La sirvienta le miró con extrañeza tras recibir la orden. Hacía más de un año que los Leagan se habían marchado y eran los integrantes de esa familia las únicas visitas que la señora recibía. La mujer le miró con dureza.
“Ve y haz lo que te ordene niña”
La muchacha se fue contrariada, deteniéndose por un instante para observarla desde las lejanías. Como hiciera todas las tardes, durante muchos años, Elroy tomó asiento en la mesa que tenía dispuesta en la pérgola. Este sería el último día, debía marchar, otros tomarían ese lugar. Desde allí contempló con nostalgia el ahora maltrecho jardín. Ya no había rosas en el rosal, los matorrales secos, las flores marchitas. Ya no se oían las pisadas ni la risa de los niños. Reconoció el dolor en su pecho, ese que sólo dos veces sintiera tan fuerte. Cuando Anthony muriera y cuando en esa sepultura colocaran un ataúd vacío. Cerró los ojos respirando profundo.
La muchacha indagó con la demás servidumbre si hoy recibirían visitas, pero la respuesta fue negativa. No se atrevió a contrariar la orden haciendo lo que se le ordenara. Cuando volvió al jardín con la fina vajilla pudo apreciar que su señora dormía. Colocó las tres tazas, el azucarero y el té humeante. No quiso perturbar su sueño, pues nunca antes había visto su semblante tan sereno.
“Perdone la tardanza tía… al fin hemos llegado” sus sobrinos sonreían.