Esta es una historia alternativa; que bien podría ser el fragmento de cualquier otra historia...
Los estruendos de las ráfagas de disparos, despertaron a todos en aquel acomodado barrio de los suburbios de New Jersey.
Los 6 hombres que irrumpieron en aquella elegante mansión, recorrieron una a una las habitaciones de la planta alta y baja, incluidas las del servicio.
Afuera, acordonando al jefe de la banda que, apoyado en el capot de su automóvil, encendía un cigarrillo, como si nada, 6 más esperaban con las armas listas.
Varias luces se encendieron a lo largo de la calle, para apagarse de nuevo, casi de inmediato. Nadie quería ser testigo, nadie quería ver nada. No querían involucrarse.
Hacían bien; todo el mundo sabía que esa banda andaba por ahí, dedicándose a asesinar a los más altos jefes de la mafia neoyorkina, ahora estaban ahí, en New Jersey, habían logrado dar con el domicilio del último de ellos.
Para el jefe de la banda de asesinos, de hecho el más importante.
Nadie sabía aún quién era el cabecilla de este movimiento que, parecía esta encaminado a terminar con las "famiglias" más fuertes de la mafia.
Decían por ahí, que era un millonario de Illinois, enfrascado en una vendetta personal. Pero, nadie lo podía dar por cierto aún; pero, si fuera verdad, era fácil suponer que tenía comprada a la policía y a algunas pandillas, para que no se diera con su identidad.
Cuando los tiros y los gritos cesaron; el jefe se quitó el sombrero y lo tiró dentro del automóvil; luego, ingresó a la vivienda, franqueado por dos de sus hombres que le abrieron las puertas.
El Jefe entró, el olor a pólvora le invadió el olfato de inmediato.
Catorce cadáveres quedaban esa noche en aquella mansión, pero él tenía que confirmar que el trabajo estaba hecho a cabalidad, así que sus hombres le dirigieron hacia donde estaba lo que le interesaba ver.
En la habitación principal; el dueño de casa: Mario Adamo, y su esposa. Nueva esposa, seguramente, pues la hermosa mujer rubia lucía siquiera 20 años menor que él.
Daba lo mismo, estaba muerta también.
El Jefe soltó una bocanada de humo; ninguna expresión se dejaba adivinar en su rostro ni en su mirada.
Hacia otra habitación, se topó a otro matrimonio: Renzo Adamo, hijo de Don Mario, y su esposa Marla.
Y luego, en una habitación más pequeña; el “benjamín” de la “famiglia”: Ruzzio Adamo. ¡El peor de todos! Si lo recordaba él muy bien.
Había ordenado para él, un balazo justo en medio de las cejas; así como Ruzzio Adamo se lo había dado a su hijo de tan solo 10 años, justo frente a sus ojos.
Sus hombres habían cumplido bien esa orden.
Los tenía a todos; con esto, se cumplía aquella venganza que había jurado hace muchos años, cuando al igual que esta, una noche entró un ejército de maleantes armas en mano destruyéndolo todo.
Asesinando a sus padres, a sus empleados, y a sus pequeños hijos en el proceso.
Solo porque él había decidido no asociarse con aquellos adinerados jefes familiares que exigían su aprobación y por supuesto, su apoyo económico para continuar con sus “negocios”.
Si le hubieran buscado en otro momento, talvez… pero no desde que había logrado el tan anhelado amor de la mujer que, para la fecha, ya le había dado dos hermosos niños, y le hacía el hombre más feliz de la tierra.
Ella, y su familia, lo hacían mejor persona cada día; pero luego, vinieron los mafiosos a quitárselo todo. Le buscaron su lado malo ¡Y vaya que se lo encontraron!
- El trabajo está hecho, jefe…- masculló uno de sus hombres.
- Así es – respondió él – por fin hemos terminado…
El jefe se detuvo; había escuchado un ruido. Uno de sus hombres intentó seguir hablando, pero él levantó la mano imponiendo silencio.
Debajo de la cama donde yacían dos cadáveres, se escuchaba un ligero quejido.
El jefe se puso un dedo sobre los labios; de dentro de su leva, sacó un revólver.
Se agachó él mismo y tanteó en la oscuridad; hasta que lanzó la mano y agarró algo que comenzó a tironear en dirección contraria.
Un grito agudo le taladró los tímpanos y le contrajo el pecho; le recordó a los gritos de su propia hija aquella noche fatídica que lo convirtió en un asesino…
Aun así, él jaló sacando de debajo de la cama a una pequeña niña de largos cabellos castaños, ataviada con una sencilla batita de dormir blanca.
Él la soltó, y la pequeña, gritando y gimiendo, se agazapó hacia la esquina de la cama.
El jefe se quedó impávido ¡No podía creerlo! Si él hubiera sabido que había niños en aquella casa, él jamás… Pero lo cierto es que ni siquiera se había preocupado por averiguarlo.
Volvió a guardarse el arma, para que la niña no la viera.
- ¡Pete! – llamó el hombre – Verifica que no haya más niños en la casa. ¡No los lastimes! Ni los asustes. Solo, verifica que no haya más.
El hombre asintió y fue corriendo a cumplir la orden.
Sintió que las manos le temblaban ¿¡Qué había hecho!? ¡Maldita sea, qué había hecho!
- Ah, debe ser la nieta de Adamo… - soltó uno de sus hombres – Hija de Renzo con toda seguridad.
- O del mismo viejo Adamo – soltó otro remordiendo un cigarrillo - ¿No vieron el pedazo de esposa que se gastaba el viejo?
Los demás rieron.
- ¡A callar! – exclamó el jefe en un susurro, colocando una rodilla en el suelo, acercándose a la pequeña – Eh nena… tranquilita, no te va a pasar nada. Te lo prometo.
La niña levantó la carita; sus cabellos castaños la cubrían como una mata desordenada; el hombre de los ojos claros le extendía una mano.
Ella se agazapó más, pero él seguía hablándole quedito.
Le repetía que no tuviera miedo, que no le iban a hacer daño. La niña miraba a los hombres con grandes armas en sus manos.
- ¡Largo de aquí! Fuera todos, espérenme afuera – ordenó a los hombres, quedándose sólo con ella - Ven, dame la mano. Déjame sacarte de aquí, te voy a llevar a un sitio donde vas a estar segura y no va a pasarte nada. ¡Te lo prometo!
En la oscuridad de la habitación, la niña no podía ver que el cadáver de su padre estaba muy cerca, ni podía visualizar la sangre que brotaba del cuerpo, y eso era justo lo que él quería evitarle.
La niña solo lo veía a él, que estaba lo suficientemente cerca para poder verlo bien.
Él le sonreía suavemente, ella podía ver en sus ojos claritos, que no le quería hacer daño…
- Tengo una hijita de tu edad…- le decía - Se llama María, y es muy buena haciendo coronitas de flores ¿te gustan las flores? ¡Te voy a llevar a un sitio donde hay muchas! Ven conmigo, nena…
Al final, la niña le extendió la mano.
A como pudo, él se retiró la leva del traje; no había manera de sacarla de la habitación, y de la mansión en sí, sin que ella lograra ver la masacre que se había suscitado.
- ¡Jefe, mejor nos vamos ya! – le gritaron de afuera - ¡No es bueno quedarnos tanto!
Cuando la tuvo abrazada a su pecho, la envolvió con la leva, sobretodo para que se sintiera segura. Salió de la habitación con ella en brazos; logró que no viera los cadáveres, pero a la luz de la araña del salón, pudo ver a los hombres malencarados que esperaban a su jefe, y se removió entre los brazos del hombre, gimiendo asustada.
- A ver jefe – dijo uno de ellos – deme a la niña, no se preocupe usted que yo me encargo de ella; pobrecita, pero no va a sufrir, esto será rápido…
La niña lanzó un grito al ver al tipejo acercarse, pero el hombre pronto conservó su distancia con los ojos como platos y levantando las manos. Todos los hombres se hicieron para atrás.
El jefe, sacó su revólver en el instante en que la niñita gritaba, y apuntaba a su propio secuaz, mirándolo a los ojos.
- ¡Wow! Jefe… - balbuceó el hombre – Tranquilo; si usted no quiere, pues no. Usted es el jefe… ¡Usted es el jefe! – decía el tipo, mientras caminaba lentamente hacia atrás.
- ¡Y que no se te olvide! – exclamó el jefe, aun apuntándolo - ¡A ninguno de ustedes!... ¡¡Pete!!
- ¡Nada jefe! - exclamó el hombre que había mandado a revisar por niños - No hay más chicos en la casa...
El jefe guardó el revólver en su funda, y bajó las escaleras de aquella mansión desgraciada, con la niña envuelta, entre sus brazos.
Despidió al chofer de su automóvil y se subió al auto solo, con la niña como copiloto.
- ¡Jefe, pero qué hace! – exclamó uno de los que esperaba afuera- ¡Jefe! ¡¡Jefe!!
- ¡Larguémonos de aquí! – dijo otro.
Abordaron los automóviles y se marcharon tan rápido como habían llegado.
Apenas entonces, cuando les vieron marcharse; alguien se atrevió a llamar a la policía.
El hombre condujo toda la madrugada, con la niña arrebujada en su propia leva; la miraba de cuando en cuando para asegurarse de que estaba bien; pero la pobrecita no emitía ningún sonido. Había dejado de llorar, lo cual era bueno; quería decir que había conseguido que se sintiera segura con él.
Luego recordó, que ella había visto a sus hombres disparando a sus padres. Por eso les temía, porque los había visto haciéndolos… pero a él no.
A él no, porque claro, a pesar de todo seguía siendo un cobarde; que como en la adolescencia, se cubría de compinches y secuaces para que hicieran el trabajo sucio.
Porque lo cierto era que, ni siquiera para ocuparse de su propia venganza, había tenido los arrestos necesarios.
Se pasó una mano por la cara, despeinándose un poco.
Volvió a mirar a la pequeña; y la vio recostada hecha un ovillo a lo largo del asiento.
Le acercó una mano al rostro, para terminar confirmando que estaba profundamente dormida.
Inocente, era tan pequeña que cabía acostada hecha bolita en ese lugar. Ojalá su edad la haga olvidar todo el horror que había vivido esa noche.
La pequeña Adamo… le habría gustado poder preguntarle su nombre.
Apenas rayaba la aurora cuando su automóvil se internó en un camino vecinal, rodeando el lago Michigan. Hace muchos años que no volvía por ese sitio. Lakewood estaba lleno de recuerdos, buenos y malos, pero todos terriblemente dolorosos.
Llegó hasta la pequeña casa con capilla que se recortaba en la soledad del prado, cercano al lago. Estacionó justo detrás del gran árbol del que solía hablarle su esposa.
El aroma de las flores de todos los colores que creían en el cerco de la casita, le suavizó el semblante.
Cargó a la pequeña aún dormida entre sus brazos, y se acercó a tocar la puerta.
La monja que atendía el orfanato, como siempre ya estaba levantada preparando el desayuno para sus niños; se extrañó de escuchar que llamaban a la puerta tan temprano; pero se sorprendió aún más cuando abrió la puerta.
Sus ojos verdes se toparon de frente con los ojos castaños color miel del hombre trigueño que estaba frente a ella… después de tantos años.
- Hola Candy… - dijo él, sin poder evitar fruncir el ceño, al verla con hábito de religiosa.
- ¡Neil!- exclamó ella – Pero ¿¡Qué estás haciendo aquí!?
- Necesito que cuides de esta niña – dijo, entrando sin esperar invitación – Está dormida ¿Dónde puedo colocarla para que esté cómoda?
La mujer, rápidamente le indicó por el pasillo, pero no lo guió hasta la habitación comunal, sino que lo llevó a la propia.
- Acuéstala en mi cama… - le dijo, para después, deshacer a la niña de la arrugada leva, devolviéndosela, y arroparla con su propia colcha
Candy acarició el rostro de la pequeña, retirándole el cabello de la frente; no pudo dejar de notar el revólver en la funda de arnés que Neil llevaba a un costado.
- ¿Quién es ella?... Neil ¿Quién es esta niña? – insistió ella, al ver que él no respondía.
- No sé si es una hija o la nieta de Mario Adamo, pero de su casa la saqué.
- ¿¡Estás loco!? – exclamó ella en un susurro - ¿¡Has secuestrado a esta niña!? ¡Eso no va a cambiar nada, Neil! ¡Lleva a esta niña con su madre ahora mismo!
- ¡No la secuestré! – exclamó él con fuerza; ella le hizo señas de callar y lo sacó de la habitación de un empujón. – Y no puedo devolverla a su madre, porque está muerta.
- ¿¡Qué!?
- Su madre está muerta – respondió él – y su padre también. Halla sido el viejo Mario, el infeliz de Renzo o el malparido de Ruzzio ¡Da lo mismo todos están muertos! – Candy se llevó una mano al rostro, horrorizada.
- ¡Los mataste!
- Te dije que lo haría… - respondió él – Te dije que terminaría con todos, Candy, y lo hice. Me tomó varios años pero lo hice… ¡Me he vengado por todo lo que me quitaron!... Por lo que nos quitaron, Candy.
Neil tomó a Candy por los brazos, intentando abrazarla, pero ella se revolvió sin permitírselo.
- Eres un asesino… - le dijo al fin, con lágrimas en los ojos – nada de esto sirve Neil…
- ¡Para mí sí que sirve!
- ¿¡Para qué!? – exclamó ella, olvidándose de que los niños del hogar dormían, y dejando salir su llanto - ¿¡Cuándo vas a terminar de entenderlo!? ¡¡Esto no nos devolverá a nuestros hijos, Neil!!
Él apartó la vista hacia otro lado, y cerró los ojos con fuerza, dejando escapar un par de lágrimas.
- Sí, y tampoco hará que tú vuelvas a mí. Ya lo sé – respondió sin mirarla – Pero ya está hecho. Estén donde estén, mis padres y nuestros hijos podrán descansar en paz.
- ¿Y tú? ¿Podrás hacerlo tú algún día? – preguntó ella, ahogándose en llanto.
- ¿Cuidarás de la niña?
- Por supuesto – respondió Candy – ella es inocente, no tiene culpa de nada, y si no tiene quién se ocupe de ella, aquí estará bien.
- Muy bien… - dijo Neil, y colgándose la leva del hombro, y encaminándose a la salida.
Afuera, comenzaba a clarear, los primeros rayos solares se asomaban por el horizonte.
- ¡Neil! – llamó ella, saliendo detrás de él – Por lo que más quieras ¡Abandona ya esta vida!
Él volteó a verla, encendiendo un cigarrillo.
- ¿Y ya para qué? – respondió, exhalando el humo – Si lo que yo más quería, ya no lo tengo. ¿No es así, Candy? Los perdí a ellos y te perdí a ti, definitivamente. No tiene ningún objeto hacerlo.
Neil se encaminó hacia su automóvil, y Candy se quedó ahí, mirándolo marcharse.
Cuando el automóvil de Neil arrancaba y se alejaba del Hogar de Pony; el sol comenzaba a elevarse sobre el lago Michigan, y Sor Candice elevaba una pequeña plegaria, para que el hombre que aún amaba, el padre de sus hijos; algún día volviera a encontrar la paz…
Gracias por leer...
Los 6 hombres que irrumpieron en aquella elegante mansión, recorrieron una a una las habitaciones de la planta alta y baja, incluidas las del servicio.
Afuera, acordonando al jefe de la banda que, apoyado en el capot de su automóvil, encendía un cigarrillo, como si nada, 6 más esperaban con las armas listas.
Varias luces se encendieron a lo largo de la calle, para apagarse de nuevo, casi de inmediato. Nadie quería ser testigo, nadie quería ver nada. No querían involucrarse.
Hacían bien; todo el mundo sabía que esa banda andaba por ahí, dedicándose a asesinar a los más altos jefes de la mafia neoyorkina, ahora estaban ahí, en New Jersey, habían logrado dar con el domicilio del último de ellos.
Para el jefe de la banda de asesinos, de hecho el más importante.
Nadie sabía aún quién era el cabecilla de este movimiento que, parecía esta encaminado a terminar con las "famiglias" más fuertes de la mafia.
Decían por ahí, que era un millonario de Illinois, enfrascado en una vendetta personal. Pero, nadie lo podía dar por cierto aún; pero, si fuera verdad, era fácil suponer que tenía comprada a la policía y a algunas pandillas, para que no se diera con su identidad.
Cuando los tiros y los gritos cesaron; el jefe se quitó el sombrero y lo tiró dentro del automóvil; luego, ingresó a la vivienda, franqueado por dos de sus hombres que le abrieron las puertas.
El Jefe entró, el olor a pólvora le invadió el olfato de inmediato.
Catorce cadáveres quedaban esa noche en aquella mansión, pero él tenía que confirmar que el trabajo estaba hecho a cabalidad, así que sus hombres le dirigieron hacia donde estaba lo que le interesaba ver.
En la habitación principal; el dueño de casa: Mario Adamo, y su esposa. Nueva esposa, seguramente, pues la hermosa mujer rubia lucía siquiera 20 años menor que él.
Daba lo mismo, estaba muerta también.
El Jefe soltó una bocanada de humo; ninguna expresión se dejaba adivinar en su rostro ni en su mirada.
Hacia otra habitación, se topó a otro matrimonio: Renzo Adamo, hijo de Don Mario, y su esposa Marla.
Y luego, en una habitación más pequeña; el “benjamín” de la “famiglia”: Ruzzio Adamo. ¡El peor de todos! Si lo recordaba él muy bien.
Había ordenado para él, un balazo justo en medio de las cejas; así como Ruzzio Adamo se lo había dado a su hijo de tan solo 10 años, justo frente a sus ojos.
Sus hombres habían cumplido bien esa orden.
Los tenía a todos; con esto, se cumplía aquella venganza que había jurado hace muchos años, cuando al igual que esta, una noche entró un ejército de maleantes armas en mano destruyéndolo todo.
Asesinando a sus padres, a sus empleados, y a sus pequeños hijos en el proceso.
Solo porque él había decidido no asociarse con aquellos adinerados jefes familiares que exigían su aprobación y por supuesto, su apoyo económico para continuar con sus “negocios”.
Si le hubieran buscado en otro momento, talvez… pero no desde que había logrado el tan anhelado amor de la mujer que, para la fecha, ya le había dado dos hermosos niños, y le hacía el hombre más feliz de la tierra.
Ella, y su familia, lo hacían mejor persona cada día; pero luego, vinieron los mafiosos a quitárselo todo. Le buscaron su lado malo ¡Y vaya que se lo encontraron!
- El trabajo está hecho, jefe…- masculló uno de sus hombres.
- Así es – respondió él – por fin hemos terminado…
El jefe se detuvo; había escuchado un ruido. Uno de sus hombres intentó seguir hablando, pero él levantó la mano imponiendo silencio.
Debajo de la cama donde yacían dos cadáveres, se escuchaba un ligero quejido.
El jefe se puso un dedo sobre los labios; de dentro de su leva, sacó un revólver.
Se agachó él mismo y tanteó en la oscuridad; hasta que lanzó la mano y agarró algo que comenzó a tironear en dirección contraria.
Un grito agudo le taladró los tímpanos y le contrajo el pecho; le recordó a los gritos de su propia hija aquella noche fatídica que lo convirtió en un asesino…
Aun así, él jaló sacando de debajo de la cama a una pequeña niña de largos cabellos castaños, ataviada con una sencilla batita de dormir blanca.
Él la soltó, y la pequeña, gritando y gimiendo, se agazapó hacia la esquina de la cama.
El jefe se quedó impávido ¡No podía creerlo! Si él hubiera sabido que había niños en aquella casa, él jamás… Pero lo cierto es que ni siquiera se había preocupado por averiguarlo.
Volvió a guardarse el arma, para que la niña no la viera.
- ¡Pete! – llamó el hombre – Verifica que no haya más niños en la casa. ¡No los lastimes! Ni los asustes. Solo, verifica que no haya más.
El hombre asintió y fue corriendo a cumplir la orden.
Sintió que las manos le temblaban ¿¡Qué había hecho!? ¡Maldita sea, qué había hecho!
- Ah, debe ser la nieta de Adamo… - soltó uno de sus hombres – Hija de Renzo con toda seguridad.
- O del mismo viejo Adamo – soltó otro remordiendo un cigarrillo - ¿No vieron el pedazo de esposa que se gastaba el viejo?
Los demás rieron.
- ¡A callar! – exclamó el jefe en un susurro, colocando una rodilla en el suelo, acercándose a la pequeña – Eh nena… tranquilita, no te va a pasar nada. Te lo prometo.
La niña levantó la carita; sus cabellos castaños la cubrían como una mata desordenada; el hombre de los ojos claros le extendía una mano.
Ella se agazapó más, pero él seguía hablándole quedito.
Le repetía que no tuviera miedo, que no le iban a hacer daño. La niña miraba a los hombres con grandes armas en sus manos.
- ¡Largo de aquí! Fuera todos, espérenme afuera – ordenó a los hombres, quedándose sólo con ella - Ven, dame la mano. Déjame sacarte de aquí, te voy a llevar a un sitio donde vas a estar segura y no va a pasarte nada. ¡Te lo prometo!
En la oscuridad de la habitación, la niña no podía ver que el cadáver de su padre estaba muy cerca, ni podía visualizar la sangre que brotaba del cuerpo, y eso era justo lo que él quería evitarle.
La niña solo lo veía a él, que estaba lo suficientemente cerca para poder verlo bien.
Él le sonreía suavemente, ella podía ver en sus ojos claritos, que no le quería hacer daño…
- Tengo una hijita de tu edad…- le decía - Se llama María, y es muy buena haciendo coronitas de flores ¿te gustan las flores? ¡Te voy a llevar a un sitio donde hay muchas! Ven conmigo, nena…
Al final, la niña le extendió la mano.
A como pudo, él se retiró la leva del traje; no había manera de sacarla de la habitación, y de la mansión en sí, sin que ella lograra ver la masacre que se había suscitado.
- ¡Jefe, mejor nos vamos ya! – le gritaron de afuera - ¡No es bueno quedarnos tanto!
Cuando la tuvo abrazada a su pecho, la envolvió con la leva, sobretodo para que se sintiera segura. Salió de la habitación con ella en brazos; logró que no viera los cadáveres, pero a la luz de la araña del salón, pudo ver a los hombres malencarados que esperaban a su jefe, y se removió entre los brazos del hombre, gimiendo asustada.
- A ver jefe – dijo uno de ellos – deme a la niña, no se preocupe usted que yo me encargo de ella; pobrecita, pero no va a sufrir, esto será rápido…
La niña lanzó un grito al ver al tipejo acercarse, pero el hombre pronto conservó su distancia con los ojos como platos y levantando las manos. Todos los hombres se hicieron para atrás.
El jefe, sacó su revólver en el instante en que la niñita gritaba, y apuntaba a su propio secuaz, mirándolo a los ojos.
- ¡Wow! Jefe… - balbuceó el hombre – Tranquilo; si usted no quiere, pues no. Usted es el jefe… ¡Usted es el jefe! – decía el tipo, mientras caminaba lentamente hacia atrás.
- ¡Y que no se te olvide! – exclamó el jefe, aun apuntándolo - ¡A ninguno de ustedes!... ¡¡Pete!!
- ¡Nada jefe! - exclamó el hombre que había mandado a revisar por niños - No hay más chicos en la casa...
El jefe guardó el revólver en su funda, y bajó las escaleras de aquella mansión desgraciada, con la niña envuelta, entre sus brazos.
Despidió al chofer de su automóvil y se subió al auto solo, con la niña como copiloto.
- ¡Jefe, pero qué hace! – exclamó uno de los que esperaba afuera- ¡Jefe! ¡¡Jefe!!
- ¡Larguémonos de aquí! – dijo otro.
Abordaron los automóviles y se marcharon tan rápido como habían llegado.
Apenas entonces, cuando les vieron marcharse; alguien se atrevió a llamar a la policía.
El hombre condujo toda la madrugada, con la niña arrebujada en su propia leva; la miraba de cuando en cuando para asegurarse de que estaba bien; pero la pobrecita no emitía ningún sonido. Había dejado de llorar, lo cual era bueno; quería decir que había conseguido que se sintiera segura con él.
Luego recordó, que ella había visto a sus hombres disparando a sus padres. Por eso les temía, porque los había visto haciéndolos… pero a él no.
A él no, porque claro, a pesar de todo seguía siendo un cobarde; que como en la adolescencia, se cubría de compinches y secuaces para que hicieran el trabajo sucio.
Porque lo cierto era que, ni siquiera para ocuparse de su propia venganza, había tenido los arrestos necesarios.
Se pasó una mano por la cara, despeinándose un poco.
Volvió a mirar a la pequeña; y la vio recostada hecha un ovillo a lo largo del asiento.
Le acercó una mano al rostro, para terminar confirmando que estaba profundamente dormida.
Inocente, era tan pequeña que cabía acostada hecha bolita en ese lugar. Ojalá su edad la haga olvidar todo el horror que había vivido esa noche.
La pequeña Adamo… le habría gustado poder preguntarle su nombre.
Apenas rayaba la aurora cuando su automóvil se internó en un camino vecinal, rodeando el lago Michigan. Hace muchos años que no volvía por ese sitio. Lakewood estaba lleno de recuerdos, buenos y malos, pero todos terriblemente dolorosos.
Llegó hasta la pequeña casa con capilla que se recortaba en la soledad del prado, cercano al lago. Estacionó justo detrás del gran árbol del que solía hablarle su esposa.
El aroma de las flores de todos los colores que creían en el cerco de la casita, le suavizó el semblante.
Cargó a la pequeña aún dormida entre sus brazos, y se acercó a tocar la puerta.
La monja que atendía el orfanato, como siempre ya estaba levantada preparando el desayuno para sus niños; se extrañó de escuchar que llamaban a la puerta tan temprano; pero se sorprendió aún más cuando abrió la puerta.
Sus ojos verdes se toparon de frente con los ojos castaños color miel del hombre trigueño que estaba frente a ella… después de tantos años.
- Hola Candy… - dijo él, sin poder evitar fruncir el ceño, al verla con hábito de religiosa.
- ¡Neil!- exclamó ella – Pero ¿¡Qué estás haciendo aquí!?
- Necesito que cuides de esta niña – dijo, entrando sin esperar invitación – Está dormida ¿Dónde puedo colocarla para que esté cómoda?
La mujer, rápidamente le indicó por el pasillo, pero no lo guió hasta la habitación comunal, sino que lo llevó a la propia.
- Acuéstala en mi cama… - le dijo, para después, deshacer a la niña de la arrugada leva, devolviéndosela, y arroparla con su propia colcha
Candy acarició el rostro de la pequeña, retirándole el cabello de la frente; no pudo dejar de notar el revólver en la funda de arnés que Neil llevaba a un costado.
- ¿Quién es ella?... Neil ¿Quién es esta niña? – insistió ella, al ver que él no respondía.
- No sé si es una hija o la nieta de Mario Adamo, pero de su casa la saqué.
- ¿¡Estás loco!? – exclamó ella en un susurro - ¿¡Has secuestrado a esta niña!? ¡Eso no va a cambiar nada, Neil! ¡Lleva a esta niña con su madre ahora mismo!
- ¡No la secuestré! – exclamó él con fuerza; ella le hizo señas de callar y lo sacó de la habitación de un empujón. – Y no puedo devolverla a su madre, porque está muerta.
- ¿¡Qué!?
- Su madre está muerta – respondió él – y su padre también. Halla sido el viejo Mario, el infeliz de Renzo o el malparido de Ruzzio ¡Da lo mismo todos están muertos! – Candy se llevó una mano al rostro, horrorizada.
- ¡Los mataste!
- Te dije que lo haría… - respondió él – Te dije que terminaría con todos, Candy, y lo hice. Me tomó varios años pero lo hice… ¡Me he vengado por todo lo que me quitaron!... Por lo que nos quitaron, Candy.
Neil tomó a Candy por los brazos, intentando abrazarla, pero ella se revolvió sin permitírselo.
- Eres un asesino… - le dijo al fin, con lágrimas en los ojos – nada de esto sirve Neil…
- ¡Para mí sí que sirve!
- ¿¡Para qué!? – exclamó ella, olvidándose de que los niños del hogar dormían, y dejando salir su llanto - ¿¡Cuándo vas a terminar de entenderlo!? ¡¡Esto no nos devolverá a nuestros hijos, Neil!!
Él apartó la vista hacia otro lado, y cerró los ojos con fuerza, dejando escapar un par de lágrimas.
- Sí, y tampoco hará que tú vuelvas a mí. Ya lo sé – respondió sin mirarla – Pero ya está hecho. Estén donde estén, mis padres y nuestros hijos podrán descansar en paz.
- ¿Y tú? ¿Podrás hacerlo tú algún día? – preguntó ella, ahogándose en llanto.
- ¿Cuidarás de la niña?
- Por supuesto – respondió Candy – ella es inocente, no tiene culpa de nada, y si no tiene quién se ocupe de ella, aquí estará bien.
- Muy bien… - dijo Neil, y colgándose la leva del hombro, y encaminándose a la salida.
Afuera, comenzaba a clarear, los primeros rayos solares se asomaban por el horizonte.
- ¡Neil! – llamó ella, saliendo detrás de él – Por lo que más quieras ¡Abandona ya esta vida!
Él volteó a verla, encendiendo un cigarrillo.
- ¿Y ya para qué? – respondió, exhalando el humo – Si lo que yo más quería, ya no lo tengo. ¿No es así, Candy? Los perdí a ellos y te perdí a ti, definitivamente. No tiene ningún objeto hacerlo.
Neil se encaminó hacia su automóvil, y Candy se quedó ahí, mirándolo marcharse.
Cuando el automóvil de Neil arrancaba y se alejaba del Hogar de Pony; el sol comenzaba a elevarse sobre el lago Michigan, y Sor Candice elevaba una pequeña plegaria, para que el hombre que aún amaba, el padre de sus hijos; algún día volviera a encontrar la paz…
Gracias por leer...