EL RELOJ DE BOLSILLO
(Reto de Guerra)
(Reto de Guerra)
- Ve Terry ¡Ve tras ella!
La suave voz de Susanna apenas llegó hasta sus oídos.
Terry se había quedado embebido viendo cómo la pequeña silueta de Candy se hacía cada vez más leve, a lo lejos, mientras arreciaba la nevada.
En su mente, aún resonaba las últimas palabras que se dijeran. Terry había abierto los brazos y la había dejado ir… no podía hacer otra cosa.
- Yo te elegí a ti, Susanna… - balbuceó el joven actor, viendo a Candy desaparecer poco a poco, entre la nieve que comenzaba a empañar la ventana.
Era cierto. Él había elegido.
Sin embargo, no podía despegar sus ojos de aquella ventana; donde los copos de nieve caían cada vez más pesadamente, y donde la figura de ella, se había vuelto ya un punto más entre los tantos que caían.
Cuando la perdió de vista del todo, tuvo claro que no volvería a verla más, y su mente comenzó a rememorar cada uno de los recuerdos vividos felizmente con ella hasta ese momento.
Despertó como de una ensoñación, y cerró la cortina.
No tenía sentido seguir ahí.
La madre de Susanna entró a la habitación y comenzó a hablarle a su hija. Él no las escuchaba.
Se dejó caer en un sillón y, por hacer algo que no fuera quedarse con la mirada perdida en la nada; metió la mano al bolsillo y sacó su reloj de leontina.
Las 9 pm… esa era la hora en que había dejado de ver a Candy, para siempre.
Esa era la hora… la maldita hora…
Sus dedos se crisparon en torno al reloj de leontina y su dedo pulgar apretó tan fuerte la luna, que esta se resquebrajó con apenas un ligero sonido.
La rajadura, fue como estrella de cinco puntas, cuyas aristas recorrían la luna, desde un astillamiento justo en el centro del cristal, hacia cinco diferentes direcciones. Pero el cristal no se rompió el todo.
Terry retiró el dedo, y su huella digital quedó dibujada sobre el astillamiento central, con la sangre procedente de una ligera cortadura.
En ese instante, y quizá a causa de la presión fuertemente ejercida, el reloj detuvo su marcha.
El cristal no se había hecho pedazos, pero el reloj se había averiado.
Terry sonrió ligeramente de forma irónica ¡Excelente!
Esa hora, la hora en que Candy había, literalmente, desaparecido de su vida para siempre, quedaría marcada eternamente en ese reloj, como si el destino quisiera recordárselo para siempre.
Cerró la tapa del reloj, y se lo metió al bolsillo nuevamente.
La madre de Susanna decía que mañana la darían de alta, eso significaba solamente una cosa: mañana comenzaría el resto de su vida, junto a una mujer por la cual no sentía sino un afecto que, seguramente, a causa de la obligación y su frustración, se iría amargando con el paso del tiempo.
Quiera Dios que no se vuelva desprecio sino… no tenía él idea de cómo iba a vivir de esa manera; pero, como bien lo había asentado hace unos momentos; él así lo había elegido.
La vida siguió su curso y, aunque en un momento intentó escapar de todo y perderse, sabiamente reflexionó en pos del camino que debía seguir con su vida. Hacer las cosas bien, vivir de manera correcta.
Tomar las responsabilidades que él mismo había elegido, de manera valiente y sin resentimientos.
Su vida fue buena, y a pesar de que en principio lo temiera, su afecto hacia Susanna no se amargó ni se convirtió en un peso a su espalda.
Con los años, la salud de Susanna fue resintiéndose, hasta llegar a un triste desenlace con el cual, él vio resarcida su deuda con ella y cumplida la responsabilidad que la vida le impusiera; más que como un deber, como una prueba de la cual tenía que salir airoso.
Él sabía que no había quedado debiendo nada; que había cumplido, dando de sí mismo lo mejor con cariño y buen ánimo.
A pesar de nunca haberse considerado “comprometido”, volvió a ser el solitario que fuera en su juventud; claro que ahora más maduro y más consciente de su propia persona.
Luego de un año del deceso de Susanna, una idea comenzó a rondar su cabeza; una idea que a veces no lo dejaba ni dormir, y en pos de ella, decidió abandonar la vivienda que había compartido con Susanna, pues sabría que no podría ni pensar en llevarla a cabo, mientras siguiera viviendo ahí.
Dedicado a su trabajo en el teatro, incursionando leve pero firmemente hacia la cinematografía, las responsabilidades de su profesión le obligaban a dar largas, tanto a la mudanza como a aquella idea que, de ir y venir tantas veces, comenzó a reposar en algún rincón de su mente; apocada, reducida, pero sin irse del todo.
Seis meses después de que tomara la decisión de mudarse, finalmente el propósito era llevado a cabo; y estando instalado ya en su nuevo domicilio, mientras ponía en orden el contenido de sus cajas de mudanza, halló en un pequeño cofre, una cajita roja que llamó su atención.
Aquella noche, cuando vio a Candy por última vez, en un ligero arranque de frustración dolorosamente contenida; había roto su reloj de bolsillo de un apretón.
Al llegar a su casa, lo había metido en aquella caja, con la idea de hacerlo reparar después. Pero solo de pensar que estaba marcada la hora en que ella desapareció de su vida, francamente le hizo huir de él, posponiendo a propósito la idea de llevarlo a reparar, hasta que terminó olvidándolo dentro de algún cajón.
Ahora volvía a encontrarlo, entre cosas que, francamente, pensaba tirar cuando terminara de instalarse.
Abrió la caja y, efectivamente ahí estaba. Lo tomó en su mano y pulsó el botón que abría la tapa.
Cómo sería el olvido al que lo sometiera durante poco más de una década, que su huella digital marcada en sangre, seguía ahí, justo en medio de la luna astillada, seca y renegrida por los años.
Y seguía marcando las 9 de la noche…
Terry levantó ambas cejas soltando un suspiro. Recordar aquella noche ya no tiene ningún sentido. Ni siquiera con la idea que hace unos meses se le había alborotado durante un tiempo hasta que, a punta de trabajo, la había vuelto a relegar. Sabía bien que, igual esta no se había ido del todo, pero en realidad era poca la fe que le profesaba.
Se acercó el reloj al rostro y, como si fuera un niño curioso, se lamió el pulgar y empezó a tallar para limpiar la mancha; pero estaba muy fija, así que comenzó a rasparla con la uña.
De pronto, a fuerza del movimiento, un pequeño trocito astillado del cristal, se desprendió, cayendo hacia dentro.
Terry agitó el reloj contra la palma de su mano para hacer salir el trocito y al mirar, no era uno, sino dos los trozos de cristal que reposaban en su mano.
Seguramente el otro había estado dentro desde hace más de una década.
Miró de nuevo su reloj, pero de inmediato sus ojos se abrieron de asombro. El reloj andaba.
De pronto, y prácticamente de la nada, la manecilla del reloj comenzó su movimiento entrecortado, marcando los segundos, partiendo justamente desde el número 12.
Terry se quedó estático ¡Es que era imposible! ¿Cómo iba a ser? Es que no le había dado cuerda nunca más.
La explicación era muy simple: el trocito de vidrio que había caído adentro aquella noche, había quedado trabado entre las manecillas, impidiendo que estas pudieran continuar su movimiento. Lo de la cuerda era lo de menos. El engrane estaba detenido, solamente esperando, por mera ley de inercia, a que lo que lo detenía dejara de hacerlo, para poder continuar su camino.
Sin saber bien por qué, de pronto aquella idea que él mismo y por su propia salud, había relegado a un rincón de su mente; emergió de nueva cuenta.
Emergió, como si fuera la silueta de una mujer que, sentada en un rincón en la oscuridad; se ponía de pie y avanzaba a paso firme, mostrando su rostro hacia la luz. Y por supuesto, para él no podía tener otro rostro más que el de Candy.
Terry se quedó mirando como las manecillas del reloj comenzaban a moverse, como si jamás se hubieran detenido; y el tictac del reloj, que sentía golpear en la palma de su mano, se sincronizaba con su pulso, con los latidos de su corazón mismo.
Entonces lo supo; porque él hace mucho tiempo que había dejado de creer en coincidencias; sin embargo, sí que creía en el destino, y estaba convencido de que la vida sola pone cada cosa en su lugar, en el momento justo.
Este era el momento justo ¡Era el momento más justo de todos! Lo sabía ¡Lo sentía en cada fibra de su ser!
Sonrió, y sintiendo el apremiante tictac de su reloj, que había vuelto a la vida después de más de 10 años; sintió como que él también reviviera de nuevo, como si hubiera estado dormido. Como si fuera ahora, en el preciso instante en que su reloj había vuelto a andar, que él despertaba a su vez de un largo y extraño letargo.
Se le ocurrió mirar su moderno reloj muñequera: las 9:10 pm… ¡Y le pareció que alguien le estaba jugando alguna especie de bromita! Pues era exactamente la misma hora que marcaba ahora el reloj de bolsillo que reposaba en su mano.
Hace más de 10 años, una noche a las 9 pm, él se había detenido, roto y ensangrentado, igual que aquel reloj; y hoy, exactamente a la misma hora, ambos volvían a la vida, sincronizándose con el tiempo actual, y con ese tictac urgente, que le resonaba en la palma de la mano, en la memoria, y en los latidos del corazón; como una voz que lo apremiaba a tomar su vida nuevamente por las riendas y no perder más tiempo ¡Que una década ya era mucho! ¿Por qué perder un minuto más?
“Vamos Terry, vamos ¡Ni un minuto más! ¡Ni un segundo siquiera!”
Una ligera risa se escapó de su garganta. Sí, era el momento, él había esperado ya demasiado y, aunque quizá ya no tuviera nada que esperar, lo cierto es que tampoco tenía en realidad nada que perder.
Con el reloj sujeto en su mano, como si no quisiera volver a soltarlo más; se encaminó hacia su escritorio, abrió un cajón y sacó papel y pluma
Se sentó y, respirando profundamente, como para darse ánimo, dejó escapar el aire lentamente, mientras su mano tomaba la esferográfica, y comenzaba a escribir.
Enviaría la carta al día siguiente a primera hora; pero ¿cómo firmar?
No quería parecer desesperado, tampoco quería causarle un sufrimiento o quitarle la paz que hubiera conseguido.
Levantó la vista mirando en derredor de su nuevo departamento, como si buscara la respuesta entre las cajas que todavía no terminaban de ser desempacadas.
De pronto, su reflejo desde el cristal de un aparador le llamó la atención.
Le había crecido un poco el pelo. Ahora era un hombre completamente adulto, atrás había quedado el rebelde adolescente pelilargo y, sin embargo, ahora mismo traía melena.
le causó gracia, y sonrió a su reflejo; con esa sonrisilla traviesa de pillo descarado que solía tener antes… mucho antes, y llegó a la conclusión de que, podrá tener más de 30 años ahora, pero si hace una mirada a su interior, podía ver claramente que en él, no había cambiado nada.
Finalmente encontró la respuesta.
Firmó la carta y la colocó en un sobre. Mañana temprano la depositaría en un buzón.
No guardaba grandes esperanzas; las expectativas, por si acaso guardada alguna, ni siquiera le quitaron el sueño.
Al contrario, aquella noche durmió mejor que en muchos años.
Abrazado a su almohada, Terry soñaba con hermosuras de antaño. Un viejo vals y una colina, una mirada de esmeralda y una sonrisa de oropel.
Encima del velador, alumbrado apenas por la ligera luz de la luna que se colaba; el reloj de bolsillo continuaba con su tictac, lento pero firme; seguro y fuerte, como si una fuerza mágica lo determinara a seguir adelante aún sin haber recibido cuerda en más de diez años.
Las manecillas bailaban, como si fueran felices de hacer correr por fin, el tiempo que parecía haberse detenido hace tanto, empujando a las horas, obligándolas a llegar. Entusiasmadas con la llegada de ese nuevo amanecer, donde comenzaría para todos, una nueva vida.
Gracias por leer
La suave voz de Susanna apenas llegó hasta sus oídos.
Terry se había quedado embebido viendo cómo la pequeña silueta de Candy se hacía cada vez más leve, a lo lejos, mientras arreciaba la nevada.
En su mente, aún resonaba las últimas palabras que se dijeran. Terry había abierto los brazos y la había dejado ir… no podía hacer otra cosa.
- Yo te elegí a ti, Susanna… - balbuceó el joven actor, viendo a Candy desaparecer poco a poco, entre la nieve que comenzaba a empañar la ventana.
Era cierto. Él había elegido.
Sin embargo, no podía despegar sus ojos de aquella ventana; donde los copos de nieve caían cada vez más pesadamente, y donde la figura de ella, se había vuelto ya un punto más entre los tantos que caían.
Cuando la perdió de vista del todo, tuvo claro que no volvería a verla más, y su mente comenzó a rememorar cada uno de los recuerdos vividos felizmente con ella hasta ese momento.
Despertó como de una ensoñación, y cerró la cortina.
No tenía sentido seguir ahí.
La madre de Susanna entró a la habitación y comenzó a hablarle a su hija. Él no las escuchaba.
Se dejó caer en un sillón y, por hacer algo que no fuera quedarse con la mirada perdida en la nada; metió la mano al bolsillo y sacó su reloj de leontina.
Las 9 pm… esa era la hora en que había dejado de ver a Candy, para siempre.
Esa era la hora… la maldita hora…
Sus dedos se crisparon en torno al reloj de leontina y su dedo pulgar apretó tan fuerte la luna, que esta se resquebrajó con apenas un ligero sonido.
La rajadura, fue como estrella de cinco puntas, cuyas aristas recorrían la luna, desde un astillamiento justo en el centro del cristal, hacia cinco diferentes direcciones. Pero el cristal no se rompió el todo.
Terry retiró el dedo, y su huella digital quedó dibujada sobre el astillamiento central, con la sangre procedente de una ligera cortadura.
En ese instante, y quizá a causa de la presión fuertemente ejercida, el reloj detuvo su marcha.
El cristal no se había hecho pedazos, pero el reloj se había averiado.
Terry sonrió ligeramente de forma irónica ¡Excelente!
Esa hora, la hora en que Candy había, literalmente, desaparecido de su vida para siempre, quedaría marcada eternamente en ese reloj, como si el destino quisiera recordárselo para siempre.
Cerró la tapa del reloj, y se lo metió al bolsillo nuevamente.
La madre de Susanna decía que mañana la darían de alta, eso significaba solamente una cosa: mañana comenzaría el resto de su vida, junto a una mujer por la cual no sentía sino un afecto que, seguramente, a causa de la obligación y su frustración, se iría amargando con el paso del tiempo.
Quiera Dios que no se vuelva desprecio sino… no tenía él idea de cómo iba a vivir de esa manera; pero, como bien lo había asentado hace unos momentos; él así lo había elegido.
La vida siguió su curso y, aunque en un momento intentó escapar de todo y perderse, sabiamente reflexionó en pos del camino que debía seguir con su vida. Hacer las cosas bien, vivir de manera correcta.
Tomar las responsabilidades que él mismo había elegido, de manera valiente y sin resentimientos.
Su vida fue buena, y a pesar de que en principio lo temiera, su afecto hacia Susanna no se amargó ni se convirtió en un peso a su espalda.
Con los años, la salud de Susanna fue resintiéndose, hasta llegar a un triste desenlace con el cual, él vio resarcida su deuda con ella y cumplida la responsabilidad que la vida le impusiera; más que como un deber, como una prueba de la cual tenía que salir airoso.
Él sabía que no había quedado debiendo nada; que había cumplido, dando de sí mismo lo mejor con cariño y buen ánimo.
A pesar de nunca haberse considerado “comprometido”, volvió a ser el solitario que fuera en su juventud; claro que ahora más maduro y más consciente de su propia persona.
Luego de un año del deceso de Susanna, una idea comenzó a rondar su cabeza; una idea que a veces no lo dejaba ni dormir, y en pos de ella, decidió abandonar la vivienda que había compartido con Susanna, pues sabría que no podría ni pensar en llevarla a cabo, mientras siguiera viviendo ahí.
Dedicado a su trabajo en el teatro, incursionando leve pero firmemente hacia la cinematografía, las responsabilidades de su profesión le obligaban a dar largas, tanto a la mudanza como a aquella idea que, de ir y venir tantas veces, comenzó a reposar en algún rincón de su mente; apocada, reducida, pero sin irse del todo.
Seis meses después de que tomara la decisión de mudarse, finalmente el propósito era llevado a cabo; y estando instalado ya en su nuevo domicilio, mientras ponía en orden el contenido de sus cajas de mudanza, halló en un pequeño cofre, una cajita roja que llamó su atención.
Aquella noche, cuando vio a Candy por última vez, en un ligero arranque de frustración dolorosamente contenida; había roto su reloj de bolsillo de un apretón.
Al llegar a su casa, lo había metido en aquella caja, con la idea de hacerlo reparar después. Pero solo de pensar que estaba marcada la hora en que ella desapareció de su vida, francamente le hizo huir de él, posponiendo a propósito la idea de llevarlo a reparar, hasta que terminó olvidándolo dentro de algún cajón.
Ahora volvía a encontrarlo, entre cosas que, francamente, pensaba tirar cuando terminara de instalarse.
Abrió la caja y, efectivamente ahí estaba. Lo tomó en su mano y pulsó el botón que abría la tapa.
Cómo sería el olvido al que lo sometiera durante poco más de una década, que su huella digital marcada en sangre, seguía ahí, justo en medio de la luna astillada, seca y renegrida por los años.
Y seguía marcando las 9 de la noche…
Terry levantó ambas cejas soltando un suspiro. Recordar aquella noche ya no tiene ningún sentido. Ni siquiera con la idea que hace unos meses se le había alborotado durante un tiempo hasta que, a punta de trabajo, la había vuelto a relegar. Sabía bien que, igual esta no se había ido del todo, pero en realidad era poca la fe que le profesaba.
Se acercó el reloj al rostro y, como si fuera un niño curioso, se lamió el pulgar y empezó a tallar para limpiar la mancha; pero estaba muy fija, así que comenzó a rasparla con la uña.
De pronto, a fuerza del movimiento, un pequeño trocito astillado del cristal, se desprendió, cayendo hacia dentro.
Terry agitó el reloj contra la palma de su mano para hacer salir el trocito y al mirar, no era uno, sino dos los trozos de cristal que reposaban en su mano.
Seguramente el otro había estado dentro desde hace más de una década.
Miró de nuevo su reloj, pero de inmediato sus ojos se abrieron de asombro. El reloj andaba.
De pronto, y prácticamente de la nada, la manecilla del reloj comenzó su movimiento entrecortado, marcando los segundos, partiendo justamente desde el número 12.
Terry se quedó estático ¡Es que era imposible! ¿Cómo iba a ser? Es que no le había dado cuerda nunca más.
La explicación era muy simple: el trocito de vidrio que había caído adentro aquella noche, había quedado trabado entre las manecillas, impidiendo que estas pudieran continuar su movimiento. Lo de la cuerda era lo de menos. El engrane estaba detenido, solamente esperando, por mera ley de inercia, a que lo que lo detenía dejara de hacerlo, para poder continuar su camino.
Sin saber bien por qué, de pronto aquella idea que él mismo y por su propia salud, había relegado a un rincón de su mente; emergió de nueva cuenta.
Emergió, como si fuera la silueta de una mujer que, sentada en un rincón en la oscuridad; se ponía de pie y avanzaba a paso firme, mostrando su rostro hacia la luz. Y por supuesto, para él no podía tener otro rostro más que el de Candy.
Terry se quedó mirando como las manecillas del reloj comenzaban a moverse, como si jamás se hubieran detenido; y el tictac del reloj, que sentía golpear en la palma de su mano, se sincronizaba con su pulso, con los latidos de su corazón mismo.
Entonces lo supo; porque él hace mucho tiempo que había dejado de creer en coincidencias; sin embargo, sí que creía en el destino, y estaba convencido de que la vida sola pone cada cosa en su lugar, en el momento justo.
Este era el momento justo ¡Era el momento más justo de todos! Lo sabía ¡Lo sentía en cada fibra de su ser!
Sonrió, y sintiendo el apremiante tictac de su reloj, que había vuelto a la vida después de más de 10 años; sintió como que él también reviviera de nuevo, como si hubiera estado dormido. Como si fuera ahora, en el preciso instante en que su reloj había vuelto a andar, que él despertaba a su vez de un largo y extraño letargo.
Se le ocurrió mirar su moderno reloj muñequera: las 9:10 pm… ¡Y le pareció que alguien le estaba jugando alguna especie de bromita! Pues era exactamente la misma hora que marcaba ahora el reloj de bolsillo que reposaba en su mano.
Hace más de 10 años, una noche a las 9 pm, él se había detenido, roto y ensangrentado, igual que aquel reloj; y hoy, exactamente a la misma hora, ambos volvían a la vida, sincronizándose con el tiempo actual, y con ese tictac urgente, que le resonaba en la palma de la mano, en la memoria, y en los latidos del corazón; como una voz que lo apremiaba a tomar su vida nuevamente por las riendas y no perder más tiempo ¡Que una década ya era mucho! ¿Por qué perder un minuto más?
“Vamos Terry, vamos ¡Ni un minuto más! ¡Ni un segundo siquiera!”
Una ligera risa se escapó de su garganta. Sí, era el momento, él había esperado ya demasiado y, aunque quizá ya no tuviera nada que esperar, lo cierto es que tampoco tenía en realidad nada que perder.
Con el reloj sujeto en su mano, como si no quisiera volver a soltarlo más; se encaminó hacia su escritorio, abrió un cajón y sacó papel y pluma
Se sentó y, respirando profundamente, como para darse ánimo, dejó escapar el aire lentamente, mientras su mano tomaba la esferográfica, y comenzaba a escribir.
Enviaría la carta al día siguiente a primera hora; pero ¿cómo firmar?
No quería parecer desesperado, tampoco quería causarle un sufrimiento o quitarle la paz que hubiera conseguido.
Levantó la vista mirando en derredor de su nuevo departamento, como si buscara la respuesta entre las cajas que todavía no terminaban de ser desempacadas.
De pronto, su reflejo desde el cristal de un aparador le llamó la atención.
Le había crecido un poco el pelo. Ahora era un hombre completamente adulto, atrás había quedado el rebelde adolescente pelilargo y, sin embargo, ahora mismo traía melena.
le causó gracia, y sonrió a su reflejo; con esa sonrisilla traviesa de pillo descarado que solía tener antes… mucho antes, y llegó a la conclusión de que, podrá tener más de 30 años ahora, pero si hace una mirada a su interior, podía ver claramente que en él, no había cambiado nada.
Finalmente encontró la respuesta.
Firmó la carta y la colocó en un sobre. Mañana temprano la depositaría en un buzón.
No guardaba grandes esperanzas; las expectativas, por si acaso guardada alguna, ni siquiera le quitaron el sueño.
Al contrario, aquella noche durmió mejor que en muchos años.
Abrazado a su almohada, Terry soñaba con hermosuras de antaño. Un viejo vals y una colina, una mirada de esmeralda y una sonrisa de oropel.
Encima del velador, alumbrado apenas por la ligera luz de la luna que se colaba; el reloj de bolsillo continuaba con su tictac, lento pero firme; seguro y fuerte, como si una fuerza mágica lo determinara a seguir adelante aún sin haber recibido cuerda en más de diez años.
Las manecillas bailaban, como si fueran felices de hacer correr por fin, el tiempo que parecía haberse detenido hace tanto, empujando a las horas, obligándolas a llegar. Entusiasmadas con la llegada de ese nuevo amanecer, donde comenzaría para todos, una nueva vida.
Gracias por leer