Cuando eran pequeñas, allá en el Hogar de Pony, Annie y Candy soñaban con tenerlo todo...
Cuando se escabullían al sótano, y hurgaban en los baúles de ropa tan pero tan vieja, que no servía para seguirla heredando a los niños que llegaban, y que las dos gobernantas usaban, a veces, para hacer juguetes de trapo; ellas jugaban a disfrazarse.
Jugaban a que eran grandes damas con cantidades inconmensurables de dinero, con carrozas de oro y zapatillas de cristal, y que comían en platos de oro y copas de plata, como en los cuentos de hadas.
Pero, como todo cuento que se termina; una llamada a comer y el juego también se terminaba; y mientras se sentaba, ante la vieja mesa comunal que despedía carcoma, para que le pusieran enfrente un plato de gachas de avena; ella volvía a la triste realidad.
¡Ella deseaba mucho un papá y una mamá! Incluso, no era necesario que fueran ricos. Le bastaba con que fueran buenos.
Un par de buenos padres que las adoptaran a ella y a Candy, para que estuvieran juntas siempre, como las hermanas que siempre habían sido.
Las cosas no se dieron así…
El matrimonio que se la llevó a ella, la quiso solo a ella.
Intentó no aceptar ¡no iba a aceptar! Pero ¿quién escucha a una niña pequeña? Nadie…
Ni siquiera Candy la escuchó ese día, que hizo de todo para convencerla de irse con ellos.
Annie suplicó durante años, que por favor adoptaran a Candy también.
Todo fue a peor cuando se enteraron que esta chica Candy, había sido llevada por los Leagan como parte del servicio doméstico.
¡Ahora sí que menos! No había manera.
Las advertencias de su madre eran claras ¡clarísimas!
Ni una palabra, ni una sonrisa, ni un arrumaco ¡Nada!
Si no obedecía ¡ya encontraría ella la manera de hacer que su gran amiga Sarah Leagan, se deshiciera de la chiquita esa, cuanto antes!
Nadie debía saberlo… nadie debía enterarse.
Ella obedecía; porque su madre, que a veces parecía quererla tanto y la colmaba de regalos, a veces parecía condicionarle ese cariño llenándola de advertencias y amenazas; y si Annie jamás olvidó el Hogar de Ponny, a pesar de haber sido adoptada muy pequeña a una edad en que olvidar, pudo ser posible; fue porque su madre, con tanta advertencia, no hacía sino recordárselo todo el tiempo.
Annie alguna vez soñó con una habitación enorme para ella sola.
Con tener un ropero propio, lleno de ropa preciosa, y lo mejor de todo ¡nueva!
Con zapatos y accesorios para el cabello, que le gustaban tanto.
Ahora mismo, había celebrado su décimo cumpleaños, con una “matinée” en el jardín de la mansión de sus padres; rodeada de un montón de niños y niñas, remilgados y elegantes que ella ni siquiera sabía quiénes eran.
Por eso no les hablaba; porque no les conocía y porque, la verdad, no sabía bien cómo comportarse con ellos ¿y qué les iba a decir? Si ella no tiene nada qué contar.
Y se queda ahí, en su rincón, mirando hacia el piso y contestando con monosílabos, mientras ellos hacen una mueca y se alejan, diciendo que “Annie Britter es una modorra”… “Annie Britter es una creída”… “Annie Britter es una mimada”…
Y ni siquiera era su cumpleaños de verdad; sino el día en que había sido adoptada.
La habían colmado de regalos y obsequios que seguramente eran más ropa, más zapatos, más alhajas; o más juguetes de los que tenía a millares… Pero lo que ella quisiera es que alguien, aunque sea uno de ellos, viera más allá de todo lo que su madre le ponía encima, y que la vieran a ella.
No a los vestiditos elegantes ni las alhajas; sino a ella, a Annie.
Alguien que la viera a ella, como siempre la vio Candy…
Ahora, tenía absolutamente todo con lo que siempre había soñado ¡lo tenía a manos llenas!
Tenía tanto, que muchas veces los vestidos y los zapatos eran desechados aún en sus cajas, aún con etiquetas, porque ella crecía y los dejaba chicos, sin haber podido llegarlos a usar.
Sus mucamas personales, no la dejaban ni bañar sola; y si contara esto a alguien, con seguridad nadie le creería pero, a veces se despertaba mucho más temprano de lo normal, y tendía su cama ella misma, porque había descubierto que valerse por sí sola alguna vez, le proporcionaba cierto placer…
Ahora a su aún muy corta edad, Annie se daba cuenta que los sueños y las fantasías, lo son por una muy buena razón: porque a veces, si se realizan, no son lo que uno esperaba.
Porque ahora ya sabía ella que, en realidad, no necesitaba todo lo que tenía.
Que cuando su madre llegaba de algún viaje trayéndole montañas de obsequios, ella preferiría un abrazo.
Que cuando la dejaban temporadas enteras en manos de mucamas y tutores; ella preferiría que la llevaran de nuevo al Hogar.
Que cuando se prueba vestido tras vestido, uno más elegante que el otro, le gusta imaginar que está de nuevo en el viejo sótano del Hogar, jugando a disfrazarse; con la diferencia de que ahora Candy no está a su lado.
¡Cómo la extrañaba!
Ojalá nunca hubiera escrito esa carta que le dictó su mamá; ojalá pudiera salir corriendo y volver nuevamente a su viejo orfanato. No ha debido dejarse convencer.
Seguro que si hubiera hecho un buen berrinche, nadie la habría adoptado nunca… pero, ella no era de berrinches.
Ella era una niña dulce, sosegada y en extremo obediente.
Y era por eso que, en premio por no hacerlos pasar vergüenzas, sus padres le daban todo lo que ella necesitaba y lo que no, también.
Ojalá no la dejaran tanto tiempo sola; no le importaría que los niños con los que la obligaban a juntarse la llamaran “mimada” si en realidad lo fuera.
Si en realidad recibiera esos mimos que tanto extrañaba.
Cuando vivía en el Hogar de Pony, tenía la atención de todos; todos la amaban, todos la procuraban y cuidaban de ella. No tenía vestidos caros, pero tenía amigos.
No tenía banquetes fastuosos, pero la Hna. María cantaba nanas y alabanzas mientras preparaba las gachas de avena, y cuando había pasas ¡siempre le ponía más que al resto de los niños! Porque ella sabía que le encantaban.
Y con eso, ella era feliz.
Cuando tenía una pesadilla, podía correr a la habitación de Miss Pony, que la abrazaba y le acariciaba el cabello hasta que se dormía; o cuando había tormenta, Candy se metía a su cama y la abrazaba fuerte…
Todos ellos se equivocaban, Annie Britter no era una niña mimada.
Annie Britter era una niña abandonada, menoscabada, llena de inseguridades a causa de tantas amenazas y advertencias; llena de miedos porque guardaba demasiados secretos.
Una niña, obligada a representar un papel de alguien que no era. A Annie Britter, nadie la mimaba…
Pero la otra, la Annie sin apellido. La Annie del Hogar de Pony.
Esa que vestía remiendos y comía gachas de avena, la que jugaba a disfrazarse con ropas viejas, ella sí; esa Annie sí era una verdadera niña mimada; porque sin tener nada ¡Lo había tenido todo!
Y ahora, Annie Britter, lo único que tenía era cosas ¡miles de millones de cosas!
Pero, nada más.
Gracias por leer...
Cuando se escabullían al sótano, y hurgaban en los baúles de ropa tan pero tan vieja, que no servía para seguirla heredando a los niños que llegaban, y que las dos gobernantas usaban, a veces, para hacer juguetes de trapo; ellas jugaban a disfrazarse.
Jugaban a que eran grandes damas con cantidades inconmensurables de dinero, con carrozas de oro y zapatillas de cristal, y que comían en platos de oro y copas de plata, como en los cuentos de hadas.
Pero, como todo cuento que se termina; una llamada a comer y el juego también se terminaba; y mientras se sentaba, ante la vieja mesa comunal que despedía carcoma, para que le pusieran enfrente un plato de gachas de avena; ella volvía a la triste realidad.
¡Ella deseaba mucho un papá y una mamá! Incluso, no era necesario que fueran ricos. Le bastaba con que fueran buenos.
Un par de buenos padres que las adoptaran a ella y a Candy, para que estuvieran juntas siempre, como las hermanas que siempre habían sido.
Las cosas no se dieron así…
El matrimonio que se la llevó a ella, la quiso solo a ella.
Intentó no aceptar ¡no iba a aceptar! Pero ¿quién escucha a una niña pequeña? Nadie…
Ni siquiera Candy la escuchó ese día, que hizo de todo para convencerla de irse con ellos.
Annie suplicó durante años, que por favor adoptaran a Candy también.
Todo fue a peor cuando se enteraron que esta chica Candy, había sido llevada por los Leagan como parte del servicio doméstico.
¡Ahora sí que menos! No había manera.
Las advertencias de su madre eran claras ¡clarísimas!
Ni una palabra, ni una sonrisa, ni un arrumaco ¡Nada!
Si no obedecía ¡ya encontraría ella la manera de hacer que su gran amiga Sarah Leagan, se deshiciera de la chiquita esa, cuanto antes!
Nadie debía saberlo… nadie debía enterarse.
Ella obedecía; porque su madre, que a veces parecía quererla tanto y la colmaba de regalos, a veces parecía condicionarle ese cariño llenándola de advertencias y amenazas; y si Annie jamás olvidó el Hogar de Ponny, a pesar de haber sido adoptada muy pequeña a una edad en que olvidar, pudo ser posible; fue porque su madre, con tanta advertencia, no hacía sino recordárselo todo el tiempo.
Annie alguna vez soñó con una habitación enorme para ella sola.
Con tener un ropero propio, lleno de ropa preciosa, y lo mejor de todo ¡nueva!
Con zapatos y accesorios para el cabello, que le gustaban tanto.
Ahora mismo, había celebrado su décimo cumpleaños, con una “matinée” en el jardín de la mansión de sus padres; rodeada de un montón de niños y niñas, remilgados y elegantes que ella ni siquiera sabía quiénes eran.
Por eso no les hablaba; porque no les conocía y porque, la verdad, no sabía bien cómo comportarse con ellos ¿y qué les iba a decir? Si ella no tiene nada qué contar.
Y se queda ahí, en su rincón, mirando hacia el piso y contestando con monosílabos, mientras ellos hacen una mueca y se alejan, diciendo que “Annie Britter es una modorra”… “Annie Britter es una creída”… “Annie Britter es una mimada”…
Y ni siquiera era su cumpleaños de verdad; sino el día en que había sido adoptada.
La habían colmado de regalos y obsequios que seguramente eran más ropa, más zapatos, más alhajas; o más juguetes de los que tenía a millares… Pero lo que ella quisiera es que alguien, aunque sea uno de ellos, viera más allá de todo lo que su madre le ponía encima, y que la vieran a ella.
No a los vestiditos elegantes ni las alhajas; sino a ella, a Annie.
Alguien que la viera a ella, como siempre la vio Candy…
Ahora, tenía absolutamente todo con lo que siempre había soñado ¡lo tenía a manos llenas!
Tenía tanto, que muchas veces los vestidos y los zapatos eran desechados aún en sus cajas, aún con etiquetas, porque ella crecía y los dejaba chicos, sin haber podido llegarlos a usar.
Sus mucamas personales, no la dejaban ni bañar sola; y si contara esto a alguien, con seguridad nadie le creería pero, a veces se despertaba mucho más temprano de lo normal, y tendía su cama ella misma, porque había descubierto que valerse por sí sola alguna vez, le proporcionaba cierto placer…
Ahora a su aún muy corta edad, Annie se daba cuenta que los sueños y las fantasías, lo son por una muy buena razón: porque a veces, si se realizan, no son lo que uno esperaba.
Porque ahora ya sabía ella que, en realidad, no necesitaba todo lo que tenía.
Que cuando su madre llegaba de algún viaje trayéndole montañas de obsequios, ella preferiría un abrazo.
Que cuando la dejaban temporadas enteras en manos de mucamas y tutores; ella preferiría que la llevaran de nuevo al Hogar.
Que cuando se prueba vestido tras vestido, uno más elegante que el otro, le gusta imaginar que está de nuevo en el viejo sótano del Hogar, jugando a disfrazarse; con la diferencia de que ahora Candy no está a su lado.
¡Cómo la extrañaba!
Ojalá nunca hubiera escrito esa carta que le dictó su mamá; ojalá pudiera salir corriendo y volver nuevamente a su viejo orfanato. No ha debido dejarse convencer.
Seguro que si hubiera hecho un buen berrinche, nadie la habría adoptado nunca… pero, ella no era de berrinches.
Ella era una niña dulce, sosegada y en extremo obediente.
Y era por eso que, en premio por no hacerlos pasar vergüenzas, sus padres le daban todo lo que ella necesitaba y lo que no, también.
Ojalá no la dejaran tanto tiempo sola; no le importaría que los niños con los que la obligaban a juntarse la llamaran “mimada” si en realidad lo fuera.
Si en realidad recibiera esos mimos que tanto extrañaba.
Cuando vivía en el Hogar de Pony, tenía la atención de todos; todos la amaban, todos la procuraban y cuidaban de ella. No tenía vestidos caros, pero tenía amigos.
No tenía banquetes fastuosos, pero la Hna. María cantaba nanas y alabanzas mientras preparaba las gachas de avena, y cuando había pasas ¡siempre le ponía más que al resto de los niños! Porque ella sabía que le encantaban.
Y con eso, ella era feliz.
Cuando tenía una pesadilla, podía correr a la habitación de Miss Pony, que la abrazaba y le acariciaba el cabello hasta que se dormía; o cuando había tormenta, Candy se metía a su cama y la abrazaba fuerte…
Todos ellos se equivocaban, Annie Britter no era una niña mimada.
Annie Britter era una niña abandonada, menoscabada, llena de inseguridades a causa de tantas amenazas y advertencias; llena de miedos porque guardaba demasiados secretos.
Una niña, obligada a representar un papel de alguien que no era. A Annie Britter, nadie la mimaba…
Pero la otra, la Annie sin apellido. La Annie del Hogar de Pony.
Esa que vestía remiendos y comía gachas de avena, la que jugaba a disfrazarse con ropas viejas, ella sí; esa Annie sí era una verdadera niña mimada; porque sin tener nada ¡Lo había tenido todo!
Y ahora, Annie Britter, lo único que tenía era cosas ¡miles de millones de cosas!
Pero, nada más.
Gracias por leer...