Capítulo 1
Atravesaron una profusión de árboles frutales y apareció a la vista la hacienda Monte Verde. A medida que se aproximaban, se divisaba una hermosa casa, toda blanca, con galerías balaustradas en el frente y un hermoso jardín central con plantaciones de distintas flores exóticas rebosantes de color.
Terrence mantenía la mirada fija en el bello paisaje.
—Señor Grandchester —llamó su atención Thompson, el abogado que lo acompañaba, y quien había servido a su abuelo por muchos años. Un Inglés compatriota suyo, y al igual que él, hablaba español perfectamente—, las escrituras de la hacienda estarán esta semana sobre su escritorio. Debo dirigirme al despacho del juez de la Colonia y terminar con los papeleos del traspaso.
—De acuerdo. Encárgate de todo —dijo Terrence, preciso, mientras permanecía observando el camino.
—Quizás la señora Candice Andley lo visite para proponerle un acuerdo —anunció Thompson—. Me envió una carta la semana pasada para solicitar una reunión con usted. Debo recordarle que su abuelo nunca dejó de lado el conflicto de la parcela del río, y ahora se debe llegar a un convenio por orden del juez.
—No quiero conflictos con esa señora ni con nadie. Solucionaremos el problema sin dilaciones —decretó Terrence con soltura. Una duda le atravesó la mente al escuchar el nombre de la mujer—. ¿Tú la conoces? —indagó serio.
—No, pero su administrador le dará los detalles de todo. Yo solo me comuniqué con la señora Andley mediante cartas —explicó el abogado.
—Aún no estoy muy familiarizado con este asunto, pero creo que la señora Andley y yo llegaremos a un buen acuerdo. No me interesa discutir con una mujer por un pedazo de tierra.
Thompson se rascó la barbilla, meditando la situación de aquel conflicto.
—Según la demanda que hizo su abuelo, el difunto padre de la señora Andley se adjudicó esa parcela colindante, alegando ser dueño de la misma —explicó el abogado—. No representa una extensión considerable, pero aún así, su abuelo quiso delimitar de una vez por todas las tierras. El juez dictaminó a su favor, pero él ya se encontraba muy enfermo y mencionó que usted sabría poner fin al conflicto. Si quiere mi consejo, señor, haga lo que su abuelo hubiera hecho, delimite la propiedad y no ceda nada de tierra por más pequeña que esta sea.
—Muy bien, así lo haré —concluyó Terrence, mientras el carruaje ingresaba a una explanada de losetas de piedra distribuidas a lo largo del camino.
Thompson se despidió de inmediato y se marchó en el mismo carruaje, propiedad de su nuevo empleador, quien se lo había facilitado para realizar las diligencias de la hacienda.
Terrence ingresó a la Casa Grande con renuencia, estaba convencido que dentro de la enorme y blanca mansión no encontraría las comodidades a las que estaba acostumbrado; pero se llevó una gran sorpresa. El interior era igual de hermoso que la fachada; tenía un toque acogedor y lujoso. Su recámara, la que había pertenecido a su abuelo, era inmensa y estaba revestida con tapices franceses de colores cálidos. La biblioteca estaba repleta de libros referentes a la producción de cacao y otros cultivos tropicales. La mueblería de toda la casa era de roble, con hermosos tallados muy bien elaborados en la fina madera. Nada requería de cambios. Todo era como si su abuelo hubiera acertado con sus peculiares gustos y preferencias.
Los empleados de la casa se encargaron de transportar su equipaje a la habitación principal.
El administrador de la hacienda llegó poco después. Pedro Mariño era el hombre de confianza del fallecido hacendado y había estado a cargo del manejo de la finca durante quince años. Con mucha entereza, se presentó ante el nuevo dueño.
—Señor Grandchester, soy Pedro Mariño, y será un gusto para mí servir al nieto de Don Edmund, quien ha sido como un padre para mí y para muchos otros que lo conocían desde que llegó a este suelo.
—Gracias, Pedro. Lamentablemente no me quedaré lo suficiente para conocerlos a todos ustedes como lo hizo mi abuelo —explicó Terrence—. Solo he venido ha cerciorarme de la producción para encargarme de la exportación en los mercados europeos. Me iré en cuanto obtenga las escrituras y haga los nuevos convenios con el antiguo socio de mi abuelo, el señor Maurice Bonnet.
—Ah, sí. Don Mauricio, su hacienda se encuentra en el colindante Norte.
—Así es. Debo aclarar algunas cosas con él, pero primero, quiero hacer un recorrido por toda la finca. Acompáñame y háblame de todo concerniente a Monte Verde.
—Claro que sí, patrón. Empecemos con los depósitos de grano.
Mientras ambos caminaban, y Pedro explicaba los detalles de la finca, el hombre moreno se puso a estudiar al nuevo dueño. Era muy parecido a su abuelo. Alto y con ojos azules. El cabello del viejo Edmund era blanco como la nieve, pero en sus años de juventud, hace unos cincuenta años, cuando el hombre había llegado a esas tierras y Pedro tendría seis o siete años, el color de sus cabellos eran castaños y abundantes como los de su nieto. Siempre había admirado y respetado al viejo Edmund, y esperaba que su nuevo patrón haya heredado su temple y nobleza.
Hablaron y caminaron durante horas mientras recorrían las plantaciones, los aljibes, las caballerizas, los enormes depósitos de secado, y demás instalaciones. Los trabajadores de la finca recibieron a Terrence con algarabía. Se notaba que la mayoría de ellos estaban felices trabajando en esas tierras. Todos ellos habitaban en pequeñas viviendas construidas en una parte alejada de las plantaciones.
De los extremos de los campos, salían familias enteras de trabajadores que venían a saludar al nuevo patrón. Traían cestas de frutas y bebidas refrescantes para menguar la sed del extranjero inglés.
Terrence habló con ellos con su peculiar acento, que a muchos niños les pareció llamativo.
Continuaron con el recorrido. Los campos se veían hermosos porque estaban cargados de frutos amarillos que colgaban de los árboles enhiestos. Pedro proyectaba sus cálculos sobre el tiempo de la zafra y explicaba con detalle a su patrón sobre el tiempo que llevaría la recolecta de la cosecha que ya había iniciado.
Montones de cacao eran transportados y los metían en enormes recipientes para su fermentación. Luego en otro sector lo secaban al sol, extendidos en barcazas donde el aire olía a chocolate.
Al final del recorrido, Pedro condujo a su nuevo patrón a la oficina donde Edmund solía trabajar. Estaba cerca a los depósitos de grano. Era un ambiente equipado de estantes lujosos, con un escritorio de roble oscuro e iluminada con pequeñas ventanas en el frente. Allí era donde su abuelo solía dirigir la finca y llevaba reuniones de negocios con sus socios.
Terrence se imaginó ver al anciano pasando horas de horas observando el ajetreo de cosechas de cada año a través de esas pequeñas ventanas por donde también se divisaban los campos, la casa grande y la entrada de la finca.
Pedro de inmediato mandó por un criado para que sirva de mensajero y envíe por las personas con quienes su patrón debía reunirse. Primero con Maurice Bonnet, el hacendado con quien le urgía hablar de negocios, y luego con la señora Candice Andley.
Tulio, un muchacho flaco y desgarbado, quien trabajaba en los establos ensillando a los caballos, apareció a los pocos minutos.
—Eh, bribón —llamó Pedro a Tulio—. Usarás esas piernas flacas que tienes y de inmediato informarás a Don Mauricio y a la señora Candy, que el patrón desea hablar con ellos.
El muchacho se sorprendió al escuchar el nombre de la mujer a quien debía dar el mensaje.
—¿La Viuda Virgen? —preguntó, abriendo mucho los ojos. Comenzó a negar con la cabeza, asustado—. ¡No, no, no, patrón! ¡No sé acerque a ella! ¡Está maldita! —exclamó asustado.
—¡Si serás tonto , Tulio! —le regañó Pedro mientras le propinaba un codazo en el costado.
Tulio se persignaba la señal de la cruz como un loco y después logró hablar entrecortadamente:
—¡Pero está maldita! ¡El patrón debe saberlo para que no caiga como los demás!
Terrence quiso reír viendo la consternación del muchacho. Él era consciente de que los lugareños de Vinces eran fervientes religiosos, pero creer en maldiciones y en mujeres portadoras de dichas necedades, sí le llamó la atención.
—¿De que está hablando? —preguntó un tanto divertido.
—Eh… pues, sí, patrón —dijo el administrador, nervioso—. Quería advertirle después, pero este tonto se me ha adelantado —miró a Tulio con enfado—, y… bueno, ahora yo le explicaré todo. —Pedro carraspeó varias veces y después de un largo preámbulo, comenzó a contar una historia que Terrence jamás se hubiera imaginado escuchar.
—La señora Candice Andley, es la Viuda Virgen —afirmó Pedro muy serio—. ¿Alguna vez ha visto un ángel? —preguntó al patrón y éste negó con la cabeza aún divertido—. Pues esta mujer parece uno. Pero no se confunda, no. Es el mismísimo demonio con vestido.
Terrence no se aguantó más y soltó una carcajada. Dirigió su azul mirada incrédula al administrador, quien parecía no comprender la razón de su risa.
Después de un breve instante, Terrence intentó ponerse serio, como lo era habitualmente, y empezó a cuestionarle aquellas afirmaciones.
—¿Es desalmada? ¿Cruel? ¿Una villana? —pregunto corrido, completamente interesado en la respuesta.
—Nada de eso, patrón. Ella es buena como un cordero, pero así como lo dijo Tulio, está maldita. Todo hombre que se le acerca es carne de cañón. No sé confié patrón. Cuando la vea, no la mire a los ojos, sino, quedará prendado como una polilla al fuego.
—Ajá. No me digas.
Terrence no sabía si reprender a su administrador por creer en absurdos, o seguirle la corriente para que siga contando aquella historia. Sonrió divertido al darse cuenta que su curiosidad era mayor que su lógica —Continúa —ordenó, expectante.
—No sé burle patrón. La Viuda Virgen es de cuidado. Hombre que la quiere, hombre que se muere. O le pasa alguna desgracia al pobre.
Terrence estalló en risas esta vez, e hizo que ambos hombres quedasen como pasmarotes viéndolo mientras esos dientes blancos y rectos se mostraban esplendorosos.
Pedro y Tulio se miraron uno al otro. Si el patrón quería reírse de ellos, pues adelante. Ninguno de los dos le daría la contra al señor más rico de a Colonia, y además, a un hombre que, poco más, les dobla de tamaño. No. Si el patrón quería reírse de ellos, que así sea.
—Bueno. A ver. Cuéntame —dijo Terrence, respirando profundo para mantener la compostura— Me muero de ganas por saber la historia de esa mujer —anunció más calmado.
Los empleados se miraron de nuevo.
—Pues… pues. —Pedro no sabía cómo comenzar a contar aquello que más parecía un cuento de locos que la vida real. Se concentró y decidió empezar desde el principio. —Esa muchacha nació en estas tierras. Su madre era una lugareña hermosa, que murió durante el parto al darla a luz. El señor William Andley, su padre, quien era un inglés al igual que usted, la tuvo encerrada en un convento en la capital toda su vida. La trajo hace tres años para casarla con el viejo Leonard, un viejo verde quien era dueño de la finca El Manantial, con quien Andley mantenía negocios. La muchacha llegó a la Colonia y su padre la casó al día siguiente. Todos nos sorprendimos por la rapidez en que se había llevado a cabo el matrimonio. Pero bueno, el viejo William Andley hacía lo que quería y no daba cuentas a nadie, y si quería casar a su hija con un hombre cuatro veces mayor, era su problema. La boda fue rápida, y mientras los novios salían de la iglesia, el viejo Leonard se nos muere en el acto.
—¿Y tanto alboroto porque un viejo se encontraba senil el día de su boda? —cuestionó Terrence.
—Pero Leonard solo fue el primer marido.
—¿Hubieron más hombres? —preguntó, sorprendido.
—Sí. La muchachita se casó de nuevo. Y el pobre Anthony tuvo el mismo destino que Leonard.
—¿Cómo? —inquirió, consternado.
—Anthony era el hijo de los Brown, era un joven apuesto y rico, y estaba muy enamorado de Candy. Convenció al padre para que la casara con él. No había pasado ni dos meses de la muerte de Leonard, pero su padre accedió gustoso. Además, el viejo William parecía un poco enfermo. Había perdido bastantes cosechas durante esos meses sin explicación alguna. Como sea, Anthony y Candice se casaron. Esta vez la boda se hizo en la hacienda Brown y durante la celebración, el muchacho, de un momento a otro, se queda tieso y se muere a la vista de todos, así como Leonard.
—Supongo que hay alguna explicación para esa muerte tan repentina —conjeturó—. Quizás padecía algún mal.
Pedro suspiro profundo y negó con la cabeza.
—Lo mismo pensamos todos, pero el médico del pueblo lo examinó y se consternó al no encontrar razón alguna para el fallecimiento. Anthony era un joven sano, según Honorio, el doctor, gozaba de muy buena salud a diferencia de Leonard, quien ya estaba viejo.
—Bueno, que la señora Andley haya tenido la mala suerte de perder dos esposos, no es razón para que le atribuyan maldiciones.
—¿Y qué me dice del tercero y el cuarto?
—¡¿Qué?!
—Sí. Hubo un tercero y un cuarto, pero éstos no llegaron a ser sus maridos, pero la querían y estaban dispuestos a jugarse sus vidas por ella. Rodrigo, el tercero, era un paisano nuestro, un ingeniero que trabajaba en la hacienda San José. Comenzó a pretender a Candice después de que su padre falleció, al poco tiempo de la segunda boda. Todos le advertimos que no se casé, que podría morir como los otros dos; él, que se creía muy astuto, nos dijo que Candice ya era huérfana, y no era necesario casarse con ella para hacerla su mujer. Entonces comenzaron las apuestas en el bar, y esa misma noche, también en frente de todos, Rodrigo muere como los otros pretendientes.
—¿Y el cuarto? —indagó, pasmado.
—Esa historia es más triste aún —respondió Pedro con tristeza—. No solo Neil salió perjudicado, sino también el hermano de Candice, Albert.
—¿Candice Andley tenía un hermano?
—Lo tiene aún. Albert está vivo, pero la maldición lo transformó en un monstruo. Antes era el vivo retrato de su padre, rubio y de piel blanca como la leche, ahora su rostro está completamente desfigurado.
—¿Qué le pasó?
—Cuando Don William murió, Candice mandó a llamar a su hermano, éste llegó de Francia, donde su padre lo había enviado desde muy chico para estudiar, y luego se hizo cargo de sus negocios allá en ese país. Albert retornó después de casi quince años, él se había ido cuando era solo un niño de diez u once años. Al llegar, encontró a Candice muy enferma, casi inconsciente a causa del sarampión que había contraído durante ese tiempo. Entonces, Albert intentó poner en marcha la finca de nuevo, pero al día siguiente de su llegada, hubo un gran incendio en la hacienda Andley, y Albert y Neil, se quedaron atrapados en las llamas.
—Neil, ¿el cuarto?
—Sí. Ese mismo. Ese muchacho era especial. Me refiero a que era mudo, pero era bueno y amaba a Candice, aunque ella ni caso le hacía; la verdad, ella era mucha cosa para Neil. El era el criado de confianza de su padre, y estaba a cargo de la producción de la finca. Después del incendio, encontramos el cuerpo de Albert indistinguible, pero aún vivía. El pobre de Neil no tuvo tanta suerte, murió calcinado.
Terrence se quedó pensativo, sin decir palabra.
—Como ve, patrón. Todos los hombres cercanos a Candice, tanto familiares como los que la quieren para hacerla su mujer, mueren sin ninguna explicación o les ocurre alguna desgracia.
—Y por eso la llaman la Viuda Virgen —afirmó Terrence.
Comenzaba a comprender que todos aquellos sucesos extraños, que, por supuesto, tenían alguna explicación racional, llevó a todo un pueblo a la colectiva conclusión de que se trataba de una maldición. Definitivamente, debía de instruir más a todos sus empleados, para que dejen los supuestos de lado y las tonterías de creer en maldiciones.
Pero algo le llamó aún más la atención, algo que valía la pena preguntar.
—¿Están seguros del segundo calificativo?
Pedro no comprendió la pregunta y lo miró confuso.
—Me refiero a que si están seguros de que ella continúa siendo virgen.
—¡Ah! Pues eso creemos todos —contestó Pedro, ladino—, porque la muchacha no llegó a la noche de bodas con ninguno de los maridos, y si hubo alguien que se llevó ese festín, bendito sea, pues debe encontrarse tres metros bajo tierra, sino, ya nos hubiéramos enterado todos. ¿Qué hombre no presumiría a los cuatro vientos haber desvirgado a esa muchacha? Si alguno lo hubiera hecho, créame, lo sabríamos, al menos yo, que soy los ojos y los oídos de este pueblo.
Pedro se mordió la lengua. ¿Por qué demonios le dijo eso a su patrón? Ahora él lo consideraría un redomado chismoso. >>Bien hecho, Pedro. Eres un bocazas. Pensó para sí mismo.
—Bueno, qué historia tan interesante. —Terrence rodeó su escritorio y comenzó a revisar los libros contables como si nunca hubiera escuchado aquella singular historia—. Ahora, dejemos de lado los cuentos y entremos en materia sobre la hacienda —conminó sereno y algo fatigado tras escuchar el parloteo del administrador—. Pedro, tráeme todos los registros de producción, y Tulio, ve por la señora Andley y avísale que me reuniré con ella esta tarde, pero antes ve por Bonnet. —Su criado lo miraba con los ojos muy abiertos, pero no hacía amago de entenderlo. —Apresúrate o serás el próximo recogedor oficial de excremento de caballo.
Y esa fue razón suficiente para que Tulio corriera como alma que lleva el diablo a cumplir con la orden de su patrón.
Última edición por ELIANKAREN el Mar Abr 26, 2022 5:27 pm, editado 2 veces