, Terry esperaba ansioso a que el tren de Chicago arribara. Hacía una semana que Candy había viajado hasta allá para despedirse de sus madres y amigos, y no veía el momento de verla descender directo a sus brazos.
Debido a los preparativos de su próxima gira por Europa no pudo acompañarla, y a punto estuvo de pedirle que no fuera, pero se esforzó por mostrarse como un esposo comprensivo y nada mandón. Sin embargo, luego de estos días sin ella, se prometió que sería la última separación. Así el mundo se estuviera cayendo a pedazos, no volvería a permitir que cientos de millas les separaran.
A lo lejos se escuchó el silbato del tren, y su corazón latió como loco. Igual que el día en que unió su vida a la única mujer que ha amado.
Hogar de Pony, un mes atrás.
El ambiente festivo tenía contagiado a todos los niños del hogar. La más feliz era Jasmine, pues tenía la importantísima tarea de esparcir flores delante de la novia en su camino hacia el novio.
Dicho novio tenía los nervios de punta. Estaba parado junto al juez, esperando a que la feliz novia se dignara a aparecer. Los pocos invitados ya estaban en sus puestos; los cuales se resumían en los Cornwall, Eleonor y los amigos de Candy del hogar. Albert estaba fuera por negocios y no le dio tiempo de volver para la boda. Fuera de él, estaban todos los que importaban. Aunque no es que a él le interesara la presencia de Archibald, todo hay que decir.
No obstante, todo pensamiento fue sustraído de su mente en cuanto la figura de blanco apareció al inicio del camino, marcado por los dos bloques de sillas.
«Sí, Terry, me casaré contigo», el eco de la respuesta que los llevó a ese momento y lugar, retumbó en su mente como una bella melodía.
Terry no se daba cuenta que, mientras veía a Candy avanzar por el pasillo de flores, todo su rostro sonreía.
Candice sí lo veía. Caminaba hacia él sin perderse ningún detalle. Recreándose con la felicidad que él irradiaba y que, estaba segura, era reflejo de la propia.
«Sé mía para siempre», la voz de Terry sonó nítida en su cabeza, igual que la segunda vez que le propuso matrimonio; un familiar escalofrío la recorrió.
Llegó junto a él y tomó la mano que él le ofreció.
—Para siempre —musitó bajito, agradeciendo en silencio el que este momento llegara.
Actualidad.
El tren apareció en la lejanía y con él el vibrante sonido de la maquinaria. Terry se acercó al andén, ansioso.
Pasados varios minutos, con el tren ya frente a la estación, la gente comenzó a bajar. Hombres, mujeres, niños, ancianos, abandonaban el andén, pero ninguno era la rubia con pecas que el actor deseaba ver.
«Candy, Candy, ¿dónde te metiste? ¿Acaso no sabes que muero un poco cada segundo que no te tengo cerca?», desesperado comenzó a caminar por el andén, asomándose por las ventanas… buscando.
Con el pasar de los minutos, su preocupación se fue tornando en enfado; viajando de un sentimiento al otro en segundos.
Hasta que, por fin, en uno de los vagones, la vio caminando del brazo de una pequeña viejecita. Con una sonrisa resignada agitó la cabeza, negando, y se apresuró a esperarla en la puerta del vagón.
Ayudó a la anciana a bajar y luego a ella. En el momento que quiso abrazarla y saludarla como deseaba, la chica posó una mano en los labios masculinos, bloqueando sus intenciones.
—Terry, por favor. —Candy tenía las mejillas incendiadas de vergüenza. La ancianita estaba junto a ellos, observándolos.
—Por mí no te preocupes, querida, saluda a tu marido como Dios manda. —La viejecita sonrió y luego se giró para irse a paso lento.
Terrrence también sonrió bajo la mano femenina. Con la suya la retiró y depositó un pequeño beso en la palma antes de colocarla en su pecho, sobre su corazón.
—Ya escuchaste a esta sabia mujer. —La tomó de la cintura y se inclinó un poco, acercando sus rostros—, haz caso a su consejo y déjame que te dé la bienvenida.
La voz de Terry era tan atrayente que Candy no tuvo voluntad para resistirse. Olvidándose de la anciana recibió la caricia de bienvenida que su marido le obsequió.
—¿Me extrañaste? —preguntó ella, dibujando una boba sonrisa en sus labios luego del beso.
—Como desquiciado —confesó, abrazándola con fuerza.
—También yo.
Terry deshizo el abrazo y la tomó del rostro, enfocando esos ojos verdes que tantas noches de sueño le han robado.
—Prométeme que, pase lo que pase, no volverás a irte sin mí —deslizó los pulgares por los pómulos de la rubia, disfrutando de la suavidad de su tacto.
—Lo prometo.
—Te amo, pecosa atolondrada —murmuró, a punto de tomar sus labios otra vez.
—Y yo a ti, mocoso arrogante.
—¿Para siempre? —Terry presionó su frente contra la de ella y cerró los ojos, permitiendo que la paz que el amor de Candy le transmite, inundara su ser.
—Para siempre —confirmó ella, sintiendo esa comunión que solo con él logró encontrar.
Minutos después, ya con la maleta de la joven, salieron de la estación tomados de la mano.
Esa misma tarde salía el barco hacia Inglaterra, donde comenzaría la gira de la compañía. Fue por eso que él, que ya tenía conocimiento de que viajaría, se empeñó en realizar la boda con tanta celeridad, apenas doce días después de que ella lo aceptara en aquella cocina.
¡Ni loco viajaría al otro lado del mundo sin ella!
Y también sería su viaje de novios, el cual pospusieron por la carga de trabajo de Terry.
Así que una condición, innegociable para su participación, es que pudiera tomar suficientes días libres para recorrer las ciudades con su esposa. Iba a trabajar, sí, sin embargo, ya era un actor reconocido y respetado que podía darse ciertos caprichos.
Y ahora mismo, mientras conducía hacia el departamento con Candy de copiloto, se le ocurrían muchos. Lástima que no tuviera tiempo suficiente.
«Eso es lo que tú crees», sonrió de medio lado y aceleró a fondo.
¡Y vaya que le alcanzó el tiempo!
Tal como atestiguó la pequeña Adeline Grandchester, nueve meses después.
Fin.