Capítulo 5
El hermoso espectáculo de la caída de la tarde sobre las tierras tropicales, se decantaba cual paraíso terrenal deslumbrante.
El calor sofocante comenzaba a menguar a medida que el sol desaparecía detrás de los montes.
Terrence cabalgaba en dirección al pueblo. Las calles empedradas se veían rodeadas de barandillas, y en ellas, flores y enredaderas adornaban los maderos. El entorno paisajístico de naturaleza exuberante, incluso en las casas, revelaba una ecología fastuosa en armonía con la selva.
Cerca de la plaza principal, Terrence se apeó en una vereda maltrecha de cemento, y se encaminó hacia la cantina donde, según Maurice, todos en el pueblo asistían a beber, y los hombres, a hacer otras cosas a partir de cierta hora; en el famoso bar-cabaret de Clementina.
Entró al bar y vio que Maurice se encontraba sentado en una mesa con otros tres hombres, bebiendo agua ardiente y cerveza.
Se acercó a su mesa. Todos lo saludaron, incluido Pedro que había llegado minutos antes y se encontraba en la barra con algunos compañeros de la finca.
Terrence se sentó y dejó su sombrero sobre la mesa para pasar la mano por los castaños cabellos.
—Y dime, socio, ¿ya conociste a la famosa Viuda Virgen? —le preguntó Maurice, observándolo desde su silla, frente a él.
Los lugareños con quienes compartía la mesa cruzaron una mirada recelosa y Terrence respondió evasivamente, al cabo de un rato, con la mirada puesta en el vaso de agua ardiente que le acababan de servir, respondió:
—Sí. La conocí —cogió el vaso y bebió de un solo sorbo el contenido.
Bonnet sonrió ante la expresión distante de su socio. Claramente, estaba contrariado, perturbado.
—Eh, muchachos —les dijo a sus trabajadores—, déjenme a solas con Don Terry.
Los hombres se fueron a la barra con Pedro, y Terrence ni se inmutó de que lo haya llamado: Don Terry.
Maurice lo interpeló enseguida.
—¿Te encuentras bien? Te noto algo tenso.
Terrence no contestó.
¿Cómo explicarle a su socio que había caído de cabeza al embrujo de La Viuda Virgen?
Maurice se lo habría advertido, sí. De allí su consternación. Él no creía en hechizos ni brujerías, pero esa mujer lo tenía caliente como un caldero en la brasa. "El clima", se decía "Debe ser este clima infernal que me tiene tan empalmado".
No había podido enfriar su libido ni siquiera después de haberse masturbado por segunda vez en su oficina.
¡Eso era el colmo! Pensaba.
—Me siento muy bien, sí, es solo este calor que me fatiga demasiado —le respondió a Maurice después de un tedioso lapso.
El hacendado, que se las sabía de todas, como viejo zorro que era, no le preguntó más, pero claro que intuía lo que allí se cocinaba.
Bebieron y jugaron cartas como quien disfruta la cosa y nada más importa. Al cabo de una hora, las bisagras de las puertas de la cantina chirriaron y las hojas de madera dieron paso a la mujer que había devorado los sentidos del inglés con solo una mirada.
El corazón casi se le detuvo. La vio enfundada en unos pantalones ceñidos a unas exquisitas curvas, casi para quedarse uno ciego de tanta maravilla, y la camisa con botones, tan apretada, que por más que estuviera cerrada, no ocultaba esos senos llenos y turgentes que sobresalían sobre un vientre plano.
Debería ser un sacrilegio pavonear semejante oasis ante un sediento de agua, moribundo en un desierto verde. Así se sentía él, un sediento apasionado de ella.
Maurice, como todos los hombres de la cantina, vieron lo mismo que Terrence, esa figura de diosa embutida en ropas de varón aprietas. Sacudieron sus cabezas y a los pocos minutos, volvieron a sus charlas y a sus juegos de cartas. La sensual marimacho pidió cuarta botella de agua ardiente y se fue a beberla en una pequeña mesa apartada del resto.
Maurice se volteó por fin y se limpió el sudor con un pañuelo.
—Oh. Que te puedo decir, amigo mío. Soy viejo, pero ahora mismo estoy como un muchachito viendo a una mujer desnuda por primera vez. Ella tiene ese poder.
Terrence aún no se recuperaba de la impresión. No consiguió hablar hasta que Maurice le hizo un gesto con la mano.
Incrédulo, no sabía cómo esa mujer podía atreverse ante tal exhibición que, fácilmente, enloquecería a cualquiera que tuviese pene.
—¿Por que esta ella aquí? —preguntó como si Maurice supiera la respuesta—. ¿No sé da cuenta del peligro que corre entre tantos hombres? Alguien podría seguirla y… y… —No pudo terminar la frase. No quiso ni imaginarse que otro hombre se atreviera a tocarla, a ultrajarla.
—Si te refieres a que si alguien intentaría violarla, no te preocupes —dijo Maurice con intuición—. Todos se conforman con solo ver y no tocar. Nadie se acerca a la muchacha. Ella estará bien.
Terrence permaneció quieto, mirando a su socio con escepticismo, y luego a la viuda, tan sedienta que estaba, que en dos trancazos había terminado de beber su botella.
Candice se levantó de la mesa y pagó al camarero, se ajustó el sombrero de palma y se encaminó a la salida.
Terrence también se levantó de la mesa al mismo tiempo que ella salía de la cantina.
Maurice lo sujetó del brazo.
—No irás detrás de la muchacha, ¿verdad? —la pregunta se oyó más como una advertencia.
—Solo quiero asegurarme de que nada malo le ocurra.
El hacendado soltó una resonante carcajada, intuyendo los pensamientos de su joven y atractivo socio.
—Oh, sí. Anda y continúa diciéndote aquello hasta creértelo tú mismo.
A Terence no le importó el comentario sarcástico de Maurice. Su mirada permanecía fija en la puerta por donde acababa de salir Candice.
—Te veo luego —dijo, y se despidió del hacendado rápidamente, dejó la mesa y salió del bar.
La mujer que lo traía loco de atar ya iba montando su caballo en dirección al camino que perfilaba a las fincas.
El sol ya se había ocultado y la oscuridad había descendido sobre la tierra. Aprovecharía las sombras de la noche para ir tras ella.
No lo pensó más, montó su caballo y dio espuelas en los ijares del animal.
Con la silueta de Candice cabalgando a distancia como punto de guía, galopó entre matorrales dispersos cercanos al camino. A medida que avanzaba, se internaba más y más por los senderos para no llamar su atención. De rato en rato, salía al camino y la seguía a una distancia suficiente sin perderla de vista ni un momento.
La muchacha cabalgaba como amazona. El sombrero caído en la espalda, la cabellera al viento, y la sensual inclinación de la columna vertebral hacia adelante, y lo más descabellado y excitante, montaba como hombre, con las piernas a los costados de la bestia, a quien dominaba como el mejor jinete.
La noche se extendía en el horizonte mientras Terrence continuaba con la persecución. Pensamientos contradictorios resonaban en su mente. A ratos se engañaba, diciéndose que solo quería verla cabalgar, pero la estaba siguiendo, o mejor dicho, acosando. La vigilaba como un cazador furtivo, siguiendo a una cautivadora presa, muy deliciosa, a la cual quería devorar entera.
Luego vislumbró, allá lejos, por donde ella iba, que desmontaba del caballo. Aguerrida, tomaba las riendas para llevar caminando al animal por un sendero de arboledas profusas y rebosantes de hojas.
Él relajó el ritmo hasta detenerse. Fue hasta esa espesura de ramas verdes, y, acuciado por un deseo creciente de observarla desde más cerca, se adentró a los matorrales que dirigían al río, donde ella se dirigía.
Fue ahí cuando la observó.
Candice se acercaba a un arroyo profundo, y, como un ritual erótico, comenzó a desnudar su cuerpo, despojándose de cada prenda que llevaba puesta. Primero la camisa, luego las botas y por último los pantalones, arrastrando consigo la prenda íntima de encaje.
Si hubiera sido un hombre con problemas cardíacos, ya estaría muerto y tieso, pero era un hombre sano, y lo único tieso que tenía era su duro miembro, que estaba a punto de desgarrar sus pantalones.
Seguía viendo ese monumento de hembra; esa cara de dicha retozando en el agua, ese cuerpo. Un cuerpo por el que estaba dispuesto a tirarse de cabeza al infierno.
Estaba maldito. Ya lo creía que sí.
Ella lo había hechizado y continuaba haciéndolo mientras se bañaba, mientras nadaba como una sirena en esas aguas dulces y cristalinas.
De nuevo, y de la misma manera que lo hizo en su despacho, sacó una vez más su erección palpitante, que poco más le pedía auxilio, para liberarse de la presión a la que estaba sometida.
Comenzó con el movimiento placentero, viendo a la mujer nadando en el arrollo como su madre la trajo al mundo. No hizo falta tanto manipuleo, el placer llegó enseguida, y esta vez, recibieron su simiente las hojas, la tierra y las piedrecillas, todas salpicadas con líquido de vida desperdiciado.
No satisfecho todavía, para su pesar, continuó observándola.
Maldijo a todos los infiernos por permanecer allí, parado, y oculto tras un matorral alto, vigilando aún a la bella viuda, y virgen para el colmo.
¿Cómo se le ocurría a esa ninfa exótica bañarse desnuda en aquel río?
Esa mujer descocada no debería hacer aquello, ¡y por la noche!, ¡desnuda!, sabiendo que cualquier hombre (al igual que él) la seguiría y observaría para masturbarse (como él lo había hecho) mientras ella se bañaba.
Se maldijo por ser un auténtico imbécil y sucumbir ante sus instintos de macho. Sentir esa sensación de hambre a cada instante, lo estaba torturando.
Después de un momento, visualizó a su bella torturadora nadar hacia la orilla. Él se arrimó más al tronco del árbol, permaneciendo escondido.
Candice salió del río para vestirse. Lo hizo rápidamente mientras él la comía con los azules ojos. Luego la muchacha se apartó de los matorrales hacia el camino, montó en su silla y fue cabalgando a trote ligero hacia su finca.
Terrence fue tras ella de nuevo.
Sí, definitivamente estaba maldito.
Vete. Vete. Vete. Se decía una y otra vez, pero continuaba avanzando en dirección contraria a lo que le dictaba su razón, su lado sensato, perdiendo la batalla con cada sonar de los cascos que se escuchaban por delante, más y más cercanos a los de él.
Ella comenzó a galopar más rápido, y él hizo lo propio, sin importarle ya que ella lo descubriera.
Candice escuchó unos cascos acercándose a gran velocidad, desaceleró un poco y se giró para mirar. Al principio no pudo reconocer al jinete, pero a medida que avanzaba, sus verdes ojos creyeron que estaba viendo una alucinación, hasta que la alucinación se puso en frente de ella, y con cara de pocos amigos, dijo:
—No es propio de una dama andar sola por estos lugares y a estas horas de la noche.
Candice estaba sorprendida. No podía creer que fuera él, su atractivo vecino, el dueño de Monte Verde.
—¿Señor Grandchester?
—Tampoco montar de esa manera. Una dama monta con las piernas juntas a un costado —le recriminó él, sin dar importancia a la impresión que ella se había llevado al verlo.
Sin querer, Candice miró sus piernas abiertas, fuertemente abrazadas al amplio lomo del animal. Era la manera que ella había aprendido a montar y así le gustaba. Alguna vez había visto a la hija de los Lemond montar como el señor Grandchester decía. La mujer francesa llevaba puesta una larga falda y montaba de lado de la montura, se la veía muy incómoda. Le parecía estúpido montar así. Al parecer su vecino era muy dado a esos insulsos refinamientos que imponían los hombres a las mujeres.
—Y llevar pantalones —prosiguió Terrence, aún más punzante—. ¿Sabía que no deja nada de sus voluptuosos encantos a la imaginación?
Candice frunció el ceño y entrecerró sus verdes ojos.
—No me diga —dijo con un bravura.
Ambos galopaban uno en frente del otro, formando un círculo imaginario en la tierra, mirándose, calibrándose, examinándose.
Terrence notó su desafío. El semblante de ella adquiría una expresión salvaje y tenaz; condenadamente encantadora. Su sangre se calentó otros cuantos grados más. A ese ritmo terminaría ardiendo como un volcán. Conservó su temple, apaciguó su corazón. Se esforzó por ser un caballero.
—La acompañaré a su finca, señora mía.
Terrence no esperaba una réplica, pero la escuchó:
—Favor que me hace —masculló ella, mordaz, como un ave de rapiña.
—¿Está burlándose de mí? —dijo y la penetró con la mirada.
—¿Y usted de mí?
Las réplicas de la mujer solo conseguían enardecerlo aún más.
—¡Mujer! ¿No ves que quiero protegerte? ¡Algo malo puede ocurrirte!
—¡En esta tierra no hay delincuentes; todos trabajan y se ganan el pan sin necesidad de robar!
—¡No me refiero a que te roben dinero; es a ti a quien pueden lastimar!
—¡Nadie se acerca a mí! ¡Usted fue el único que se me acercó en años!
Las exclamaciones sonaron cual riña o disputa entre amantes apasionados. Candice se dio cuenta que su mal genio por ser criticada, la estaba convirtiendo en una agreste fiera. No podía hablarle de esa manera al hombre que había sido tan generoso con ella ese mismo día, concediéndole una parcela tan vital para sus tierras. A veces su temperamento la hacía saltar a la defensiva en ocasiones que no las requería.
—Dispénseme, señor Grandchester, no quería ser procaz. Es que su gallardía me pareció petulante. No estoy acostumbrada a esos galanteos de los hombres —dijo con acritud.
—Ya lo creo —contestó él.
—No soy mala, ni estoy maldita, pero escuchar tantas injurias hacia mí desde que llegué a este suelo, me volvieron un poco huraña.
A él le encantó esa explicación. Era una mujer dada a defenderse. Por la mañana le había parecido decidida, con un toque desaprensivo y coqueto, ahora, ante vituperios en su contra, sacaba las uñas.
—A mí no me interesa lo que se habla de ti, Candice. Puedo llamarte por tu nombre, por el diminutivo ¿quizás?
—Sí, sí puede —aceptó ella.
—Candy —la llamó con voz profunda—, ¿puedo acompañarte?
—Sí.
Se miraron y luego se encaminaron juntos por el camino serpenteante, galopando lento, disponiéndose a contemplar la noche enjoyada de estrellas.
Los cantos de grillos se escuchaban como violines y, en un árbol muy alto, ululaba un búho. Él se la pasaba mirándola más a ella que el propio camino. No podía saciarse de contemplarla.
—¿Y tu hermano? —preguntó después de un rato.
—Fue a la capital con Honorio, el doctor. Albert compra cada mes unos fertilizantes a base de orgánicos para revitalizar nuestra tierra. El doctor le acompaña porque también necesita comprar algunos remedios para la Colonia. Los dos son muy amigos.
—Ya veo.
Terrence continuó con su inspección, de ella, erguida, montando su caballo mientras la luna la bañaba con su blanca luz como hace un momento lo había hecho el agua del río.
—¿Le ocurre algo? —preguntó ella, sintiéndose extraña ante esa mirada tan inusual.
—No, nada.
Continuaron en silencio.
La noche lo envolvía todo, pero aún cantaban los pájaros y los frutos amarillos del cacao resplandecían bajo las estrellas en el horizonte. Los campos parecían cubiertos de oro, y la luz de la luna los hacía brillar más.
Llegaron a la arcada de San Buenaventura.
Había un pequeño cántaro de agua entre los troncos de la verja, y los caballos se detuvieron a beber. Ambos desmontaron de sus respectivos corceles y se quedaron muy cerca uno del otro.
Terrence observaba como ella acariciaba con los dedos las crines de su caballo. No le quitaba el ojo ni por un solo instante, deseando que esos dedos acariciasen de la misma forma sus cabellos castaños.
La luna brillaba y su luz pasaba entre las ramas, moteando el suelo de manchas celestes. Candice de pie, parecía una diosa sobre un manto de estrellas, con otras más brillantes en su mirada. Observar aquellos ojos verdes de brillo único, le perturbaba los sentidos hasta el punto de notar dolorosa su erección reciente.
—Dios. Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida —dijo él, sin poder contenerse.
Ella, que en su vida le había gustado tanto semejantes palabras, se sintió un poco retraída, pero era de avispadas no demostrar que la había afectado.
—No lo creo. Usted es hombre de mundo. Ha de haber conocido muchas mujeres bellas.
Los ojos azules no dejaban de mirar esos labios y esos ojos cautivadores. Ella lo había doblegado, lo reconoció Terrence en aquel momento, podría hacer con él lo que quisiera si tan solo le permitiera besar esa boca, era consciente de que aceptaría a cualquier precio o circunstancia esos labios.
—No imaginas cuánto deseo besarte.
Lo dijo.
Era lo que más anhelaba y no pudo contenerse al decir aquello.
Ella no se sobresaltó, al contrario, se sintió encantada con el cumplido proveniente de ese hombre tan apuesto y varonil, que la tenía en las nubes desde esa mañana.
Entrelazaron las miradas. Ella sonrió ante el descubrimiento de que sus ojos azules se tornaban más oscuros mientras le hablaba.
—Me vuelves loco cuando sonríes, mujer. Haces que mi sangre hierva hasta casi incendiar mis venas.
Candice, atraída por ese hombre hasta los huesos, se aproximó a sus labios, pero, de repente, recordó la sombra que la perseguía, y ennegrecía su vida.
—No —dijo ella y se apartó, bajando la mirada al suelo. Él le levantó la barbilla con delicadeza para que lo mirara a los ojos. Ella se veía nerviosa, preocupada por lo que podría pasarle a ese hombre que la había conquistado desde el momento en que lo conoció—. No quiero que nada malo le ocurra —confesó en un susurro, mirándolo a los ojos de nuevo.
—Lo único que va a suceder es que el corazón va a estallarme si no te beso ahora.
Él no le dio tiempo a más objeciones. Aproximó el rostro hasta esos labios que lo desquiciaban. Besó la boca femenina, la besó sin reservas, embriagándose de su sabor y de su ardiente tacto.
Luego, recobrando repentinamente la cordura, dejó de comérsela para dejarla respirar. Ella, agitada y respirando entrecortadamente, clamaba en silencio otro beso.
—Por todos los cielos— arguyó Terrence, hablando más para sí mismo que para ella—. Jamás he sentido tanto placer besando a una mujer.
Ella, sorprendida de oír esas palabras, no dejaba de mirarlo. Y él, por primera vez en su vida sintió miedo. Ese sentimiento extraño y vehemente lo estaba consumiendo. Se estaba enamorando de La Viuda Virgen. Ya se veía caer a sus pies y enloquecer por una caricia suya, sin voluntad ni razón. Convirtiéndose en un ser tan distinto al hombre que realmente era.
No podía permitírselo. Por orgullo masculino, por simple autodominio. Ni tampoco podía ilusionar a una joven mujer, sabiendo que se iría muy pronto.
Acercó sus grandes manos a la cabellera brillante, y enredó los rizos dorados entre sus largos dedos.
—Debes marcharte. Ve a tu hacienda, Candy —dijo muy serio, sin dejar de mirarla. Olió el aroma de los mechones y luego los soltó aunque no era ese su deseo.
—Vete.
Ella captó enseguida su conflicto interno, y le dolió, pero no se detuvo a pedir razones. Con dignidad, cogió su caballo y tomó el curso a su hacienda.
Él la observó marcharse, sintiendo que necesitaba de esa mujer como la tierra del sol; tan hermosa y tenaz, indómita, y mortífera para su alma.
Última edición por ELIANKAREN el Sáb Mayo 07, 2022 12:12 am, editado 2 veces