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Buenas noches, lindas combatientes, sé que me han visto muy activa por estos lares, pero en realidad mi tiempo es corto y aproveché los días de asueto para meterme un ratote por estos lares.
Para las que me siguen y leen en wattpad ya saben que por ahora ando en stand by con las historias, pero no quise quedarme de brazos cruzados respecto a unas historias que rondan en mi cabeza y que han sido destinadas para los equipos en los que felizmente participó.
No pienso subir la historia como tal, sólo dejaré spoilers de lo que tengo pensado para tales fics, partes del comienzo, desarrollo y final.
Espero que disfruten de estos pequeños escritos, tanto como yo lo hice escribiendo. Así sin más, las dejo con:
Para las que me siguen y leen en wattpad ya saben que por ahora ando en stand by con las historias, pero no quise quedarme de brazos cruzados respecto a unas historias que rondan en mi cabeza y que han sido destinadas para los equipos en los que felizmente participó.
No pienso subir la historia como tal, sólo dejaré spoilers de lo que tengo pensado para tales fics, partes del comienzo, desarrollo y final.
Espero que disfruten de estos pequeños escritos, tanto como yo lo hice escribiendo. Así sin más, las dejo con:
Hermoso Fanart creado por la talentosa Amethyst
Lakewood, 1815.
Tres damas, dos hermanas y una cuñada, miraban correr, de un lado a otro, a sus pequeños retoños: tres varones y una niña que, más que parecerlo, se comportaba como un marimacho.
--Me encanta la libertad del campo. Se siente tanta paz. –Expresó Rosemary de Brower.
--Prefiero la ciudad, pero de vez en cuando es relajante apartarse del bullicio. Al menos los chicos están contentos. ¿No lo crees así Pauna? –Preguntó Jane de Cornwell.
--¿Eh? Disculpen, me entretuve viendo a los niños. ¿De qué hablaban?
--¿A los niños o a Candy? –Increpó Jane. –Ya no tienes ojos para nadie más, ni para Albert.
--¡Jane! –Reclamó Rose. --¡Qué grosera eres!
--¡Pero si es la verdad! –Rebatió ésta.
--Nunca te detienes a pensar. –Regañó Rose.
--Déjala, querida. –Suspiró. –Tiene razón. Esa niña vino a transformar mi mundo.
--¿Aún no entiendo para qué la adoptaste? Tienes a Albert.
--¿Sigues? –Refutó Rose.
Jane giró los ojos.
--No me arrepiento de haberlo hecho. Sólo el creador sabe por qué no pude volver a embarazarme nuevamente, pero mi Candy, a parte del parecido existente con nosotros, es una niña perfecta.
--Demasiado vivaz, diría yo. –Habló Jane.
--Yo más bien diría saludable. –Comentó Rosemary.
--William y yo estamos complacidos con ella. Es nuestra hija, llegó con apenas tres meses y ha crecido como una Ardlay. Digna representante del apellido.
--La Tía abuela no piensa lo mismo. –Externó Jane.
--Lo sé, pero no pienso discutir eso, Candy es mi hija y punto.
Jane estaba a punto de decir algo más, pero la severa mirada que Rosemary le dedicó, la hizo desistir de hacerlo.
Al otro lado, alrededor de un frondoso árbol, los pequeños de 10 y 11 años corrían tratando de darle alcance a la hermosa rubia que llevaba en sus manos un puñado de pequeños y esféricos dulces con el fin de regalarlo a los peces del lago.
--Candy, vuelve aquí. –Gritó un elegante Archie. –Los peces no comen dulces.
--Sí comen, yo los he visto. Es que ustedes son egoístas. –Decía la niña corriendo.
--Es alimento especial. –Gritaba Stear.
--No es cierto, me quieren engañar.
--¡Claro que no! ¡Por favor, no tires esos dulces! –Casi rogaba el pelinegro.
Candy ignoró a los chicos y, cuando estaba a punto de llegar al lago y aventar los pequeños dulcecillos, fue tacleada directamente al verdoso pasto, dejando caer las cuentas de colores que llevaba en su mano.
--¡Oye! –Se quejó la chica forcejeando con el rubio que trataba de agarrar las coloridas bolitas que estaban esparcidas sobre el espacio. --¡Deja eso, ratero!
La niña logró quitarse a Anthony de encima mientras este se arrastró por el pasto para tomar unos cuantos dulces e introducirlos a su boca pese a estar siendo montado por la pequeña ojiverde quien lo jaloneaba de los cabellos.
--¡Noooo! –Fue el grito que hizo que los infantes y las mujeres miraran en dirección de quien lo emitió... Stear.
El pelinegro y Archie llegaron hasta los rubios y ese acto desató una lucha por los pequeños confites que estaban esparcidos. Dos de ellos metiéndose la mayor cantidad a la boca, otro tratando de quitarlos de sus manos y bocas, y la niña, aventando los más que podía al lago. Cuando las mujeres llegaron hasta ellos, era un verdadero espectáculo.
Candy estaba sentada sobre la espalda de Brower, quien seguía arrastrándose con ella encima; Stear y Archie tomados de los cabellos, uno intentando sacar los dulces de la boca del otro. Los gritos y reclamos a todo lo que daban.
--¡Basta! –Fue el determinante mandato de Jane quien estaba histérica al mirar el estado deplorable en que se encontraban sus vástagos, los cuales se detuvieron en el acto, no así Candy y Anthony, quienes siguieron forcejeando entre ellos. --¡Hagan algo! Esos niños se comportan como unos perfectos salvajes. ¡Y ustedes! Vengan para acá inmediatamente.
Los niños se liberaron el uno del otro, acercándose lentamente a su madre, mientras veían cómo Rose y Pauna separaban a los rubios quienes seguían resistiéndose a dejar de pelear y luchar por los caramelos.
--¡Anthony, compórtate! –Ordenó Rosemary.
--¡Pero mamá! ¡Candy empezó! –Se quejó el pequeño.
--¡No es verdad! Ellos son unos egoístas, yo sólo quería darle a los pececitos.
--¿Pero darles qué? –Indagó Pauna.
--¡¡¡Dulces!!! –Respondieron los niños.
--¿Dulces? ¿Cuáles dulces? –Preguntó Rose.
--Los que Stear tenía guardados en su cuarto y no quería compartir. –Manifestó.
Jane miró al pelinegro con actitud interrogante y decepcionada.
--¿Tú tenías dulces? Lo hubiera esperado de Archibald, pero no de ti. --Archie rodó los ojos. --¿De dónde los tomaste?
--Yo… bue… bueno…
--¡Auch! –Se quejó Anthony al tiempo que se doblaba protegiendo su estómago.
--¿Qué sucede cariño? –Preguntó Rosemary.
--¡Me duele! –Dijo apenas en un hilo de voz.
--¡Eso te pasa por atragantado! –Se burló Candice.
--¡No! –Espetó Alistear. --¡Fue el laxante!
--¿Laxante? ¿De qué hablas? ¡Explícate! –Exigió su madre.
--Bue… bueno yo… estaba experimentando con los caramelos.
Las mujeres lo miraron alarmadas.
--¿Qué tipo de experimento? –Indagó Rosemary.
--Derretí los caramelos y les agregué laxante.
--¿Para qué? –Preguntó horrorizada Jane.
El chico calló mientras fruncía los labios.
--¡Ay! –Gritó Archie por el otro lado. --¡Ay, ay! ¡Necesito un baño!
--¡Yo también! –Secundó el rubio emprendiendo la carrera tras el castaño.
--Debemos ir a ver a esos niños. Pediré a Pony que prepare un brebaje en caso de que su malestar sea grande. –Dijo Rosemary.
Stear se encaminó hacia la gran mansión, pero fue detenido por su madre, quien tenía el ceño fruncido.
--Te quedas aquí. Te llevaré al granero para que dejes d estar de ocioso, por eso tienes tiempo de hacer esas barbaridades.
--¡No lo castigue tía Jane! ¡Fue mi culpa! –Dijo la pequeña rubia.
--¡Candy! –Susurró Pauna.
--Yo le dije que… que podíamos inventar una forma de tener encamados a… los Leagan.
--¡Qué? –Espetó Jane. --¡Ya decía yo! Mis hijos jamás idearían algo tan ridículo como esto. Pauna. –Se giró hacia la rubia. –Esta niña necesita una severa reprimenda antes que empiece a ser repudiada por la sociedad y dejar en ridículo a la familia.
Jane tomó a Stear del brazo y se alejó del lugar. Pauna suspiró y se acercó a la niña, tendrían que hablar largo y tendido. A lo lejos, un par de fríos ojos habían presenciado la escena y tomado una decisión por el bien de todos.
**************************************************************
--¡Niño! ¿Dónde andas? ¡Ven acá inmediatamente!
Una risita detrás de un arbusto, delató el escondite del infante.
--¡Buuu! –Gritó cuando su nana lo encontró, haciéndola sobresaltarse brevemente.
--Un día me vas a matar de un susto o un coraje.
--Tú no te vas a morir nunca Anne, vas a estar siempre a mi lado, con el pequeño Mark.
La mujer suspiró, sonrió y se agachó a la altura del pequeño, al tiempo que acariciaba su manchado rostro.
--Todos nos tenemos que morir algún día, mi niño.
--¡Pero tú no! Lo digo yo, el futuro duque de Grandchester.
Claire esbozó una sonrisa. Sabía la vida difícil que al pequeño le había tocado vivir al ser arrebatado de su madre; él no la recordaba con claridad, pero ella sí, y era consciente de que las críticas y malos tratos que el niño había, y seguía recibiendo, se debían a que era el hijo de la ex actriz americana que había dejado de intentar acercarse al niño por la excesiva vigilancia hacia él, y luego por su demandante trabajo. La Duquesa lo había aceptado como el bastardo, pero jamás consentiría que fuera el Duque.
--Entonces si lo dices tú, así será.
Terrence Graham Grandchester sonrió y abrazó a la regordeta mujer, batiéndola de lodo en el acto. Antes de que Anne pudiera quejarse, el chillido del estómago infantil, se hizo notar, sonrojando al pequeño.
--Tengo hambre. –Se excusó.
--Vayamos adentro. Te darás una larga ducha, te cambiarás de ropa y bajarás a la cena especial que su excelencia ha preparado para esta noche.
--¿Cena especial?
--Sí.
--¿De qué? –Indagó él curiosamente.
--Ehh, no lo sé… parece que vienen… visitas.
El niño frunció el ceño, a ese lugar llegaban visitas sólo para la duquesa, y los únicos que podían estar presentes, eran sus hijos. Restándole importancia al asunto, se dejó guiar por su nana, a la cual quería como una madre, pues a la suya sólo la conocía por foto; su hermanastro Alfred le había regalado una a modo de mofa, diciéndole que así podría tenerla más cerca. Aquella vez, cegado por la ira, lo había derrumbado de un puñetazo partiéndole el labio. Si bien había sido castigado, a él no le había importado.
Ahora tenía 11 años y había aprendido a pelear bien gracias a las escapadas que se daba, pues en esa casa a nadie le importaba, bueno, casi a nadie, su querida Claire siempre decía estarle provocando soponcios y desmayos a causa de sus largas ausencias, unas en que, guiado por su espíritu aventurero, había conocido los barrios bajos y entablado amistad con varios niños y jóvenes de la zona, quienes, pese a saber quién era, jamás actuaron hipócritamente ni le rindieron pleitesía, y eso le gustaba en extremo.
Se metió en la gran tina labrada con orillas de oro, y dejó que el agua lo relajara y alejara sus amargos recuerdos que la “ducerda”, como él le llamaba, había generado en su mente. Su padre nunca se enteraba de nada, los castigos y golpes que recibía, eran su motivación para ausentarse de ese inmenso, pero vacío lugar.
El lacayo comenzó a enjabonarle el cabello y la espalda, y él perdió el hilo de sus recuerdos, dejándose llevar por la acción en su cuerpo.
--Puedes retirarte. –Ordenó al siervo.
--Pero su excelencia. –Intervino el aludido.
--Yo seguiré mi baño. De aquí en lo adelante no es necesario que vengas a bañarme ni a vestirme, puedo hacerlo sólo.
--No puedo hacer eso. Si su padre se entera, me echará del servicio.
--No tiene por qué enterarse, él nunca se entera de nada. –Dijo con amargura.
--Por favor…
--Espera afuera, en el cuarto de enfrente. Cuando haya acabado tocaré la puerta para que retiren la tina, así no corres riesgo de que alguien te mire en el pasillo.
El hombrezuelo, aunque nervioso, obedeció. Sabía que el niño Terrence era voluntarioso y que no podría hacerlo cambiar de opinión. Cuando el pequeño terminó su labor, hizo tal y como le había indicado al siervo. Hora y media más tarde, bajó ataviado con una ligera camisa blanca de lino y sus habituales pantalones negros de pana, plus su cabellera suelta. Al llegar a la entrada, Claire lo miró horrorizada.
--¡Santo Dios! –Expresó santiguándose. --¿Por qué haces esto, mi niño?
--¿El qué? –Preguntó el chico ladinamente.
--¡Sabes bien de qué te hablo! Encima que llegas media hora tarde, no te vestiste de acuerdo a las reglas de etiqueta. ¿Acaso buscas enfurecer al Duque? Te dije bien claro que habría visita.
--No le veo ningún problema a mi ropa, ahora que, si quieres, subo y bajo en media hora.
--¡¡¡No!!! –Espetó Anne apretujando sus manos. –Lo mejor será que ya entres. Y no olvides saludar. ¡Dios te ayude, mi niño!
Terrence suspiró y esperó a que los lacayos abrieran las puertas dobles que daban al enorme comedor, al tiempo que lo anunciaban. Todos los presentes miraron hacia él quien, con su característico porte aristocrático, realizó una reverencia y se encaminó a su lugar, el primer asiento del lado izquierdo, pese a la molestia de la duquesa.
--Llegas tarde… Terrence. –Señaló Claire haciendo notorio lo obvio.
--Me alegra que tenga definido el concepto de tales tiempos. –Rebatió el niño, haciendo que la mujer enrojeciera del coraje.
--¡Terrence! –Habló Richard, su padre. –Nos visitan el marqués de Bristol y su familia, así que solicito seas más… cortés.
El niño no respondió pero asintió, ganándose una mirada burlona de Alfred. Dejó que la plática fluyera y se limitó a cenar, cabizbajo. Al final de la actividad, quiso retirarse prontamente del lugar, pero fue interceptado por Claire.
--Oh no, querido, no nos prives de tu compañía.
El niño frunció el ceño.
--Sólo hago mi habitual retirada.
--Pero no esta vez. –Sonrió malévolamente. --¡Querida! Acércate, por favor. –Solicitó a la pequeña niña que había acompañado al marqués. –Ella es Clarisse. –Presentó sin ver al niño. –Él es Terrence.
El castaño no hizo la correspondiente reverencia que solicitaba la etiqueta, por lo que recibió una fúrica mirada de su madrastra.
--Mucho gusto, excelencia. –Dijo la niña haciendo una perfecta reverencia. La madre de la niña sonrió con satisfacción.
--Vayan al jardín a platicar. –Propuso la marquesa.
--No quiero ir al jardín. –Repuso Terry.
--No es lo que quieres, es lo que debes. –Habló suavemente Claire, como disfrutando hacerlo.
--Yo no debo nada.
--Bueno, no es necesario… --La marquesa fue interrumpida por la duquesa.
--¡Claro que es necsario! Considerando que debes conocer a quien será tu futura esposa.
--¡¡¡¿Qué?!!! ¿De qué está hablando, señora?
--Dirígete a mí con respeto. Y hablo de que tú y ella están comprometidos.
--Nunca, nunca dejaré que me casen.
--¡Lo harás! Tenlo por seguro. –Gritó ella.
--Antes me largo de este lugar.
--Ya lo veremos, querido, ya lo veremos.
El niño huyó a su habitación sin imaginarse lo que su madrastra y el destino le traerían.
Tres damas, dos hermanas y una cuñada, miraban correr, de un lado a otro, a sus pequeños retoños: tres varones y una niña que, más que parecerlo, se comportaba como un marimacho.
--Me encanta la libertad del campo. Se siente tanta paz. –Expresó Rosemary de Brower.
--Prefiero la ciudad, pero de vez en cuando es relajante apartarse del bullicio. Al menos los chicos están contentos. ¿No lo crees así Pauna? –Preguntó Jane de Cornwell.
--¿Eh? Disculpen, me entretuve viendo a los niños. ¿De qué hablaban?
--¿A los niños o a Candy? –Increpó Jane. –Ya no tienes ojos para nadie más, ni para Albert.
--¡Jane! –Reclamó Rose. --¡Qué grosera eres!
--¡Pero si es la verdad! –Rebatió ésta.
--Nunca te detienes a pensar. –Regañó Rose.
--Déjala, querida. –Suspiró. –Tiene razón. Esa niña vino a transformar mi mundo.
--¿Aún no entiendo para qué la adoptaste? Tienes a Albert.
--¿Sigues? –Refutó Rose.
Jane giró los ojos.
--No me arrepiento de haberlo hecho. Sólo el creador sabe por qué no pude volver a embarazarme nuevamente, pero mi Candy, a parte del parecido existente con nosotros, es una niña perfecta.
--Demasiado vivaz, diría yo. –Habló Jane.
--Yo más bien diría saludable. –Comentó Rosemary.
--William y yo estamos complacidos con ella. Es nuestra hija, llegó con apenas tres meses y ha crecido como una Ardlay. Digna representante del apellido.
--La Tía abuela no piensa lo mismo. –Externó Jane.
--Lo sé, pero no pienso discutir eso, Candy es mi hija y punto.
Jane estaba a punto de decir algo más, pero la severa mirada que Rosemary le dedicó, la hizo desistir de hacerlo.
Al otro lado, alrededor de un frondoso árbol, los pequeños de 10 y 11 años corrían tratando de darle alcance a la hermosa rubia que llevaba en sus manos un puñado de pequeños y esféricos dulces con el fin de regalarlo a los peces del lago.
--Candy, vuelve aquí. –Gritó un elegante Archie. –Los peces no comen dulces.
--Sí comen, yo los he visto. Es que ustedes son egoístas. –Decía la niña corriendo.
--Es alimento especial. –Gritaba Stear.
--No es cierto, me quieren engañar.
--¡Claro que no! ¡Por favor, no tires esos dulces! –Casi rogaba el pelinegro.
Candy ignoró a los chicos y, cuando estaba a punto de llegar al lago y aventar los pequeños dulcecillos, fue tacleada directamente al verdoso pasto, dejando caer las cuentas de colores que llevaba en su mano.
--¡Oye! –Se quejó la chica forcejeando con el rubio que trataba de agarrar las coloridas bolitas que estaban esparcidas sobre el espacio. --¡Deja eso, ratero!
La niña logró quitarse a Anthony de encima mientras este se arrastró por el pasto para tomar unos cuantos dulces e introducirlos a su boca pese a estar siendo montado por la pequeña ojiverde quien lo jaloneaba de los cabellos.
--¡Noooo! –Fue el grito que hizo que los infantes y las mujeres miraran en dirección de quien lo emitió... Stear.
El pelinegro y Archie llegaron hasta los rubios y ese acto desató una lucha por los pequeños confites que estaban esparcidos. Dos de ellos metiéndose la mayor cantidad a la boca, otro tratando de quitarlos de sus manos y bocas, y la niña, aventando los más que podía al lago. Cuando las mujeres llegaron hasta ellos, era un verdadero espectáculo.
Candy estaba sentada sobre la espalda de Brower, quien seguía arrastrándose con ella encima; Stear y Archie tomados de los cabellos, uno intentando sacar los dulces de la boca del otro. Los gritos y reclamos a todo lo que daban.
--¡Basta! –Fue el determinante mandato de Jane quien estaba histérica al mirar el estado deplorable en que se encontraban sus vástagos, los cuales se detuvieron en el acto, no así Candy y Anthony, quienes siguieron forcejeando entre ellos. --¡Hagan algo! Esos niños se comportan como unos perfectos salvajes. ¡Y ustedes! Vengan para acá inmediatamente.
Los niños se liberaron el uno del otro, acercándose lentamente a su madre, mientras veían cómo Rose y Pauna separaban a los rubios quienes seguían resistiéndose a dejar de pelear y luchar por los caramelos.
--¡Anthony, compórtate! –Ordenó Rosemary.
--¡Pero mamá! ¡Candy empezó! –Se quejó el pequeño.
--¡No es verdad! Ellos son unos egoístas, yo sólo quería darle a los pececitos.
--¿Pero darles qué? –Indagó Pauna.
--¡¡¡Dulces!!! –Respondieron los niños.
--¿Dulces? ¿Cuáles dulces? –Preguntó Rose.
--Los que Stear tenía guardados en su cuarto y no quería compartir. –Manifestó.
Jane miró al pelinegro con actitud interrogante y decepcionada.
--¿Tú tenías dulces? Lo hubiera esperado de Archibald, pero no de ti. --Archie rodó los ojos. --¿De dónde los tomaste?
--Yo… bue… bueno…
--¡Auch! –Se quejó Anthony al tiempo que se doblaba protegiendo su estómago.
--¿Qué sucede cariño? –Preguntó Rosemary.
--¡Me duele! –Dijo apenas en un hilo de voz.
--¡Eso te pasa por atragantado! –Se burló Candice.
--¡No! –Espetó Alistear. --¡Fue el laxante!
--¿Laxante? ¿De qué hablas? ¡Explícate! –Exigió su madre.
--Bue… bueno yo… estaba experimentando con los caramelos.
Las mujeres lo miraron alarmadas.
--¿Qué tipo de experimento? –Indagó Rosemary.
--Derretí los caramelos y les agregué laxante.
--¿Para qué? –Preguntó horrorizada Jane.
El chico calló mientras fruncía los labios.
--¡Ay! –Gritó Archie por el otro lado. --¡Ay, ay! ¡Necesito un baño!
--¡Yo también! –Secundó el rubio emprendiendo la carrera tras el castaño.
--Debemos ir a ver a esos niños. Pediré a Pony que prepare un brebaje en caso de que su malestar sea grande. –Dijo Rosemary.
Stear se encaminó hacia la gran mansión, pero fue detenido por su madre, quien tenía el ceño fruncido.
--Te quedas aquí. Te llevaré al granero para que dejes d estar de ocioso, por eso tienes tiempo de hacer esas barbaridades.
--¡No lo castigue tía Jane! ¡Fue mi culpa! –Dijo la pequeña rubia.
--¡Candy! –Susurró Pauna.
--Yo le dije que… que podíamos inventar una forma de tener encamados a… los Leagan.
--¡Qué? –Espetó Jane. --¡Ya decía yo! Mis hijos jamás idearían algo tan ridículo como esto. Pauna. –Se giró hacia la rubia. –Esta niña necesita una severa reprimenda antes que empiece a ser repudiada por la sociedad y dejar en ridículo a la familia.
Jane tomó a Stear del brazo y se alejó del lugar. Pauna suspiró y se acercó a la niña, tendrían que hablar largo y tendido. A lo lejos, un par de fríos ojos habían presenciado la escena y tomado una decisión por el bien de todos.
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--¡Niño! ¿Dónde andas? ¡Ven acá inmediatamente!
Una risita detrás de un arbusto, delató el escondite del infante.
--¡Buuu! –Gritó cuando su nana lo encontró, haciéndola sobresaltarse brevemente.
--Un día me vas a matar de un susto o un coraje.
--Tú no te vas a morir nunca Anne, vas a estar siempre a mi lado, con el pequeño Mark.
La mujer suspiró, sonrió y se agachó a la altura del pequeño, al tiempo que acariciaba su manchado rostro.
--Todos nos tenemos que morir algún día, mi niño.
--¡Pero tú no! Lo digo yo, el futuro duque de Grandchester.
Claire esbozó una sonrisa. Sabía la vida difícil que al pequeño le había tocado vivir al ser arrebatado de su madre; él no la recordaba con claridad, pero ella sí, y era consciente de que las críticas y malos tratos que el niño había, y seguía recibiendo, se debían a que era el hijo de la ex actriz americana que había dejado de intentar acercarse al niño por la excesiva vigilancia hacia él, y luego por su demandante trabajo. La Duquesa lo había aceptado como el bastardo, pero jamás consentiría que fuera el Duque.
--Entonces si lo dices tú, así será.
Terrence Graham Grandchester sonrió y abrazó a la regordeta mujer, batiéndola de lodo en el acto. Antes de que Anne pudiera quejarse, el chillido del estómago infantil, se hizo notar, sonrojando al pequeño.
--Tengo hambre. –Se excusó.
--Vayamos adentro. Te darás una larga ducha, te cambiarás de ropa y bajarás a la cena especial que su excelencia ha preparado para esta noche.
--¿Cena especial?
--Sí.
--¿De qué? –Indagó él curiosamente.
--Ehh, no lo sé… parece que vienen… visitas.
El niño frunció el ceño, a ese lugar llegaban visitas sólo para la duquesa, y los únicos que podían estar presentes, eran sus hijos. Restándole importancia al asunto, se dejó guiar por su nana, a la cual quería como una madre, pues a la suya sólo la conocía por foto; su hermanastro Alfred le había regalado una a modo de mofa, diciéndole que así podría tenerla más cerca. Aquella vez, cegado por la ira, lo había derrumbado de un puñetazo partiéndole el labio. Si bien había sido castigado, a él no le había importado.
Ahora tenía 11 años y había aprendido a pelear bien gracias a las escapadas que se daba, pues en esa casa a nadie le importaba, bueno, casi a nadie, su querida Claire siempre decía estarle provocando soponcios y desmayos a causa de sus largas ausencias, unas en que, guiado por su espíritu aventurero, había conocido los barrios bajos y entablado amistad con varios niños y jóvenes de la zona, quienes, pese a saber quién era, jamás actuaron hipócritamente ni le rindieron pleitesía, y eso le gustaba en extremo.
Se metió en la gran tina labrada con orillas de oro, y dejó que el agua lo relajara y alejara sus amargos recuerdos que la “ducerda”, como él le llamaba, había generado en su mente. Su padre nunca se enteraba de nada, los castigos y golpes que recibía, eran su motivación para ausentarse de ese inmenso, pero vacío lugar.
El lacayo comenzó a enjabonarle el cabello y la espalda, y él perdió el hilo de sus recuerdos, dejándose llevar por la acción en su cuerpo.
--Puedes retirarte. –Ordenó al siervo.
--Pero su excelencia. –Intervino el aludido.
--Yo seguiré mi baño. De aquí en lo adelante no es necesario que vengas a bañarme ni a vestirme, puedo hacerlo sólo.
--No puedo hacer eso. Si su padre se entera, me echará del servicio.
--No tiene por qué enterarse, él nunca se entera de nada. –Dijo con amargura.
--Por favor…
--Espera afuera, en el cuarto de enfrente. Cuando haya acabado tocaré la puerta para que retiren la tina, así no corres riesgo de que alguien te mire en el pasillo.
El hombrezuelo, aunque nervioso, obedeció. Sabía que el niño Terrence era voluntarioso y que no podría hacerlo cambiar de opinión. Cuando el pequeño terminó su labor, hizo tal y como le había indicado al siervo. Hora y media más tarde, bajó ataviado con una ligera camisa blanca de lino y sus habituales pantalones negros de pana, plus su cabellera suelta. Al llegar a la entrada, Claire lo miró horrorizada.
--¡Santo Dios! –Expresó santiguándose. --¿Por qué haces esto, mi niño?
--¿El qué? –Preguntó el chico ladinamente.
--¡Sabes bien de qué te hablo! Encima que llegas media hora tarde, no te vestiste de acuerdo a las reglas de etiqueta. ¿Acaso buscas enfurecer al Duque? Te dije bien claro que habría visita.
--No le veo ningún problema a mi ropa, ahora que, si quieres, subo y bajo en media hora.
--¡¡¡No!!! –Espetó Anne apretujando sus manos. –Lo mejor será que ya entres. Y no olvides saludar. ¡Dios te ayude, mi niño!
Terrence suspiró y esperó a que los lacayos abrieran las puertas dobles que daban al enorme comedor, al tiempo que lo anunciaban. Todos los presentes miraron hacia él quien, con su característico porte aristocrático, realizó una reverencia y se encaminó a su lugar, el primer asiento del lado izquierdo, pese a la molestia de la duquesa.
--Llegas tarde… Terrence. –Señaló Claire haciendo notorio lo obvio.
--Me alegra que tenga definido el concepto de tales tiempos. –Rebatió el niño, haciendo que la mujer enrojeciera del coraje.
--¡Terrence! –Habló Richard, su padre. –Nos visitan el marqués de Bristol y su familia, así que solicito seas más… cortés.
El niño no respondió pero asintió, ganándose una mirada burlona de Alfred. Dejó que la plática fluyera y se limitó a cenar, cabizbajo. Al final de la actividad, quiso retirarse prontamente del lugar, pero fue interceptado por Claire.
--Oh no, querido, no nos prives de tu compañía.
El niño frunció el ceño.
--Sólo hago mi habitual retirada.
--Pero no esta vez. –Sonrió malévolamente. --¡Querida! Acércate, por favor. –Solicitó a la pequeña niña que había acompañado al marqués. –Ella es Clarisse. –Presentó sin ver al niño. –Él es Terrence.
El castaño no hizo la correspondiente reverencia que solicitaba la etiqueta, por lo que recibió una fúrica mirada de su madrastra.
--Mucho gusto, excelencia. –Dijo la niña haciendo una perfecta reverencia. La madre de la niña sonrió con satisfacción.
--Vayan al jardín a platicar. –Propuso la marquesa.
--No quiero ir al jardín. –Repuso Terry.
--No es lo que quieres, es lo que debes. –Habló suavemente Claire, como disfrutando hacerlo.
--Yo no debo nada.
--Bueno, no es necesario… --La marquesa fue interrumpida por la duquesa.
--¡Claro que es necsario! Considerando que debes conocer a quien será tu futura esposa.
--¡¡¡¿Qué?!!! ¿De qué está hablando, señora?
--Dirígete a mí con respeto. Y hablo de que tú y ella están comprometidos.
--Nunca, nunca dejaré que me casen.
--¡Lo harás! Tenlo por seguro. –Gritó ella.
--Antes me largo de este lugar.
--Ya lo veremos, querido, ya lo veremos.
El niño huyó a su habitación sin imaginarse lo que su madrastra y el destino le traerían.
Espero que se hagan novios desde niños, que romántico 🥰
¿Cómo así? 
Que interesante 
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